Banjo-Kazooie volvió a mi vida

En Chihuahua, de la que ya hablo en una entrada en difícil preparación. Pero me acordé de este texto publicado en cierto medio zionista en en el que ya no me permitiría publicar, pero en ese entonces Daniel Krauze convocaba buenas plumas y buenos temas. Era divertido. Este texto no me costó nada, como se ve, es como una entrada de blog.

La rescato, mientras intento pasar de mi inercia del primer mundo… Hoy ya no me atrevería a llamarle estúpido al Banjo, un juego que es enternecedor para tantxs. Y que me hizo leer toda la entrada de Rare en Wikipedia también.

Va, va.

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Videojuegos, un romance: Banjo-Kazooie

Una crónica de las trampas y la frustración que encierra un videojuego para niños.

Estaba leyendo la entrada en Wikipedia sobre la adicción a los videojuegos. Es una “cyberparada” obligatoria. Hay casos tan estrambóticos como el de un bebé de tres meses que murió por desnutrición mientras sus papás criaban a un bebé virtual en un sitio llamado Prius Online. Hay muchos suicidios. La adicción a los videojuegos es otra adicción, como a cualquier sustancia.

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Naces videojugador o no. No es cuestión de sexos: lo eres o no lo eres. En 2002, me enganché por accidente con un videojuego para todo público, es decir, para niños: la historia era ñoña y de baja dificultad y con personajes infantilizados; tenía minijuegos que eran pedagógicos y escenarios ceñidos a la lógica de Mario Bros; el tiempo de juego seguro se estimaría menor a 20 horas y sin embargo, durante meses, jamás pude terminarlo. El juego se llamaba Banjo-Kazooie, trataba sobre una bruja llamada Gruntilda que secuestraba a Tooty, la hermana del héroe, llamado Banjo, un osito de shortcitos amarillos que cargaba en su mochila a Kazooie, un ave roja que a veces lo ayudaba a volar. Banjo-Kazooie, como una criatura de dos cabezas, atravesaba la tierra encantada de la bruja –mezcla de villana de Blanca Nieves y la Bella Durmiente– a través de bosques, selvas, pantanos y hasta caños profundos, con la ayuda de un topo con miopía llamado Bottles. Y así, este juego estúpido, diseñado para niños de 6 años o más, se convirtió en mi dolor de cabeza, en la única cosa en la que pensaba, día y noche, humillada hasta la médula por las derrotas constantes y el tiempo perdido en el mismo nivel, con el dedo amoratado de tanto apretar el botón amarillo y el azul y el joystick, encontrándome una y otra vez con el mismo recordatorio: no tienes siquiera la habilidad de un niño de 6 años.

Banjo-Kazooie, durante la mitad de 2002, fue mi personal vendetta.

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Otro morboso ejemplo, en Wikipedia, de la brutalidad de la adicción a los videojuegos: un niño que mató a sus padres porque le escondieron su copia de Halo 3. Y el juez: “Creo firmemente que no lo habría hecho de haber sabido que sus papás se quedarían muertos para siempre”. Dicen que los drogadictos siempre se inclinan por crímenes no violentos, como el asalto a casa habitación. Fácil y rápido.

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Mis hermanos mayores eran aficionados de los videojuegos. Tuvieron el Intellivision, luego el Atari, luego el Nintendo, luego el Super Nintendo, luego el Nintendo 64, luego el Play Station. Eran un equipo: trabajaban juntos para completar las misiones, se asignaban turnos, se relevaban por cansancio o bloqueo. A veces se desvelaban para terminar un juego y yo siempre los veía sentada en el sillón, una fiel espectadora, vemeitrae obediente, admiradora a la que no se le permitía hacer preguntas. Los videojuegos ahí estaban, firmes como las tradiciones familiares, inalterables en su imposibilidad, pero no eran para mí. Existían a pesar de mí.  

A veces, cuando mis hermanos no estaban en la casa, mi primo Juan y yo agarrábamos el Super Nintendo y poníamos Street Fighter, yo escogía a Chun-Li y él a Ken, y yo siempre le ganaba, y el rostro destrozado de Ken al final de la partida era mi victoria y mi trofeo. Entonces, la habilidad que mis hermanos me negaban aparecía de pronto cuando no estaban ahí viendo. Estoy segura de que el orgullo que suscita esta habilidad repentina es el virus que inocula la afición permanente al videojuego.

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Luego, en 2002, me puse a jugar Banjo-Kazooie no porque quisiera, sino para entretener a mi sobrino de cuatro años, que no tenía el tamaño suficiente para agarrar el control. Y lo que empezó como un affaire esporádico terminó en una obsesión enfermiza. Juré que terminaría el juego y en el último nivel, Gruntilda se burló de mí (para entonces, yo era Banjoo-Kazooie, me había transfigurado en ellos) en un nivel estilo Jeopardy de una dificultad que me dejaba las manos empapadas. Todo videojuego tiene incluido un nivel llamado FRUSTRACIÓN. Si logras atravesarlo, estás del otro lado. Si consagras tu paciencia y tu tiempo, si tienes la perseverancia para pensar rutas y estrategias alternas, si te tragas tus reclamos y procuras no gritarle demasiado a la tele o a la pantalla, encontrarás eventualmente una salida. Pero después de un mes atorada en el mismo nivel, sin la grandeza de espíritu necesaria para rescatar a Tootie del caldero de Gruntilda, abandoné el juego. Deserción total. Le fallé a mi hermana y al topo y al reino y así, fracasada y derrotada, logré curarme de cualquier tipo de adicción futura.

Publicado originalmente (¡en febrero de 2013!) en Letras Libres.

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Llámalo como Rick

A todas las personas nos toca. A todas las personas nos llega. A algunas demasiado pronto, cruelmente pronto. A otras, feliz o infelizmente después de largos años. ¿A qué edad se pierde a un padre o a una madre?

Mi padre empieza su quimioterapia en febrero. Y radioterapia en abril. Y yo me voy a Chihuahua en unos días, y quiero ir a Guadalajara en marzo, y hay una pulsión de vida en mí; ayer él y yo tuvimos un incidente, le dije que no podía hacer algo que le había prometido hacer y él se molestó, y yo lloré, en fin. Pero al final siempre el perdón, como en mi cuento.

¡Ah! Lean mi cuento, “El genio distraído” en la revista Magis. Trata sobre nuestras vicisitudes en ese anhelado viaje -para él- a Europa el año pasado, y mis aflicciones, que son hórridas y lo afligen también. Es el cuento que he escrito más rápidamente, tenía algunos materiales, y sobre todo cierta urgencia. A veces eso es lo que se necesita, urgencia. Pensé que “La isla López” había sido rápido, dos o tres meses donde me quebré la cabeza pensando en la arquitectura del cuento, y decidiendo si me decantaría por ciertas experimentaciones. Espero que ese se pueda leer públicamente pronto.

Mientras tanto escribo mi libro sobre la locura, ese ha sido algo así como su working title. Es sobre mi brote psicótico, mi bipolaridad, Buenos Aires, pero también Missouri/Kansas y los migrantes y el trabajo. Ya dije en la entrada anterior que no me importa fallar estrepitosamente.

Escribo un poco sin belleza. Estoy en una fase de primer borrador, y me permito cosas que antes nunca, pero en una parte ya advierto que necesito una escritura funcional y comunicativa, que es donde se nota la puntada.

¿Podría durar esto siempre?

¿Podría durarme sin sentir que me encamino al dolor más grande que voy a experimentar hasta ahora?

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Viernes 13 / Miércoles 20 / Viernes 22

Fue un verano caluroso. Fuimos a Acapulco. Yo ya sospechaba lo que al menos mi madre y hermano ya sabían, y desde un día anterior estuve con un ánimo negro, el primer día negro, y en la noche una migraña resistente a todo como recompensa. El segundo día estuve un poco menos enojada y triste, aunque por momentos tenía que irme lejos y llorar. Pidiéndole al mar tanto. No sé qué me ha dado.

Han pasado unos meses del párrafo anterior. Ahora hace mucho frío, mucho. La incertidumbre continúa, y es una uña que rasga y rasga. “Seamos realistas: es casi seguro que es cáncer”, dijo el joven doctor de hoy. La biopsia del duodeno había salido sin presencia de células neoplásicas, y eso nos había dado paz y tranquilidad durante varios días en los que yo, en el fondo, sabía que el duodeno no era lo importante sino el páncreas, al que no habían logrado llegar, o eso creíamos. Ese día mi padre se desmoralizó, mi madre se alteró.

Yo también me alteré, tuve que volver a mi casa, encerrarme en mí misma muchísimo, en mi caparazón.

Hace alrededor de un mes tuvimos una estadía en el hospital que hasta llegó a ser placentera, una rutina y una incomodidad aceptadas, y largas charlas entre mi papá y yo. Pero igual aquello me desgastó y tardé en recuperarme.

Me he vuelto más sensible, más débil, soy como el sketch de Capusotto de “yo (shó) soy muy débil y no puedo con el mundo”. Prefiero estar aquí en mi cueva, en mi estudio con mi calentador.

He estado escribiendo mucho. Hay cierta urgencia, inspiración, las condiciones necesarias (estoy desempleada) y un poco de descaro y conciencia de que es un primer borrador. Entonces me levanto temprano y lo primero que hago, después de mi café y mi licuado, es sentarme en el escritorio a escribir, y también es lo último que hago antes de irme a dormir.

No me importa qué salga o qué ocurra, o si fallo estrepitosamente. No me importa fallar.

Claramente atravieso una hipomanía de la que he recibido el consejo de que es mejor surfear la ola y aprovechar la productividad lo más posible. Contenta no estoy, aunque por momentos sí, cuando escribo, como en esa escena de Los adioses cuando Rosario Castellanos está escribiendo con alegría y enjundia en su máquina de escribir ante la mirada envidiosa de Ricardo Guerra. Así es bonito escribir. Aunque escribir es algo más que una actividad bonita.

Pero haré una confesión: yo escribo un fanfic. No entraré en detalles, cualquiera se imaginará de qué es y, si no, leyendo más este blog lo descubrirá. El caso es que en los últimos tres años era la única escritura que me traía alegría, que cada vez que la practicaba de verdad me sentía bien, me divertía, me daba palmaditas fantasma, era un reto -escribir en inglés- y un entrenamiento -pensaba, pero ya no lo pienso- y una forma de absorber todos los clichés de la cultura kitsch hegemónica.

Bah. El caso es que esa alegría se ha trasladado al libro al que le agregaba sufridos párrafos desde 2017 cuando la inspiración me lo permitía. Pero ahora estoy cosiendo esa gran colcha de cuadritos y algo largo, largo saldrá, esa es mi apuesta, mantener la atención con desvíos violentos. Al menos uno. Ya se verá, ya se verá.

Hoy mi padre, mientras le pasaba el brazo por la espalda, me dijo “no me mires así”, “¿cómo?”, “con lástima”. Más o menos adivino mis gestos y lo imagino, luego le dije de cerca “no es lástima, es ternura”.

Yo no quiero perderlo.

Pero es la ley de la vida y lo que siempre temí precisamente porque sabía que no habría escapatoria de eso.

Chofer, deténgase, que yo me bajo aquí.

*in my Babasónicos era

Y luego, sí, Argentina. Y México, siempre esa herida que es México.

Ahora retornan tantas cosas que parecían perdidas. Hablé y grabé a mi papá. Hice Zoom y grabé con Graciana. Hablé con Billy, mi hermano, y lo grabé.

Pero falta tanto. Necesito tiempo y dinero. Me estoy acabando mis ahorros. Como dijo mi terapeuta: “para eso son”.

Ya lloré, hoy. Ya limpié eso. Ahora que bajaron poco las inhibiciones, escribo este post a vuelapluma y decido publicarlo. En esas ando. Por si al rato aparecen escritos lunáticos, que estamos tomando todas las medidas para que eso no ocurra.

No ocurrirá.

Luego, Acapulco. Guerrero. El estado que mejor conozco después de mi área mexiquense-queretana.

Ah, estoy enamorada. Y llevar nuestra relación ha sido desafiante pero hermoso así a secas. Bello. Bonito, como él siempre dice.

Espero no escribir dentro de dos años siete meses. Quiero a mi blog, y lo quiero tanto que me cuesta volver a él, tengo tantas entradas empezadas a medias. En fin, en fin.

En fin.

Fin.

Vengo a poner otro fin, viernes 15:34 pm.

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Puesta al día

He estado traduciendo telenovelas rusas. He estado distraída. Casi no he leído. He escrito… ¿Qué he escrito? Nada. Nada últimamente. Cómo no me di cuenta de la razón del sufrimiento de mi madre. Yo misma lo consigné en este blog. Perdió a su amigo. Al muchacho que la hacía reír y le alegraba el día. Que le despertaba una camaradería bien honesta y que sólo podía ser natural por improbable, entre un muchacho de veinte y una señora de más de sesenta. Cómo he sido tan ciega, cómo no vi que su asesinato fue el detonante del hundimiento; qué derecho tengo de escribir esto, tan privado.

Yo soy como Levrero, adoro perder el tiempo. Adoro la zambullida narcisista. Mi memoria se está desintegrando, sospecho. Entonces si vuelvo a mis apuntes es como descubrir a otra persona, de la que reconozco partes y otras las recibo con extrañeza.

Este blog es una basura. El otro igual. Sólo son simpáticos para mí, pero a veces me son detestables. Me persiguen como las fotos donde se sale pésimo, las vergüenzas que se pasaron con personas y quedaron inscritas en los anales del desprestigio, para qué desnudarme así, y además mal, a medias, sin decir las cosas como son, lloriqueando en tantas ocasiones, y picando con la vara de mi prosita ocurrente el honor, el recuerdo y el silencio de personas que ya no están en mi vida.

Sin embargo…

Sigo el proyecto literario de Iveth Luna Flores y me vigoriza. Me reta a doblar la apuesta. Al mismo tiempo, estos días he recordado mucho el taller que tomé con Isabel Díaz Alanís sobre escribir negociando con la memoria, en especial aquello de las personas inocentes que hemos de proteger. Yo, ya dije, soy una traidora.

Tengo mucho en mi plato, en este momento.

Siento dolor, un dolor cervical. El origen de la lesión también lo consigné aquí: una noche de invierno austral iba cargando una silla de escritorio con el asiento sobre la cabeza, haciendo presión; moví el cuello y sentí el tronido. Pero ayer empecé mi rehabilitación. Es cierto que también me duele por el estrés que experimento. Porque descanso muy poco. Me gustó leer esa entrada de Buenos Aires, la que recién puse. Esas personas siguen en mi vida, a pesar de la distancia. La distancia… Es vivificante y ensombrecedora.

Me dan como ganas de escribir unos poemas, pero yo adoro la poesía, yo venero la poesía, y muy pronto en mi vida decidí no mancharla con mis manos de narradora. No la escribiré, o la escribiré para mí, sin compartirla nunca. Pero eso, el hecho de que aparezcan esas ganas, ¿qué te dice?

(Dice algo que sólo yo sé y todavía no diré).

En realidad sí escribí algo últimamente, un texto al que le dediqué tres meses de mi vida, que para mi gusto debieron ser más; si fuera posible seguiría corrigiéndolo y agregándole detalles y profundidad. Es el cuento de la antología Mexicanas II, “La isla López”, que Lauren Cocking ya me mandó traducido y estoy corrigiendo. ¡Cómo pensé ese cuento! Traía el tema y ciertas impresiones desde hacía tiempo, y mientras lo escribía lo charlaba con Ana, mi psicoanalista, que ya siento coautora de tanto de lo que escribo.

Iba a escribir algo de las telenovelas rusas, cómo me han puesto a reflexionar sobre ciertos temitas, pero no queda tiempo, o ganas, y puedo volver a eso después.

Tengo un post en borradores que se titula PICANTE donde hablaba de alguien con detalles, pero decidí guardármelo… por ahora. Porque no pienso censurarme en el libro que ahora escribo, y decidí no proteger a nadie como yo no fui protegida, y un poco hasta he pensado como Belén López Peiró, que quiero destruir con mi escritura. Ah, he vuelto a este párrafo y ya detesto la revancha. Lo que quiero es dar aviso de una escritura poco amable que ya se cocina, que hierve en sus jugos.

Cambio y fuera… por ahora.

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Post de posts

Tengo muchos posts a medias. Hay temitas, o no.

Alguno nuevamente recala en los talentos de mis sobrines, de cómo las historias bullen dentro de elles, se manifiestan en flujo, el impulso creador se intensifica o no prospera, se dispersa en proyectos sin conclusión. De pronto su energía erupciona, luego su llama interior apenas llamea, hasta su postura es mala. Inevitablemente eso me llevará a otros lugares. Mis angustias. Los temores máximos.

Mataron a un amigo nuestro, un muchacho que trabajaba en las tortillas de al lado con el que mi mamá solía cotorrear y la hacía reír mucho; recuerdo que nos arrancaba la carcajada cuando lo veíamos montado en su motito con su cubrebocas de una boca de payaso, mitad cómica mitad terrorífica.

La vida en el pueblo se pudre. La violencia persiste.

Mi gato Mauricio es mi ancla. Es tan cariñoso, me acompaña tanto. Llegó solito al patio de mis padres, se escondió en un cuarto de triques. Lo descubrí y pensé que era niña, le arrimé ¡un plato de pozole!, que el pobrecito se comió rápido, hambriento, y luego su hociquito le quedó rojo. Me lo quedé. Nos vinimos los dos a este departamento, mi compañero fiel. Yo ya había mirado a Ágata en la calle, ya había pensado que la adoptaría. Un día bajé a sacar la basura y la vi que estaba cargada, luego ella subió conmigo y se metió a mi casa decidida. Encontró acomodo en el cajón más bajo del clóset y parió a cuatro gatitos. Entonces ya éramos siete aquí, ese número cabalístico que es la suma de mi familia nuclear, mis hermanos, hermanas y mis padres. Dos de esos gatitos encontraron casa pronto, una amiga de la familia cuyos hijos luego me encuentro en la tienda y les pregunto cómo están las bolas de pelo. Pero las dos niñas, fieras y hurañas, se han quedado aquí. No se dejan agarrar salvo que estén dormidas sobre mi panza, cosa que ocurre seguido, porque aunque son ásperas les encanta subirse sobre mí. Ágata ha engordado, era un fideo cuando llegó, y tras la esterilización ni siquiera le llama la atención el afuera. Aquí tiene todo lo que necesita. Mauricio se cree padre de las niñas, juega con Ágata y luego se acicalan. Yo también tengo aquí todo lo que necesito.

Entro y salgo del post, agrego algo y lo cierro. El blog me ha producido silencio, distancia, aburrimiento.

(¿Semanas? después). Este fin de semana con los pies desnudos me trajo de vuelta una sensación que no experimentaba desde la niñez: sentía que a los pies, al diseño de los pies, le hacía falta un pulgar que sobresaliera como en la mano. Y en esa parte del arco del pie sentí una comezón de miembro faltante. Siento que necesito, como los monos, plantar mis pies con un pulgar que sobresalga y haga palanca. Debes tener los pies en la tierra, me dijo una vez, con su lenguaje clínico, directo, sin capas añadidas de interpretación, Verónica, mi psiquiatra. Ana, mi psicoanalista, me dice otras cosas y todas son tan… verdaderas.

La expresión de mi sobrino de 16 cuando se habló, en la mesa, de que cada vez habrá menos agua, y el clima será más caliente e inclemente. ¿Qué futuro les espera o, más bien, cuál pueden imaginarse?

Caminamos por el centro de Querétaro, por callejuelas y pasajes y sitios secretos. El sol violento sobre el cuerpo, llenar el cuerpo de sol y comida y cerveza. Gastar mucho la boca en charlar y compartir, y aguzar la atención para escuchar la voz amiga.

Lo importante que para mí ha sido la amistad. Pienso: quiero escribir un cuento que ocurra en Querétaro. Un cuento que siempre he querido escribir, del que ya escribí -y deseché- variaciones. En los siete años que viví allá, años 2001 (llegué en julio) a 2008, contraje amistades innumerables. Me he decidido por ese hiperbólico innumerables. Conocí personas por toda la ciudad, amigxs de amigxs, primxs de amigxs, compañerxs de estudios de amigxs, amantes de amigxs, amigxs de amigxs de amigxs que salían de internet por proximidad (una cuenta graciosa de Messenger te agregaba, la danza del apareamiento comenzaba); además: el mundo entero que era la Prepa Sur Salvador Allende, con sus 16 salones por grado en turnos matutino y vespertino, salones de más de sesenta personas, una multitud ingobernable de mañana a noche; me parecía que me cruzaba con caras nuevas todos los días, y la presentación o la casualidad llevaban al saludo, eventualmente a la conversación y luego a la amistad. Porque a veces esa amistad fue corta pero intensa, siempre me entregué con entusiasmo a la convivencia y supe enmascarar mis estados de ánimo en pos de la socialización. Amigas de amigas y amigos de amigos se multiplicaron como larvas durante mis años universitarios, y creo que con esas personas nos recordamos y nos tenemos en cuenta, todavía. Santiago de Querétaro no iba más allá de Plazas del Sol, Cimatario, Lomas, Casa Blanca, Niños Héroes, el Cinépolis de la Plaza de Toros que era mi predilecto, el café de Zaragoza en el que trabajaba, las excursiones al Gómez Morín, el laberíntico centro histórico que engulle y debilita, el norte inhóspito (la otra punta de mi mapa: la Prepa Norte), Jurica y Juriquilla que eran el suburbio lejano, aburguesado. Andaba siempre en las rutas del transporte público, de la A a la Z y centenas de números, cómo olvidar la mil veces maldita ruta 64, con una bolsa o una mochila, y en esa bolsa o mochila: un discman Sony que era mi posesión más preciada y costosa; cuadernos, libros, plumas, suéteres y bufandas, basura y maquillajes. En ese entonces me entregué toda a la ciudad, la caminé toda, la recorrí toda; sufrí accidentes en sus calles y la violencia de sus mediodías, le descubrí secretos y también me cansé de su faz limitada. Allí tuve mis primeros trabajos (comerciante independiente de dulces, encuestadora del PAN, empleada de agencia de tiempos compartidos, empleada de cafetería, reportera amateur). Allí escribí los primeros cuentos que consideré serios, terminados, comprometidos [los conservo, los releo con vergüenza y contento, en qué momento esto se volvió una numeración de orden narcisista: “Sangre”, “Perturbación” (Premio Universitario de Cuento y Poesía 2002, ejem), “Delirio de un cepillo de dientes”, “El panquecito marihuano”, el famoso de la sopa Maruchan, el de las manzanas verdes en el manzano y tantos otros, mi obra privada que sólo yo leeré y releeré]; también escribí mi primer mail de amor, mi primer post de internet, mi primer artículo publicado (en ¡La Mosca en la Pared!), mi primer guioncito freelance. No era mi intención darme palmaditas (ay, pero es agradable recordar que luché contra mi mente y mi cuerpo para confeccionar textitos). No menos importante en mi camino espiritual y por constituir la zona de acción de mi experiencia: en Querétaro perdí mi virginidad y descubrí el enamoramiento gay. Querétaro con Q de QQQ. Quiero capturar el año 2002, hace 20 años.

Quiero, quiero, quiero.

Tema: literatura. ¿Se dan cuenta de lo que escriben? ¿Se escuchan? A veces quiero gritar: EL EMPERADOR VA DESNUDO.

Pero me contengo.

En este momento, momento en el que me acerco a -atención- abandonar mas no terminar el post, me dan ganas de escribir que todo es negro. Debhani y tantas otras. Qué puto horror, qué putas ganas de dejar de vivir. Mis niñas. Mis niñes. Mis niños. Ah. Hasta escribir lo mancha todo. No lo conjura, no suaviza, no sana.

Pero no quiero dejar en lo negro. ¿Dónde está la luz? ¿Hay luz sobre la crisis feminicida?

Ya sé. El Oráculo de las Capturas de Pantalla.

Que me dice:

¿Está?

Apuntes misceláneos XXVII

Siento el dolor muscular. Tirada en mi cama, con el ventilador puesto, siento cómo me punzan las extremidades. El antebrazo sobre todo, entre la muñeca y el codo. Extensor, googleo. Ese músculo que se siente en llamas. Pero también me duelen las pantorrillas, los tobillos, los talones, y el empeine, ah, duele el empeine, mucho, mucho. Y los dedos de los pies, sobre todo los pulgares, los dedos gordos, duele la uña que se me abrió y sangró, y sobre todo las puntas de los dedos, que tengo en carne viva, se me desprendieron grandes trozos de piel, la herida se amorató, y quedaron ahí colgando los pellejos de piel muerta. Pero: debo persistir con el arte marcial. Recordar -lo he repetido a otrxs- el placer del golpe cuando, en prepa, practicaba karate con entusiasmo y quizá torpeza. De todas maneras no vale la pena seguir sin el convencimiento de que soy buena, de que puedo mejorar, de que pateo con fuerza, de que puedo dominar los movimientos.

La semana pasada, por avenida Avellaneda, recorriendo un área de la ciudad que no conocía, como un sueño. Había un aire un poco frío, por suerte, y de las anchas veredas emergían tiendas y tiendas y tiendas, lo mismo de bisutería que de ropa veraniega, y había tanta gente en las calles, demasiadas para un miércoles a media mañana. Yo había ido a Caballito por una cuestión laboral, y crucé Rivadavia y me encontré en Flores, Floresta, zona barrial tan particular y que parece vivir como a espaldas de todo, y nuevamente pensé que la ciudad es inabarcable y que no dejo de conocerla y que las excursiones jamás tienen fin. En la calle de Morón me encontré un gato negro: el tipo venía caminando por la acera y cuando me vio empezó a maullar en tono de queja, y yo me puse en cuclillas y le hablé, y él se acercó y se dejó acariciar, y ronroneó mientras paraba la cola; así estuvimos un rato largo, largo, en el cual hasta le saqué fotos y él siguió quejándose de la vida conmigo, o contándome algo, o quizás no quejándose sino celebrando y regodeándose, y luego me puse de pie y caminé y él caminó conmigo, incluso caminó como en diagonal, con la cabeza dirigida a mí, y yo mientras tanto me derretía, pensaba: me lo llevo, ya estuvo, lo cargo acá mismo y me lo llevo, no importa, y en la esquina pasó una muchacha que observó la escena y dijo “¡ay, qué lindo gatito!”, y yo le dije “tal vez es callejero, está todo sucio”, y ella: “no, no, mírale el pelo, el cuerpo, está bien alimentado, para mí que es de casa y anda de paseo, ¡ay!, me recuerda al que dejé en Venezuela”, y así estuvimos con el tipín hasta que tuve que irme y, al caminar, lo veía todavía parado en la esquina, como despidiéndome.

Dos calles adelante entré a un pequeño enclave coreano, una bodega de fayuca abandonada, artículos de papelería polvorientos de Hello Kitty y otros muñequitos, cinturones por diez pesos y portarretratos y ¡carteles de Leonardo DiCaprio en The man in the iron mask! Estuve a punto de comprarme uno, pero por suerte lo medité mejor. Luego, buscando dónde comer, encontré un mercado oriental sobre Vallese que, al fondo, tenía comida coreana por peso. Delicias picantes y con cierto amargor en una mesa junto a tipos hermosos que hablaban con acento porteñazo.

En la esquina de Marcelo T. de Alvear (nunca dejará de causarme gracia el “Marcelote”) y Talcahuano, un café anticuado donde algunas veces desayuné café con medialunas y en el que trabajaba una muchacha muy simpática, ahora es una pizzería Kentucky. Todo cambia y todo seguirá cambiando aunque ya no pueda atestiguarlo.

En mis sueños estoy yendo al mismo lugar, sensación de irrealidad al despertar, como si fuera bruscamente removida de una existencia concreta. Sueño con mis hermanos y les pregunto cosas y escucho sus consejos. ¿No es cierto que aquí vivimos muy a gusto y que mi habitación está más agradable que nunca? Pero en esta ciudad el clima me duele o me derrota; yo tenía experiencias excepcionales del calor húmedo, de la playa, de sentir la piel ardiente y la espalda empapada, pero bajo otro signo, con el mar cercano, con el tiempo peculiar y distinto de la vacación, y ahora siento que me ahogo, que estoy presa. Sin embargo, el frío no es mejor, es de hecho peor, sufro y sufro con él y el ánimo se me va al inframundo, lo reconozco ahora que transcribo mis cuadernos y noto la distimia invernal, a la que temo demasiado.

La semana pasada vino Elsa, era un viernes hermoso, soleado pero fresco, y la alegría indescriptible de encontrarla en Recoleta y hacer la caminata que suelo hacer con quienes están de visita. Fuimos a ver la floralis genérica, charlábamos de asuntos agradables, nos reíamos y nos sacábamos fotos, y le dije que fuéramos al Museo de Bellas Artes para hacer tiempo. Estábamos a punto de subir los escalones de la entrada cuando escuchamos un golpe seco, un sonido que ahora me persigue, y enseguida algunas expresiones de pasmo y aturdimiento: a treinta centímetros de nosotras una señora se había desvanecido, plaf, cayó del cuarto o quinto escalón, y su cuerpo quedó en transversal sobre la escalera, la cabeza sobre el piso, las piernas desnudas elevadas, no olvidaré las arañitas azules y moradas de las várices y su piel tan blanca, y que los lentes quedaron rotos a un costado de la cabeza de la cual sólo podíamos ver el pelo revuelto; y las dos nos quedamos en shock, inmóviles, y nos tomamos de las manos y dijimos “está bien, está bien, no pasa nada”, y mientras tanto llamaban a la ambulancia y nadie sabía qué hacer, no era aconsejable moverla, y de pronto con el rabillo del ojo mirar el pequeño charco negro que se formaba bajo su cabeza, la mancha roja que se fue extendiendo sobre el piso. La gente empezó a enroscarse alrededor, personas que iba pasando, trotando, y que se quedaron como congeladas y magnetizadas, el morbo terrible; pero nosotras, con las piernas temblorosas, decidimos irnos, y luego nos sentamos en un café y concedimos llorar y pedir por su salud.

Por la noche, en Camping (recuerdos, recuerdos, marzo 2015), escuchar a Franny Glass/Gonzalo Deniz, la belleza y el bienestar, ese modo de ser tan dulce y tranquilo y particular de los músicos uruguayos, y aunque todo era tan bueno y feliz yo tenía el alma triturada y el corazón todavía me latía con fuerza. ¿Qué signo terrible era ese y cómo se explicaba o a qué correspondía, y sobre todo era necesario hacerse esas preguntas o más bien ignorarlas?

Al otro día fui al taekwondo y pateé y pateé y pateé.

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Extraños retornos del pasado

No voy a mirar tus fotos en Nueva York, lo bonita que te veías, lo joven y bonita, yo también me veo joven, no comparto el engaño de que luzco igual, reconozco la mirada de bebé, la sonrisa de bebé, la inocencia: quién iba a saber las cosas que sucederían y lo mal que la pasaríamos, lo terrible, asquerosamente mal que la pasaríamos; qué raro que otra vez escriba de esto, es de madrugada y tecleo con rapidez -pero sólo aquí, porque en mi documento avanzo con muchos dolores y muy lentamente- tras otra zambullida narcisista; no sé cómo llegué al post del irlandés que trabajaba en el cementerio de Montparnasse, Ruairi o Ruairí, el que me escribió su correo en mi cuaderno además de la enigmática frase “never eat candy floss in the rain”, y se me ocurrió googlearlo porque ahí también aparece su apellido, Condra, y hasta me quité los audífonos por el pálpito que sentí cuando me aparecieron dos notas sobre violación, RAPE, esa palabra que en inglés es tan precisa, barbaric sex attack, precisaba una; pero luego resultó que eran otros Ruairi u otros Condras, o eso voy a pensar, eso quiero pensar, no tengo ganas de indagar más; cuando me dijo que me iba a enseñar una cosa en el cementerio, una escultura de una pareja besándose, medio oculta, yo fui con mi gas pimienta, como si eso me hubiera ayudado, ¿en cuántas situaciones de peligro me he puesto y no he sabido? Nunca olvidaré la vez, cuando iba en primero de secundaria en el Plancarte de San Juan del Río, que se me fue el autobús de estudiantes y mi papá paró a los señores del camión de gas y me mandó con ellos, y mi mamá se enteró de esto a mediodía y a punto de que yo volviera; cuando al fin llegué la encontré tirada en mi cama en un baño de lágrimas, nunca la había visto así en mi vida, en ese infierno tan personal y tan único y tan diseñado a su medida, y apenas me vio me tomó de los hombros y me dijo DÍMELO TODO, DIME QUÉ TE HICIERON, y yo le dije qué quiénes de qué hablas, y ella lloraba y soltaba groserías, y nunca le gritó tanto a mi papá como ese día, quien escuchaba estoico los reclamos y remarcaba que esos señores del gas eran sus amigos y que confiaba en ellos, oquei, ¿pero por qué, a quién se le ocurre?, y yo tardé en darme cuenta, no hilaba las cosas, hasta que luego lo pensé mejor y la imagen se fue dibujando, y creo que con el pasar de los años cada vez se dibuja mejor, con más detalles, con más horribles detalles, y siento mucho horror, pero, ¿por qué llegué hasta aquí si en realidad yo estaba pensando en esa foto tuya afuera de un hotel en la 9th Avenue, uno que aparecía en Bored to death y por eso nos detuvimos, además de que siempre me gustaron sus ventanas redondas como de lavadora? No imaginaba que luego, en un microviaje de trabajo, dormiría en uno de sus microcuartitos, berreta dirían acá, pero entonces no me lo parecía, bueno, quiero que sepas que todavía me acuerdo de estas cosas y ya las puedo escribir sin llorar ni sentir feo y casi, diría, sin sentir nada. *

Aunque creo que sí me arrepiento de jamás haber escrito lo mucho que te quería ni haber sido romántica, vaya, todo era fruto de mi autocensura, esa jaula en la que las personas queer suelen vivir, como bien expresa Agustina Comedi -se ve que su bella película me afectó-, quien además recuerda que una psicoanalista le dijo que como bisexual nunca sería feliz, viviría toda su vida dudando entre una cosa u otra, afirmación que otros psicoanalistas me han hecho llegar a través de cobardes intermediarios. Suelo ver cómo algunxs salen del clóset por Twitter sin comprender del todo que no se trata de un proceso cerrado, finito, que reconciliarlo en el fuero interno y luego comunicarlo a la familia, a los amigos, es apenas el inicio de un acto que ocurrirá incesantemente, una decisión que habrá de tomarse ante cada nueva situación, recién conocido, centro de trabajo, circunstancia vital. Releía un texto fallido donde narro, respecto a ciertas dinámicas familiares de aquella época: “Convivo un poco, cuento las cosas de manera superficial, porque la vida que llevo es vida que no les interesa o que no quieren saber, por sus propios motivos”; y aunque al final todo se supo, todo se aceptó, todos felices, y luego ya no, cuando el horror y las cosas feas que sucedieron precipitaron un cantado, esperado fin, la verdad es que lo gay todavía es origen de pesares y me gustaría, siento que debo, encauzar eso en otra cosa de largo aliento.

Oye, ¿no te parece que estás escribiendo demasiado en tu blog, que nuevamente se ha convertido en la escritura sucedánea de otra que es obligatoria, necesaria y urgente?

Sí, sí.

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Fantasmas IX

Un nuevo misterio. ¿Un virus, un error, un glitch? me posteó textos aleatorios en el blog. Textos de variada índole cuyo único elemento vinculante eran las palabras “canada goose”. Googleo: “Un holding canadiense de fabricantes de ropa de invierno. La compañía fue fundada en 1957 por Sam Tick, bajo el nombre de Metro Sportswear Ltd. Canada”. Bien, no me resuelve nada. Tampoco me acuerdo cómo me di cuenta, pero casi todas las entradas estaban publicadas en los años 2014 y 2015. Cientos de ellas. Nunca entré a su web, nunca busqué la mencionada marca invernal. Vuelve el pensamiento mágico: las señales en cada título. Por ejemplo ahora, al azar, reviso mi papelera (ya que una noche me decidí a borrarlas todas sin preguntar, sin googlear, sin enviar un correo quejoso a WordPress): We had a nice pattern of higher lows dating back to September. Otro título tenebroso: And I had no idea where they were taking me. O: When you burn cannabis, you are actually destroying a lot of. O: It is his/her premise that because of this supposed power. O: I want us to be about standing up for people who are single. O: Our rent is a month and we manage to save each month. O: And even that is just a poor rewrite of an extract from. ¿Qué carajos…?

Y ahí estaba todo, robándose espacio en mi blog, multiplicando los pins (¿los pins?).

En fin. No quiero volver a escribir sobre los fantasmas de internet (a, b), sino recordar(me) que nada aquí se conserva, que todo está destinado a la destrucción y el olvido. A continuación copio y pego unas notas que tenía en un cuaderno, que ya transcribí a un Word, y con las que escribiré otras cosas.

El problema número 5 para Giunta (Andrea Giunta, Objetos mutantes):
– Destrucción o apropiación de los archivos: su universalización por la vía del giro tecnológico. Poner todo online.
“Pero la idea de accesibilidad opaca la posibilidad de que el archivo no exista si no está ligado a una memoria acumulativa”.

Los archivos se desordenan en relación con su origen, se forman nuevos.
Otros no pueden digitalizarse.

Pregunta:
– ¿La idea de un archivo digital universal no alimentará la certeza de que sólo existe lo que está online? -> La digitalización no garantiza conservación.

Un resumen apresurado:

Archivo: lugar neutro que almacena registros y vincula con contextos y relaciones de producción.

El presente se analiza a través de los documentos, restos, fósiles, ruinas, es decir, indicios del pasado.

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Veleidad

Escribir.

Pero dónde.

No aquí.

Allá, en los cuentos. En el Word. En el trabajo. Lo que debe escribirse.

Leer. Sin método y con él. Esperar, esperar, esperar. Desear.

Tengo un borrador de post de hace dos meses, sobre Cortázar. No le agregué nada más y no lo publiqué. Algunas semanas después me invitaron a hablar de sus cuentos en el Villaurrutia, privilegio inesperado. Tuve más ocasión de pensar en él. Algo quería escribir sobre la idea de Cortázar. Sobre la mirada de hoy en torno a Cortázar. Sobre el supuesto buen Cortázar (el de los cuentos) y el malón Cortázar (el de Rayuela, que, en muchas opiniones, “no sobrevive la prueba del tiempo”). Pero luego ya no lo continué. Oficinapendientestextoscuentosnadaquédecir. Empezaba:

Hace unas semana releí Rayuela y me gustó mucho la experiencia; esperaba escenas, imágenes, episodios específicos; ya no había oscuridad en la trama; todo era como un viaje en autobús del que no esperas la llegada sino más bien el paisaje a través de la ventanilla.  Y concluyo que me gusta Rayuela. No perdió con la relectura. Reconozco en la prosa de Cortázar, obviamente, muchas cosas que he intentado. Lectura de formación. Claro: esta última vez la leí de manera lineal, sin saltar a los capítulos prescindibles, aunque de pronto me seguía por inercia y encontraba cosas extrañas, me acordaba de cómo desequilibraban la atmósfera y aumentaban la sensación de desorientación, y de inmediato volvía a la trama concreta de Oliveira y la Maga en París; Oliveira y Traveler y Talita en Buenos Aires. Muy agradable.

Fui a Ámsterdam. Por el trabajo. Nos invitó una página de internet, booking.com. Todos los de booking.com me cayeron muy bien. Buena empresa, gran ambiente, industria aparentemente inofensiva. Me paseé por Ámsterdam sola (a veces con los otros periodistas, a veces con un nuevo amigo, polaco, Piotr, fan de Game of Thrones). Pensé en muchas cosas. Conversaciones, lecturas, paseos concentrados. Todo era intenso y a la vez sosegado. Todo pasaba lento y a la vez demasiado rápido. Pero me gustó Ámsterdam. Me gustó lo que sentí. Me gustó lo que me hizo pensar. Fue un reencuentro con Ana (Frank). Con la idea de escribir, con el cuestionamiento de escribir. Pero mejor no escribir aquí, porque ya empecé otra cosa allá, en el Word.

 

 

Mi problema del café

Tengo un problema de café en la oficina. Que no tengo. Que no puedo obtener buen café. Que mi aprovisionamiento de café es insuficiente, inestable e irregular. Sólo cuando llevo café de mi casa soy feliz. Pero, ¿cuándo puedo llevar café de mi casa? No siempre tengo tiempo. Ahora parece que podemos programar la cafetera, pero todavía no sabemos cómo. Y poner el agua, el filtro, el café, esperar a que esté, o con el expresso que ahora es otra opción de la cafetera, con la cucharita y a presión, también hay valioso tiempo perdido. De todas maneras, cuando llego, con todo y el termo, ya está un poco frío. Y calentarlo en el microondas de la oficina traiciona su propósito. Tengo las siguientes opciones a la mano: una) el asqueroso café de la oficina, el proverbial café sabor a calcetín que sin embargo, me informan, causa gastritis. Recurro a él sólo en situaciones extremas. Dos) el café del Círculo K, Punta del Cielo, que como puede ser bueno puede ser malo y a veces tiene un aroma rancio y desagradablemente intenso: es necesario rebajarlo con sustituto de crema y azúcar, lo que resulta indigno. Tres) el alto del día del Starbucks, que me acelera el pulso demasiado. Y agregarle leche deslactosada light todos los días es un gasto y unos minutos formada y un ablandamiento de mis ideales radicales que no me puedo permitir. Hay una cuarta opción oculta, el todavía más indigno café del Seven-Eleven. Jamás recurro a él. Hay una quinta opción, que creí era la buena, pero que resultó no serlo: la cafetera Nespresso de mi jefa. Me compré mis capsulitas, a un precio absurdo. No es bueno, no es práctico, no es barato. Lo descarté. Como último recurso, me compré café soluble. CAFÉ SOLUBLE. De ese tamaño es mi desesperación. Un Nescafé de granos tostados y verdes, con más antioxidantes que el té verde, indica. Peor es nada. Más o menos. Con una colega que padece la misma adicción hemos proyectado comprar una cafeterita y compartirla. Nunca lo haremos. Seamos realistas. ¿Cuándo caí tan bajo? En la universidad trabajé año y medio en el Dos Minutos café, que tenía una mezcla de café muy buena y a la que no me entregué sino hasta muy al final. Y ahora soy una adicta, una maldita coffee snob, todo el tiempo compramos café, probamos nuevos lugares, nuevos granos, nuevos tipos y alturas y tuestes. Nuestro favorito es el pluma Oaxaca. Lo descubrí cuando fui a Huatulco a lo de la investigación. Al otro día el hijo de don Octavio me llevó a ese pueblito, Pluma Hidalgo, a media hora de Huatulco sobre una montaña, con un microclima frío y neblinoso. Le compré un kilo a un viejito en un molino antiquísimo, oloroso a granos frescos. Es el mejor café que he probado. En el DF sólo lo venden en una oficina dentro de un edificio horrendo de la Condesa, sin moler, lo que no nos resulta práctico. Y busco, busco, busco. El café Do Brasil enfrente de la glorieta de Vertiz, al que le creí el show de la vejez y el molino gigante y las poquitas mesas. Un café veracruzano mediocre. A veces recurrimos al café molido de Starbucks. ¿Es indigno? Es indigno. Pero es mejor que nada. A veces tiene buen cuerpo, buena acidez. Pero seguimos añorando el pluma. ¡Ay! ¿Por qué todo es tan difícil en esta vida, por qué?

 

 

2013

Viajé mucho gracias al trabajo.

 

Ciudades que fueron como un sueño.

Un día en París. Un día en Río de Janeiro. Un día en Nueva York. Un solo día.

 

Pisé los aeropuertos de Dallas y Houston, dos formas de estar y no estar en Texas, lugar que me causa una enorme curiosidad. Sólo en Dallas, en el tren aéreo de una terminal a otra, vi a lo lejos el skyline ultra-moderno, medio borroneado por un aire caliente y espeso.

 

Vi muchos mares. En la mayoría nadé, otros -fríos, lejanos- sólo los admiré, y todos me despertaron cosas distintas.

 

El Cantábrico en la costa vasca francesa, el Atlántico que baña Brasil, el Caribe en Tulum  y en La Habana, el Pacífico en Acapulco y en toda la costa de Jalisco (Costalegre la llaman: abarca los municipios de Cihuatlán, La Huerta, Tomatlán y Cabo Corrientes), también fui a Manzanillo y, en Chetumal, nadé en las aguas de Bacalar: no es un mar pero se parece o es más hermoso que el mar, de un azul turquesa intenso, con piso de arena blanca y corrientes cálidas, con tanto azufre que no hay animales en su interior.

 

Descubrí a los siguientes autores: Alice Munro (y aclararlo, por la dignidad o el ansia de originalidad: meses, pocos, antes del Nobel), Eloy Tizón, James Baldwin, Leopoldo Marechal, Felisberto Hernández.

 

Probé el LSD por primera vez en Acapulco. Fue como entrar en un sueño, vivir el sueño. Las alucinaciones -nada terrorífico, nada que pudiera dar pie a un lugar común- estaban hechas de materia onírica. El sol brillaba de otra forma sobre las ondulaciones de la arena, una arena viva que palpitaba.

 

Vi una tortuga marina del tamaño de una lavadora, nadando en el mar de Manzanillo: yo estaba encima de un barquito y de pronto la vi, en una parte profunda. También vi una víbora. No me desmayé. Ahí estaba. Ahí me esperaba. Me hizo más fuerte.

 

Xalapa con sus edificios manchados por la humedad, la fiesta de una editorial allí mismo, y a la que no fuimos invitadas, y donde bailamos hasta la deshidratación; San Miguel de Allende, un antro mirrey, ¿cómo terminé ahí? Fui a un evento, los errepés, la mamá de la errepé argentina, hablamos de Buenos Aires, me dijo que a veces manejaba por la noche y que le gusta mucho la ciudad y yo sentí mucha nostalgia, y después tomé de más, como nunca, y la cruda fue tan dolorosa y volvimos de San Miguel por la mañana, a gran velocidad, y en cada curva desfallecía, y tuve que escribir un reportaje urgente (y serio, de un tema serio) en esas condiciones, ¿cómo lo logré?

 

Fue un año difícil. El principio y el final. Preocupaciones por la enfermedad de mi madre, por la cercanía de la muerte, por el futuro de mi padre, de mis hermanos, por la familia que te divide en pequeñas partes que siempre te duelen, que ya no dejan de dolerte. Evasión. Dolor en la distancia. Fracasos personales, un sistema de las cosas traicionero, una forma de madurar.

 

No fui a muchos conciertos. En 2012 fui a muchísimos, y buenos. Ahora sólo recuerdo el Corona, donde estuvimos en nuestra burbuja, en las gradas y otros espacios del VIP, porque la vejez ya no nos permite otra cosa, y el Ceremonia, que fue horrible y denso por muchos motivos, y del que después preferimos no hablar.

 

Este año concreté mi vocación. Veo un final al libro del Fonca. Falta muchísimo. Nadie reescribe o corrige tanto como yo (hipérbole). A veces son cosas neuróticas. Una coma que quito y pongo y quito y pongo, pero también: una descripción desacertada, un inicio flojo, un personaje difuminado, un final que no llega. Una idea que no puede ejecutarse. Muchas páginas escritas a mano y muchos inicios, y mucha corrección y relectura. Siempre ha sido escribir, siempre lo ha sido, pero nunca con tanta adultez como ahora.

 

Adultez será la palabra de 2014.

 

El amor estuvo en mí. Fui amada y amé (y todavía, y seguirá). Un futuro nuevo se abre para nosotras. Nada se compara a la calidez de la otra persona, a la que se procura y que te protege. Pero también: vivir con alguien te desnuda. Todos mis berrinches matutinos, mi mal humor, mis recaídas, mis enojos, mis decepciones, todo lo que resulta molesto de mí, de mi forma de ser, de mi forma de llevar una relación, la frialdad y la distancia, están ahí a su disposición, y nada se recoge u oculta. Pero luego nada se compara a mirar los ojos de J y saber que ahí está todo, ahí empieza y termina todo, y ya no quieres irte de ahí jamás. Y desear ser mejor. Como mi gran amigo me escribió: amar mejor, más adultamente.

 

Claro que espero viajar. Viajar por mis propios medios además de las agradables y emocionantes sorpresas del trabajo. Leer y escribir más. Amar y entender otras cosas. Esperar y cultivar otras. Tomarlo. No dejarlo.

 

 

Acto ruin de la semana pasada

Quería escribir de la semana pasada, el día en que ocurrió, y luego ya no lo hice y los días se fueron desdoblando. Pero siento que debo consignarlo, por la diversión de consignarlo nada más. Esto: le pegué a una señora en el metro. La frase me sorprende ahora tanto como el hecho mismo ese día.

Pero el contexto: el viernes, por ejemplo, que fue el día que subieron el metro a cinco pesos. Una semana en la que, para colmo, mi tarjeta (con más de 50) fue inexplicablemente invalidada y en la que pasé como tres veces gratis haciendo mis prudentes reclamos a los polis de los torniquetes, que me recomendaron ir a la oficina de Juárez a reponer mi dinero. Lo pensé demasiado. Pero el tiempo es dinero, concluí. El sólo hecho de desviarme al salir del trabajo a reclamar 50 mugrosos pesos era más costoso que esos mismos mugrosos mugrosos, robados, 50 pesos.

Y llegó el viernes y yo no tenía ni un boleto, no había hecho mis providenciales compras de pánico, pero estaba tranquila porque era el #posmesalto (nota para el futuro, para otro lugar: la protesta ciudadana contra la alza) y podía aprovechar para unirme al acto subversivo y liberador. Pero llegué a Chapultepec y la gente pagaba sumisamente y sumisamente, en fila, introducía su boletito o pasaba su tarjeta en el torniquete. Resignada, me formé en la taquilla y ¡cuatro boletos por veinte pesos! Cuando llegué -o volví- al DF en 2008, con 20 pesos podías comprar 10 boletos. En cinco años, un aumento del ¿150%? ¡Maligno! Lo que antes alcanzaba para una semana de traslados ahora se gasta en dos pinches días. Lo peor, lo más humillante, lo más Murphy del día: al bajarme en Miguel Ángel de Quevedo, reducida otro poco, siempre reducida después del metro (no sólo la incomodidad y lo indigno: lo que ves, lo que entiendes), había muchachos con cartulinas vociferando nuestro derecho a pasar gratuitamente, y la gente se saltaba, torpe y gozosamente, los polis viendo (los muchachos diciendo ¡poli!, ¡poli!), la algarabía que no me tocó, el acto liberador del que no pude ser parte.

Entonces llego el lunes, primer día del aumento, esperando en lo íntimo, no una mejora instantánea ni un servicio de primera, sino ya aunque sea menos gente, por pura lógica de mercado, ¡y Barranca del Muerto, inicio de estación, primera parada de la línea siete, siete con treinta minutos de la mañana, ATASCADA! El andén, intransitable. Los trenes que llegan no abren las puertas sino hasta la siguiente estación, Mixcoac, ahora rebasada por el flujo que viene de la nueva línea dorada, y puedes estar ahí minutos, minutos, minutos eternos, esperando tontamente, como ciudadano pisoteado. Después de muchos trenes, llegó uno que abrió las puertas justo frente a mí y, momento: soy rápida, soy ágil, soy veinteañera. Conozco los pormenores del transporte público, ¡pocos hacen operaciones de traslado a dos pies más rápido que yo! Y en el momento en que ponía el pie por delante, una señora detrás de mí sencillamente dejó caer su humanidad de manera violenta, atrabancada, BESTIA.

En la operación me machucó un dedo. Pero un machucón. Un Señor Machucón. Una aplastadura que me dejó la uña chata. Y el dolor fue tan intenso, tan rápido, tan mortal, que mis sentidos se obnubilaron y no hubo raciocinio, premeditación ni planeación alguna: con una fuerza que no conocía en mí, levanté el brazo y lo dejé caer con dolorosa furia sobre su espalda, al tiempo que lanzaba maledicencias varias. Todo esto en menos de un segundo. Recuerdo vagamente que la señora -su rostro es una mancha- volteó la cabeza sorprendida, pero leo su sorpresa como la del malhechor que, habiéndose salido con la suya todas las veces, recibe el castigo no con culpa o arrepentimiento, sino con inesperada catarsis. Sabía que se lo merecía y que se lo venía mereciendo desde hace mucho, pues seguramente ese era su modus operandi cotidiano.

Luego de haberla golpeado, fui a sentarme en una silla que milagrosamente estaba vacía. Tal vez me la reservaban, pues de pronto era la hembra Alfa de ese vagón. A mi alrededor se hizo como un círculo. Sentí que me veían, que me temían, que era a la CRAZY EYES del lugar. En cuanto me senté, temblorosa y adolorida (el dedo me palpitaba), empecé a sentirme avergonzada. Le pegué a una señora. ¿Quién, yo? Soy la persona más cortés y ciudadana por no decir pendeja de la vía pública: cedo todos los lugares, dejo pasar a toda la gente, digo gracias compermiso de nada buen día vaya con dios, ¡todo! En circunstancias normales no le pegaría ni a mi reflejo. La verdad, me sentí mal. ¿Tenía que pegarle? ¿Cuál era la edad de la señora? ¿Le dolió? ¿Me pasé? ¿Volverá por mí y me agarrará del pelo por detrás y me obligará a enfrentarme a ella y ahora, sin la adrenalina y ofuscación del dolor, no sabré cómo responder y si me pega me quedaré ahí sentadota recibiendo sus arañazos o por el contrario me levantaré y desquitaré en ella y en su cuerpo de señora la frustración, impotencia y coraje por las condiciones de traslado y vida a las que me obliga esta ciudad de mierda?

Por eso, hundí la cara en mi libro durante seis estaciones. Y en Auditorio  me levanté de un brinco y corrí a la puerta siguiente y caminé lo más rápido que pude entre los ríos de gente, subí las escaleras con trote seguro y emergí del túnel subterráneo bañada en vergüenza y extrañeza de mí misma, repitiéndome que huir de esa forma era lo más ruin del acto, pero que debía salvaguardar mi pellejo y mi poca dignidad y después, en el trabajo, a lo largo del día, en el tráfico o cuando me fui a cortar el pelo, relaté la anécdota con pena y orgullo secreto: sí, le pegué a una señora. Chingue su madre.

 

18 de diciembre, tarde

Me pasó algo hermoso. Facebook reserva una bandeja de entrada diferente, y oculta, para los mensajes de personas que no son tus ‘amigos’. Acabo de darle click sin querer. Y entonces algo de hace tres meses:

Hi Lilian,
My name is Peter. I met you a few years ago on a wine tour in Argentina. You left early the next morning from the hostel and left me a note that you had to leave early for Santiago.
I recently moved and went through a lot of old papers of which I found the note from you. So I thought I’d say hi.

(aquí me cuenta de qué va su vida y otros detalles personales)

I still think of you when I hear the spanish word “lado” because you taught me what it meant on that bus tour.
If you’re ever “estado lado” look me up.
Regards,
Peter
PS Dora! is my Hollywood name. It was a joke that stuck 30 years ago.
Firma: Dora Exclamationpoint

Al leerlo me encontraba cocinando una receta que “aprendí” (vi cómo cocinaban) en el sórdido hostal de Cartagena. Esa vez quizá tenía demasiada hambre, pero mientras veía a las señoras cortando el cebollín y las zanahorias, vertiendo el jitomate de las sardinas en el arroz, la boca se me hacía cataratas. No lo probé y no he conseguido a la fecha el sabor que yo imagino que tenía. Es una receta elusiva. Cuando fuimos al tour de vinos acababa de intentar cocinarlo por segunda vez y compartí con Peter un tupper del arroz rojísimo, picante y oloroso en el camioncito que nos llevó al primer viñedo.

Escribí de él. Lo otro que recuerdas más de los viajes es las personas que conoces durante ellos. Atesoro las caras, insisto en fijarlas en mi mente. Me enternecí tanto al comprobar que Peter conserva esos recuerdos, que fui fijada también. No hubo un lazo fuerte: nos vimos durante un solo día, no hubo atracción ni comunión de almas, pero en el día que compartimos existió un intento honesto y alegre por tender un puente con otro ser humano. Lo conocí en el hostal de Mendoza: una tarde volví a cambiarme y encontré que había nuevo inquilino en el dormitorio. Eran más de las dos y el cuarto recién limpiado estaba vacío excepto por un bulto en la parte superior de una litera. Tenía su mochila abierta, sus botas de minero algo percudidas tiradas como al aventón, una pequeña torre de desorden alrededor de su espacio. De las sábanas emergía el pelo rubio y escaso. ¿Qué haría un gringo de esa edad en un hostal barato de una ciudad bonita pero medianamente turística en el norte de Argentina? Me pareció, por la escena, que era un viajero. Roncaba tan fuerte que se notaba que estaba cansado, físicamente agotado. O pasa. Viajas y un día, el día que llegas a una ciudad nueva, simplemente no tienes ánimos para salir. ¿Dónde leí eso de que al viajar uno siempre considera “su casa” el hotel donde se esté quedando? Tal vez Peter necesitaba la casa provisional que es un hostal, cuyo funcionamiento brinda la ilusión de un refugio seguro y familiar.

Ese día, mi penúltimo en Argentina antes de cruzar a Chile, estuve caminando por toda la ciudad, cuya extensión y ciertos aspectos me recordaron a Querétaro. Me despedía de todo: de las marcas, de los billetes y monedas, de los mismos comerciales de Claro y los productos para el pelo con información conjugada a la argentina, de la cotidianidad que un país te impone cuando lo habitas un tiempo. Vagué sin mucho rumbo de algún parque a una glorieta larga y despejada, me paseé por un súper como de interés social, de pasillos anchos. Fui a un cineteatro. Me gustaba mucho entrar al cine en Sudamérica, me gustaba seguir viendo películas de la cartelera y no abandonar el hábito, y además me gustaba conocer los cines de allá, los de barrio y los de cadena, y los cineclubs como ese, otra similitud con Querétaro: un teatro convertido en cine. Vi Up in the air y lloré mucho. Volví al hostal y me encontré con Peter por la noche y hablamos un rato; le dije que pensaba hacer el tour por los viñedos mendocinos y como que se interesó, sin tanto entusiasmo. Al día siguiente, más recuperado, decidió unirse de último momento.

Hablamos un montón. Recorriendo los viñedos, en la carretera, en las catas de vino y aceite de oliva, hambreados ambos porque sólo desayunamos mi arroz horrible y durante todo el día no comimos más que panecitos con jitomates deshidratados y mordiscos de uvas. Al volver a la ciudad caminamos un poco por el centro, alrededor de la plaza Independencia que no estaba lejos del hostal y luego por una larga avenida peatonal con árboles, bares y restaurantes, bonita y llena de vida. Nos sentamos en una parrilla con mesas al aire libre y comimos carne, unos enormes pedazos de carne que eran gloriosos con el hambre, el vino y el buen clima. Y platicamos. Fue una charla muy agradable y honesta, tal como escribí en el post de entonces: entre un gringo demócrata y una mexicana de tendencia a la izquierda, con todas nuestras diferencias y puntos de encuentro, en un diálogo que por más políticamente correcto no dejaba de ser verdadero. Peter tenía gestos dulces y calmos, hablaba con lentitud, era súper californiano: un laid-back dude, pues. Al día siguiente yo iba tomar el autobús de la mañana para Santiago, el que va cortando los Andes en curvas demoniacas y paisajes sobrecogedores. Me levanté muy temprano y él seguía durmiendo; como sabía que ya no lo vería, arranqué una hoja de mi cuaderno, le puse que me dio gusto conocerlo y le dejé mi correo, pensando que jamás me escribiría.

Me parece lindo, y mejor, que me escriba ahora. Ahora sí se puede decir de todo eso que fue “hace unos años”. Lentamente queda en el pasado y se vuelve más fácil verlo. La semana pasada me llegó de Buenos Aires un regalo de enorme valor y significado. El intento por fijarnos nos lleva a escribirnos religiosamente, a ser confidentes. Edificamos con cada larguísimo mail un puente distinto. El día que vea a Alén en la cara de nuevo, no sé cómo vamos a hablar, no sé cómo platicaríamos, no me acuerdo ahora ni de su voz. Será descubrir algo diferente.

Ojalá en el futuro se repitan los milagros de recuperar personas momentáneamente.

 

Del regalo:
Cuentos reunidos de Felisberto Hernández, una edición bonita con prólogo de “Elvio Gandolfo, pionero de la ciencia ficción en Argentina”. Se me recomienda empezar con “La casa inundada”. El otro es un “alarde de bibliófilo”: la primera edición de Cuentos droláticos de Balzac, ilustrados por Albert Robida, del que “cabe agregar que fue el primer ilustrador de ciencia ficción” y cuyos grabados “están hechos al acero, con las planchas originales”. Que ojalá me guste (*ñoño se desmaya*). Venían además postales encontradas en libros de viejo, como toda la serie de viajes enviada al matrimonio formado por Óscar y Lilián del 4776 de la avenida Libertador, de 1984 a 1988. Y muchos dulces hipotéticos que jamás llegaron porque en DHL son unos fachos (*robado de mi propio Facebook*).

Peeeeeta

En el hostal de Londres había un chico que era Peeta el de The Hunger Games. Era él, pero no lo sabíamos. Su cara me resultaba vagamente familiar. Mis años de consulta religiosa en imdb.com no me habían llevado a su perfil. Era un muchacho del staff del hostal, con la cara idéntica a la de un actor que no identificábamos, J porque no se acordaba aunque ya había visto la película, y  yo porque no la había visto. Y lo mirábamos fijamente y decíamos: es él, ¿pero quién? Es un actor juvenil, ¿pero cuál? Mientras tanto él llevaba a cabo sus actividades normales de empleado y habitante de hostal, esa vida que parece idílica vista desde afuera, si eres joven y quieres pasártela bien un rato: limpiar la cocina, poner los panecitos en un plato, el cereal en un bol, la leche en una jarra, las mantequillitas y mermeladitas en un recipiente; limpiar baños y áreas comunes, colocar recaditos y compartir la clave wifi, pasar la noche en recepción cuando te toca, sentarte en las áreas comunes charlando y bebiendo cervezas.

Meses después, cuando por fin vi The Hunger Games, descubrí que el actor al que se parecía (no sólo se parecía, era él) se llama Josh Hutcherson. Ahora nos gusta Josh Hutcherson. Peeeeta. Lo vimos en Saturday Night Live y convenimos en que es muy guapito. ¿Nos gustaba al mismo tiempo el chico del hostal de Londres?

La semana pasada, un chef que admiro me saludó convencido de conocerme. Otra vez. El asunto de mis dobles no terminará nunca. ¿Tengo una cara común? ¿Algún rasgo que se repite? Supongo que es otra cosa. Mi Doppelgänger de cara se repite, allá afuera.

 

El fin estuve leyendo los procesos creativos de un músico que admiro. Es tan bella la creación artística holgada, libre y con posibilidades.