Fantasmas de internet

**tengo esta entrada congelada desde hace días: ahí está el problema de no darle publicar de inmediato, si dejas que el tiempo pase cada vez tiene menos caso, pero tiene vigencia, creo que tiene vigencia con mis actuales sentimientos y pensamientos.**

El asunto es que hace mucho tiempo que internet no cambia. Hace mucho que internet es lo mismo. ¿Qué novedades hay en mi vida virtual? Nada. Twitter. Facebook. Instagram. Mi blog. YouTube, bastante, sobre todo desde que mi biblioteca iTunes quedó semivacía. No siempre conecto el iPod. Y cuando lo conecto todo se despelota. Y no pago Spotify. Y quitaron la estación que escuchaba en radio iTunes (aunque recientemente encontré otra, regiomontana). Mucho YouTube entonces, las mismas 75-100 canciones desde hace unos meses. O ruidos de lluvia. O nueve horas de música clásica variada. O un silencio sideral interrumpido por anuncios de desodorantes, candidatos electorales, coches, alimentos y servicios. Una creciente dependencia a Dropbox. Pero sin quejas: un gran sitio, un gran servicio. Y las páginas y las lecturas y los sitios de siempre, pero eso es contenido, lectura, etcétera, y no cuenta en esto, o es tema de una discusión muy diferente. Los espacios de convivencia: desgastados. Twitter: la charla al pie del garrafón virtual. Pero no más. El yo público, el yo privado. La disolución.  No hay novedades, no hay redes sociales nuevas. O si las hay producen mucha hueva. No se fortalecen redes o se fortalecen a medias. Los nuevos conocidos se vuelven decoración virtual. Cualquier proyecto de escritura es un grito al vacío. No hay orden, no hay dirección. Pero tenemos Netflix y tenemos Kickass Torrents y Eztv y sabemos colocar nuestros propios subtítulos, graciasadios. Incluso esto es anacrónico. Los mails no, por suerte. Los mensajes largos. El aspecto epistolar. Todo lo demás es lo mismo, sigue siendo lo mismo, no deja de ser lo mismo.

PERO DE PRONTO una foto tomada en 2005 ó 2006 llega a mis ojos, más bien a mi ventana, más bien a mi pestaña, más bien a una de mis pestañas, sin buscarla: salgo yo, por supuesto, porque todo esto se trata sobre una, sobre el yo, entonces salgo yo, tirada en la cama, dando la espalda a la cámara; Fanny está sentada en un extremo; un tercio de cuerpo de Vero en el otro; sobre la cama: una cajetilla de Marlboro (blancos), dos controles de la tele, lo que parece basurilla de Doritos y chocolates Hershey’s, una bolsa vacía de Farmacias del Ahorro, el empaque de un DVD pirata; en mi buró: dos considerables torres de libros (no se alcanza a reconocer ninguno), con mi celular Motorola de tapita en la cima, un paquete de Prismacolor de 48, dos discos sin envoltura, ¡un diskette 3.5! (debe ser broma, creo que no, que en la facultad todavía las computadoras los aceptaban), un folder rojo, un folder beige, un disco ¡trilladamente de Interpol! Después tenemos mi silla gris de rueditas, que me lastimaba la espalda. Después mi librero, con libros que sí reconozco pero invadido de objetos ajenos a lo libresco: una vela azul (semiderretida); una Lisa Simpson de peluche, del tamaño de un libro; una cajita de plástico azul semitransparente que simula un contenedor de basura y en el que yo ponía post-its y ¡diskettes 3.5!; un rodillo de hilo, color café; una taza de Halloween de la que sobresale un collar de plástico, corrientísimo, tipo Mardi Gras; un alhajero de plástico negro con flores rojas, horrible, de cuyos cajoncitos parecen salir papeles; una especie de pinza de ropa gigantesca, transparente, que funcionaba de pisapapeles; una engrapadora color vómito, directamente salida de una oficina de 1972. De un lado del librero cuelga una bolsa que tenía, de plástico azul, negro y blanco. Y encima de los libros de hasta arriba hay como un retrato sin vidrio, creo que tiene una hoja arrancada de revista con Bart Simpson bebé, encuerado, persiguiendo el billetito de la portada del Nevermind. Después, vergonzosamente, tenemos la esquina del cuarto: una torre inmensa de periódicos. Muchos periódicos. Muchos. Y el único que se alcanza a ver, hasta arriba, es El Corregidor, donde hice mis prácticas profesionales. La pila de periódicos da una nota deprimente al conjunto. También se alcanza a ver una mochila negra en el piso, que no es mía. La cama de barrotes blancos. La horrible colcha de flores verdes y rojas con fondo amarillo. Y, sobre todo, por la forma en la que estoy tirada ahí, como durmiendo (tal vez estaba durmiendo), aquel pantalón de mezclilla despintado de los muslos y las pompas, horrible, que yo usaba entonces contra mi buen juicio. Eso, en resumen. Un instante capturado, que me permite habitar nuevamente el momento y, de paso, recuperar objetos de “mi” propiedad. Salvo los libros que conservo, todo se lo ha tragado la corriente del desecho.

A veces recuerdo objetos que tenía pero luego de mucho no pensar en ellos. Y otros procuro mantenerlos presentes continuamente, como una bolsita para los lápices que tenía en primero de primaria, transparente, de cierre rosa y con el dibujo de unas palmeras. Los objetos de la foto estaban perdidos, aunque el alhajero feo apareció en mi mente esos días, no sé si antes o después de mirar la foto.

Un fantasmita de internet. Hay demasiadas pistas diseminadas, recordatorios y pruebas de yos anteriores, más jóvenes y tontos, o más candorosos y esperanzados, que si horrendamente están a la disposición de otros, más inquietantemente lo están para uno mismo.

(sigo pensando en Levrero y su saga contra la computadora: el servicio de Antel, el Netscape, los minutos de internet para calcular la cuenta, sus programitas en Visual Basic, los truquitos que se aprendía y practicaba e instalaba, la Encarta, el Windows 95 y el advenimiento del 98, el Word 2000, los thumbnails de las imágenes eróticas, la virtud e inteligencia de almacenar sus correos, los devaneos en Paint -las aventuras del ratón Mouse-, los marcos y los macros y los juegos monótonos. Con el Diario de la beca nos ha dejado una fotografía del internet rudimentario de los primeros dosmiles, de aquel vacío todavía cerrado, de una forma de relacionarse con la computadora que muchos recordamos: ese aparato con posibilidades para el ocio repetitivo, que siempre encarna un misterio y un enemigo a vencer. De alguna manera yo quiero recuperar mis internets pasados, mis sufrimientos cibernéticos pasados, reconstruir la pista de mis andanzas virtuales, pero no sé para qué).

Luego está la cuestión de las dobles, que se me ha aparecido últimamente con más fuerza (hasta una profesora creyó tener un encuentro conmigo en un evento) (o entro a un café y ahí, en la esquina, me miro sentada en el futuro) (o soy testigo de las vidas de dos primas hermanas, a las que me parezco mucho, a través de sus fotos de Facebook: sus vidas muy diferentes entre sí, en dos extremos, y también en un extremo de la mía), y que se duplica en mi vida virtual: como mi “handle” de Twitter es un “first name” (whaaa), resulto arrobada (en un sentido no feliz) diariamente. Uno reciente: “Amen amen amen amen amen amen @dios @lilian“. Soy increpada por media Venezuela, que siempre me hace llegar sus mensajes a Lilian Tintori. O por los televidentes de un noticiero de Kenia, que conduce Lilian Muli. O por los fans de Lilian García, ícono miemense. Y por los conocidos de otras Lilians en otros lados del mundo. Una señora de Islas Canarias: “la pequeña duende de @Lilian”.

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Ya no he pensado tanto en esto. Además hay muchos temas aparte que me gustaría “tocar” en el presente blog. Hay otro aspecto miserable, molesto, sobre internet, que acá no entra. Terminemos acá para tratar más cotidianidad y presente puro en la siguiente ocasión.

(quien lee blogs también es un fantasma).

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