Ensayito que escribí para la maestría que, para mí, todavía está en curso. Esto fue escrito en 2017, para que no digan.
Ahora que releo este ensayo, hay cosas que me disgustan y que cambiaría. Pero no quiero cambiarlas ni publicarlo en algún lado, así que así lo dejo, una comparativa sencilla, monstruosa, entre Nettel y Bellatin.
~
Monstruo, ficción y reproducción en Flores, de Mario Bellatin y El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel
A Mario Bellatin le falta medio brazo y a Guadalupe Nettel, un ojo sano. Son, a su manera, monstruos. Unidos por el hecho de que lo más particular en ellos –en sus cuerpos y, después, en su literatura– es una anormalidad, un defecto, una falencia. En sus obras aparecen deformes aquejados por condiciones similares a las suyas: el escritor sin pierna de Flores (2004) o los jugadores de volibol sin dedos de La escuela del dolor humano de Sechuán (2001), en Bellatin; o la narradora de El cuerpo en que nací (2011), de Nettel,que nació con un lunar blanco en el ojo. Pero en su galería de freaks existen los de otro orden, el de las manías: en Nettel, el hombre que captura con su cámara fotográfica párpados defectuosos y la mujer que se arranca compulsivamente el pelo (en Pétalos, 2008), o el Amante Otoñal que practica una sexualidad alternativa y los hombres a los que les gusta lastimar niños, también en Flores, para no ir tan lejos ni bucear demasiado profundo en la prolífica, compleja y extraña obra de Mario Bellatin. También los une una nacionalidad fracturada: Bellatin, aunque nacido y educado en Perú, se considera a medias mexicano. Nettel, mexicana de nacimiento, ha vivido y estudiado muchos años en Francia.
El monstruo los une, pero todo lo demás los separa. Ese todo lo demás es literatura: temas, procedimientos, modos de entender la labor literaria, de intervenir públicamente, de politizar –o despolitizar– la escritura. Pero el monstruo es poderoso. Flores y animales son monstruosos porque no son humanos, aunque se reproduzcan, ¿y no es la reproducción una especie de monstruosidad? Un duplicar lo extraño, el error. La deformidad de lo supernumerario. El cuerpo de una mujer que se hincha hasta que los huesos le crujen y su fisiología cambia, y también su interior y sus procesos. En Flores, una novela que se categoriza como fragmentaria, los fragmentos construyen un todo perfectamente cerrado: son pétalos. Las flores aparecen materialmente en la narración: recuerdan el olor de un laboratorio, cobran la forma de un texto profético, están plantadas en el paisaje que es escenario del asesinato de un niño, simulan a una madre y un hijo afectados por la radiación de Hiroshima, permanecen entre vivas y muertas en los cementerios, sin nadie que las cuide. En El matrimonio de los peces rojos, los animales son motivos y también protagonistas: tres peces Betta; un ejército de cucarachas; una pareja de gatos; una serpiente venenosa, y aquellos parásitos que pertenecen al reino fungi pero cuyo comportamiento bien podría caracterizarse como animal: los hongos de la candidiasis.
Foucault, en su curso sobre Los anormales del College de France (las clases tomaron lugar en 1974-195, y el libro en el que nos apoyamos fue editado en 2008), establece la arqueología, el origen de los anormales del siglo XX, en tres categorías, todos seres peligrosos: el monstruo, que transgrede las leyes de la naturaleza y las normas de la sociedad, por tanto cometiendo una infracción doble que puede entenderse como jurídico-biológica; el individuo a corregir, con el que lidian los dispositivos de domesticación de cuerpos; y el masturbador, producto del disciplinamiento de la familia moderna. Todos ellos son excepcionales por su rareza, porque representan la excepción en cuanto especie, y porque combinan lo imposible y lo prohibido. El monstruo es la excepción por definición: cada anormalidad es única. El escritor definido como protagonista del relato, en Flores, lo representa de manera simple: el alto costo de las prótesis se debe a que no pueden fabricarse en serie, ya que cada malformación es particular. Y después, cuando Alba la Poeta inventa la historia de los gemelos Kuhn, que no tienen brazos ni piernas y a los que ha adoptado valiéndose de su legitimidad como poeta leída y publicada, recuerda el decir de un médico (que vendría a representar la ciencia) respecto a un proceso al final del cual “la sociedad acostumbraba reconocer que lo anormal estaba, de alguna manera, llamado a convertirse en lo esperado” (2004: 419). Si los padres de los gemelos se casaron, siendo hermanos, fue sólo porque “lo similar cura lo similar”, y entonces habría que esperar años para que “los cuerpos transmitieran, de forma natural, la verdad de los defectos” (2004: 420). Para Foucault, el monstruo es “la forma espontánea, la forma brutal, pero, por consiguiente, la forma natural de la contranaturaleza” (2008: 62).
Si para Deleuze el devenir en la escritura siempre implica una forma inferior, con la que el escribiente no necesariamente se identifica o mimetiza sino con la que entra en “zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación” (1996: 12), en Flores se deviene monstruo y, también, flor, que es lo mismo que decir especie, herencia transmitida pero, sobre todo, descomposición. Bataille, en El lenguaje de las flores, dice de los pétalos de una flor que, “tras un periodo de esplendor muy corto, la maravillosa corola se pudre impúdicamente al sol, convirtiéndose así para la planta en una escandalosa deshonra” (2003: 29).
Los personajes de Nettel no devienen animales; quizás es lo inverso lo que ocurre, si es que puede decirse algo como esto: sus animales devienen humanos. Tómese el cuento que da título a la colección de El matrimonio de los peces rojos, en el que una pareja a la espera de su primera hija recibe de una amiga dos peces Betta cuyo errático comportamiento se convierte, rápidamente, en reflejo de la lenta descomposición de la pareja (como una flor que, bella cuando está viva, y todavía un símbolo del amor, termina pudriéndose). Los peces son animales domésticos, aunque no ofrecen materialidad puesto que permanecen en un ambiente hermético y, por tanto, habitan una realidad ajena a la de la pareja. En Por qué miramos a los animales (1970), John Berger dice que los animales le brindan al hombre una compañía diferente ante la soledad de la especie. Sin embargo, el ambiente doméstico restringe su animalidad ya que (el animal) “está o esterilizado o sexualmente aislado, extremadamente limitado en sus ejercicios, privado del contacto con casi todos los demás animales y alimentado con alimentos artificiales”. Después de todo, mantenerlos confinados dentro de casas con el único propósito de su compañía, más allá de la utilidad que pueda extraerse de ellos, es una conducta reciente en la historia. Para Berger, “éste es el verdadero proceso material sobre el que se sustenta la extendida opinión popular de que los animales llegan a parecerse a sus dueños. Son hijos del modo de vida de sus amos” (1970).
Hay alguna tesis, aunque vaga, en el libro de Guadalupe Nettel: la narradora de El matrimonio de los peces rojos cree que los animales “son como un espejo que refleja emociones o comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver” (2013: 16). Entonces el vaivén de la trama reproduce los comportamientos de ambas parejas, la compañía constante y el ataque descarnado, el alejamiento y finalmente la muerte. En Berger, la relación de dependencia con el animal termina en que “el animal completa a su amo, ofreciéndole respuestas a ciertos aspectos de su carácter que, de no ser así, no se verían confirmados” (1970). Y como si algo de esto sospechara la dueña de los peces Betta, más tarde reflexiona: “Los peces son quizás los únicos animales domésticos que no hacen ruido. Pero estos me enseñaron que los gritos también pueden ser silenciosos” (2013: 24). La mirada del que juzga y comprende no le pertenece a la humana sino, extrañamente, al animal con el que la intercambia: “Muy pocas veces me asomé al cristal de su pecera y lo miré a los ojos (…). Él, en cambio, tuvo más tiempo, más serenidad para observarnos a Vincent y a mí” (2013: 15).
Según Foucault, en una tradición jurídica y científica, el monstruo puede leerse como la mezcla de dos reinos, el animal y el humano. Si este monstruo es fruto de la cópula de sus padres con un animal, en Flores es también la ciencia –su error, la posibilidad de su error– la que engendra monstruos peculiares, mutantes y afectados. Sin embargo es el monstruo moral el que causa mayor repugnancia, como el hombre que inocula el virus del sida en su hijo. Hay también en Nettel monstruos morales (su monstruosidad es interior, es su comportamiento el que produce repulsión): la familia que aniquila una plaga de cucarachas comiéndoselas, por ejemplo. Pero el monstruo siempre se resiste a la clasificación, del mismo modo en que Bellatin se escapa de los confines literarios efectuando una puesta en texto de lo que debería o podría ser un texto, a manera de fragmentos que sólo el ojo que lee puede unir. Con Nettel tenemos a una narradora que puede no ser confiable, pues su voz es la única que da cuenta de los hechos. Al reproducir a sus monstruos peculiares en obras que deben leerse como ficción, aunque tomen materiales de su propia experiencia, ambos autores efectúan una estrategia de sanación por medio de la clasificación: el muestrario de rarezas que, por su persistencia o mera existencia, pasan a formar parte de lo común y lo vivible. Incorporar lo falso en la ficción, dice Juan José Saer, no hace más que subrayar “el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario” (1997: 12). Quedan así emparentadas las flores y los animales, dos caras de lo monstruoso en lo cotidiano, dos nuevas formas de imaginar monstruos distintos: también objetos e ideas que reproduzcan lo perturbador humano, quizás el monstruo más monstruoso de todos.
Bibliografía
Bataille, Georges. “El lenguaje de las flores” en La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003.
[Este cuento abre mi libro Quisiera Quedarme Quieta]
Era domingo de puente, Marcela manejaba. Estábamos en silencio, pero una idea que tuvimos flotaba. El sueño es la vigilia. Una pared de montaña guerrerense, otra de cantera rebanada. La vigilia es el sueño. El paisaje no cambió durante mucho tiempo sino que nos tragó, se instaló con pequeñas variaciones, rodeándonos de un verde húmedo que daba tristeza. Pero mantenía el ensueño. El humo de los escapes, los espectaculares de la carretera, la respiración de Lluvia que dormía en el asiento de atrás, el calor, siempre el calor. Todo me parecía distinto, irreconocible. Aquellas horas bajo el sol de Acapulco, en su playa de agua tibia, nos habían mostrado el reverso de las cosas. Cómo volver a lo demás, burdamente y sin misterio, después de vivir el mismo sueño.
¿Sonaría mi teléfono? No lo escuché, procuré no escucharlo, porque entonces habitaba dentro del sueño y otras veces la llamada, en su amenaza, traía consigo una responsabilidad, una decisión o —quizá, era posible— una noticia fatal, que yo postergaba.
Desde hacía algún tiempo, Marcela y yo hablábamos de nuestros sueños. De lo que soñábamos, que es distinto de lo que esperábamos. Sabíamos medir los significados, a veces tan transparentes que preferíamos callarlos y mantenerlos secretos, como la noche antes de salir a Acapulco, cuando soñé que un bebé muy pequeño, rosado, de cabeza deforme, se me caía una y otra vez de los brazos.
Lluvia, la prima de Marcela, dormía a pierna suelta en una de las camas, a la que se había arrojado la noche anterior sin preguntar si nos molestaba compartir la sobrante. El calor no me dejó dormir. Media hora más tarde me levanté y me asomé por el balcón. La única virtud del ruinoso hotel al que llegamos era la vista a la playa de la Condesa. Se llamaba Panoramic, fue el más barato que encontramos. En su página de internet, obsoleta, se anunciaba como un clásico del Acapulco dorado, vestigio del glamour de los años cincuenta. Desde entonces no se había restaurado. Para llegar a él había que subir por unas calles empinadas y llenas de curvas, el pavimento reventado, los hoteles casi abandonados, las tienditas con las cortinas a medio cerrar.
Acapulco era bello, antes. Una claridad de sol y humedad bajaba desde el mar por la Costera, surcada de palmeras tropicales, y a ella no se le resistían los colores falsos: rosa pastel y amarillo y verde neón. El oleaje eterno, tan azul. En aquel puerto nadie dormía, las luces no se apagaban nunca, había una calma tensa, plateada, trabajada hasta la extenuación. El barrio de la Condesa, antiguo epicentro de la vida nocturna, estaba desértico a esa hora. Pero dentro de la discoteca con motivos bucaneros operaba, todavía, un bungee con servicio hasta la madrugada. Los gritos de la gente al arrojarse no eran silenciosos, como los otros. Nos dijeron que no fuéramos a Acapulco, a Narcapulco. El saldo de aquel fin de semana, busqué la nota días después, fue de nueve personas ejecutadas: un taxista asesinado a tiros dentro de su unidad, cerca del mirador de Las Brisas; dos hombres levantados afuera del Baby’O, uno de ellos mutilado de brazos y rodillas; al segundo lo colgaron de un puente peatonal, pero la cuerda no soportó su peso y el cuerpo cayó sobre la cinta de asfalto. Una patrulla con cinco policías municipales acribillada con cuernos de chivo a la salida del puerto, en una de las carreteras que van a la Costa Chica. Una muchacha, de entre catorce y dieciocho años, violada, apuñalada nueve veces y degollada, su cuerpo abandonado a la intemperie en la colonia Mangos.
El mar era una pared negra. Las nubes corrían veloces, sin luna. Pero alcancé a distinguir, cerca de la orilla, la piedra o islote al que llaman El Morro, que sobresale del agua como una yema.
Busqué la pipa, tiré la ceniza golpeándola contra la baranda, la rellené con la marihuana que llevábamos. Prendí un cerillo que me quemó los dedos, aspiré fuerte, hasta quedarme sin aire, me tragué el humo y, sin soltarlo, me senté sobre la toalla que se secaba en una silla.
Como el terreno de la ciudad está en desnivel, desde nuestra terraza eran visibles las azoteas y jardines interiores de los hoteles que descienden hasta el mar. La avenida Costera Miguel Alemán solía dividir el turismo que visitaba Acapulco: en la línea de playa se ubicaban los hoteles cinco estrellas todo incluido; y sobre la colina, los de mediana categoría que, conforme se alejaban del mar, se iban abaratando. La clase media que antes abarrotaba el puerto se había desplazado, en menor medida, hacia los edificios que antes eran incosteables. Sólo la gente como nosotras —con sueldos miserables, sin miedo o prudencia, del D.F. y estados aledaños— poblaba la zona hotelera degradada.
En el hotel vecino había una alberca en forma de círculo perfecto, de un azul vivo. Me recordó algo, pero no supe qué. Estuve mirándola largo rato, pensando en esa imagen que se me representaba clara, por instantes, y luego pura bruma. Alguien se lanzó del bungee y el grito desesperado me sorprendió, llevó mi reflexión a otra parte. Me sentí triste, otra vez. El teléfono estaba apagado.
Lluvia roncaba, con ronquidos que eran los de alguien muy cansado y que duerme profundamente. Marcela estaba acostada con la cara hacia la pared. Entré de nuevo y me puse el traje de baño, todavía mojado. En el pasillo había unas personas sentadas en sillas de plástico afuera de su cuarto, bebiendo tequila con refresco de toronja en vasos desechables y conversando en voz baja. Al pasar junto a ellas vi, por la puerta entreabierta, a dos niños que dormían en una de las camas, las matas de pelo iluminadas por el resplandor de la televisión.
La alberca estaba vacía. Metí los pies poco a poco y a la altura de la rodilla me zambullí con un golpe de cloro en la nariz. Floté de muertito, mirando las estrellas. Estuve segundos o minutos, hasta que un chapuzón me hizo perder el equilibrio y me hundí tragando agua.
Era Marcela. Nos reímos soltando groserías.
Hicimos carreritas hasta lo hondo de la alberca, pero al llegar a la parte donde nuestros pies no tocaban el fondo, Marcela braceó torpemente hacia la orilla y se agarró del borde. Quise preguntarle si no sabía nadar, pero me quedé callada. Aparecieron dos señores, empleados del hotel, nos dijeron que acababan de echarle los químicos a la alberca, que ya era muy tarde y que nos saliéramos. Entre risas les dijimos que ahorita, que ya casi, que una vueltita más, hasta que se cansaron y se fueron, mentándonos la madre.
El elevador tenía pegada una hoja de cuaderno que decía “fuera de serbicio” con pluma azul. Subimos siete pisos de escaleras. Cada escalón era un dolor diferente, el esfuerzo nos empapó de sudor. Pasamos otra vez por la fiesta improvisada en medio del pasillo, dijimos con permiso y ellos levantaron los pies. Vi que eran dos parejas, tal vez primos o cuñados; escuché un pedazo de conversación que me pareció aburrido, deprimente, preferible ignorarlo.
Entramos al cuarto. Lluvia dormía y roncaba con la cabeza apuntando a la lámpara del buró. Me bañé y me puse ropa interior limpia. Al salir de la regadera vi a Marcela dormida sobre una toalla en la cama, el brazo colgándole por un lado como si tocara tierra. Me acomodé despacio, sin rozarla. El murmullo de las olas entraba por la ventana. Después una sirena de policía, música distante. Tardé mucho en dormirme. Soñé con el camino hacia Acapulco de madrugada, pisando el pedal hasta el fondo, tratando de alcanzar el amanecer frente al mar, sin conseguirlo: nos encontró en una gasolinera de Iguala, afuera de unos baños públicos.
Acapulco no se parece al que conocí de niña. Si había dinero íbamos en las vacaciones de verano, a veces en las de diciembre. El día que salíamos nos levantaban a las cuatro de la mañana, nos daban de desayunar huevos tibios con limón y Chocomilk, y luego, envueltos en cobijas, nos acomodaban en la Wagon café. Tomábamos la salida a Cuernavaca todavía de noche y siempre, antes de Chilpancingo, yo despertaba y ya no lograba dormirme hasta que, después de varias montañas y puentes iguales, el mar aparecía detrás de una curva. Entonces bajaba el vidrio. La brisa me rasguñaba las orejas, traía olor a sal. Despertaba a gritos a Cristina y a Luis, que volvían del sueño como de un lugar remoto, y los dos brincoteaban, gritaban también; creo que éramos felices, que la felicidad estaba ahí, en la promesa.
Ahora todo se encuentra descolorido por el sol, avejentado. La humedad aniquiló las fachadas de los edificios, los anuncios de los restaurantes y bares extintos sobre la Costera son letra muerta. La primera noche que salimos, en una esquina frente a la Diana Cazadora, varias personas sentadas en mesas al aire libre bebían jarras de cerveza mientras miraban un partido de futbol en una pantalla gigante con altavoces. A un lado, una niña con la playera del Señor Frogs bailaba un reguetón que llegaba de la tienda al tiempo que repartía volantes. Los pocos que los aceptaban los tiraban de inmediato, sin verlos. Pero algunos hombres, desde las mesas, le chiflaban.
Por la mañana fuimos a la plaza Galerías porque a Lluvia se le había olvidado empacar su traje de baño. Caminé detrás de ellas un rato, aburrida y desganada, pues había juntado dinero para gastar en comida solamente. Merodeé sin rumbo por los pasillos y las tiendas semivacías, transitando de un aire acondicionado a otro, hasta que preferí salir al calor y al ruido de la calle.
Crucé la avenida a zancadas, esquivando los coches y camiones que obstaculizaban el paso de cebra. A un costado del hotel Emporio había un caminito de adoquín que conducía a la playa y desembocaba en un charco de aguas renegridas y aceitosas. Los señores del parachute y las motos de agua se paseaban entre las palapas en busca de clientes. Más de uno me ofreció descuentos, me dijo güerita, me persiguió durante un buen tramo. Con las sandalias en la mano caminé sobre la arena quemante, metí los pies en el agua, me detuve a mirar El Morro. Sentí deseos de nadar hasta él, pero el mar me daba miedo.
Dejamos de venir a Acapulco, creo, desde la vez que a mi papá le dio un calambre en la playa del Revolcadero.
Por la tarde fuimos al súper y compramos cervezas, manzanas, latas de atún y pan Bimbo. Luego caminamos sobre el pavimento ardiente con las bolsas encima, sudando bajo la sombra desigual de los hoteles de la Costera. Me pareció que el mar de la Condesa estaba picado. Las olas verdes se rompían con violencia al tocar la arena.
Rentamos unas sillas reclinables, una para cada una. Dejé las bolsas a un lado, sin abrirlas. Entonces Lluvia sacó la cajita.
—Les traje unos ajos, chavas.
Apareció su risa pendeja, entrecortada, como un hipo. Marcela aplaudió y luego me miró, otra vez la solicitud. Yo solo me reí, le dije que sí, saqué un cigarro y lo prendí, pero lo apagué cuando vi que la mano me temblaba.
Lluvia nos dio los pedacitos de papel. Nos dijo que dejáramos que se disolviera en nuestra lengua y que tardaría, máximo, unos cuarenta minutos. Me lo metí, me puse los audífonos, cerré los ojos y sentí, al instante, que no podía someterme a la espera. Recé para que se disolviera rápido. El papel y la angustiosa espera. Abrí mi libro, una novela de terror que no terminaba de imaginarme porque siempre la leía distraída con otra cosa. En la historia había un recién nacido hidrocefálico, vagamente maligno, muchas puertas y pasillos y miradas al ras del suelo, como de gatos que merodean. Aquello marcaba un contraste incómodo con la playa, con sus olores y humedades, con las voces que nos llegaban desde la arena y, apostados en algunos semáforos a lo largo de la avenida, escurriendo sudor por debajo de sus cascos antifragmento, con los soldados federales y sus armas largas.
Era fin de semana de puente, pero había pocas familias en el centro de Acapulco. Casi todas estaban en Punta Diamante, del otro lado de la autopista Escénica, en la bahía gemela que, detrás del cerro, quedaba oculta y un tanto inaccesible; la parte que todavía era segura, que no había sido tocada por la herrumbre, en la que aún se podía vacacionar sin peligro: según las estadísticas, según la creencia general, según la terquedad pero también la necesidad (de la playa, del sol, de la distancia) que inspiraba y todavía inspira Acapulco.
Leí un rato, sin concentrarme. Levanté la mirada: el mar estaba igual, brillaba bajo el sol, iba y venía con el mismo ritmo. Nada me parecía diferente, al contrario, las cosas permanecían en un estado inalterado que me resultaba sumamente agobiante y que me hizo desear que el papel funcionara ya o que no funcionara nunca. ¿Qué encontraría allá, en la otra orilla?
Sentí la boca seca, abrí una cerveza y le di un trago hondo. Bebí hasta que el líquido espumoso me escurrió por la barbilla. Luego me dio una náusea parecida a un cólico y me incliné. Marcela y Lluvia se miraban y empezaban a reírse, esas risas como las primeras veces que fumamos marihuana, cuando íbamos a la escuela, frescas y sin la menor vergüenza. Empecé a reírme también, de nervios, y al instante me invadió una carcajada. La carcajada se volvió maniática, imparable. Me levanté mareada y sentí mucho calor, un calor insoportable, como nunca. Me quité la blusa y caminé hacia el mar. La única solución, al menos la más rápida, era el agua. Me mojé la cara, los brazos, las piernas, sin meterme demasiado. Pero no paraba de reír. La risa me deformaba la cara, me daba una sensación en el abdomen como de intestinos exprimidos. Metía la cabeza al agua y tragaba agua salada y la sal me picaba los ojos, pero no podía dejar de reír. La risa era una prisión.
Al volver encontré a Marcela sentada en la arena, con los pies dentro del agua. Tenía los ojos rojos, una sonrisa boba, una vaga expresión de bienestar. Le dije que no sabía si ya estaba y ella me dijo que esperara, con una tranquilidad que no le conocía.
Me senté en la silla reclinable y noté que de mis muslos manaba arena como una cascada. Cientos, miles de granos caían por la pendiente entre mi rodilla flexionada y el nacimiento del muslo, una cascada dorada que fluía con movimiento de agua que corre. Pero al tocarla, nada. Deduje que el sol producía un efecto cinético sobre la mezcla de agua y arena.
Miré el mar. Pero antes de él encontré otra superficie, un campo de visión más inmediato, como si lo que el ojo registrara estuviera dividido en capas superpuestas al igual que las filminas de un proyector. La fibra más cercana a mí estaba manchada de gusanitos de colores, parecidos a los que se forman sobre un vidrio húmedo atravesado por el sol. Creí entender el mecanismo. Se trataba, sencillamente, de un filtro sobre los ojos. Como el papel de celofán sobre los lentes de las cámaras. Un velo, es decir, un embuste. Para ver todo diferente sin que nada diferente ocurra.
Pero: la cascada de arena sobre mi muslo tenía vida auténtica. Era un derrame constante, un verter de arena infinita.
Quise comprobar el espejismo. Me puse de rodillas, tomé un puñado de arena y lo dejé escurrir entre mis dedos y entonces vi cada grano, reconocí cada grano y admiré sus dibujos y el mineral y la piedra original. Los cuarzos diminutos, particulares, únicos, palpitaban. Miré los edificios de la Costera y el contorno de la montaña que entra al mar y la isla de La Roqueta unida por un hilo rojizo a la bahía, y vi que la tierra, lo que estaba fijado a ella, oscilaba como un acordeón, una espiral, una bandera deformada por una ráfaga de viento. No podía ser un truco elaborado o una equivocación de la vista, sino una alteración más compleja y misteriosa, sujeta a reglas que iban más allá del mundo físico y a las que era mejor rendirse, y no intentar comprender.
La tela de la sombrilla clavada en la arena era de rayas verdes, rosas y azules pastel. Estaba raída en algunas partes y con manchas amarillentas de humedad. En las intersecciones entre los colores aparecieron figuras caleidoscópicas y ellas empezaron a desplazarse con autonomía. Las contemplé en silencio. Un gusanito perlado, de vidrio puro, me recorría entera desde la vulva hasta la punta de la nariz. El paisaje se tornaba un pasaje por el que yo caminaba hacia el sueño, y el sueño era lo verdadero.
Los sueños tienen una propiedad inasible. Son de la materia de la que imagino son las nubes: al tocarlas se deshacen. Muchas veces, Marcela y yo nos contamos nuestros sueños. Me habló de una película en la que se retrataban con fidelidad sus características: el cambio repentino de escenografías, la sensación de pérdida de gravedad, la trasposición de personas en cuerpos ajenos, la dificultad para enfocar detalles precisos, el escenario incompleto o achatado. La vez que por fin la vimos hablamos hasta la madrugada de los sueños que habíamos tenido. Los recuerdos de los míos se confundían con los verdaderos, las imágenes estaban talladas con el mismo cincel. Calles o barrios enteros que existían solo en mi mente. Un baño infinito, a veces limpio y otras sucio. El anhelo por personas que antes no me atraían, pero con las que había tenido sueños eróticos. Los orgasmos oníricos son más lentos. Diferentes. Una gota que cae sobre un pozo a una gran altura, que punza el agua con un círculo perfecto. Pero en el momento en que logras comprender que estás en un sueño, la materia se deshace. Ningún sueño lúcido dura demasiado, o eso creíamos.
Lluvia se había envuelto en la toalla del hotel, áspera de tantas lavadas, debajo de la cual su pequeño cuerpo, perforado aquí y allá, temblaba. Dijo que era por el frío, pero en su cara se dibujaba un temor infantil. Le puse la mano sobre el tatuaje que tenía en el hombro, un pez espada sobre las teclas de un piano, cuyo delineado había pasado del negro al verde cenizo. Al mirar la silueta deteriorada sentí que una cortina se descorría, y que muchas partes de Lluvia, tristes y alegres, se me revelaban. Quise consolarla. Con voz suave, despojada de la extranjería con la que nos tratábamos, que siempre nos separaba, le pregunté qué sentía.
—Es que ya me cansé —los dientes le castañeaban—. Ya.
—¿De qué te cansaste?
—¡De esto! —empezó a reírse, el labio inferior le temblaba—. ¡Ya!
—¿No lo habías probado?
—Una vez. Pero la mitad. Además no vi nada. O no esto, pues.
—¿Qué ves?
—¡Esto! —la mano pálida y temblorosa asomó de la toalla, apuntando al mar—. Ve cómo se mueve.
Giré la cabeza. No quería verlo. Lo vi rápido. No vi nada.
—¡¿Qué?!
—Mira cómo se ondula, ¡mira! ¡La mancha negra debajo!
Me arriesgué con una nueva mirada. Encontré el mar de antes, el del Acapulco de antes, una masa de agua infinita, los mismos trazos dejados por el viento y la marea, azul profundo que persigue otra raya azulada, roja, negra, no tiene color o los tiene todos, en el horizonte. Pensé que mientras el mar se mantuviera inalterable, con sus leyes y sus temblores, con su vastedad incomprensible, ninguna visión sería permanente.
Sobre la mesa, medio mojada por la brisa, había una cajetilla de cigarros mentolados, los que fumaba ella. El viento soplaba ya, cargado de sal y arena, y a cada intento de prender el encendedor, la llama se apagaba. Lluvia me hizo casita con las manos, su mirada fija en la gota de fuego. Qué vería ahí, pensé. Y qué concluiría de lo que vería, sin saber. Lluvia no se arriesga al viaje interior, me dije o me engañé, al contrario de Marcela y de mí, que imaginándolo así nos anestesiamos del cansancio y la ansiedad.
Le conté, para calmarla, lo que había leído en internet sobre el LSD, lo poco que recordaba. El famoso paseo en bicicleta de Hofmann, del laboratorio a su casa, tras sintetizar la sustancia por primera vez; la visita del doctor al poco rato, que no encontró nada raro en su cuerpo salvo las pupilas dilatadas. Pero: las distorsiones visuales, los colores que resbalaban de las paredes, las alucinaciones auditivas. Su convicción de estar volviéndose loco. Lo que sintió al despertar, una renovada lucidez. Le repetí que a su alrededor todo permanecía igual, que era lo mismo de siempre, que no entrañaba amenaza alguna. Si no lograba encontrar asideros dentro de su propia mente, ¿dónde, entonces?
Después de un rato Lluvia logró reírse y me preguntó cómo sabía tanto. Le respondí que yo, con algunas drogas y algunas experiencias, soy como un chavo virgen que ha visto demasiada pornografía. Pasó un señor ofreciendo masajes. Teníamos cien pesos entre todas y aceptó darnos un masaje en las manos. Estaba vestido de blanco, con pantalones y guayabera inmaculados, y se hincó sobre la arena como si esta no pudiera tocarlo. Dijo que era de la región de La Montaña, cerca de Tlapa, pero que no pensaba regresarse allá, que “teniendo el mar tan cerca, cómo”. Mientras me untaba aceite en la mano, un ave negra levantó el vuelo. Vi su trayectoria. Entendí que los objetos, al moverse, seguían una línea en la que se replicaban a sí mismos en distintos momentos del tiempo y el espacio.
Detrás de la nuca, sin embargo, tenía la sensación clara de estar en Acapulco. El olor a gas de los automóviles en la Costera, las tanquetas militares, el velado estado de sitio. El señor de los masajes dijo que ya no estaba tan mal, que sobre todo ahí, en la Condesa, casi nunca pasaba nada o si pasaba pocos se enteraban. Pero que mejor, por si las moscas, no saliéramos de madrugada ni tomáramos ningún taxi aunque fuera de sitio.
—No estés pensando en eso —dijo Marcela, dando por clausurado el tema.
A pocos metros de nosotras estaba una señora con un traje de baño de óvalos irregulares, anaranjado y verde sobre blanco, que metía y sacaba un pie del agua. Cuando la espuma le lamía los dedos, brincaba y daba grititos. Marcela me la señaló con la mirada: los óvalos formaban espirales, salían de su cuerpo para multiplicarse, fijaban su huella sobre los surcos de la arena. Aquel momento traía consigo algo de recordado, como un déjà vu. Nos reímos y el señor de los masajes también se rio, tal vez porque pensó que nos reíamos de la señora, de su manera de estar o incluso de su cuerpo. Pero nos reíamos porque no necesitábamos decirnos, con palabras, lo que comprendíamos mejor en silencio: que estábamos soñando, que habíamos logrado el continuum, que nos encontrábamos en el mismo sueño al mismo tiempo.
Antes del atardecer volví a entrar al mar. El agua estaba templada y del color verde esmeralda que en mi niñez imaginaba benigno y que sin embargo, me advertían, significaba que la playa de la Condesa arrastraba las corrientes abiertas del Pacífico. Me dejé llevar por las olas hasta la parte donde no pude tocar más el piso de arena. Nadé con abandono, con imprudencia, igual que cuando no temía ahogarme ni alejarme tanto que no pudiera regresar. Desde las sillas reclinables, Marcela y Lluvia me llamaban, me decían que ya nos fuéramos. Yo les pedía cinco minutos, cinco minutos más, como antes, en el otro Acapulco, el de luces doradas y colores brillantes. Apenas rompía el atardecer, mi mamá nos llamaba desde la orilla y los tres, Cristina, Luis y yo, nos negábamos, implorábamos cinco minutos más, cinco nada más, y nos sumergíamos otra vez, dejando que las olas nos llevaran a su antojo, en un intento desesperado, durante los últimos instantes en el agua, de asir la experiencia, aprovecharla en toda su potencia.
Creo que yo sabía, cuando era niña, algo que olvidé. Reconocía el lenguaje secreto de las olas. Ahora ellas me llevaban otra vez, abrazaban mi cuerpo sin amenaza, lo hacían flotar y, por eso, volar. Volar a voluntad, no lejos de la tierra, como sucede en algunos sueños.
El sol bajaba, despacio y sanguinolento sobre el agua, cuando volvimos al hotel. Cruzamos la avenida ya sin bolsas que cargar, livianas y ágiles, con pies que apenas tocaban el piso. Pero si el ruido ensordecedor de un claxon o un volantazo interrumpía la ligereza, la como ingravidez de la caminata, tenía que abstraerme de nuevo, contraer la mirada, fijarla en el horizonte más próximo: en los balcones de los edificios, en las palmeras de la Costera, en alguna porción de cielo azul. Había que invocar la ilusión que devolviera la belleza perdida y trajera el Acapulco bello, el de las promesas. El atardecer era el mismo, el mar era el mismo, venía de muy lejos y no perdía su resplandor y su temperamento pero la amenaza que encarnaba se había transformado, le había cedido su horror a otro horror. Aunque también nosotras tocábamos unas notas en aquella monstruosa sinfonía.
Subimos por la calle empinada para llegar al Panoramic. En las plantas de los pies sentía el calor que emanaba del pavimento, pero éste era agradable. Hasta las piedritas desprendidas del asfalto, que se me metían entre los dedos, me daban cosquillas. Mi cuerpo se sentía ligero y reparado: los nudos en la espalda y el persistente dolor de cabeza habían desaparecido. Marcela y Lluvia subían detrás de mí, con mayor dificultad.
—Sigue todavía, ¿verdad? —dije.
Marcela sonrió satisfecha, pero enseguida deformó el gesto, como si algún pensamiento desagradable le hubiera cruzado la mente. Pasamos delante de un restaurante de mariscos clausurado, La Ola Verde. En el zaguán estaba dibujada una ola con chipote y cara sonriente, a brochazo limpio. De pronto sentí la escisión, el corte vivo, del recuerdo involuntario. Algo, adentro, perdió su ancla y empezó a desprenderse, con trabajosa lentitud, desde una distancia que parecía la de una profundidad marina. Arrastrarlo hasta la superficie requirió una concentración diferente, la lengua que tantea la palabra que no aparece, la cara que no logra dibujarse en la memoria, el sentido que lucha por restituirse. Me sumergí en ese abismo acuoso con la mirada hacia adentro, dejándome caer en territorios que hacía tiempo no exploraba y que develaban, gradual y cenagosamente, imágenes y sensaciones que había creído perdidas para siempre.
Pero retornó. Una mañana desayunamos ahí. Yo pedí, tras un largo berrinche, una orden de hot-cakes y un coctel grande de camarón. Dejé la mitad de los dos platos. Mi mamá me regañó antes de que trajeran la cuenta. Viajábamos con los gastos medidos, apretados y a la mala, con tal de ir; yo lo sabía pero en ese momento no me importó. Terminada la humillación fuimos al hotel para cambiarnos de ropa y bajar a la playa. Sentí rabia el resto de la mañana, de viajar de esa forma, de comer en lugares feos e improvisados, de conformarme con poco y tener los deseos medidos y atravesar la avenida con nuestras bolsas encima para llegar a la playa, en lugar de disfrutarla tan solo bajando un elevador, como en los hoteles todo incluido que mirábamos, por las mañanas, desde la ventana de nuestro cuarto.
Sin embargo, una vez en el agua, que me envolvía y aceptaba, no hubo más rencor, no volví ni una vez al regaño; olvidé y perdoné pronto y me entregué, sin reservas, a la felicidad de la infancia, esa felicidad tonta y redonda para la que no existe el pasado pues todo es futuro.
Esa tarde volvimos a nuestro hotel —se llamaba Vista Alegre— y mi mamá nos dejó entrar enseguida a la alberca, que por la mañana estaba helada pero que a esa hora se había entibiado por el sol. Los hoteles baratos no instalaban caldera en las albercas: ésta, sin ser la excepción, era diferente por su forma de círculo perfecto y porque en la noche sus aguas se coloreaban, gracias a focos de halógeno en las orillas, de un intenso azul eléctrico. Cuando yo flotaba con la cara hacia el cielo, en las esquinas de mi visión aparecían, oblicuos, los hoteles situados más arriba sobre la barranca: las persianas de las habitaciones, aunque iluminadas por dentro, se encontraban cerradas siempre. Era imposible percibir silueta alguna, pero yo intuía que alguien, desde el otro lado, me miraba. Uno de estos hoteles —ahora reconozco los arcos interminables de su fachada, como olas, y las letras azules, triunfales, de su nombre— era el Panoramic.
Entramos por el estacionamiento de empleados, subimos por unas escaleras de caracol, atravesamos un patio con un chapoteadero abandonado y finalmente encontramos una entrada a la alberca. A esa hora había varias personas nadando, cervezas en lata, una grabadora con cumbias, risas y gritos de niños.
El agua de esta piscina se había calentado también, de manera natural, bajo el rayo del sol. Dejamos las bolsas en la única silla desocupada, nos quitamos las blusas y los shorts, y brincamos al agua sin demorarnos ni pensarlo. Ésta me pareció limpia, olía a cloro, no tenía sal ni se movía, y su tibieza abrazaba como un abrigo.
Cuando era niña me ovillaba sobre la cama, me sepultaba bajo las cobijas y jugaba, dentro de ellas, a estar en el agua. Nadaba entre las sábanas. Cuando nos prometían llevarnos a nadar o, mejor, cuando la posibilidad de Acapulco brillaba en el horizonte, me prometía que esta vez iba a tener en cuenta el privilegio, y que iba a disfrutar y agradecer, mientras la vivía, la felicidad extraordinaria de nadar en agua verdadera. Pero, alcanzado el sueño, a medida que perdía el entusiasmo y empezaba a cansarme, a tener hambre y a sentir deseos de salir del agua, me recriminaba por desaprovechar aquello que había anhelado, que se me otorgaba, y que yo hacía a un lado.
¿Sonaría entonces mi teléfono? Lo que temo es lo irreversible. En mis sueños están Cristina, Luis, mis papás. Aparecen de otras formas. Pero no los llamo, hace mucho tiempo que dejé de llamarlos. “No quiero una hija desviada”, dijo mi mamá, tajante y sin aspavientos, la noche que me descubrió unos mensajes en el celular. Entonces me fui de casa, ruina sobre ruina me plegué y me transformé en otra. Extrañada, descastada, una hija de nadie.
Marcela no sabía nadar. Lo dijo como quien se desprende de un secreto, aliviada. Procuré no expresar sorpresa. Entre Lluvia y yo le sostuvimos las piernas y los hombros para que aprendiera a flotar. Le decíamos “aligera el cuerpo, no pongas tensos los brazos”. Ella se reía y el agua se le metía en la boca y antes de perder el control volvía a ponerse de pie con facilidad, pues es mucho más alta que nosotras. Después intentaba flotar una vez más. Me hacía muchas preguntas, como si aquello se tratara de una cuestión teórica. Yo no sabía qué responder, le daba consejos, ahuyentaba su miedo con seguridades y consuelos. Le repetía que nadar es flotar y flotar, dejarse caer. Durante años me convencí de que había aprendido a nadar sola. Que nací con el don. Pero es una mentira, como otras. Nos enseñó mi papá, años atrás, en una de tantas idas a Acapulco.
A oscuras, sentadas en el asiento de la alberca, Marcela nos dijo que el suyo nunca le enseñó a nadar, o a andar en bicicleta. “Así es la cosa, me tocó un padre ausente”, concluyó ella misma, con ese lenguaje clínico. Ni siquiera le dolía. Daba por hecho que era un hombre inútil. Tal vez así sería más fácil, pensé. Odiarlos.
(El teléfono apagado que cancela toda posibilidad de aviso me libera de la tragedia que temo y espero, y me separa de ellos. El teléfono apagado que es un puente con un extremo caído).
Marcela comentó que en la subida hacia el hotel creyó ver una mancha de sangre o de aceite, no sabía bien. Le pregunté de qué color era y ella dijo que mejor habláramos de otra cosa. Entonces, para cambiar de tema, volvimos a los sueños, a su aspecto desagradable. Por ejemplo, cuando se vuelven reiterativos y, desde adentro, es posible conservar los hilos de los acontecimientos porque el sueño se vuelve un comentario de sí mismo. La imagen primera, que apenas se conjura, se diluye. Los obstáculos para completar una acción, la vaga conciencia de un objetivo y un fin. Algunas veces una forma de vergüenza. Le dije que dormía tan poco, últimamente, que me sentía expulsada de mis sueños. Se habían vuelto muy residuales, ansiosos, poco placenteros. No los escribía más. Escribirlos —la operación de traducirlos, con toda clase de imprecisiones— era un modo de capturarlos aunque también de degradarlos. Pero ahora, en el estado de ensueño, sabía que éste no se me iba a olvidar. Las imágenes, en Marcela y en mí, habían sido fijadas dos veces.
El cielo estaba abombado. La bóveda celeste, qué idea tan hermosa, nos dijimos. Esa belleza se acabaría pronto, sería reemplazada por el cielo natoso y gris de la ciudad. Al día siguiente abandonaríamos Acapulco, el sueño vivido con la conciencia de la vigilia.
Lluvia se había alejado: ahora nadaba en la parte honda y jugaba levantando la pierna izquierda, luego la derecha, como ensayando una coreografía imaginaria.
—¿Ves por qué siempre la traigo? –dijo Marcela–. Vela. Es una niña.
Lluvia era el ancla de su recuerdo, viva, sonriente, tempranamente destruida. Yo perdí mi ancla y se lo dije. Estuvimos flotando en silencio. Se hizo de noche. Nos quedamos en el agua hasta que los señores del mantenimiento llegaron a sacarnos.
Las portadas imaginadas por Nora Mh diseñó en su gran proyecto de Instagram, con portadas alternativas de un montón de libros, lectora, ilustradora y académica impresionante.
En marzo de 2019, una ola golpeó el ecosistema cultural mexicano. Ahora, en medio de la pandemia, qué interés puede reclamar volver a esto. Pero debemos hacer un esfuerzo. Kaja Negra, las editoras y las autoras de estas reflexiones hacemos el esfuerzo, así quede como archivo [ver la intervención de Natalia Flores].
**
Mientras me decido a terminar de redactar este texto, han pasado 67 días desde que inició el confinamiento masivo en México, o Jornada Nacional de Sana Distancia, el día 23 de marzo. Un año exacto después de la explosión en redes sociales de lo que dio en llamarse #MeToo mexicano [por los ecos del movimiento denominado #MeToo, surgido entre actrices y trabajadoras de la industria hollywoodense que denunciaron abusos, violencias y delitos de una gran cantidad de actores, directores, productores y otros pesos pesados del sector].
Aquella ola mexicana, aquella iteración de otros movimientos surgidos en espacios digitales, según la llama Ana G. González en su recuento de los hechos, inició con un tuit. Se trataba de una denuncia, un escrache, una llamada de atención, una exigencia a cerrar filas. En su reflexión de aquel momento, que urde las figuras de la marabunta, la falange y el caracol, Tessy Schlosser Presburger argumenta que fijarle un origen al movimiento, a la manera de un «paciente cero», es un ejercicio poco productivo; en realidad, una de las preguntas más importantes pasa, forzosamente, por lo que movió a tantas mujeres a contar historias íntimas, a exponer la violencia en sus vidas.
Hubo algo desordenado, visceral y furibundo en las denuncias vertidas en Twitter y otras redes sociales, producto de una impotencia vital que en su centro es perfecta y legítimamente revolucionaria y feminista: la necesidad de la destrucción purificante, refundante. La denuncia colectiva no era exactamente punitivista –no tenía el poder para serlo– sino que, antes bien, provenía de una desconfianza o hartazgo o desilusión de lo punitivo, de la idea de justicia y reparación. No habría nada de esto pero al menos se señalaría lo velado, lo que se sabía tras bambalinas, lo que nadie decía abiertamente pero tantos, tantas, sabían. Sabíamos.
El escrache inicial, hacia un poeta a punto de presentar un libro jugosamente premiado, buscaba poner de relieve la complicidad, pero también, o así lo interpreté entonces, exigir que pararan los estímulos, los premios, la buena voluntad de los escritores, las editoriales, los espacios culturales, los medios de comunicación. Cuando decimos que golpeadores, acosadores y abusadores siguen publicando con tranquilidad, interviniendo en el campo cultural, lo que denunciamos es una red de complicidades y actitudes solapadoras.
Como consecuencia de esta ola denunciante hubo castigos sociales: despidos, ostracismo, carreras literarias canceladas. Hubo, incluso, castigos ejemplares. Quizás el punto más álgido fue cuando, tras una denuncia anónima en la cuenta oficial de #MeTooMusicosMexicanos, el músico y escritor Armando Vega Gil cometió suicidio. En el testimonio que lo implicaba, una mujer denunció anónimamente el acoso sexual que recibió de parte de Vega Gil cuando ella tenía 13 años y él, más de cincuenta. Según la nota de suicidio de Vega Gil, que colgó a Twitter, su muerte «no es una confesión de culpabilidad, todo lo contrario, es una radical declaración de inocencia».
Hace un año pensé que estas denuncias, que en muchos casos ponían de relieve la ineptitud y negligencia de las instancias oficiales [del ámbito laboral al jurídico], tenían que ser además una invitación muy concreta a no consumir las obras de violentadores. A no otorgarles espacios de enunciación. Perdonarlos, alentar su rehabilitación, denunciarlos judicialmente donde corresponda: sí. Pero hacernos de la vista gorda ante sus violencias suponía admitir que los daños a las mujeres violentadas eran menos importantes que las contribuciones de sus agresores al campo cultural. Que, si sus daños no alcanzaban a considerarse delitos, eran pasables, olvidables, pertenecientes a una intimidad que no merecía desmenuzarse en público.
Más tarde, cuando se anunciaron resultados de una convocatoria del Fonca con beneficiados señalados en el #MeToo, se me ocurrió que, si no había sanciones efectivas, por lo menos que las hubiera sociales. Y económicas, si hablamos de recursos del Estado. En otras palabras: que el castigo de sus violencias sea la peste. Apestados. Violentadores apestados. La pérdida de su prestigio o su buen nombre, su empleo o sus redes de confianza, sería la consecuencia del ejercicio de una violencia que mina, en las mujeres que la padecieron, su autoestima, su voz interior, su libertad sexual, su posibilidad de tener carreras literarias y autonomía económica.
Era más vehemente, más sesgado lo que pensaba entonces. Pensaba que, vaya, los creadores denunciados tampoco es como que nos hubieran entregado, a cambio, obras mayores. Pero el arte no es una moneda de cambio.
Nuestro canon, nuestros mapas literarios, están rayados por la violencia, saturados de ausencias y vacíos. Denunciar implica dar nuestra versión, nuestra historia, nuestro punto de vista. Entre personas que escriben, se torna más obvio. Escribimos, publicamos, intentamos crear literatura. Perpetuamos y enquistamos la violencia, o nos resistimos a ella.
En aquel marzo de 2019 estaba convencida de que si hay un motivo para denunciar escritores e intelectuales concretamente era ese. La denuncia es una intervención pública. Una necesaria toma de postura, digan lo que digan. No corren tiempos fáciles. Vivimos en un perenne estado de emergencia. Tenemos que señalar el machismo, tenemos que señalar el racismo, la violencia, el despojo y, en suma, la ideología del fascismo. Condenarlo en privado no basta.
Cómo pasar de la adherencia ideológica a la militancia
Una mujer que admiro mucho, desde el sur, me recuerda mirar hacia la Comisión de Escrache de H.I.J.O.S., o Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio, colectivo militante conformado por simpatizantes e hijxs de detenidos, desaparecidos, presos políticos, fusilados y exiliados por la última dictadura militar en Argentina. A mediados de los años noventa, esta organización política dio con un método novedoso de denuncia e intervención pública, que se bautizó con la sonora palabra del lunfardo escrache. Desde luego, eran genocidas los escrachados, señalados de modos peculiares [con marchas, actuaciones, recitales y otros elementos espectaculares] en las inmediaciones físicas de sus propias casas, oficinas y barrios, involucrando así a vecinos y conocidos, y confrontando a estos últimos con la realidad de la complicidad y el silencio. Pero hay algo de la práctica –también llevada a cabo con criminales políticos impunes en Chile– que subyace.
El impulso inicial del #MeToo trajo otros. El escrache de escritores pronto se extendió al gremio entero de los intelectuales [que, gramscianamente, habría que categorizar por las funciones que desempeñan socialmente]:periodistas, cineastas, músicos, editores, trabajadores de la cultura.
En la cresta de la ola, la práctica llegó a escuelas y universidades, y se manifestó no en lo digital sino en los espacios físicos donde la violencia se ejerce cotidianamente: los tendederos en que las estudiantes denunciaban conductas impropias, acoso sexual, abuso de poder y diversas violencias de parte de profesores y compañeros. Esta violencia endémica en el sistema educativo es corrosiva, y la manera en que la joven militancia feminista mexicana se ha movilizado en torno a ella es admirable, como puede verificarse en los paros y tomas de diversas facultades y bachilleratos de la UNAM.
La misma Natalia Flores, lo recuerdo, ironizaba en un tuit sobre la opción del #MeToo de los «don nadie»: nuestros vecinos, compañeros de trabajo, hombres que nos violentan de manera cotidiana. Y esto también nos obliga a pensar cuál es la arena de estas denuncias, dónde son los espacios en que se legitiman o en los que hay una incidencia real más allá del quemón dentro del gremio o de una clase social que, sin militancia, no corta la membrana de lo meramente individual.
Nosotras
En las últimas semanas, a raíz del #MeToo, leí algunas reflexiones que parecían dirigir el grueso de sus críticas a otras mujeres, es decir, a las mismas compañeras de lucha. Si bien es una forma de apelar a la autocrítica y exigir una organización más concreta, creo que corren el riesgo de perder de vista el objeto de los reclamos originales. Nayeli García, en Yo acuso, escribió sobre el componente identitario de las acusaciones, basado «exclusivamente en el género». Y ese Yo te creo, que le dispara alarmas. O el texto de Nora de la Cruz aquí mismo, sobre el que hay que volver, que habla de ciertos capitales simbólicos aprovechados por grupos de mujeres privilegiadas a raíz del #MeToo. Leo también el texto que Lucía Melgar escribió hace un año, donde reflexiona sobre las denuncias desde el anonimato: el peso negativo, la incapacidad de organizarse a partir del anonimato, que como desahogo o catarsis, opina, no genera responsabilidad en su denuncia, ni moviliza.
¿Arruinamos vidas?
A menudo lo pienso. En versiones anteriores de este texto hablaba sobre tres casos en los que intervine, como testigo, cómplice o víctima. Pero era demasiada exposición, demasiado de mí, de mi vida privada y de mujeres cercanas a mí, y me pregunto con franqueza si vale la pena, si desnudarme así me libera.
La denuncia, viniera acompañada de un nombre, una voz y un cuerpo, o bien surgiera del anonimato [motivado más por el miedo y la cautela que por el ánimo de joder impunemente a hombres inocentes], parecía irremediablemente acompañada de un desnudamiento. Para desnudar al agresor, era preciso desnudarnos nosotras primero. Para señalar los pecados, había que describirlos, inscribirlos en nuestros cuerpos y nuestra psique.
Me entra la sensación de que, fuera de algunos casos contados, nuevamente fuimos nosotras las víctimas colaterales: queríamos liberarnos, queríamos alzar la voz, denunciar y gritar y exigir, y acabamos peor que antes: expuestas, arrinconadas, culpables.
Hace un año, mientras leía a tantas mujeres a la distancia, percibía –y las reflexiones de este especial coinciden en este aspecto– que el #MeToo fue, para muchísimas mujeres, un trance DOLOROSO. Lo fue, sin duda, para las que participaron en él, por proximidad o al interior del ojo del huracán, por perjuicio directo y por relación indirecta. Además, el desvelamiento público de lo más privado trajo consigo, de manera inesperada, una especie de duelo colectivo en el que muchas pudimos reconocernos y encontrarnos en las historias de otras mujeres. En la violencia surgida del amor, de una idea del amor.
Creo, todavía sin saber demasiado en lo que creo, que el #MeToo mexicano se instaló como una práctica que pudo ser reapropiada por grupos diversos de mujeres y que movilizó una gama de resistencias. En ese sentido, celebro su emergencia. Pero en un punto muerto en las discusiones feministas en que tenemos que volver sobre nuestros pasos y combatir desviaciones del proyecto común de emancipación de las mujeres –como los discursos transodiantes, que cada vez permean más y retrasan una organización posible–, estoy de acuerdo en lo que plantea Nora de la Cruz:
Denunciar no es suficiente, ni expresar simpatía por un movimiento; se necesita crear un núcleo ideológico, plantear una agenda política, establecer metas y procedimientos, pero sobre todo, proponer una nueva forma de ejercer el poder.
Es decir, ¿cómo transformar nuestra adherencia ideológica al feminismo en una militancia activa? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Quiénes?
Creo también que, lejos de erigirnos jueces morales, de cancelar carreras, repudiar personas y negarnos a la compasión, esta inflexión nos obliga a insistir sobre temas no superados: que todo arte es político, que toda escritura es una cosmovisión, que nunca está trazada la raya que divide la obra de la persona, ni la teoría de la praxis; que algunos poemas no valen nada, que hay mucha pedofilia normalizada, que entre nosotras sabemos, compartimos, y nos defendemos –hasta con nuestra pluma– de sus violencias. Y aunque muchos de nuestros conocidos hayan hecho como que no sabían, o hayan guardado silencio, nosotras sabemos que no es así. No olvidamos.
En esta lucha contamos con nuestros métodos de defensa, sobre todo con uno que es esencial en toda lucha colectiva: la solidaridad. La sororidad entre nosotras.
Yo te creo, repetíamos una y otra vez, como un mantra, durante la erupción de aquel marzo.
Hay dos epígrafes en Ornamento, tercera novela del escritor colombiano Juan Cárdenas (Popayán, 1978). De Adolf Loos, arquitecto austriaco, Juan Cárdenas elige un fragmento del ensayo Ornamento y delito, escrito en 1908. Del poeta colombiano León de Greiff, un verso del poema Balada de los búhos estáticos, de 1914. Leídos uno tras otro, tradición y pensamiento, el contorno epistemológico de la novela aparece como en un reflejo:
Cada época tiene un estilo, ¿sólo la nuestra carecerá de uno que le sea propio? Por estilo se quería entender ornamento. Por tanto, dije: ¡No lloréis! Lo que constituye la grandeza de nuestra época es que es incapaz de realizar un ornamento nuevo. Hemos vencido el ornamento. Nos hemos dominado hasta el punto de que ya no hay ornamentos. Ved, está cercano el tiempo en que las calles de las ciudades brillarán como muros blancos. Como Sión, la ciudad santa, la capital del cielo.
**
En el jardín los árboles eran rectos, retóricos,
las avenidas rectas, los estanques retóricos… retóricos,
y en fila los búhos, rectos, retóricos, retóricos…
Loos y De Greiff, modernistas, radicales, disruptivos, señalan una senda, un pensamiento al que se suscribe y contra el que escribe Cárdenas. Entonces, segunda apertura de discurso, un incípit que es una paradoja o un oxímoron: Hoy han traído por fin a las voluntarias. Las voluntarias, que son llevadas, pierden su voluntad o son nominadas por medio de un equívoco. El lenguaje, el discurso, la retórica, la cárcel de la educación (la interpretación, siempre a través del lenguaje, que se hace del mundo) son observados en esta obra, puestos en crisis, reducidos a su distorsión, para bordear el resto, el ornamento, el significado. En Ornamento hay un pensamiento que aborda críticamente el mercado del arte, así como la idea de progreso, evolución, limpieza (la limpieza que Loos, reaccionariamente, deseaba liberada del adorno inútil). Pero en su centro hay algo más, que se resiste a ser explicado: una búsqueda por el sentido de la creación artística y el valor de la interpretación, la configuración de un espíritu que indaga sobre la gracia, el misterio, aquello que puede ser sugerido, creado o destruido por el lenguaje.
“Todos somos guacherna”
Gracia, la primera parte de Ornamento, inicia con la voz del científico encargado de diseñar y perfeccionar una droga recreativa, extraída de una flor del género datura, que produce, únicamente en mujeres, efectos de goce extremo –por razones fisiológicas, es inocua para los hombres–. El narrador observa el comportamiento de las voluntarias, a las que llama número 1, número 2, número 3 y número 4, denominaciones que las acompañarán el resto de la novela. Como ellas, como el narrador mismo y el resto de los personajes (la esposa del científico, los gerentes del laboratorio, el arquitecto encargado de diseñarlo), la ciudad donde transcurren los acontecimientos permanece innominada. Se trata de una capital latinoamericana, “una ristra de cosas gastadas y mohosas”, con un viejo centro financiero dotado del “funcionalismo criollo” de los años cincuenta, rodeada de cerros y verde, y barrios marginales. Un personaje incidental, un taxista, dice de las mujeres colombianas que “son todas unas malparidas”: entonces se trata de Colombia, son colombianas quienes conforman el mercado para aquella novedosa droga de diseño, pero Ornamento no ofrece más pistas. Lo impreciso o sin nombres, el despojamiento de identidades fijas, es procedimiento frecuente en Cárdenas.
La única particularidad que las voluntarias comparten es que todas han sido madres a una edad precoz, “pero eso es algo normal en las mujeres de las clases inferiores”, dice el narrador. En esta primera versión de la fórmula, tres de las voluntarias se quedan dormidas, excepto número 4, que produce un monólogo retorcido, sin mucho sentido aparente; la esposa del científico lo considera una forma de anamorfosis, o “el arte de hacer aparecer una imagen bajo un aspecto casi irreconocible recurriendo a una calculada distorsión de la perspectiva”. En este discurso logra desprenderse que la madre de número 4, sometida a innumerables cirugías estéticas, transformada en una especie de grotesca muñeca “recién salida de la caja”, suele pedir de su hija que le unte cremas y pomadas como parte de sus curaciones, tarea que ella emprende con indiferencia, con asco o con rencor, al tiempo que recuerda la costumbre de su madre de formar escenas en una vitrina con figuras de porcelana.
Con este movimiento de variación de Las hortensias, cuento largo del uruguayo Felisberto Hernández, Cárdenas traza una línea interesante al interior de la literatura latinoamericana. Horacio, el protagonista del texto felisberteano, colecciona muñecas muy parecidas a mujeres reales, que dispone en vitrinas formando escenas peculiares. Obsesionado con una de ellas, a la que llama Hortensia (una duplicación de su esposa María Hortensia, quien, para evitar confusiones, termina identificándose o degradándose a María), la muñeca pasa a formar parte de la pareja, primero como un accesorio o juguete, después como un elemento corruptor.
El científico comparte con su esposa las transcripciones de los monólogos que produce número 4 y ella, que es una artista prestigiosa, comenta que tienen su gracia. “Me pareció curioso que justo hubiera empleado esa palabra y se lo hice saber, no sin recordarle lo que ella misma había dicho hace unos días sobre el misticismo de la gracia, el esbelto reflejo que surge de la renuncia al amaneramiento de la conciencia”, apunta, pomposa y deliciosamente, el narrador. La esposa del científico, a quien él suele darle la razón en cuestiones de arte por considerarla la autoridad estética en la pareja, admite que a ella “no le importa el significado de lo que se le ocurre”. Las ideas se ensartan como cuentas de colores en un hilo, esa es su gracia, como las marionetas que “no necesitan de la voluntad para moverse de acuerdo a la geometría más elemental”. El científico quiere creer, como su esposa, que “el significado de las cosas es un accidente, un sobrante”, y a pesar de todo considera que número 4, como una marioneta, está imbuida de gracia.
Eventualmente, tras ser invitada a la exposición de la esposa del científico con uno de sus vestidos (como la Hortensia de Felisberto), número 4 se va a vivir con la pareja, que tiene por costumbre invitar a terceros a la relación, pues después de todo un triángulo es una forma perfecta, forma pura sin significado.
La droga, lanzada al público, es un éxito de ventas, y el científico fantasea con que se trata de una droga igualitaria, feminista, que no requiere códigos para acceder a ella, ni “intérpretes dotados de una lengua hermética, ninguna liturgia. El único espacio de legitimación es el mercado, o sea, el cuerpo y el mercado”. Los gerentes del laboratorio (son gemelos, como los gemelos felisberteanos) mueven sus tentáculos en el senado para evitar una regularización de la venta de drogas, que sería el paso previo para la legalización del tráfico y consumo, y el científico se pregunta si en tal escenario él y su esposa se clasificarían en el mismo “nicho ideológico” como “diseñadores de estados de ánimo artificiales”.
En este punto la trama de Ornamento se vuelve distópica, y no deja de avanzar. En una de las “ollas”, barrios dedicados a la venta de toda clase de drogas, una banda de mujeres se amotina y roba mil doscientas pastillas a punta de revólveres, cuchillos y machetes. Después de una batida de los proveedores por la zona, catorce mujeres son asesinadas. La esposa del científico, quien además de la cocaína se ha hecho adicta a la droga todavía sin nombre, sospecha que pronto será abandonada, y número 4 decide irse sin dejar rastro. El científico, recluido en el laboratorio montado sobre una hacienda colonial, el progreso platinado fundido con la herencia de la Conquista, gasta el tiempo paseando por el jardín, acompañado de los perros rottweiler y la pareja de monos que custodian la propiedad. Como el Horacio de Las Hortensias, ve augurios por todas partes: un búho moribundo, las atávicas columnas de humo que se desprenden de los barrios periféricos, número 2 con su rostro grotesco, puro exceso, capas de maquillaje aplicadas como con espátula (“hay instantes en que cierto efecto de la iluminación le otorga una repentina velocidad al conjunto”). El científico se acuesta con ella, extrañado ante su propio deseo y la forma en que puede perderse en aquel rostro que:
…no es el umbral de ningún cuerpo, porque ahora solo hay cuerpo o solo hay cabeza, no hay entradas ni salidas de ningún cuerpo, las tetas como otras dos cabezas que solo saben mirar hacia adentro, por encima del ombligo que parece mascullar algo y ahora soy yo, yo como una extensión del rostro, como un adorno, como un firulete macizo, accesorio perplejo y poco grácil que le hubiera salido por la boca a ese rostro expansivo y sin centro (Cárdenas, 2015: 126).
En algún momento, mirando los esbirros que pasean por el bosque alrededor del laboratorio, con sus armas y su imponencia barroca, el científico cae en cuenta de que él, y todos ellos, no son otra cosa que narcos. “Somos guacherna, todos somos guacherna”, concluye.
Quitar los ídolos y poner las imágenes
Hay, en Ornamento, un momento de catástrofe. El narrador, que hasta ahora ha presentado una voz desafectada, la sobria voz de un hombre culto, atravesada por un cinismo motivado por su clase, habla en el capítulo doce de Gracia de un “guayabo descomunal”. En el siguiente capítulo se transcriben las respuestas de número 1, número 2, número 3 y número 4 a una encuesta sobre los efectos de la droga. La de número 2 comprueba que un lenguaje escrito no sometido a la normatividad ortográfica es, tal vez por eso, poderoso y expresivo: “Nose bien zabroso, rico, como que te salen halas y se te_erisa el lomo. Como que sos la más perra, como que te da un ardorsito vien bacano por acá abajo”.La droga que no tenía nombre –a los gerentes e inversionistas sólo se les ocurren conceptos angélicos o celestiales, y el científico se rehúsa a ponerle nombre a sus “criaturas”– ya ha sido apropiada por las consumidoras, que no han necesitado guía alguna para nombrar lo innominado, aquello que atañe directamente a sus cuerpos: según número 2, las pastillas se llaman “caracolitos, perrunitas, berrinchitos, chamusquinas, cucarachas, crispeta Golden, triangulitos, raspacuca, chiripiorca, mariconas…” Si una de las ideas que se presentan en Ornamento, de manera dialéctica, es que la educación (por tanto el lenguaje) es una cárcel, estos momentos de ruptura, la incursión de la marca regional, establecen lingüísticamente la idea de gracia o misterio como aquello inapresable, resistente a la clasificación; pues apelan a un desvío del castellano neutral que ciertos criterios editoriales dictados desde España exigen de las obras escritas en nuestro idioma.
La frase “todos somos guacherna” lo sintetiza. El baile popular, la comparsa de las “clases inferiores” (como las llama el científico), designa en el castellano de Colombia una noción común a los dialectos latinoamericanos: gentuza. Científico y esposa, con su cultura y su estrato y su separación de todo aquello que está por fuera del intelecto, son, también, gentuza. Guacherna.
En un pasaje de la novela, ambos observan, en la ciudad, murales cubiertos de graffiti, algunos con mensajes políticos, cifras de muertos y desaparecidos. A ella, la artista, le parecen una “asquerosidad” y comenta que deberían borrarlos todos, dejar las paredes limpias. El científico finge o cree estar de acuerdo, como sin duda aprobaría Adolf Loos, para quien el ornamento (el residuo, el sobrante, el significado accidental) debe erradicarse.
León de Greiff, en cambio, sabía que los árboles, las avenidas, los estanques y los búhos pueden ser, y de hecho son, retóricos, retóricos, retóricos… El científico, que intuye que hay algo perteneciente al orden de lo sublime, quizá lo sagrado, recuerda el extraño fenómeno lumínico que solía observar de niño, en una finca sobre las montañas, producto de la ionización de huesos enterrados. El Fuego de San Telmo, que es resplandor y luego ya nada, tras un instante devuelve la vulgaridad de la noche.
Cerca del final de la novela, cuando la violencia desatada por la droga los obliga a refugiarse en una cabaña campestre, el científico y su esposa descubren petroglifos de una cultura extinta en un acantilado, cubiertos por pinturas de escenas religiosas mandadas a hacer por un cura alarmado por los cultos paganos a su alrededor. Quitar los ídolos y poner las imágenes es el leitmotiv que atraviesa la novela, primero en boca de número 4 durante sus discursos, después por el científico, en sueños y en relación con los petroglifos, quien recuerda que la frase le pertenece a Hernán Cortés, pero sin lograr llegar al fondo de su significado.
La tercera parte de la novela, Economía II (Lo que dijo número 4 cuando nadie escuchaba), recoge el discurso de número 4 mientras se oculta en uno de los edificios abandonados del antiguo centro financiero, donde monta escenas a gran escala, de patrones gratuitos, “sin otra motivación que la de completar la acción más allá de su cumplimiento, como una coda”. Completa así la obra que la esposa del científico, con su renuncia al significado, nunca pudo concebir: “El efecto ornamental, lo que dura, es el fósil vivo de la acción”. El arte como una potencia de la acción, puesto que “las obras de arte no se ejecutan, se cumplen, como una profecía”. Es entonces, sin ser escuchada, sin ser transcripta, en la soledad del abandono y la locura, que número 4 produce el verdadero dislocamiento de su discurso, mientras se refiere por medio de una perífrasis a lo que hizo con su madre: “Yo morirá con el rostro de mi madre”.
Tras descubrir los petroglifos, el científico y su esposa terminan en un arroyo que desemboca en una cascada, al fondo de la cual varias campesinas, al ritmo de cumbias, ríen estrepitosamente mientras lavan la ropa, sumergidas sin saberlo en el efecto de la flor del género datura de la que se extrajo el principio activo de la droga. Hace mucho tiempo que no hablan de número 4, él y ella, menos ahora que saben lo que hizo, “pensar en ella nos produce algo cercano al hartazgo del lenguaje”. Sin embargo, reconocen que “tiene gracia lo que hacen las lavanderas con sus cuerpos”. Y al final, lenguaje como engaño u ornamento, el narrador apoya su mano sobre la cabeza de su esposa, “pero su cabeza ya no es su cabeza, ni su pelo es su pelo, ni mi mano es mi mano”.
Ornamento fue publicada por Periférica en 2015 y será reeditada este año por la joven editorial argentina Sigilo.
Un escritor posterga la escritura. El proyecto de Mario Levrero se funda en la postergación. Levrero pospone, desorganiza el tiempo, vive separado de la gente y sus costumbres, y en medio de una “angustia difusa”. Para escribir necesita un determinado “ánimo psíquico” y una serie de condiciones a veces inconseguibles (sufre fobia a las interrupciones). Pero: escribe. A mano y mientras lucha con el dibujo de la letra o en el Word de la computadora, cuando ha logrado sustraerse de la inercia de otras actividades: los juegos (repetitivos, de azar) y la instalación de programas cibernéticos. Levrero suele llegar tarde a todo: a la escritura y a la experiencia, a sus obligaciones y afectos. Entonces parece un cálculo, tal vez maligno, pero también humorístico, que hasta su magnum opus, La novela luminosa, aparezca en 2005, un año después de morir. Pero éste es también, después de todo, un gesto típicamente levreriano: un mensaje desde el más allá, el retorno fantasmagórico que es interés suyo y figura recurrente en su literatura, y la puesta en suspenso de la noción de luminosidad que ha buscado, que nunca deja de buscar y que lo elude.
Un problema: ¿Cómo generar un pensamiento original en torno a La novela luminosa, de la que se ha escrito en abundancia tanto en la academia como en la crítica literaria ligada a los medios? La influencia de esta obra, no sólo en la crítica sino en la producción literaria latinoamericana reciente, es vasta y heterogénea. Son tantos los problemas que propone que todavía es posible extraer una hebra, abordar alguna idea (los juegos paratextuales[1], la noción del ocio[2], la interrogación de las experiencias luminosas[3]) y generar por adición una visión caleidoscópica de su sentido. Pensamos aquí una crítica como la que propone Walter Benjamin en El autor como productor (1934): una lectura política de Mario Levrero, autor que pone en entredicho los medios de producción y al mismo tiempo, siguiendo a Adorno, reclama la lugartenencia del artista y renegocia su papel en la sociedad. El concepto de autonomía cobra importancia central al leer a Levrero, que para defenderla (esto es: la sagrada esfera de la Literatura) recurre al diario éxtimo y a la “investigación de sí mismo”. Al contrario de las subjetividades que, nos dice Paula Sibilia, hacen de la intimidad un espectáculo, Levrero lleva el adentro al afuera, entra en sí mismo y se persigue con y a pesar de la escritura, y en este proceso cuestiona la antinomia vida-arte y renueva la literatura, es decir, la Literatura.
Levrero: un rodeo
Un índice.
Una nota aclaratoria: Este libro fue escrito en su mayor parte gracias al generoso apoyo de la John Simon Guggenheim Foundation, a través de una beca otorgada en el año 2000.
Agradecimientos: a “las Potestades” que le “han permitido vivir las experiencias luminosas”, a la fundación Guggenheim, a “los que han aceptado figurar como personajes”, a los “lectores-cobayo” y a varios amigos, indicados por su nombre.
Una advertencia, firmada por M.L.: Las personas o instituciones que se sientan afectadas o lesionadas por opiniones expresadas en este libro deberán comprender que esas opiniones no son otra cosa que desvaríos de una mente senil.
Hacia la página 17: un prefacio de título grandilocuente (“Prefacio histórico a La novela luminosa”), donde Mario Levrero narra las circunstancias en las que, años atrás, acosado por la inminencia de una operación de vesícula, intentó escribir una novela dedicada a ciertas experiencias que para él habían sido luminosas. Apenas alude a ellas al tomar la palabra, ya sabe, o al menos así lo declara, que la empresa es imposible, que “ciertas experiencias extraordinarias no pueden ser narradas sin que se desnaturalicen; es imposible llevarlas al papel” (17). Este prefacio, fechado entre el 27 de agosto de 1999 –un año antes de obtener la beca– y el 27 de octubre de 2002 –un año después de terminada– nos hacen conjeturar que se trata del texto presentado a la fundación Guggenheim como justificación y explicación del proyecto, completado después ante el “fracaso” de terminar (pero quizá la palabra terminar no alcanza) La novela luminosa. En este paratexto, el autor habla de la deuda que contrajo a raíz de la operación y que lo obligó a tomar un empleo de tiempo completo en Buenos Aires, de los cincos capítulos de la novela luminosa que logró escribir y conservar, de la idea (que desechó para atenerse a lo inédito) de incluir en el libro dos textos anteriores, Diario de un canalla (2013) y El discurso vacío (1996), y del fracaso general de la obra, en la que seguirán “faltando una serie de capítulos que no fueron escritos” (22).
Sigue un prólogo, titulado “Diario de la beca”, que en la primera edición de Alfaguara Uruguay se extiende monumentalmente hasta la página 431. Tras La novela luminosa propiamente dicha (apenas 100 páginas) y el relato “Primera comunión”, sobreviene un epílogo, el “Epílogo del Diario de la beca”.
Los juegos paratextuales en La novela luminosa ya han sido señalados (por ejemplo, por María Pía Pasetti, quien observó cómo un discurso al servicio del texto cobra una función esencial en la obra[4]). En Levrero el espacio paratextual se vuelve problemático y, al integrarse a la obra o de algún modo transformarse en la obra misma, nos obliga a pensar en aquel espacio textual secundario, ligado a la labor editorial, que el lector tiende a pasar de largo y que de manera explícita señala la burocracia de la escritura y la publicación. Al aparecer señalada de manera marginal en los paratextos iniciales, como suele suceder con algunas obras beneficiarias de apoyos económicos, la alusión a la beca que le permite a Mario Levrero encontrar el ocio y las condiciones para la escritura regresará una y otra vez a lo largo del texto, cada vez con menor ceremonia y solemnidad, hasta transformarse en comicidad pura (“el señor Guggenheim puede irse despidiendo de la idea de que su beca produzca los frutos esperados”, 198).
Las escrituras sobre La novela luminosa suelen caracterizarla como el testimonio de un fracaso, la imposibilidad de traducir en lenguaje literario ciertas experiencias “luminosas”. Pero el fracaso se anuncia, quizá irónicamente (“Yo tenía razón: la tarea era y es imposible. Hay cosas que no se pueden narrar. Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso”, 22); pero también quizá misteriosamente (¿Y qué libro se está leyendo al leer esto, y cuál es su título, y cómo encarar el fracaso durante las 525 páginas que le siguen?)
Sin embargo, lo que resulta imposible es hablar de La novela luminosa sin aludir a sus condiciones de producción, no sólo porque éstas aparecen explícitas en el texto, sino porque constituyen el mecanismo que echa a andar la escritura y uno de sus motivos principales. Conviene, por tanto, detenerse en la beca, condición de posibilidad de la escritura.
Levrero se ve obligado a producir, y de esta imposición nace un conflicto: el de la productividad. El autor, acostumbrado a escribir por inspiración y deseo, se rebela de la escritura preceptiva y en cambio busca el ocio por oposición al negocio (el cual, según una teoría etimológica suya, encarna la negación del ocio). Sin embargo, al tanto de que ha contraído un compromiso, se propone escribir un diario que dé cuenta “al señor Guggenheim” del modo en que gasta su dinero. Este diario debe ser un hábito, se recuerda continuamente, haciendo eco de los conflictos (y los temas) de Diario de un canalla y El discurso vacío, obras que prefiguran ésta que nos ocupa: en la primera, el fantasma de la novela luminosa inconclusa, el retorno a la escritura tras el silencio que ha supuesto la transformación en un canalla, fruto de un empleo y horarios fijos y lujos impensables como “una heladera eléctrica”, y la consecuente claudicación de la vida de artista; en la segunda, una serie de ejercicios caligráficos que pretenden transformar, por la vía del dibujo de la letra, su personalidad y “psique” (un término muy levreriano). Paradójicamente, si en algo fracasa Levrero, es en la improductividad deseada: la naturaleza autoimpuesta del diario lo obliga a escribir y al cabo de un año produce más de 400 páginas.
Produce. Levrero, como quería Benjamin, revela la posición que su obra y su labor mantienen con las relaciones de producción de su época. Más allá de sus concepciones románticas sobre la literatura (la Literatura, que escribe con mayúsculas y que a estas alturas considera elusiva e inalcanzable), Levrero pone en entredicho la idea del artista como genio y nos permite ser testigos de su proceso, de su constitución como productor. Supera además la falsa oposición entre forma y contenido por medio de la técnica, pues, ¿qué otra cosa lo obsesiona sino su perfeccionamiento? Aquella constante indagación con lo escrito, lo que se puede escribir y lo que está por escribirse, la lucha con las condiciones materiales (siguiendo a Adorno, en quien nos detendremos más adelante) y el convencimiento de que éstos pueden asir esa otra cosa que falta, el misterio inapresable de la literatura, son los ejes de su obra.
En El autor como productor, Walter Benjamin desecha la idea de que la tendencia política correcta de una obra (las “opiniones, convicciones o disposiciones” del autor) en sí misma incluya su calidad literaria, y en esto dialoga con Adorno, quien a su vez piensa en Sartre cuando rechaza el compromiso social del escritor y en cambio encuentra la posibilidad de resistencia, dentro de la obra, en su negatividad, en su renuncia a transmitir un sentido y una comunicabilidad. Para Benjamin, “el lugar del intelectual en la lucha de clases sólo pude ser establecido –o mejor: elegido– con base en su posición dentro del proceso de producción” (10). Y la única forma de lograrlo es, precisamente, no abasteciendo ese aparato de producción, sino transformándolo. No escribir la novela esperada, la novela por la que se pagó por adelantado una suma de dinero, la novela que podría escribirse en las condiciones adecuadas (Levrero puede librarse de varios compromisos laborales y obtener tiempo “de sobra”, que por supuesto pierde, desperdicia), no escribir esa obra sino otra cosa, un prólogo que es un diario que es una novela sobre nada, que persigue por medio de la postergación y el rodeo un texto que nunca llega, que hace de la escritura en negativo una estética, y que deja al desnudo las condiciones materiales de un escritor. Y con esa otracosa, dislocar el estatuto de lo literario.
Lo que nos interesa señalar es cómo Mario Levrero reivindica la noción de artista desde su condición de intelectual latinoamericano marginal (poco mimado por el mercado, el gobierno y las instituciones culturales). Exhibe y cuestiona el lugar del escritor y, más aún, lo hace desde la enfermedad y la vejez. En otros términos: reflexiona su posición en el proceso de producción a través del medio del que dispone (sus habilidades técnicas), con lo cual se hace un traidor de su clase de origen. Lo político, en Levrero, se halla en el trastorno de la técnica. Sobre las obras que hacen de la miseria y del imperativo revolucionario un objeto de consumo contemplativo, Benjamin dice que han evadido la tarea más urgente del autor contemporáneo: “comprender lo pobre que es y lo pobre que tiene que ser para poder comenzar desde el principio. Porque de esto se trata. Sin duda, el estado soviético no expulsará al poeta, pero (…) le asignará tareas que no le permitirán sacar a relucir en nuevas obras maestras la riqueza ya hace tiempo falseada de la personalidad creadora” (14).
Para ilustrar su tesis del artista como lugarteniente del sujeto social, Adorno piensa en Valéry, quien a su vez se refería a Degas con “esa proximidad al sujeto artístico de que sólo es capaz aquel que produce él mismo con responsabilidad extrema” (126). La noción de responsabilidad, de quien critica el arte “tras bastidores” por conocer el oficio, es aplicable a Levrero, un autor que asume la obligación “que pesa hoy sobre toda filosofía consciente de sí misma”. La obra de arte exige un sacrificio que comporta la entrega y pérdida del hombre individual, quien se involucrará entero en la obra y le otorgará todas sus capacidades. Levrero incluso encaja en la idea de aquel hombre indiviso, “cuyas capacidades no han sido disociadas ellas mismas según el esquema de la división social del trabajo, enajenadas las unas de las otras, cuajadas en funciones utilizables” (127). Artista obsesionado con la técnica, encarna la contradicción del trabajo artístico que hoy (sostenemos que en esto Adorno no está desactualizado) se produce en las condiciones sociales de producción material dominantes.
El artista produce la obra –no es dueño de ella– por trabajar con el lenguaje, que es social. La manera de transformarse en el reverso de una sociedad oprimida y alienada es “sometiéndose a la necesidad de la obra de arte”, eliminando de ésta “todo lo que pudiera deberse pura y simplemente a la accidentalidad de su individuación”. Adorno encuentra esta posibilidad en el tratamiento crítico de los materiales, su especialización. Levrero lucha con la escritura porque su material, el lenguaje, no puede dar cuenta de la luminosidad. Pero la estrategia que elige plantea una paradoja. ¿Y no podría ser lo luminoso, acaso, el aura de lo literario, una esencia que no ha sido restituida?
Levrero, artista del yo
¿De qué habla Levrero en su diario? Del estado de su barba (cada día le crece más y no se la rasura); de una joven, a la que nombra Chl, con quien solía sostener una relación sexual que devino amistad célibe y que le provee milanesas y otros guisos; de sus obsesivas pesquisas para encontrar novelas policiales (nuevas o cuyo argumento haya olvidado); de las visitas de su doctora (su ex esposa); de experiencias “paranormales” (el avistamiento de un fantasma que lo visita desde un sueño ajeno, por ejemplo); de la telepatía con su librero (quien le anuncia, “psíquicamente”, cuando hay nuevos-viejos ejemplares de la colección Rastros); de sus hábitos de sueño (se va a la cama después del amanecer y despierta cuando quedan pocas horas o minutos de luz) y cibernéticos (juega Golf, Free Cell, instala y desinstala programas, o los programa él mismo en Visual Basic, y de vez en cuando, con gran culpa, agranda su colección de imágenes eróticas). Narra el comiquísimo sueño que tuvo con Vargas Llosa, en el que lo describe como un hombre muy elegante, “uno de esos peruanos aristocráticos” ante los que Levrero sólo puede sentir inferioridad. Sus amigos mueren: él registra las muertes y las lamenta y a veces se permite un chiste y un consuelo. En alguna entrada imagina que tiene cáncer, en otra registra los momentos de (fugaces) pensamientos suicidas, en varias el ánimo desfalleciente. Hacia la página 413 confirma que ya tiene 394 programas instalados en la computadora. Describe las dificultades para cumplir con los talleres literarios, que lo dejan exhausto e inician siempre demasiado temprano para su gusto. Algunas salidas, acompañado por amigas a las que designa por la inicial de su nombre, por un Montevideo claustrofóbico (nunca más allá de la zona centro) que le resulta violento, ajeno, pesadillesco. La postergación es el signo que atraviesa el diario.
Si la escritura no puede llevarse a cabo, entre otras indisposiciones, debido a las condiciones materiales imperantes, el autor (el productor por obligación) recurre a una escritura menor, suplementaria, sucedánea de la verdadera escritura que todavía no existe. Esta escritura en negativo nos recuerda aquella que propone Josefina Vicens en El libro vacío (1958): José García, contador aspirante a escritor, adquiere dos cuadernos: en uno escribirá su primera, anhelada obra; en el otro se dedicará a recoger las impresiones y sedimentos del día, en espera de transformarlos en literatura. Como no puede ser de otra manera, un cuaderno se mantiene vacío (es el libro vacío, inconseguible) mientras que el otro, el sustituto, termina por convertirse en la única obra posible. Es probable que Levrero nunca haya leído a la escritora mexicana, pero sí a Rosa Chacel, autora española que también libró un perenne conflicto con su situación material, de género (su condición de mujer no le permitía, en su opinión, ser considerada tan seriamente como los escritores varones[6]). Al encarar la escritura de su diario, Levrero toma como modelo el que Chacel escribió cuando ella misma fue beneficiara de la beca Guggenheim, y encuentra enormes coincidencias en “percepciones y sentires”. Esta identificación es clave para entender dos aspectos en Levrero: el tipo de lectura que emprende (y que suscita) y la naturaleza autobiográfica de su último proyecto de escritura.
En La cena de los notables[7], Constantino Bértolo efectúa un análisis materialista sobre tres aspectos fundamentales del acto literario ficcional: escritura, lectura y crítica. Además de volver sobre planteamientos marxistas como el de mediación de la realidad, Bértolo nos obliga a considerar aquello que entendemos por literatura como un acto de interrelación social. En sus reflexiones sobre la lectura, llama urdimbre lectora a la imbricación de los estratos textual (el desciframiento lingüístico), autobiográfico (los hechos concretos de la vida del lector), metaliterario (las lecturas previas, el bagaje literario) e ideológico (el sistema de creencias sociales) que se ponen en juego durante el acto de lectura. Un acto público, oral, devino históricamente en uno solitario y silencioso, aquel diálogo íntimo, depositario de toda interioridad, que “permite al lector sentirse dueño de las palabras, apropiárselas” (45).
En su clasificación de lectores y su tipo de lecturas (sectaria, inocente, adolescente etc.), si bien discutible, situamos a Levrero (y nos situamos, que eso implica el doble movimiento) como un practicante fiel de la lectura letraherida. Ésta se caracteriza “por el sentimiento de la literatura como un privilegiado modo de acceso a una verdad trascendental o especial (…). La literatura como sensibilidad estética que parte de una consideración de lo estético como cualidad y sentimiento que alumbra una vía de comunión con la realidad que no pasa por la razón” (84). Es necesario volver a las prácticas lectoras: la lectura que se hacía frente o entre un público, en voz alta, se orientaba como un acto público, comunitario, social. La lectura que hizo de la soledad su piedra de toque, en aquel silencio que no requiere de los otros, permitió la emergencia del yo como relato. Paula Sibilia, en La intimidad como espectáculo (2008), también alude a esa historiografía del yo por medio de los relatos, que “son la materia que nos constituye como sujetos”. Es el lenguaje el que “nos da consistencia y relieves propios, personales, singulares, y la sustancia que resulta de ese cruce de narrativas se (auto)denomina «yo»” (38).
Si entramos en el problema del yo con cierta brusquedad es porque la lectura solitaria, y sobre todo la lectura de sí mismo, es clave en Levrero. Aquella apropiación solitaria del texto a la que alude Bértolo es, de otro modo, la restitución de algo que el lector ya poseía y que encuentra reafirmado o verbalizado en él, y entonces “se siente adivinado por el texto, desnudado y arropado al mismo tiempo. [Por eso] no es extraño que en consecuencia tienda a divinizar al autor y a sacralizar la literatura”. Esta lectura, además, “conlleva ese movimiento narcisista de leerse a uno mismo en el texto, y la tentación de servirse de la lectura como mera confirmación del propio yo” (46).
Volvamos a Levrero, a dos pasajes del “Diario de la beca”:
Estoy empezando, aunque tardíamente, a pensar en mí mismo. El tema del retorno, el retorno a mí mismo. Al que era antes de la computadora (…). Es la forma de acceder, creo yo, a la novela luminosa, si es que se puede (39).
Más adelante, tras encontrar una pila de las revistas que antiguamente editaba en Buenos Aires, Levrero pasa una noche en vela (otra más) releyendo las cartas de los lectores y las propias respuestas que él redactaba, sumergido en otro trance de remembranza, ejercicio de la memoria o reposición voluntaria, como quiera llamársele a la práctica del recuerdo que atraviesa su obra. Tras la prolongada mirada en el espejo, escribe:
Todo este pasado es también un criptograma que debo descifrar. El monólogo narcisista está funcionando a otro nivel. No debo abominar de él ni rechazarlo como patología pura, porque ahí hay muchas pistas para encontrar el camino de retorno; y no debo olvidar que donde no hay narcisismo, no hay arte posible, ni artista (170).
Sibilia inicia su larga indagación sobre la constitución de la subjetividad posmoderna, construida hacia fuera, preguntándose con Nietzsche cómo se llega a ser lo que se es. “El estatuto del yo siempre es frágil”, nos recuerda. Rastrea las primeras escrituras de este yo, desde los ensayos de Montaigne, quien “se proponía alcanzar el conocimiento de sí mismo desdeñando los atributos universales del género humano para indagar en las complejas aristas de una personalidad singular: su yo” (111), hasta Las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau, quien “delineaba la radical singularidad de su yo” (112). Y del volverse dentro de sí mismo en la búsqueda de un encuentro con Dios, como sucedió con San Agustín, piensa la modernidad como una exploración contraria, donde el yo requiere “escribir para ser, además de ser para escribir” (40). Narra la autoconstrucción de la interioridad a partir de los siglos XVIII y XIX, la entrada en juego del cuerpo (un enemigo: el dolor, la enfermedad, la vejez) y la autobservación producto del desplazamiento de lo objetivo de la realidad (la realidad ya no es “verosímil”) y una vida interior ligada a la proliferación de diarios, que a partir del siglo XIX, por medio de “síntesis perceptivas”, ordenan el adentro y afuera (una dicotomía que para Levrero es falsa, todavía más: en su pulverización se funda su proyecto literario). Es decir: un yo cohesionado que provea sentido. En esta larga tradición de la escritura como la gran creadora de la interioridad, la escritura de sí, Sibilia desbarata categorías como verdad, sinceridad, autenticidad. La primera persona del singular busca, ya no el encuentro místico, sino la afirmación de la individualidad.
Sería necesario, para abordar una obra que roza lo autobiográfico, bordear varios problemas que por el momento nos rebasan. Por suerte encontramos también en Sibilia, y en su alusión a Phillippe Lejeune, una definición útil: una obra es autobiográfica cuando las identidades del autor, el narrador y el protagonista coinciden (esta noción, por supuesto, es problematizada por Sibilia). Un amigo cercano de Mario Levrero, Elvio Gandolfo, plantea la situación de frente en una nota publicada en El País Cultural sobre La novela luminosa: “Todo coincide con su persona: el departamento de la Ciudad Vieja donde vivía, su adicción a la computadora, sus diversos achaques físicos, la serie de mujeres (entre las que destaca Chl) que lo sacan a pasear, sus lecturas, sus talleres literarios. Sin embargo, no es una autobiografía, ni sólo un diario.”[8]
Hay un gesto de desdoblamiento que Mario Levrero hizo de manera consciente al inicio de su obra literaria: la adopción de un seudónimo compuesto por su segundo nombre y su segundo apellido: así, la persona Jorge Varlotta (legalmente Jorge Mario Varlotta Levrero) se separa del autor y sin embargo, durante su obra tardía, se desplaza al primer plano, se torna tema único (la investigación de sí mismo) y permite un saqueo de lo íntimo que pone en crisis la noción de representación y mediación de la realidad. En Levrero pesa el factor emocional, la sinceridad, aquel desnudamiento (que es también un sacrificio) en pos de lo elusivo. Es, como propone Sibilia, un homo psychologius: “Un individuo con estrecho contacto consigo mismo –con las profundidades de su originalidad individual– (que) será capaz de revelar una realidad que es, al mismo tiempo, universal e individual, objetiva y subjetiva, pública y privada, exterior e interior” (125).
Ésta es la estrategia que Levrero emprende para perseguir la cualidad aurática de la literatura: lo íntimo hacia fuera, lo íntimo revelado, lo íntimo usado para un fin que se pretende mayor. Si en el análisis de Paula Sibilia, el internet y las redes sociales han contribuido a producir una subjetividad alterdirigida, que al exhibirse espectaculariza la personalidad, en Levrero la exhibición de la intimidad se transforma en la búsqueda de una interioridad que no se rebaja ante el espectáculo. No se trata de una literatura testimonial, un ejemplar más de la llamada autoficción que llena las mesas de novedades, en la que los autores sucumben (la elección del verbo es de Sibilia) a presentarse como personajes, sino de algo más, esa otra cosa a la que aludimos antes y sobre la que volveremos. Es pertinente detenerse un momento en Sibilia, que encuentra problemática la estetización de la vida en internet y también la paradoja que planteaba Benjamin[9] sobre el desplazamiento del valor de culto, el aura de la obra, hacia el autor o artista mismo. Encuentra, con Virginia Woolf, que si la obra de Shakespeare se resiste por completo a la porosidad es porque los datos de su vida –en gran parte desconocidos– no pueden “contaminar” lo escrito: la obra se presenta como acabada, completa, reacia a la espectacularización por medio de su vínculo con lo autobiográfico. El peligro de la exhibición, el develamiento de lo privado, nos dice Sibilia, se encuentra en la mercantilización de la subjetividad, la interioridad transformada en bien de consumo. De esto habla cuando advierte que “esas cosas groseramente materiales que forman parte de la vida de todo artista –así como de cualquiera– pasaron a despertar más interés que las finas telas de araña construidas con su arte y su oficio” (249). Como ejemplo vuelve sobre Woolf y otras autoras cuyo sufrimiento y esforzada labor literaria merecieron mayor interés que su obra misma.
También la escritura confesional ha seguido una trayectoria en la historia de la literatura, y no siempre avalada por la modernidad, nos recuerda Siblia, como fue el caso de las vanguardias a principios del siglo XX. La paradoja que plantea Levrero es que no hace falta más que acudir a él mismo para enterarse de los detalles más privados de su vida, de sus “cosas groseramente materiales”, porque en ellas hay un valor revolucionario: gracias a estas confesiones, a la subjetividad puesta en la picota, los materiales son revolucionados. Levrero nos muestra que es necesario disputar la noción de autor y narrador una vez más, llevando la intimidad (lo real, la persona que escribe, el sujeto que implica su cuerpo y el sitio que lo rodea) a una exhibición tan radical que el concepto mismo de escritor quede en entredicho. Pero siempre desde una postura de combate que disocia literatura de espectáculo, y literatura de mercado. Es importante, de todos modos, resaltar la ironía de que este libro sea publicado, de manera póstuma, por Alfaguara Uruguay (ediciones sucesivas por Random House Mondadori), y que entonces el reconocimiento –que para muchos ya existía– se vuelva unánime.
No resulta extraño, por ejemplo, que en el blog “Lo escribo por tu bien”, María Álvarez se imagine que el “Diario de la beca” sería “un blog maravilloso”[10]: la presentación de la escritura, algunos de sus contenidos (Levrero lo escribe en la computadora, después o antes o mientras navega por internet) y sobre todo las nuevas prácticas lectoras, desde la esfera de la recepción (la literatura se compara con los blogs), nos llevan a pensar en la categoría propuesta por Josefina Ludmer: una literatura postautónoma, que presentifica el presente, en la que nada queda por fuera y donde el régimen de lo real (la realidad real) se desarticula. Si alguna ironía plantea esta visión es que a Levrero la técnica (o mejor sería decir la tecnología) no lo libera, sino que lo somete.
¿Qué hay en la novela luminosa de La novela luminosa? Ya lo dijo bien Gandolfo: la narración de una conversión religiosa. Las páginas escritas en la década de 1980 apenas fueron modificadas: quizá no se modificaron en lo absoluto. Levrero las recuperó, las dejó intactas, y al presentarlas como lo que fueron se planteó un fracaso (diríamos que un falso fracaso). En el “Epílogo del diario” cierra cómicamente algunos cabos sueltos de su diario: la situación con los antidepresivos, el yogur que le causa hemorroides, su relación con Chl, los fantasmas que se le han aparecido. El resultado de esta aventura literaria es una obra un poco monstruosa, deforme, que sólo puede enfrentarse con un poco de perplejidad: en este tratamiento revolucionario de los materiales, Levrero introduce innovaciones, disloca la forma novela (una cualidad, por otro lado, inmanente del género mismo, que continuamente está replanteándose) y se atreve a crear otra cosa, cuyo estatuto es todavía una incógnita.
Pensamos en los lectores de La novela luminosa como una comunidad que puede ser encontrada en cualquier parte, sobre todo en aquel espacio neurótico en el que Levrero supo perderse mejor que nadie. En su blog Desde la ciudad sin cines, David Pérez Vega escribe: “Entiendo que “El diario de la beca” pueda exasperar a más de un lector ingenuo, pero he de decir que para mí ha constituido un verdadero estímulo creativo. Era adentrarme un día más en las páginas del diario, en esa epopeya de la digresión, de la cotidianidad trastocada, de la lúcida mente loca de un escritor, e incrementarse en mí las ganas de sentarme a escribir, sin pensar en nada más, sólo como un hábito o como un refugio”.[11] Y en el post de María Álvarez, un anónimo deja el siguiente comentario: “Es increíble la cantidad de delirios afines que encontré en la novela. Al terminarla hice un duelo como si se me hubiera muerto un amigo”. No podemos sino suscribir estas palabras, sucumbiendo (a pleno) a una lectura letraherida, que encuentra en esta novela el misterio y la luminosidad esquiva. Levrero, paradigma del artista que no transige, efectúa la labor que Benjamin exigía de los escritores que importan: “Un autor que no enseña nada a los escritores, no enseña a nadie”.
¿Cuál es la pregunta de fondo en La novela luminosa? ¿Cuál es la magia y el misterio de la literatura? ¿Cuál es nuestra postura, como lectores y como escritores, frente al problema de la escritura y la sobrevivencia? Quizá la antinomia arte y vida no ha sido superada, pero si la escritura y la lectura pueden ayudarnos a vivir, alguna pregunta ya ha sido respondida.
Bibliografía
Adorno, Theodor W. “El artista como lugarteniente”, en Notas de literatura. Madrid, Ediciones Akal, 2003.
Benjamin, Walter. El autor como productor. Traducción de Bolívar Echeverría. Disponible en el portal del filósofo ecuatoriano: http://www.bolivare.unam.mx/
Benjamin, Walter. La obra de arte en la era de su reproducción técnica (apostilla por Jorge Monteleone). Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2013.
Bértolo, Constantino. La cena de los notables. Buenos Aires, Mardulce, 2015.
Borg Oviedo, Matías. “Escrituras de la experiencia en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad Nacional de Córdoba, en III Congreso Internacional Cuestiones Críticas, Centro de Estudios de Literatura Argentina, Rosario, Argentina, 2013
Levrero, Mario. La novela luminosa. Montevideo, Alfaguara, 2005.
Ludmer, Josefina. Aquí América Latina. Una especulación. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010.
Pasetti, María Pía. “El espacio paratextual como frontera en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad Nacional de Mar del Plata-Celehi, en VIII Congreso Internacional Orbis Tertius de Teoría y Crítica Literaria. Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, La Plata, Argentina, 2012.
Sibilia, Paula. La intimidad como espectáculo. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007.
Vergara, Pablo. “Querido diario lector. Escritura, forma y novela en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad de Buenos Aires, en Revista Laboratorio no. 8, Universidad Diego Portales, Chile, 2013.
Notas
[1] Pasetti, María Pía. “El espacio paratextual como frontera en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad Nacional de Mar del Plata-Celehi.
[2] Borg Oviedo, Matías. “Escrituras de la experiencia en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad Nacional de Córdoba.
[3] Vergara, Pablo. “Querido diario lector. Escritura, forma y novela en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad de Buenos Aires.
[4] “…En ningún momento se habla del prólogo como “prólogo”, sino de diario y hasta de novela. Es más, el epílogo de la obra se denomina “Epílogo del diario” por lo que, paradójicamente, actúa como paratexto de otro paratexto, gesto que le otorga al prólogo un lugar de privilegio y quizás, un espacio aún más relevante que la novela en sí.” (Pasetti 2).
[6] Según un perfil de Laura Freixas en Letras Libres, enero de 2004. Citado por Gabriela Damián en “Reconstructoras del tiempo y el espacio”, dossier de género de Tierra Adentro, abril 2014.
[7] Publicado por Editorial Periférica, España, en 2008. Recientemente reeditado por Mardulce, Argentina, en 2015. Las citas corresponden a esta última edición.
[8] “El último libro de Mario Levrero. Descripción de un combate”. 16 de septiembre de 2005, recuperada en BazarAmericano en 2006.
[9] “Cada vez es más frecuente que el espectador reemplace en su mente la unicidad de lo que se manifiesta en la imagen de culto por la unicidad empírica del artista o de sus logros artísticos” (Benjamin 16).
[10] “La novela luminosa” (Viernes, 8 de mayo de 2009), en Lo escribo por tu bien, un blog de recomendaciones fílmicas, literarias, musicales (su autora lo define de “autoayuda social y cultural”), imbricado con apuntes personales que vinculan directamente lo recomendado con la subjetividad de quien escribe (blog que, por otro lado, se inscribiría en la práctica de fabricar presente, de Josefina Ludmer).
[11] “La novela luminosa, por Mario Levrero” (Lunes, 14 de febrero de 2011). Pérez Vega es escritor y poeta. Sobre su blog, lo describe así: “Este blog comenzó su andadura en el verano de 2009. Hasta marzo de 2010 vivía en Móstoles -una de las treinta ciudades más grandes de España-, donde no hay en la actualidad ningún cine abierto. Ahora vivo en la ciudad de Madrid, y tengo cerca de casa unos cines en versión original. La ciudad sin cines sigue siendo un estado de ánimo”.
Estoy leyendo El nervio óptico de María Gainza y es hermoso y formidable, se lee con la naturalidad de un líquido transvasándose, encadena un cuento o una pieza con la otra, y una mujer personaje con otra, y vidas de artistas con otras, como un collar de gemas tornasoladas. En su última tarde en Santiago, en la muy famosa librería Metales Pesados, Marisol y yo nos topamos con aquella bella edición de Laurel, y ella enseguida tuvo la clarividencia de comprarla. A mí me había llamado mucho la atención la contratapa, la promesa de hibridación entre crítica de arte y crónica íntima, pero me había propuesto o más bien estaba obligada a no comprar libros en Chile. Además se me ocurrió que, dado que la autora era argentina, terminaría por encontrármelo más temprano que tarde acá. Y por fin llegó a mí, no vía Mansalva que lo publicó originalmente en 2014 sino por un truco que Anagrama hizo posible, y entonces lo leo y me dan ganas de ir a buscar esas pinturas al Museo de Bellas Artes, al Museo Nacional de Arte Decorativo, al Museo Histórico Nacional, y me parece incluso que voy a hacerlo, que será una de esas excursiones de despedida ahora que ya he tomado mi decisión o debo tomarla, lo que me recuerda de ciertas investigaciones que debo emprender mientras esté aquí (los planos, la construcción del Ramos Mejía, por ejemplo).
Deben leer el ensayo de Marisol García Walls, por cierto, en la Revista de la Universidad de México, “La línea de ombligo”, sobre el archivo feminista de las artistas y la genealogía de las mujeres y sus nombres, y el borramiento que implica la línea de sangre, que me hizo pensar en mis dos abuelas y sus muertes prematuras. De ellas no llevo el apellido pero sí los dos nombres, ay.
En México, como dije, leí poco. Una mañana leí Tsunami, antología de textos feministas editada por Gabriela Jáuregui y Sexto Piso, y encontré que hay tres textos fundamentales en ella: el diario de la maternidad de Daniela Rea, que ha causado conmoción, con razón, y que me gustaría compartirle a mis amigas que son madres, por lo descarnado; el ensayo de Yásnaya Elena A. Gil sobre la categoría mujer, la categoría indígena, y su anudamiento; y el brutal texto de Sara Uribe sobre el desamparo del Estado hacia ella y su hermana cuando son niñas, cuando son adolescentes, y hacia las mujeres que están solas en general. Este último me despedazó. No tengo el libro conmigo, quisiera citarlo en extenso, pero me quedan ciertas impresiones vivas. O lo que dice Cristina Rivera Garza sobre el amor y el sexo. También leí los cuentos de Nora de la Cruz porque me parecía un título hermoso ese, Orillas, y que transcurrieran en esa franja orillada que es el Estado de México cuando no es zona metropolitana pero tampoco rural. Polotitlán de la Ilustración es Estado de México, he explicado antes, pero es rural y se sitúa en la punta más al norte, en la frontera con Querétaro y en algún punto con Hidalgo, y por tanto pertenece geográfica y culturalmente al Bajío, al centro, a esa región que es la cintura del país, que con su ancha faja divide los desiertos de las selvas, y es más bien serrana, arbusto y pasto seco, y ciertos lánguidos ríos. En fin. Mi cuento favorito, por la relación de amigas que aparece, es el de la quinceañera chicana que viaja a México a celebrar sus XV años.
Ernesto, aquí, me prestó Lugar, la colección de cuentos de María José Navia, escritora chilena nacida en 1982, que yo llevaba algún tiempo con ganas de leer. Hay un cuento muy lindo, y oscuro, que transcurre en el Costanera Center aunque nunca se menciona que se trata de él, y es que a mí siempre me gustado esa unión del mall -el mal, dicen las protagonistas- con la vida adolescente, tan contigente, de paso.
Alicia también me prestó Por qué volvías cada verano de Belén López Peiró. Hacía meses me había llamado la atención el procedimiento, su tratamiento de los archivos y la polifonía para narrar -aunque no es sólo narrar lo que hace aquí y este libro, como dice Gabriela Cabezón Cámara en la contratapa, es asimismo una intervención política- las reiteradas violaciones y abusos sexuales por parte de su tío, jefe de policía, cuando visitaba a su familia en la localidad de Santa Lucía, provincia de Buenos Aires. Y la violencia posterior, del Estado y las personas con las que se comparten lazos sanguíneos, y aquellos que prefieren bajar la mirada y no agregar nada más, como repiten en las declaraciones testimoniales del ministerio público. Es un libro lleno de odio, de mucho, mucho odio, y eso es lo que impresiona y alivia además de su sofisticada estructura, y de una afirmación personal tremenda.
También estuve leyendo unas novelas de un señoro francés que tenía toda la pinta de ser un señoro-señoro pero resultó no serlo, o por lo menos no del todo; pero no necesita que yo lo recomiende y además, en este post, los señoros qué.
José Juan me envió Comunidad terapéutica, de Iveth Luna Flores (Monterrey, 1988), y después diríamos que desde el primer poema es un knockout, es como una puerta que abres y te da un madrazo fenomenal. Me encanta la disposición de los poemas de la tercera parte, del otro poema que forman sus títulos:
Terapia individual
49 Voy a escribir en la bitácora…
50 Aprieta la cuerda…
51 Esta noche hablé con mi padre y fue…
53 Claramente visualizo…
55 Llené tu bandeja de entrada…
56 Voy por el valle de los ciegos…
57 Para perderlo todo…
59 Tanta rabia para cambiar el mundo…
61 Una zona de la ciudad…
62 Voy corriendo sobre mesas…
65 El tiro de gracia en el pecho de un poema…
Esto me pone a pensar en mis maneras de acceder a ciertos libros, de agenciármelos. Algunos mediante préstamos, otros leídos una mañana entera en una librería, y otros más pirateados. Aunque me interesa mucho leer, y sobre todo releer, raras veces he sentido el fetichismo de los libros.
También.
Miré Los Adioses, de Natalia Beristáin, robada toda por la presencia de Karina Gidi, sobre ciertos fragmentos de la vida de Rosario Castellanos, un domingo por la tarde.
Otro día voy a ver El silencio es un cuerpo que cae, de Agustina Comedi, suerte de documental sobre la vida del padre de Agustina, un hombre homosexual que militaba en el partido comunista, donde aquello se consideraba un desvío burgués, en una época de gran persecución política en Argentina, y quien luego se casó con la madre de ella y se convirtió en su padre, en un hombre que deja atrás su vida gay, su pareja de casi once años, su esconderse y vivir en la sombra. Además de ciertas entrevistas a antiguos amigos y compañeros, casi todo es material que él mismo filmó con videocámaras caseras. Y es tan exacto el tono, tan lacónica y justa la narración en off, tan asombrosas las coincidencias de aquella vida terminada de modo abrupto, que en la última escena, donde el hijo mismo de Comedi da su propia interpretación de la libertad (no estar en una jaula), de golpe me pongo a llorar, hundida en la butaca.
Salgo del Gaumont casi a las ocho de la noche, todavía hay mucha luz, una luz cálida y rosácea; camino por Rodríguez Peña, sus edificios angostos como recortados bruscamente, del color de la tierra húmeda, tirados a la mierda la mayoría, y sus restaurantes anticuados y sus tiendas, y luego por Corrientes; me meto a las librerías, encuentro un libro que me interesa y que apunto mentalmente, por su título y por un fragmento que leí a las apuradas (La felicidad es un lugar común, de Mariana Skiadaressis); el puesto de Eloísa Cartonera está abierto y me detengo a ver los títulos y el tipo que atiende me dice que mi remera está buenísima -es de Condorito- y que dónde la compré, me dice que él es chileno y me pregunta de dónde soy, menciona algo que discutíamos recién hace unos días en casa, que todo mundo en Latinoamérica piensa que Condorito es de su país, y después me habla de los títulos de la editorial y me anima a hurgar y a llevarme alguno y por alguna razón sale al tema Salvadora Medina Onrubia (publicada en Eloísa), y le digo que sí, que ya sabía que era abuela de Copi, y empieza a hartarme él, y entonces miro un ejemplar -distinto al mío, claro, por lo menos los trazos con pintura acrílica de su portada- de Caza, el poemario de la venezolana María Auxiliadora Álvarez, que otra tarde decidí comprar porque lo abrí en una página que tenía el verso: yo que tengo tan alto y bajo concepto de los cuerpos; luego entro por una porción de muzza con fainá a Güerrín, como de pie y me miro en el espejo de enfrente, mi playera blanca de Condorito adquirida sin romanticismo alguno en el aeropuerto de Santiago, mis chinos que aquí son rulos, los cachetes inflados mientras mastico la pizza grasosa empujada con fainá; entonces entran dos hombres que sobrepasan la cincuentena, uno tiene una barba blanca larguísima, de Fidel Castro, y lleva puesta una playera con el rostro de Fidel Castro, compran sus porciones y se paran frente a mí a comerlas, y noto que el otro tiene una playera de México, y me río por dentro; el de la barba le comenta a su acompañante que la pizza “tan superior como siempre” pero el servicio está del carajo y aquel le responde que es así, que como siempre tienen lleno qué les importa, “¿y en México la pizza qué tal, eh?” y el sujeto responde que casi todas son de cadenas yanquis, Pizza Hut, Domino’s, terribles, y yo me acuerdo de la vez que allá nos comimos una Pizzeta y sentí de pronto que era la peor pizza que comía en mi vida y que no se le comparaba para nada a las de Buenos Aires, que al fin y al cabo no son del tipo que me gustan (prefiero las delgaditas, y crocantes), pero que al César lo que es del César, y luego hablan de las pizzas de Estados Unidos y el de la playera mexicana dice que hay unas que sí son muy buenas, las de Chicago, y al mismo tiempo, al lado de ellos, hay un hombre y una muchacha, y él, que es moreno y de pestañas largas, se queja del transporte público, de que sales de la facultad y tenés que tomar esos colectivos que tardan horas, que a La Plata no la cambia por nada, y yo digo ah, ah, otra de esas coincidencias en las que aparecen, aglutinados y en un tiempo que es el mismo, sitios en los que he estado en el pasado, viajes que me cambiaron un poco; y se han puesto de moda ahora en el D.F., aclara el del atuendo paisano, cadenas de pizzas abiertas por argentinos y uruguayos, y ahí es cuando dejo el plato sobre la barra y salgo, hace mucho calor y ya es de noche afuera.
/ Paréntesis
Los posts hechizos volvieron. Se me figura que son como una plaga de bichos, paso las noches aniquilándolos y al día siguiente ya invadieron de nuevo. Pondré aquello en pausa, no tengo la paciencia o no me encuentro en el estado mental adecuado para iniciar otra extraña batalla relacionada con el blog.
Cierra paréntesis /
Siento que mi YouTube y mi Spotify intentan encajarme kpop a toda costa, como han visto que no dejo de escuchar y mirar videos de BTS, pero stop trying to make other kpop acts happen, it’s not gonna happen. Sin embargo, me gustó mucho Yaeji cuando me hablaron de ella en México, aunque difícilmente se la podría situar en el pop salido de allá; luego, en algún video de Taekook que son mis predilectos, los había notado tarareando una melodía que al instante me encantó pero que me resigné a no encontrar nunca, hasta que algún algoritmo me la trajo de nuevo: la canción se llama “Some” y es de Bolbbalgan4, o BOL4, o Blushing Youth, o 볼빨간 사춘기, un dueto de dos chicas, Woo Ji-yoon y Ahn Ji-young, pop-pop-bubblegum pop pero un tanto indie, ponele. Igual creo que sólo me gustará esa canción de ellas, por ciertas líneas tan bonitas y tan ingenuas, que alguien tradujo al español de la siguiente manera: ¿Es mi culpa si no soy buena expresándome? Soy una chica sincera en una ciudad fría. ¿No puedo decir que me gustas? (…) A partir de hoy, voy a tener algo contigo. Te llamaré todos los días. Aunque no pueda comer gluten, voy a comer comida deliciosa contigo.
Este fin de semana miré todo Russian doll de una sentada; en realidad, dice Natasha Lyonne, la concibieron como una película de cuatro horas, dirigida y escrita toda por mujeres, sólo por mujeres, y esto es importante, le digo a Gandhi el domingo por la noche, cuando comentamos qué estuvimos viendo durante el calurosísimo, infernal fin de semana en que sobrevivimos bajo el aire artificial de unas aspas de ventilador, aunque de momento no te lo parezca.
No dejo de tener muy presente algunas líneas de uno de los libros que más me impresionaron en 2017, I love Dick, de Chris Kraus.
“Dear Dick”, I wrote in one of many letters, “what happens between women now is the most interesting thing in the world because it’s least described”.
…There’s not enough female impressibility written down.
The sheer fact of women being (…) public is the most revolutionary thing in the world.
Why does everybody think that women are debasing themselves when we expose the conditions of our own debasement? Why do women always have to come off clean?
Hannah Wilke (n. Arlene Butter, 1940): “If women have failed to make “universal” art because we’re trapped within the “personal”, why not universalize the “personal” and make it the subject of our art?”
Y:
Men still do ruin women’s lives.
El arte es una batalla; pero nosotras estamos perdiendo. Miro las noticias y me lleno de miedo, preferiría que a mí me pasara algo, que me pasara lo peor, antes que a mis sobrinas y a mis hermanas y a mis cuñadas y a mis amigas. Tengo miedo de que desaparezcan. Que las secuestren y las violen y las prostituyan y las maten y las destruyan. Que las desaparezcan. Que desaparezcan.
Yo estoy perdida. Estoy sumergida hasta los codos. El trance que padezco comenzó a fines de agosto: BTS había superado el récord, decía una nota de Forbes, del video debut con más reproducciones en menos de 24 horas, destronando a Taylor Swift. Con malicia, con curiosidad, fui a mirarlo. Empieza mi desesperación de amante de BTS y firmante de este texto. No sé cómo explicarlo. Aquello me hipnotizó. Los colores estridentes, la coreografía intrincada, muchos chicos que, luego vi, eran un total de siete: bellos y andróginos, con ojos y labios maquillados, y pelo de colores. Una melodía extrañísima, por momentos trap, por momentos hip-hop, y luego otra vez un bubblegum pop que en voz de Justin Bieber sería cualquier cosa. La canción se llamaba “IDOL”, no sin ironía, pues, pronto supe, en Japón y Corea del Sur las agrupaciones de este tipo son conocidas como idol groups.
Llaman Hallyu a la ola cultural surcoreana y recién ahora siento que me arrasó y me pasó por encima. Antes no había percibido la existencia de los muchachos de BTS y desde entonces me parece encontrar, cada día, una nueva nota sobre sus conquistas y reconocimientos.
En octubre recibieron, de manos del ministro de cultura de Corea del Sur, Do Jong-hwan, la Orden al Mérito Cultural. Habían aterrizado en Seúl unas horas antes, provenientes de París, tras dar una treintena de conciertos en Norteamérica y Europa; tan sólo la primera parte de una gira que terminará en abril próximo y que ya generó estadísticas insuperables: BTS no sólo se convirtió en la primera agrupación coreana en presentarse en un estadio de Estados Unidos, el Citi Field de Nueva York, sino que además rompió el récord de asistencia de dicho estadio (los boletos se agotaron en menos de diez minutos).
Además, son embajadores honorarios de la ciudad de Seúl. También son embajadores de UNICEF y, en la última Asamblea General de la ONU, el líder de la agrupación, Kim Namjoon, dio un discurso sobre el amor propio, motivo de su última trilogía de álbumes, Love Yourself. “Sin importar quién seas, el color de tu piel, o tu identidad de género, habla por ti mismo” fue una de las frases más célebres, por lo que implica en un país donde los derechos de la comunidad LGBT+ son limitados.
Además:
Por primera vez en la historia, en los charts de Billboard el álbum número uno está cantado, en su mayor parte, en coreano.
BTS arrasa en entregas de premios en oriente y occidente.
BTS se presenta en shows en vivo, diurnos y nocturnos, en Estados Unidos, en Inglaterra, y todo el tiempo en Corea.
BTS es portada de la revista Time.
BTS es, hoy por hoy, el acontecimiento pop más importante del planeta.
BTS: por Bangtan Sonyeondan, romanización de 방탄소년단, y que se traduciría como boyscouts a prueba de balas. Boyscouts originarios de Corea del Sur, el tecnocapitalismo de la sociedad del rendimiento.
Quién es este chico
Hay algo matemáticamente perfecto en BTS. Algo que invita a la simpatía, o a la obsesión. Estos muchachos son caramelitos. Son muy hermosos, sus cuerpos de atleta, su piel perfecta, la elegancia de sus movimientos. Lxs integrantes del fandom de BTS, conocido como ARMY, hablan de caer en la madriguera del conejo. En el precipicio. Sumarse a las filas de la adoración implica encontrar el equivalente a semanas, o meses, de material en línea relacionado con BTS. Pero, a medida que desciendo en esa madriguera que parece no tener fin, encuentro algo que me desagrada y me angustia, no sobre ellos sino respecto a lo que los rodea. Aunque ya llegaremos a esa parte.
“IDOL” sumó 45 millones de reproducciones en YouTube
en sus primeras 24 horas de publicación, el 24 de agosto de 2018.
Los miembros de la banda, por orden de nacimiento, son: Kim Seokjin (Jin), 1992, y por lo tanto el hyung (hermano o amigo) mayor; Min Yoongi (Suga), 1993; Kim Namjoon (RM), 1994, líder de la banda y el único que habla inglés con fluidez; Jung Hoseok (J-Hope), 1994; Park Jimin (Jimin), 1995; Kim Taehyung (V), 1995; y Jeon Jungkook, 1997, el maknae (menor) del grupo, una posición fija en todo idol group, con cierto prestigio o importancia. Todos ellos tienen dos edades: la “internacional” y la coreana, que al nacer ya suma 1 año de vida. Tres raperos (Suga, RM, J-Hope), cuatro vocalistas (Jin, Jimin, V, Jungkook), además de una línea distintiva de bailarines principales (J-Hope, Jimin, Jungkook, V), conforman BTS. Jerarquía, organización y trabajo. Pero también: familia.
ARMY (supuesta abreviatura de Adorable Representative M.C for Youth, que en realidad remitiría a su capacidad de organización y movilización en los vastos territorios de internet, y que en un país tan militarizado como Corea del Sur merece una reflexión aparte) suele hacer circular, en los comentarios de los videos oficiales de BTS en YouTube, un sumario con aires de escritura sagrada que individualiza a cada uno de los chicos Bangtan:
Jin, un estudiante de teatro sin experiencia en los escenarios; RM, un genio con un coeficiente intelectual de 148 que, en lugar de ir a la escuela, eligió el rap underground; Suga, un joven aspirante a productor que vendía sus canciones en las calles y se saltaba varias comidas al día; J-Hope, un bailarín callejero underground; Jimin, un destacado estudiante de danza contemporánea; V, el hijo de una pareja de granjeros, amante de las artes y la música; Jungkook, un niño de trece años que dejó la casa familiar para convertirse en cantante.
Idol de exportación
Como otros idol groups, BTS fue formado por una compañía, BigHit Entertainment, que los reclutó mucho tiempo antes de hacer su debut. Durante tres años, mientras dormían en literas en un único dormitorio, los siete integrantes se entrenaron arduamente en baile, canto, actuación. Boyscouts. En el mejor artículo de BTS que leí hasta ahora, un reportero de Billboard los entrevista en Seúl y narra cómo Bang Si-hyuk, fundador de la empresa, en realidad planeaba formar un grupo de hip-hop en torno a RM, cuyo demo escuchó en 2010. Todavía recuerda algunos versos: “Mi corazón es como el detective que es hijo del criminal. Y aunque yo sé quién es el criminal, no puedo atraparlo”.
BigHit no es una de las empresas “manufactureras” de idols más importantes de Corea del Sur, pero con los chicos Bangtan se sacó la lotería. Este éxito indiscutible, sin embargo, no se parece en nada a la sensación, tan efímera y desechable como una sopa ramen instantánea, de PSY y su “Gangnam Style”, primer éxito global del k-pop, sino a un camino labrado con empeño, disciplina y trabajo. Mucho, mucho trabajo.
Su presentación en el show de Jimmy Fallon convenció a miles de escépticos de sus habilidades,
no sólo como bailarines, sino como intérpretes en vivo.
La coreografía alude al apoyo entre amigos en tiempos de dificultades.
El capítulo de la serie Explained (disponible en Netflix) dedicado al k-pop glosa los orígenes de la música pop en Corea del Sur: el control de la cultura popular ejercido por el dictador Park Chung Hee, que continuó aún después de su asesinato en 1979, y el cambio de jugada que supuso, en los noventa, la aparición de Seo Taiji & Boys (con sus elementos de hip-hop y letras –para estándares coreanos– antisistémicas); así como la popularidad de H.O.T. a las puertas del año 2000, que estableció las marcas (nombres compuestos por siglas reconocibles, fandoms y métodos de capacitación incluidos) de los idol groups, y le dio a Corea del Sur una oportunidad única de bien de exportación.
El minidocumental señala, además, la fórmula cuasimatemática de las canciones del k-pop, en las que pueden aparecer hasta nueve géneros musicales distintos, incluido el gancho pop que las vuelve adictivas, el mentado earworm que perfora los oídos en silencio, en contra de la voluntad del afectado. Para comodidad del fan global hay, en canciones casi en su totalidad en coreano, repentinas apariciones de versos y expresiones en inglés. Y ésta es una de las razones del aumento de la demanda por cursos de idioma coreano alrededor del mundo.
Tablo, integrante del grupo surcoreano de hip-hop Epik High, menciona otra fórmula clásica de los idol groups (inaugurada, ponele, por los Beatles): la suma de personalidades muy distintas entre sí, si bien complementarias. “Imagina a los Avengers con nueve Tonys Stark. No funciona”.
De BTS suele resaltarse el involucramiento de los miembros en la composición y escritura de sus canciones. En algunas se problematiza su condición de idols: “IDOL” misma es una especie de declaración de orgullo por su propia música a la vez que una autoafirmación nacida del amor propio, todo lo cual los blindaría de la crítica malintencionada (hay muchas máscaras en mí, cada día acepto un nuevo yo, hago lo mío y estoy orgulloso de mí, me amo a mí mismo, etcétera). Pero además de los infaltables temas románticos/sensuales, hay otro grupo de letras que me parecen interesantes: las del idolque ha acumulado premios y hasta poder económico, pero a costa de un disciplinamiento feroz; que trabaja mucho, ensaya muchas horas al día y mientras los demás están en el club nocturno, y lo sacrifica todo para estar donde está. Es el discurso del rendimiento.
Cansancio, explotación y depresión
El popular filósofo surcoreano Byung-Chul Han propone, en La sociedad del cansancio, el fin del paradigma inmunológico que, con adentro y afuera bien definidos, repele al Otro; que rechaza –y en ese movimiento reconoce– al extraño enemigo. Es un paradigma del no-poder (no-tener permiso), propio de la sociedad disciplinaria del siglo XX observada por Foucault, donde prima la negatividad (prohibición, vigilancia, castigo), y que produce locos y criminales. En el siglo XXI, en cambio, la negatividad se reemplaza por pura positividad: en la sociedad del rendimiento, el mandato del sí-poder (sí-ser capaz) da pie a individuos que sitúan el enemigo a vencer dentro de sí mismos, una exigencia que no precisa de tirano externo pues el tirano es sí mismo, víctima y verdugo a la vez. “La violencia de la posibilidad, que resulta de la superproducción, el superrendimiento o la supercomunicación, ya no es viral”. Es el paradigma neuronal: en la sociedad de la autoexplotación, el agotamiento de los individuos termina por quebrar su psique, y produce fracasados y deprimidos. Depresión, trastorno límite de la personalidad, trastorno por déficit de atención con hiperactividad, síndrome de desgaste ocupacional: estas son las enfermedades emblemáticas de nuestra época.
BTS es una de las bandas con mayor contenido propio en internet: su cuenta de Twitter publica varias fotos y videos al día, algunos grabados por ellos mismos aunque editados por una mano invisible que nadie sabe cuánto descarta. En YouTube hay diseminados por miles, con las consecuentes reediciones de ARMY: videos donde se los ve charlando, preparándose la comida, gastándose bromas, participando en programas televisivos, o en lo que parecen dinámicas de integración. BigHit Entertainment publica varias series actuadas por ellos, o reality shows que los persiguen en viajes, en ensayos, en giras, con cámaras instaladas en sus cuartos de hotel que los graban incluso cuando duermen y se cepillan los dientes.
En la parte más profunda de la madriguera encontré cosas extrañísimas, como el sketch House of ARMY, donde algunos miembros aparecen travestidos para interpretar a una fanática de BTS y su madre, por ejemplo, además del papá, el hermano y hasta el perro humanizado. Hay otro, que me recordó a los famosos videos pornográficos POV (point of view), llamado Flower Boys Bangtan High School y que consiste en una especie de videojuego interactivo en el que la chica en cuestión –o sea: tú– es transferida a una nueva secundaria, donde en cada salón se encuentra a un chico de BTS, con quien interactúa.
Hay otra serie de videos, grabados y editados por Jungkook, el golden maknae que puede hacerlo todo bien, llamados Golden Closet Film. El video del 29 de septiembre, en Newark, es una postal del agotamiento.
Un reportero de Rolling Stonelos siguió durante una gira televisiva por Estados Unidos, y describió las jornadas extenuantes: del aeropuerto a los platós de televisión, jet lag de por medio, y el entourage de más de treinta personas que los prepara y custodia, entre mánagers, publicistas, coreógrafos, masajistas, intérpretes, estilistas, camarógrafos, guardias de seguridad y choferes. En algún momento, uno de ellos rendido de sueño en un sillón, otro con un pañuelo ensangrentado en la nariz, y uno más tratándose una úlcera bucal con un asistente, por fin les traen el almuerzo: hamburguesas frías y papas fritas, que sin embargo ellos “comen con abandono”.
En Corea del Sur, y también fuera de ella, se han denunciado ya los contratos draconianos que obligan a firmar a los idols, quienes son fichados cuando son adolescentes y a partir de entonces vigilados, filmados y obligados a dejar toda vida social y romántica de lado. BTS, que en términos económicos y culturales es un activo tremendo para el país, es motivo de especulación constante respecto a una posible exención del servicio militar, obligatorio para todos los hombres surcoreanos.
El mes pasado firmaron con BigHit Entertainment por siete años más. Jin, el más viejo de ellos, tendrá 33 años cuando termine su contrato. Con los siete años que ya llevan, sumarán más de la mitad de sus vidas como empleados de BigHit. En 2015 la empresa se vio obligada a despedir a un directivo –o por lo menos eso declaró– que fue captado en video mientras amenaza a gritos a Jungkook, y luego levanta la mano como si fuera a pegarle. En su comunicado BigHit Entertainment asegura que prohíbe cualquier “acto coercitivo u opresivo” hacia sus artistas, y que asume total responsabilidad de aquella “acción problemática”.
Samsung, chaebol más importante de Corea del Sur, y el grupo empresarial número dieciocho a nivel mundial, es continuamente acusado por sus prácticas laborales medievales, además de ser gravísimo emisor de desechos tóxicos que, no pocas veces, provocan la muerte por intoxicación a sus propios empleados. Según Julián Varsavsky (en un libro interesantísimo que leí mientras escribía este artículo: Corea, dos caras extremas de una misma nación, escrito a cuatro manos con Daniel Wizenberg, quien se ocupa de Corea del Norte): “en 2014 la Organización Mundial del Trabajo ubicó a Corea del Sur entre los países que menos respetan los derechos de los trabajadores, a la altura de China, Camboya, Nigeria y Bangladesh, donde son sistemáticamente expuestos a despidos injustificados, intimidaciones, arrestos y a menudo violencia que les ocasiona daño físico o incluso la muerte”.
Había leído, cuando empezó mi lento descenso, sobre desmayos en pleno escenario de chicas integrantes de idol groups (ya sea por extenuación o malnutrición atribuible a las famosas “dietas de la copita”, en las que sólo pueden comer lo que quepa… en una copita). Pero durante septiembre y octubre fue inevitable seguir las noticias de la gira de BTS por Estados Unidos y Europa, que terminó por hacer mella en su salud. En Londres Jungkook se lastimó el talón, que tuvieron que suturarle, y durante el concierto rompió en llanto, sentado en la silla desde la que cantó e intentó emular las coreografías. En París, debido a un resfriado con dolor de garganta, V no alcanzó sus notas y también se puso a llorar, desolado. Y Jimin no pudo asistir a la incomodísima aparición en el show de Graham Norton por una lesión en el hombro, que no le impidió bailar y cantar más tarde, en el domo The O2 de Greenwich. Las niñas de ARMY sufren también: sus ídolos están lesionados y lloran porque no pueden rendir al 100%.
En la marea de videos que los capturan, no es infrecuente encontrarlos muertos de cansancio, y a veces, entre lágrimas, el autorrecordatorio de trabajar más, esforzarse más, mejorar su voz o sus pasos de baile, pues de algunos suele opinarse que sólo son muy buenos en una posición: bailarín o visual (ser guapo, vaya), y esto es motivo de tormento.
La autoexplotación en Corea del Sur no es propia de los idols o empresarios de alto octanaje, sino un modo de vida. En el capítulo Talibanes del estudio, Varsavsky describe el insólito proceso que involucra la aplicación del terrorífico Suneung, el examen de ingreso universitario nacional: profesores que son reclutados para diseñar las preguntas durante tres meses en confinamiento en una ubicación secreta en las montañas de Gangwon, un ejército de miles de policías y voluntarios que vigilan las calles el día del examen, adolescentes que duermen cuatro horas al día, y la proliferación de hagwones, los institutos privados de aprendizaje que funcionan más allá de la medianoche, luego del horario normal de los colegios. Sobra decir que la cifra de suicidios (Corea del Sur ocupa el primer lugar en promedio de suicidios entre los países que forman parte de la OCDE, unos 37 al día) se incrementa exponencialmente los días posteriores a la publicación de los resultados.
El año pasado Kim Jong-hyun, integrante del idol group SHINee, y quien al parecer padeció depresión durante años, se suicidó en su casa del barrio de Gangnam. En la nota que le dejó a su hermana, escribió: “¿Qué más puedo decir? Dime que lo hice bien. Dime que fue suficiente. Dime que trabajé muy duro”.
El 14 de noviembre BTS publicó un mensaje de aliento para los jóvenes surcoreanos que, al día siguiente, se enfrentarían al temible Suneung. Aunque arrancan con la recomendación de olvidarse por un momento de BTS para estar frescos y concentrados, de manera inesperada Suga -el rapero que no ha temido apoyar diversas manifestaciones sociales y defender la comunidad LGBT+- recuerda que “podría no irte bien, porque así es la vida; pero quizá después llegues a pensar que el examen no es tan importante” (inmediatamente después es interrumpido por RM, el líder de la agrupación, quien suele cuidarse a todo momento de no dar el mensaje equivocado). Esta actitud se corresponde con el concepto de su primer EP, 2 Cool 4 Skool, y con ciertos recordatorios a lo largo de sus canciones de que “está bien perder, o no tener un sueño”.
Queer y pop
En la secuencia inicial de The Velvet Goldmine (Todd Haynes, 1998), un infante Oscar Wilde proclama, ante la decimonónica audiencia de su salón de clase: “Quiero ser un ídolo pop”. El relato de Haynes –mitad fantasía distópica, mitad docudrama sobre la escena glam en el Londres de los años setenta, cosido por el hilo de una investigación periodística– persigue al ídolo pop bisexual Brian Slade y su alter ego espacial Maxwell Demon. Cualquier parecido con David Bowie es intencional. Haynes, que insinúa que Oscar Wilde fue abandonado por una nave espacial en una fría calle dublinesa en 1854, traza de esta manera una genealogía que lo ubica como la estrella pop original.
Del lado del pop está lo queer. Y de lo queer, de lo marginal y lo excluido, está la máscara, y a través de ella lo profundo y lo verdadero. El maquillaje como revelación. Y el velo: lo que se ve no se pregunta. Hay un reconocimiento entre pares que surge de la identificación con una comunidad sin nombres, ni límites. Lo que le dio a la música popular del siglo XX su carga política, dice Mark Fisher en Ghosts of my life, es la identificación con el alien, que trae consigo “la posibilidad de un escape de la identidad hacia otras subjetividades, otros mundos”.
El concepto de boy band, gastado de pronto, adquiere un segundo aire mediante un desplazamiento que no es sólo geográfico, sino que altera lo que se considera bello. Como símbolos sexuales, los muchachos Bangtan atentan contra el modelo estético hegemónico. Es innegable que en las críticas ejercidas contra ellos hay, a menudo, componentes racistas y homofóbicos. No lograr distinguirlosentre sí es un comentario frecuente cuando el virgen de k-pop es expuesto a uno de sus videos, y hasta cuando la prensa especializada reseña sus conciertos, una apreciación se repite: los chicos de BTS parecen robots. Muñequitos perfectos cuya extrema coordinación produce asombro, o desconfianza.
Pero mientras que las boy bands que los preceden explotaban su sexualidad a través de la exhibición, la de BTS se vale del encubrimiento: BigHit los protege tanto que cubre pezones y abdomen de sus videos, y las ARMY se desvelan encontrando el segundo en que una camisa se levanta durante una presentación. Amén de transparentar el proceso en que sus fans (adolescentes la mayoría) se constituyen como sujetos deseantes, el ocultamiento también transforma y desplaza el deseo, un deseo que se alimenta de los ships entre los integrantes: TaeKook, NamJin, YoonMin (**I stan Taekook**). Todo lo cual recordaría la popularidad de los manga yaoi –sobre relaciones románticas entre hombres jóvenes– en un público netamente femenino.
En The Velvet Goldmine, lo que el reportero Arthur Stuart busca incansablemente son los contornos de la relación secreta entre Brian Slade y Curt Wild, personaje inspirado a su vez en Iggy Pop y Lou Reed. Haynes observa, precisamente, cómo el glam propuso nuevas formas de ejercer la masculinidad. Los muchachos de BTS son cariñosos entre sí, y se abrazan y se dan besos cándidos ante las cámaras. También lloran sin vergüenza. Resulta desconcertante que sean ellos, provenientes de una sociedad ferozmente represiva, quienes nos recuerden la posibilidad de lo diverso. El puritanismo destruyó un espíritu como el de Wilde, dandy pionero y pop idol original, pero en una época en que la capacidad de disidencia de lo queer ha sido asimilada por lo dominante, los espacios de resistencia se reducen. Y es sorprendente dónde se puede encontrarlos hoy en día.
Byung-Chul Han cree que la reacción inmunológica se enfrenta a la otredad, pero que hoy, en su lugar, comparece la diferencia, y a ésta le falta “el aguijón de la extrañeza, que provocaría una violenta reacción inmunizadora”. Reducido a una fórmula de consumo, “lo extraño se sustituye por lo exótico y el turista lo recorre”. Entonces me parece que sí, que los consumimos. Que, ya dije, son caramelitos que probamos uno a uno, demandando fechas de conciertos, líneas de ropa y muñecos con sus nombres, actualizaciones de Twitter, nuevos videos, nuevas fotografías, nuevas coreografías. Los consumimos hasta la extenuación, hasta romperlos.
Pero luego hay algo. Yo no sé si voy a montarme en esta ola, y al cabo de un tiempo conozca otros idol groups e incluso lleguen a gustarme. Pero Seokjin, Yoongi, Namjoon, Hoseok, Jimin, Taehyung y Jungkook me inspiran algo así como cariño. Me producen alegría. Desde hace unas semanas me parece que consumo una narrativa que se desborda: me entero que entre sus videos hay una continuidad ficcional, una especie de universo cinemático BTS que sigue las aventuras de siete amigos que crecen y poco a poco se separan, y hay viajes en el tiempo y líneas paralelas, y cortometrajes sin música donde cada uno interpreta a su alter ego. Después vienen las versiones en japonés de sus videos (hace poco lanzaron Airplane Pt. 2, de inspiración latina), y los capítulos de Bon Voyage, y en unos días el estreno mundial del documental Burn the stage.
Se empieza por el asombro: qué manera de bailar, cuántos colores, qué atuendos y qué peinados, cómo conjurar el R&B o el EDM, tan propios de las boy bands, y darles un giro e integrar otros ritmos y complejidades, y no transigir hacia un aplanamiento idiomático. Pero al final se recala en la emotividad. ¿Ya vieron esos videos donde conversan y se apoyan y se burlan entre sí y se tratan como hermanos? Ahí está la clave, lo que los vuelve tan peculiares. Estos niños son muy simpáticos, son nobles y talentosos, y encarnan algo que ninguna empresa puede manufacturar. Forman comunidad. Encuentro emocionante la manera en que alteran la cartografía tradicional de la música popular y a su manera encarnan lo queer, y que su última cruzada sea por el amor propio, y en lugar de componerle odas al amor romántico expresen algo como “soy yo a quien debo amar”. Es refrescante y es importante.
Me encontré con Lety en la calle Santo Domingo, tan cerca de Bellas Artes y el Mapocho. Nos abrazamos y lloramos de alegría. Nos hicimos amigas en Polotitlán en el año 1994 aproximadamente, y con sus hermanas Laura -su cuata, o melliza, más grande que ella por unos minutos- y Araceli -un año menor que ellas, uno mayor que yo- fuimos inseparables. Vivíamos a unos doscientos pasos de distancia y el punto medio para acompañarnos, cuando ellas iban a mi casa o yo a la suya, era un poste de luz que alguna vez, tontas y temerarias, intentamos trepar. Jugábamos de todo en todos lados y a todas horas. Platicábamos de todo. Los recuerdos son infinitos, en sitios, en épocas, en celebraciones. Entramos a la adolescencia juntas, y las mudanzas (a D.F. Lety, a Querétaro yo) no lograron interrumpir la amistad. Ahora ella vive en Santiago de Chile y yo en Buenos Aires, y tras un periplo por tierra de 24 horas, por fin nos encontramos una tarde de fines de octubre, en mitad de una primavera que de este lado de los Andes ya estaba calurosa y, allá, era puro viento frío. Cenamos una pizza (delgada, crocante, deliciosa) y tomamos micheladas (con merkén chileno) de cerveza Austral en un sitio que a ella le gusta en el barrio Italia, sentadas en el patio junto a un radiador, padeciendo un frío seco y penetrante tan parecido al de nuestro terruño a la entrada del Bajío. Y platicamos, y platicamos, y platicamos. Mucho. En la amistad verdadera los temas nunca se acaban.
Pero en la noche, en el cuarto del hostal, había un tipo que roncaba muy fuerte. Y esa noche no pude dormir.
Por la mañana pasamos por dos cafés al Cocteau café, que se convertiría en una especie de centro de operaciones de mi estadía santiaguina. Desayunamos una empanada chilena (de pino) casera en el pasto fresco del Parque Forestal, mirando la cordillera. Luego Bellas Artes entre las dos, y una conversación larga, larga en el cerro Santa Lucía, donde salieron tantas ideas (la locura es lo más parecido a un sueño), y después una reunión con sus amigas mexicanas, en la casa de una de ellas en Vitacura, donde comimos rajas con crema, y cochinita pibil, y papas con chorizo, y tostadas de frijoles, ¡y pan de muerto!, un delicioso pan de muerto que de algún modo era lo que yo buscaba allá, en Santiago.
Después el taxi de madrugada, por avenida Apoquindo, por avenida Providencia, las lámparas blancas y redondas a la orilla del río, la eficiencia urbana santiaguina, poco dada al ornamento, pero a veces, algunos rincones sublimes, algunas grandilocuencias, como los leones de bronce de Providencia, supuestamente robados de Lima. Y retener la sensación tan familiar y a la vez tan extrañada, desde Buenos Aires, de un horizonte amplio, un valle profundo flanqueado no por volcanes sino por una cordillera descomunal.
Esa noche soñé con el terremoto del 19 de septiembre y después, con horrible detalle, con un bebé que se pudría lentamente, abandonado en uno de los edificios dañados de la colonia Roma. Cuando me desperté abrí Facebook y me apareció una nota amarillista de Buzzfeed: Parents Charged With Murdering 4-Month-Old Baby Whose Maggot-Covered Body Was Found In a Swing – The underweight infant hadn’t had a diaper change, been bathed, or moved from the swing for more than a week, authorities said. La nota se ilustraba con los mugshots de una mujer y un hombre de expresiones narcotizadas.
Me quedé en la cama pensando en la macabra coincidencia, si habría leído aquello antes de dormir, o si, como cierta ficción especulativa invita a sospechar, los dispositivos electrónicos, además de registrar los vagabundeos por internet, me habían escaneado el subconsciente.
**
Aquel fin de semana, después de visitar el mercado de La Vega Central, pasillos que hervían de frutas y verduras, tan parecido y a la vez tan distinto de los mercados mexicanos, y conocer muchos gatitos de mercado (uno negro, uno pinto, uno anaranjado, uno llamado Manuel de La Vega), y comer delicias peruanas en una cocinería típica, tomamos la carretera por el Cajón del Maipo rumbo a San José de Maipo: qué visiones, qué curvas, qué alpino todo, cuánto verde en ese cañón que ya no estaba nevado pero, conforme descendíamos, nos hacía soltar vapor por la boca. Nos quedamos en la parcela de unos señores encantadores, los Villalba, y atendimos, semiheladas pero resguardadas por una pesada manta en la que nos envolvimos, el festival de payadores en la plaza del pueblo, un Tepoztlán del Sur, las mismas callecitas y casas bajas y el verde que rodea todo, y la poesía que hay en la improvisación y la rima y el canto de aquellos payadores que habían venido de Colombia y República Dominicana y Cuba y otras partes de Chile y de Argentina, y por la noche una pizza casera con tomate y aceitunas y queso, y vino navegado, calientito, y en una repisa un libro de pensamientos mágicos que leí, morbosamente, hasta la madrugada. Por la mañana paseamos por el jardín botánico de la parcela, tan enorme, tan frío, tan verde y salpicado de colores brillantes: astromelias, rododendros, helechos, claveles, amapolas, camelias, orquídeas, pasionarias, y cipreses y laureles y pinos, tantos pinos, y comer un ceviche de cochayuyos, un alga marina con sabor o textura o recuerdo de hongo, frescura pura en la boca. Y fresas silvestres y espárragos y tostadas con palta (aplastada con aceite y sal, como se consume en la once tradicional) y aceitunas y ensalada chilena de tomate con cebolla y rebanadas de roast beef. Y vino Santa Ema, o cualquier otro, pero de la varietal carmenere que es tan de Maipo.
Volver a Santiago, atestiguar lo indecible, lo que en cierta forma me había llevado a Chile y a Lety, para acelerar -ayudar, acompañar- un proceso irreversible.
En el hostal, impulso clarividente, pregunté si me podía cambiar de cuarto para evitar al de los ronquidos. Me instalé en uno vacío y me metí en la cama y me puse a leer, y momentos más tarde entró una chica a tientas, y cuando le hablé y ella me respondió, reconocí el acento de inmediato. Mexicana. Marisol. De voz tan dulce. Escritora. Un par de coincidencias que nos llevaron a la camaradería instantánea. Pero de pronto y con la naturalidad de un líquido que va trasvasándose: proyectos de escritura y la vida y lo más hondo y lo peor que nos ha sucedido, pero también lo mejor. Y fuimos tirando del hilo y a cada sorpresa venía una coincidencia excepcional, tan improbable que por eso estaba como destinada, y en la oscuridad, y desde la cueva de cada litera, y hasta las seis de la mañana, hablamos y nos compartimos todo y nos hicimos Amigas y para mí Almas Gemelas Escritoras. Inauguramos la amistad por la puerta grande, por el intercambio y la incorporación de la filosofía, los sueños, el pasado y la experiencia del horror de la otra, y en adelante cada tanto bromeábamos: “En estas siete horas que llevamos de amistad, en estas cuarenta y ocho horas que llevamos de amistad, en estos cinco días de amistad con mayúscula que llevamos”. Y desde entonces, y hasta que salió su vuelo a México, ya no nos separamos, y no, no sólo eso, a la mañana siguiente de conocernos fuimos a desayunar con su mejor amiga de Chile, con la que compartía una conexión profunda también, y de quien me había hablado con emoción, con cariño, con admiración, y que protagonizaba fragmentos de su escritura que me leyó, porque nos leímos cosas de inmediato, y cuando Javiera, la Javi, llegó con su polera de Friends al café Cocteau, nuestra oficina santiaguiana, y almorzamos un sándwich y un café, y platicamos y platicamos, y nos compartimos nuestras experiencias pasadas, y nuestros intereses -literarios, académicos, sentimentales- y aquella otra cosa que también nos hermanaba, como con Sol, nos hicimos amigas ahí mismo, amigas tanto como Marisol y yo, como Marisol y ella.
En menos de doce horas yo había ganado dos amigas, además de la que había ido a visitar.
Y entonces los acontecimientos se precipitan: una semana y media en la que estuve con las tres, en momentos distintos y a veces todas juntas, y fui intensamente feliz. Lo escribo otra vez: intensamente feliz.
**
Marisol (García Walls) y Javiera (Barrientos) (nombres que deben recordarse) forman parte de CECLI, Centro de Estudios de Cosas Lindas e Inútiles, un colectivo o un espacio o una zona de estudio de lo material, de los objetos, de los libros como ideas pero también como artefactos. Y entonces fue, con ellas, conocer artistas, modos de crear, posibilidades de invención. Rincones de Santiago que jamás hubiera encontrado yo sola. Y a las personas más, más SECAS de Chile: en el sentido chileno, el seco es un capo, un chingón, un virtuoso en su campo.
Fuimos a Naranja Ediciones, el estudio y editorial y showroom en la calle Estados Unidos 228, con Sebastián y Sebastián (Arancibia y Barrante) (es decir, Sebastián A y Sebastián B). Nos contaron, con café y galletitas, con una comodidad que era pura camaradería, que primero traían material raro de otras partes, de ferias de libros en Portugal, en Brasil, y ahora editan sus propios libros raros, libros intervenidos, libros que son de otras materialidades, por ejemplo la Carta de porto de Sebastián Arancibia, que consiste en una carta de tres cuartillas escrita en máquina de escribir mecánica, con fotos de Sebastián Barrante impresas digitalmente, y un tiraje de 10 copias.
Fuimos al taller de Catalina de la Cruz y sus libros fotoquímicos en Bellavista, donde da cursos de fotoemulsiones, un tratamiento de la fotografía química análoga que es pura unicidad, sus libros de las líneas de Nazca, esas imágenes que parecían salidas de sueños, y entre sus tesoros descubrí el libro-cuaderno del poeta peruano Luis Hernández Camarero, el facsímil de uno de sus propios cuadernos con poemas, dibujos, la tinta traspasada entre las páginas, que me hizo explotar el cerebro, ¿acaso eso era posible, acaso eso siempre ha sido posible?
Fuimos a la casa de la ilustradora Leonor Pérez, y vimos los originales de varios de los libros que ha ilustrado, como Mi cuaderno de haikus, de María José Ferrada, y charlamos de Brenda Ríos, amiga en común, y uno de cuyos libros ilustró (El vuelo de Francisca). Sus delicadas ilustraciones de niños de ojos profundos en colores cálidos, azules de mar y verdes de planta y cielos anaranjados y amarillos, pero también de animales y objetos y otros trazos en gris, y en superficies que no son papel, y usando mucho el collage. Su temporada en México y ahí, en un rincón de su lindo departamento de Providencia, un altar de muertos. Pasaba una temporada con ella, desde Brasil, Flávia Bomfim, también ilustradora, y una artista del bordado como arte y medio narrativo.
Desayunamos con Loreto Casanueva, también integrante y fundadora de CECLI, y amante de los objetos, en Había Una Vez, una cafetería coreana del barrio de Patronato [Wiki: “ubicado entre la Recoleta por el poniente, Loreto (¡!) por el oriente, Bellavista por el sur y Dominica por el norte”, cuyos orígenes “nos remontan a la época del Chile prehispánico: la zona que comprende la ribera norte del Río Mapocho era conocida como La Chimba, vocablo quechua (chinpa, “del otro lado” (del río)”], barrio donde se “cachurea”, se “fayuquea”, donde yo había recalado años atrás, en 2010, quizá por equivocación; ahora, con M, chusmear con calma las tiendas de productos chinos y maquillaje y ropa barata (adquisición: unas medias negras que se rasgaron hasta el postureo), y en el bello café coreano una como concha de melón verde -muy dulce-, además de otros panecitos con formas de fruta (un esponjoso limón amarillo), y una limonada color azul, y café negro muy bueno. Y más tarde, durante la conversación que nunca se terminaba entre nosotras, cerca del estudio de Catalina, una cerveza negra y dos sándwiches conceptuales que dividimos, y devoramos, además de una merecida tarta nuezosa, en un restaurante hermano de aquel que habíamos visitado, con L, durante mi primera noche santiaguina.
**
La noche del 31 de octubre me escapé al cine Normandie, atrás de Moneda, a ver su especial de Halloween: The Masque of the Red Death, con Vicent Price. Caminé todo Miraflores hasta cruzar la avenida Libertador Bernardo O’higgins, mejor conocida como Alameda; tomé avenida Santa Rosa (me detuve en un puesto callejero, tan parecido a uno defeño), pasé por debajo de un puente, donde un hombre orinaba contra un contenedor de basura, y seguí de largo hasta dar con la calle Tarapacá, angostita y muy de centro de ciudad.
Había jóvenes disfrazados, algunos, en las calles y en el metro. Yo extrañaba eso, en Buenos Aires estos días son insoportablemente comunes. Y al salir de la función en aquel cine setentero, de audiencia cinéfila y friki, caminé envuelta en la atmósfera ligeramente inquietante después del terror; seguí, en medio de la noche, a grupos de muchachos y muchachas por unas callejuelas del centro y de pronto, en medio de la plaza amplísima, limpísima, la bandera chilena ondeando al centro. El Zócalo santiaguino, pensé. Luego miré las caras atractivas pintadas de Catrinas y de vampiros y de Harleyquinns en el andén de metro La Moneda, enamorándome de todo mundo como suele ocurrirme, con mayor intensidad allá porque los rasgos eran nuevos y tal como me gustan y durante mucho tiempo deseé. Además, en casa (en el hostal, en nuestra habitación), estaría M, y todo, todo, todo era bello.
Después está la coincidencia -en un viaje lleno de casualidades y sincronías- de retomar el contacto con Víctor más de una década después, una amistad de mi vida en Querétaro hace tanto tiempo, y que me dijera que vivía en Santiago el mismo día que yo llegaba a Santiago. Entonces el Día de Muertos, otro de mis motivos para ir a Chile en esa fecha, en el Cementerio General de Recoleta, casi idéntico al de Recoleta de acá -es decir, muy francés-, pero unas veinte veces más grande. Bailes y calaveritas y ofrendas y pan de muerto, y tacos, y un embajador que hacía bromas y leía sus propias calaveritas (envidiar su trabajo intensamente). Y juntar nuevamente los grupos: Javiera y Adam (su novio mexicano, chilango para mayores señas y complicidades, quien la visitaba en Santiago desde la pequeña ciudad canadiense donde estudia su doctorado y es tipazo: graciosísimo y brillante, y además amigo de Marisol de tiempo atrás), Marisol y Lety, y los demás, caminando por los fríos y silenciosos pasillos del cementerio, las tumbas y los mausoleos, los árboles medio calvos que se iban ennegreciendo igual que el cielo, que antes de apagarse se puso muy rojo y violeta, una visión gótica para el Día de Muertos. Esa caminata terrorífica: momento cumbre. Después de vagar medio perdidos por senderos cada vez más oscuros, dimos una sensata vuelta a la izquierda y al fin encontramos al payador de otro siglo que en medio de la noche, con quinqué en mano, guiaba a algunas personas por el laberinto del cementerio. Y apareció frente a mí, en la oscuridad total, los contornos del mausoleo muy blanco de Salvador Allende, dos columnas, angulosas e imponentes, unidas en su base: un número once (de septiembre). Pero no me estoy explicando: son dos columnas de diez metros de altura. Son edificios. Y ya he explicado en varios rastros de mi vida expuesta en internet mi interés chileno. Unos amigos muy cercanos de mis padres (y sus hijos de mis hermanos), chilenos exiliados, cuyo acento diluido a mí me encantaba (y lo que mis padres contaban, sobre sus penurias, y sobre ese periodo político en Chile, me intrigaba y fascinaba). Después señales, como la prepa Sur Salvador Allende. Mis lecturas latinoamericanas. Mi música chilena.
Por fin volver a Chile, la otra vida posible, si en aquel otro viaje no me hubiera enamorado de Buenos Aires.
Aquel paseo con el payador de voz hermosa terminó en el mausoleo del señor Nazarino Elguín, de 1893: una enorme pirámide maya-azteca, superposición de estilos a full porque hay mucha plata y los muertos con dinero lo demuestran con sus sepulcros eternos, pero además -leo en la página del cementerio general- incluye elementos como: “el calendario azteca y la Coatlicue (diosa de la muerte y de la creación) con los brazos mutilados, con falda de serpiente y con un esqueleto humano de collar”. Así terminaba aquel momento chileno-mexicano.
El bar de The Clinic, en Plaza Ñuñoa, después, donde noté el galla, galla entre dos amigas, y que las palabras en Chile envejecen también, pero siempre son muy animaladas: cabro, cabra. Chanchear. Los que son gansos o pavos. La caballa. O sentirse como la mona, como nos sentiríamos al día siguiente, tras tantas cervezas.
Por Víctor también conocí a Midori, coterránea, mujer ejecutiva y as en su campo, con quien luego nos reiríamos mucho y luego vi, acá, cuando vino en febrero con sus amigas. Y las casualidades volvieron a anudarnos: camino a una noche de placeres culinarios mexicanos, Lety y ella descubrieron que estaban predestinadas a conocerse, por el celular intercambiado gracias a una amiga en común. Además, sin dudarlo, me ofreció crashear un par de días en su departamento de Providencia, y entonces despertar muy temprano por la mañana para caminar por avenida Suecia rumbo al cerro San Cristóbal, y cruzar uno de los puentes del Mapocho, donde sentí que temblaba.
Comimos en muchos restaurantes mexicanos, de los que hay una amplia oferta en Santiago (el intercambio comercial y político, en mayor medida que el argentino-mexicano, facilita una comunidad mexicana mucho más grande, así como alta disponibilidad de productos y materias primas). Durante esas vacaciones disfrutamos: enchiladas, pozole, huaraches, tacos al pastor, tacos dorados, enfrijoladas, sopes, papadzules. En las dos sucursales de El Ranchero, en Los Cuates, en la mítica Fonda Lupita, con Midori, muy cerca de Moneda. Y también mucha comida peruana, mi segunda favorita en el mundo.
Otra tarde fui al Cine Arte Alameda, donde vi la devastadora Cabros de mierda, de Gonzalo Justiniano, y luego recorrí los pasajes del centro cultural Gabriela Mistral. Una mañana leí unos poemas de Enrique Lihn en una banca frente al Mapocho: era lunes y había querido subir al teleférico pero ese día permanece cerrado, y tras perderme en algunos parajes del cerro y cruzar las calles de Bellavista, llegué cerca del puente Pío Nono y me desplomé bajo el sol, y dormité. Y luego el recorrido por el centro: el centro cultural La Moneda, los cafés con piernas (invento chileno: las cafeterías cuyas camareras visten faldas muy cortas, la entrada en Wikipedia es un espanto sexista), la calle Bandera, la catedral de Santiago de Compostela, los infaltables puestos ambulantes, la conversación de tintes mágicos, y en el piso un recorte de un ojo café que me miraba.
En la fila del teleférico el último día, estornudé y una chica me dijo “salud”, y en ese instante las dos nos reconocimos mexicanas, y charlamos durante el trayecto por los aires, y le saqué fotos bajo la blanquísima, colosal virgen de la Inmaculada Concepción. Idaes era su nombre, chilanga, y empezaba a viajar: ya había estado en Perú. Linda persona. Era ya parte de un catálogo de casualidades no buscadas. Como el encuentro con la amiga de Víctor en el metro, de quien hablábamos momentos antes. O las charlas con Adam, Javi y Marisol en el taller de encuadernación, donde repasamos un catálogo de quereres y desprecios mexicanos.
Metro Tobalaba, metro Pajaritos (rumbo a Valparaíso), metro La Moneda, metro Estación Central, metro Universidad de Santiago, metro Baquedano (aquel jueves perdida al interior de la laberíntica estación, casi a la medianoche, todos los accesos cerrados menos uno, cuando iba de vuelta al depa de la Javi tras encontrarme con Lety en el Costanera Center). El Costanera Center, el edificio más alto de Latinoamérica. El mall lleno de argentinos chetos. El Ojo de Saurón. Estructura fálica, luz verde. El Porro. Pero luego vi que en realidad es un faro.
El viaje a Valparaíso con L, a solas las dos, y conocer el lado oscuro de aquella ciudad de cerros rapaces y personajes tenebrosos. Y disfrutar y brindar por su libertad futura. Y llorar por lo que debe llorarse. Y aunque nos quedamos sin ir a Isla Negra, aquella excursión nos sanó, nos devolvió un poco otras.
Esa idea, la había sentido la primera vez que estuve aquí, de Chile como un territorio salvaje y antiguo, una franja de tierra inmemorial. Todo es lítico: Vitacura, corazón de piedra; Quilicura, las tres piedras. Eso que es tan del monte, de la naturaleza agreste, como el lenguaje que tiene al animal en su centro. Y en alguna de esas noches, desde un piso 18, mirar la ciudad a mis pies, con una luna llena espectacular y la sombra de la cordillera, y luego desearla como antes deseé a Buenos Aires: el trayecto nocturno por sus arterias, y en ellas su juventud y sus salidas y su forma de apropiarse de las cosas, y enamorarme e imaginar una vida en ella.
No consigo olvidar aquel viaje. Y me parece que lo sigo viviendo, cada momento dentro de él, a un año de distancia. Un año exacto de distancia. Eso me he tardado en redactar mis recuerdos para el futuro.
Buenos Aires, 8A. A las tres de la tarde, mi amiga B. envía un mensaje desde la marcha: “Uuuh llueve”.
Es agosto. Invierno austral. Lunes y martes, y durante el fin de semana, tuvimos días lindos, soleados, menos húmedos que otros. Pero hoy llueve.
“Ni el cielo se quiso poner celeste”, dirá otra amiga mía, A., más tarde.
Estoy trabajando y todavía no puedo desplazarme a Congreso. Ayer, por Whatsapp, circuló un mensaje:
IMPORTANTE 8A
El inicio de la sesión será mañana 8 de agosto a las 9.30 a.m, antes de lo previsto. Por lo tanto la votación se adelanta. Está circulando que se votará alrededor de las 18 hs con lo cual es muy importante reforzar la mañana y la tarde, pero estar preparadxs en caso de que se extienda como en diputadxs. Tenemos que ser millones!
Avisar a todes les compas.
Cuando fue la primera sanción en la cámara de diputados en junio pasado, el resultado de la votación se dio a conocer casi 22 horas después de iniciada la sesión, a las diez de la mañana del miércoles 14 de junio. Había entrado el invierno ya, con temperaturas que rozaban los cero grados. Pero una buena parte de las doscientas mil asistentes hicieron vigilia toda la noche en las avenidas y calles aledañas a Congreso, acampando sobre la plaza renovada, único espacio verde de la zona; a lo largo de avenida Callao hasta Corrientes, y de Rivadavia, colmando las calles y rincones y esquinas de ese barrio que se conoce y nombra por el Congreso mismo, pero que técnicamente sería Monserrat, o Balvanera, dentro del cuadro central de la ciudad de Buenos Aires. Un sector donde, cada noche, pernoctan cientos de personas en situación de calle. Allí es donde esta vez, donde muchas otras veces, se concentran los cuerpos. No: las cuerpas. Las cuerpas femeninas.
Pero hoy sabemos que la sesión de Senado, y por ende el día mismo, se extenderá más de la cuenta. El resultado no saldrá a las seis de la tarde, como dicen. Y el día de hoy no hay indecisos.
En ese grupo de Whatsapp, donde somos amigos migrantes, B. (quien llegó de Caracas hace siete años, y milita como feminista en Buenos Aires) nos manda una foto. “Tan patrios, tan buenos, tan cristianos”. En la foto aparecen, en la esquina de Callao y Lavalle, dos mujeres (rubias, de unos cuarenta años, bien vestidas) con los pañuelos celestes. Al fondo, un hombre ondea la bandera de Argentina (ah: celeste). Son las cuatro o cinco de la tarde; la luz es gris y la lluvia, muy fina. Desde ayer circulan también planos con la ubicación de cada bando. Hay un lado que es del mal. Son las celestes. Y para ellas son las pibas del pañuelo verde. Miles de ellas, por cierto, estuvieron en el último Encuentro Nacional de Mujeres (ENM), que en octubre de 2017 se realizó en Resistencia, Chaco, y en dos meses será en Chubut. Un encuentro autónomo y autogestionado que, desde 1986, se organiza para debatir política y feminismo.
A las 18:58, cuando ya ha anochecido por completo, B. envía otros mensajes:
“Va ganando el no la puta madre”
“Para mí no pasa chicos”
Un mensaje de voz: “Ahora en Canal 5 Noticias estaban analizando los votos y, en los senadores menores de cincuenta años, gana el sí; en los que son mayores de cincuenta, gana el no. Para mí de verdad no pasa, no pasa hoy. Pero bah, si no es hoy, será el año que viene, y sino el otro, y sino es esta cámara de senadores será en el 2024… Y ahí veremos”.
Desánimo.
En este pequeño grupo de Whatsapp (somos cuatro), J., otra amiga, mexicana, monitorea las noticias desde casa, donde trabaja y cuida a su niña de dos años.
“Agh, las sandeces que dice Claudio Poggi! Que sí hay muchas muertes por aborto clandestino y la madre, pero que si aprueban la ley pasan por encima de la autonomía de las provincias”. Poggi fue gobernador de la provincia de San Luis. Cristiano.
Otras barbaridades dichas durante la sesión por miembros del Senado:
José Mayans, senador por la provincia de Formosa: “Imagínense que la madre de Vivaldi le hubiera negado el derecho a la existencia. O la de Mozart, o la de DaVinci, o la de Miguel Ángel. Yo le agradezco a mi madre que no me negó el derecho a la existencia”.
Por su parte, Cristina del Carmen López Valverde, senadora de la provincia de San Juan, confiesa que no tuvo tiempo de leer el proyecto y, por lo tanto, votará en contra.
Rodolfo Urtubey, peronista y salteño, dice algunas frases monstruosas:
“La violación está clara en su formulación, aunque yo creo, señora presidenta,* que hay que ver aquellos casos que no tienen la configuración clásica de la violencia a la mujer, sino que a veces la violación es un acto no voluntario hacia una persona que tiene una inferioridad absoluta de poder frente al abusador, por ejemplo, en el abuso intrafamiliar, donde no se puede hablar de violencia pero tampoco se puede hablar de consentimiento”.
*La presidenta de la cámara de senado es Gabriela Michetti, vicepresidenta de Argentina, que ha expresado en numerosas ocasiones su rechazo al aborto legal.
El 5 de agosto pasado, en Santiago del Estero, Liliana Herrero murió por una septicemia a causa de un aborto clandestino. Tenía 22 años. La extirparon el útero, desde donde la infección había avanzado a otras partes. Pero no se salvó. Dejó dos niñas huérfanas menores de cinco años. Liliana vivía en Las Lomitas, una zona rural del partido de Loreto. Hace algunos años había perdido a su hermana Mirna por el mismo motivo. Aborto clandestino. Un aborto que muy frecuentemente se efectúa por mano propia. El anuncio que Amnistía Internacional Argentina pagó en el New York Times, donde figura un gancho de ropa en primer plano, señala una realidad concreta.
Que sea ley
Finalmente es hora de acudir a Congreso, pasadas las nueve de la noche. Me subo al subte, línea B: atestada. En las estaciones Pellegrini y Uruguay entran las pibas con pañuelos verdes, llenas de glitter verde, el pelo empapado. Cantan consignas. “Somos las nietas de las brujas que no pudiste quemar”. En Callao, donde intento bajarme, el vagón colapsa: nadie entra, nadie sale. Gritos, un vidrio que se rompe. Parece que alguien intentó entrar por la ventana. Por fin logro bajarme en Pasteur. Y a esa altura Corrientes ya está cerrado y la marea verde es, todavía, una pleamar. Hace mucho frío. Mucho, mucho. Y llueve, una lluvia helada que cae a pleno.
Caminar desde ahí hasta Callao y Bartolomé Mitre, donde quedé de encontrarme con A., es una proeza. Jóvenes, casi todas. Pero también mujeres mayores, y niñas. Y muchachos. Maquillaje verde, verdísimo, en párpados, labios, mejillas, en forma de bindis, en gorritos, en bufandas, en abrigos, en paraguas. Tamboras que retumban. Parrillas callejeras que no se dan abasto vendiendo choripanes, panchos (hot dogs), hamburguesas. Vendedores de café, y de cerveza. Pero es invierno, el alcohol de la época es el vino, preferentemente tinto. Las grupas se pasan la botella abierta. Y el mate humeante. Y a veces algún porro.
En las redes sociales causa furor la intervención de Fernando “Pino” Solanas (porteño, también cineasta, 82 años), el único que argumentó que el goce es un derecho humano fundamental. Horas después, escribiría en su cuenta de Twitter: “A los 16 me enamoré profundamente. Ella quedó embarazada. Al tiempo desapareció. Perseguida por el miedo a la represión social terminó haciéndose un aborto clandestino. Casi muere de una infección. Lo viví, viví el pánico de esa chica. Yo no quiero una juventud con pánico #SeráLey”.
Todas las cafeterías, los bares, las pizzerías de la zona están copados. B. consiguió lugar para cenar en un restaurante de Lavalle, el Roma. Las atiende un mozo de unos cincuenta años. “¿Es ley o no es ley?”, les pregunta antes de servirlas. Y saca de su mandil el pañuelo verde.
La intervención más esperada es la de Cristina Fernández de Kirchner, que recién habla pasada la 1 de la mañana. Su discurso queda a deber a muchas feministas, incluso a las “cristinistas”, que lo encuentran oportunista. Otras aplauden el viraje. Es católica, nunca estuvo de acuerdo con el aborto. Pero ha cambiado de opinión, no por su hija, militante feminista, aclaró, sino por “las miles de chicas que se volcaron a la calle”. Recuerda a los senadores que están rechazando un proyecto sin proponer nada alternativo. En un grupo de militancia de Facebook una compañera cuenta que la escucharon “calentitas” en un bar, y que cada que Cristina decía palabras como feminismo, deconstruirse, patriarcado, todas gritaban.
“Miren, si yo tuviera la certeza de que votando negativamente no hay más abortos en la República Argentina, no tendría ninguna duda en levantar la mano. El problema es que van a seguir efectuándose”. Y votó a favor.
Hace mucho frío y no para de llover, tenemos hasta los huesos empapados. En la parada del colectivo, A. se quita el pañuelo, pues muchas celestes van para su rumbo (Belgrano, Cabañitas, Olivos). Ya Anfibia ha reportado quiénes están detrás de los pañuelos celestes (organizaciones sin fines de lucro inspiradas en modelos de la derecha estadounidense, y la Iglesia), así como los actos de violencia que las pibas de los pañuelos verdes han sufrido debido a su militancia.
En casa me duermo casi una hora, para despertar ante el no. Cerca de las 3 de la mañana, Michetti explica a senadores cómo se vota, visiblemente fastidiada, y cuando aparece el funesto 31-38, da por terminada la sesión y el micrófono abierto alcanza a registrar un “vamos todavía, vamos”.
El mundo entero miró y los dinosaurios votaron que no. Rechazaron el aborto legal seguro y gratuito en hospitales. Rechazaron salvar vidas: la de Liliana Herrera, la de Ana María Acevedo, la de María Campos, las de quienes ahora están vivas y morirán por un aborto clandestino.
El sentimiento es de fracaso y enojo.
Hay hasta quien culpa a Mercurio retrógrado.
Si no es ahora será mañana. El próximo año. O el que sigue. O el que sigue. Hasta que sea ley.
El eco de la bronca al día siguiente
M., una compañera del posgrado, envía al grupo de chat un post de la filósofa y activista Virginia Cano, donde confiesa el deseo de instalarse en el resentimiento, “en la mala onda de las gordas y en lo aguafiestas de les tortilleras, porque lo de anoche en el senado fue una reverenda mierda y no tenemos por qué poner cara de que aquí no ha pasado nada, o de que esto no es tan tremendo”.
“Voy a sentir los ecos de la bronca y el enojo y la tristeza y la frustración y la sensación de que ayer, en el senado, se hizo todo menos justicia”.
Y concluye que ya es ley. Se legalizó en la calle. En la región. Réplicas, algunas más numerosas que otras, pero potentes igual, por ejemplo en Costa Rica, Bolivia, Ecuador, Paraguay, como lo reportó Distintas Latitudes. En Ciudad de México, una nutrida marcha del Monumento a la Madre al Hemiciclo de Juárez. En Querétaro, ciudad conservadora y religiosa del Bajío, donde viví siete años sin atestiguar algo parecido, una concentración denominada Pañuelazo Querétaro en el monumento a La Corregidora, convocado por el colectivo Tejer Comunidad.
Ésta es una carrera de duración. De persistencia. Las pibas de verde son demasiadas, cantan, sufren y se abrazan bajo la lluvia, y en sus redes sociales, y en la calle aunque les griten asesinas. El verde, en América Latina, se intensifica. Un color de algo orgánico y que crece. Porque tanta muerte, tanta violencia, tanto dogma inútil, tanta incompetencia gubernamental, enoja mucho. Encabrona. Pero el enojo tiene una ventaja: fertiliza.
Desde Puerto Rico, Ángel Emanuel Figueroa y Luis López Varona conforman el dúo de pop electrónico Los Wálters. El 16 de junio lanzaron su último disco, un EP titulado Caramelo que ellos mismos definen como “dark y funky”. El secreto mejor guardado del Caribe es un proyecto a distancia entre Kansas y San Juan (y antes Barcelona, y Miami, y Filadelfia y São Paulo) que después de cuatro álbumes –Isla Disco, de 2016; Verano Panorámico, de 2014; #ponteelcasco, de 2012 y un EP homónimo de 2011–, hoy nos tranquiliza con un suave calma, que todo llega.
De una vez: no puedo dejar de escuchar a Los Wálters. Son una adicción. Hundida en el ocio, a veces, les dejo comentarios en Instagram, YouTube o Twitter, que luego ellos responden con amabilidad y con jocosidad. Ah, entonces yo los amo más.
Los descubrí por Spotify. El bendito descubrimiento semanal. Suelo decir que tengo una actitud rígida, intolerante y maniaca con el algoritmo, al que no mancho con escuchas de baja calidad, léase pop mexicano de los años noventa, léase pop anglosajón de los tempranos dosmiles, que si quiero escuchar escucho por YouTube, a sesión cerrada lo que equivale a decir a puerta cerrada, con las cortinas echadas, a oscuras, en la más completa soledad. Pero la disciplina con que emprendo la curación de mi Spotify me ha permitido armar playlists con bandas de vaporwave, shoegaze y dream pop que siguen la estela de lo que he escuchado, por encima de mis gustos adolescentes o de primera juventud, de un tiempo a esta parte.
Hablo de bandas y proyectos que se repiten en dichas playlists: The New Division, Man Without Country, Negative Gemini, NAVVI, Gold & Youth, Class Actress, No Joy, Mood Rings, Pastel Ghost, Roosevelt, Shura. Y otras playlists exclusivamente de música en español en la misma escala del sentimiento: The Chamanas, Javiera Mena, Diosque, Bomba Estéreo, Ibiza Pareo, Girl Ultra, Alex Anwandter, Coral Casino, Jesse Baez, Buscabulla, Amanitas…
Así vinieron. El algoritmo obró su magia. Se me aparecieron una mañana ardiente de enero, verano porteño a pleno. Amanecía, por fin, aunque yo tenía el ventilador puesto y tecleaba furiosamente. La canción se llamaba así: “Amaneció”. Me capturó. El entusiasmo y algo como el humor, algo que, sin ser paródico, invitaba a la risa y a la distensión. Me enamoro con frecuencia a primera escucha, pero esta vez fue diferente pues hubo intriga, una curiosidad extrema. Fui a escuchar el álbum entero, Isla Disco, que comenzaba con un guiño del tamaño de la muralla china a los ídolos pop de Puerto Rico de los años ochenta, Menudo: “Claridad”. Pero no era un cover, aunque lo pareciera a primera oída. Tras un intro con una letra sandunguera y pegajosa (¡Ven, Claridad! /Acaríciame la oscuridad/Coloréame de felicidad/Y transpórtame a un espacio trivial/¡Ven, Claridad!/Que pasó el tiempo y no quiero olvidar/Que el universo es una estrella fugaz/Y que la luna es de queso y de sal), viene una explosión de sintetizadores y ritmos, y una compulsión irresistible de mover la cabeza, mover los hombros, mover el cuerpo entero. Bailar. Y luego aparece “Balada lunar” y las ganas se duplican. Y, por fin, otra vez, “Amaneció”. El disco apenas llevaba tres canciones y yo ya era adicta, como dicen que ocurre cuando te inyectas heroína por primera vez. ¡Y lo que me faltaba! De inmediato el último sencillo de aquel disco, “Mayagüez” (por la ciudad más al west de la isla de Puerto Rico), abre con un como órgano electrónico que da pie a aquellos versos hermosamente escritos, rimados, cantados:
Con todo y que la economía cada paso desafía Una prueba siempre activa Móntate, ven a ver quizás En una hamaca, frente al mar Lo podemos hablar…
El motivo de la hamaca, recurrente. Y mucha batería, y mucho bajo. Y los sintetizadores, claro. Otro sencillo a continuación: “Más de nadie”. Ecos de Kraftwerk, de “Das Model”. Un disco que jamás baja, que se contorsiona, que repite eres una maravilla, eres oh my God hacia “Supermán”. De todo hay en esa isla, la Disco: ritmos latinos y del europop, y guiños reguetoneros, y ochentosos, y algo muy color pastel, y neón, y spandex.
Me volqué al mundo de Los Wálters. La gracia del nombre, en honor a uno de los puertorriqueños más famosos del pop latinoamericano: Walter Mercado (dato: quien hoy mismo tiene 86 años). Los videos, que me fui bebiendo con placer creciente.
El poético de “Toca madera”:
MI LINDA AURORITA, TÚ SIEMPRE ME VISITAS, TOCA MADERA.
El funky hasta la epilepsia de “San Juan” (con esa hermosa línea: eres víctima de un mar que nunca se calma):
PERO DESPUÉS DE LA PLAYA NOS COMEREMOS DOS PIRAGUAS*, CONVIRTIENDO EL MOVIMIENTO HACIA EL VIEJO SAN JUAN
*PIRAGUAS: LA VERSIÓN PUERTORRIQUEÑA DE LOS RASPADOS, POR SU FORMA PIRAMIDAL Y BASE DE AGUA: PIRAGUA.
.
El último sencillo de Isla Disco, “Mayagüez”, dirigido por la fotógrafa Steph Segarra, que captura un road trip por las carreteras puertorriqueñas: los cuatro protagonistas (entre ellos la artista Aleida López, integrante de la banda) salen por la madrugada, se fuman un porro, pasan a cargar gasolina, se detienen en un parque con dinosaurios, comen en una “lechonera”, se cruzan con una comparsa carnavalera. Las aguas rosas de Cabo Rojo. El atardecer y la playa. Es un video gozoso y al mismo tiempo de una enorme nostalgia: en una nota de Jhoni Jackson en el sitio Remezcla se enumeran las locaciones destruidas o transformadas por el huracán María en septiembre de 2017, el peor en la región desde 1932, que dejó una crisis de acceso a electricidad y bienes básicos (a ello se alude en “Distracción” de Caramelo).
.
Me entero que Ángel Figueroa y Luis López colaboran a distancia gracias a la nube: a través de Dropbox, por ejemplo. Se mandan versiones, éstas se retrabajan, se mezclan, se escriben verso y verso. En la nube: qué adecuado para un proyecto con un ethos claro, una alegría de vivir, de juntar los cuerpos, de apreciar las cosas por lo que tienen de bello. “Nuestro lema es diversión antes que perfección. Hay una perfección que nunca llega, pero hay una belleza en la búsqueda”, dicen en una entrevista que les hizo Amaya García en Bandcamp Daily. (Ahí pueden escucharse todos sus discos, por cierto: https://loswalters.bandcamp.com/)
Me los imagino en vivo, y no tengo que esforzarme demasiado porque en YouTube hay muestras variadas de su potencia, del ánimo puramente rockero de sus presentaciones, de la perfección y rigurosidad de su sonido. A Buenos Aires, donde ahora vivo, nunca han venido, pero en México se han presentado, entre otros sitios, en el festival NRMAL y –la envidia me corroe– en El Imperial de la colonia Roma.
Ahora es invierno. Vientos polares. Escucho Caramelo: un disco muy breve, y perfecto. Cinco canciones perfectas. Quiero siete cucharadas de tu cuerpo entero, escucho pegada al calefactor. Entre la ansiedad, me recuerdan: calma. Me imagino en la isla. Y amanece. Todo el tiempo está amaneciendo.
En la quietud del asueto, bajo la luz de la mañana que de otra manera pasaría en la oficina —y que por eso también era extraña y novedosa— los objetos de su propio departamento se enrarecieron de pronto.
Entonces, Pablo Duarte miró.
Miró los objetos, luego los fijó. Con un lápiz y sobre papel blanco se dedicó a dibujar, sobre todo, electrodomésticos. Los contornos de una licuadora, las líneas rectas y las esquinas curvas del módem, dos lámparas contiguas que parecen conversar. En 2014 empezó a subir estos bosquejos a su cuenta de Instagramcon la etiqueta #malosdibujos.
Es verdad que en ellos hay algo de malhechura, pero deliberada: líneas salidas que bien podrían borrarse pero que el autor elige dejar ahí, en trazos que a la vez son limpios e hiperrealistas, con sombras y perspectivas, con detalles como nombres de marcas, raspaduras, y papelitos e imanes en la superficie del refrigerador (o heladera, o nevera, como prefiramos llamarlo). Dignos, estáticos, los objetos transmiten una melancolía o una impotencia que viene, nos damos cuenta de repente, de su inutilidad. De su corta expectativa de vida. De lo pronto que sus servicios dejarán de ser requeridos (una tosca aspiradora), de su perdurabilidad forzosa a falta de una mejor opción (los conectores de luz o los cargadores de teléfono), o de su desuso general (una caja registradora, una radio de pilas). “Pobres objetos”, nos obligamos a pensar, tan mortales y tan envejecidos y tan próximos a convertirse en desecho como cualquier cuerpo humano. Destinados a la inoperancia y, en algún sentido, a la aniquilación.
El libro El internet de las cosas recopila algunos de los #malosdibujos de Pablo Duarte (Ciudad de México, 1980). Se publicó a fines de 2017 bajo la licencia Creative Commons por el Centro de Cultura Digital, espacio multifuncional que opera en el sótano de la vilipendiada Estela de Luz de la Ciudad de México, y se encuentra disponible para su libre descarga en su sección de e-literatura, donde también hay otras interesantes obras de literatura digital y proyectos alternativos; uno de ellos es UnBotMás, instalación que estuvo en este espacio entre junio y agosto de 2017, y que se compone de un robot alimentado con textos de las autoras mexicanas Enriqueta Ochoa, Josefina Vicens, Rosario Castellanos y Nellie Campobello. Todavía tuitea en @botliterario1.
En el proyecto de Pablo Duarte también hay espacio para el humor. Los objetos hablan como chavos y aluden a la cultura digital en la que navegan. Junto al dibujo de la licuadora, una exclamación: “¡Mamá! ¡La licuadora está haciéndose pasar por mí en Facebook!”. La lavadora y el refri: “Ponle: «Aquí esperando a Godot», y taguéame”. Un artefacto de apariencia extraña, tan ubicuo en los tianguis mexicanos, advierte: “Googleame. En serio, soy conocido” (es la máquina para preparar eskimos).
Según el posfacio de Guillermo Espinosa Estrada, la idea subyacente del proyecto es la obsolescencia programada (un término popularizado por Bernard London y entendido como la creación de productos de mala calidad para incentivar el consumo constante). Me parece una manera un tanto perezosa de leer lo que se revela en los objetos excelentemente maldibujados de Pablo Duarte.
En su ensayo Apuntes sobre el tecnologismo y la voluntad de no querer (revista Artefacto, diciembre de 1996), el teórico argentino Héctor Schmucler recupera el origen de la palabra técnica –tan cara a la escuela de pensamiento marxista– en el término griego techné: aquello que implica conocer una cosa profundamente, comprenderla a ella, y, por ende, su producción. El concepto encierra en sí mismo la poiesis, es decir la poesía, es decir el momento creador. El vínculo de amoroso, renovado asombro entre el hombre y aquello que lo rodea, más parecido a la labor del artesano que a la del trabajador posfordista que no crea sino que produce y, por tanto, está desvinculado de su trabajo. Pero la técnica provocante, como la propone Heidegger según recuerda Schmucler, exige permanentemente de la naturaleza, la concibe como una proveedora de recursos. La provoca. Y el hombre, reificado, se vuelve un mero recurso humano, un productor.
El tecnologismo sería, así, la ideología dominante sobre la técnica: es tautológica porque no permite crear un discurso sobre ella, la considera una y necesaria, y, de este modo, la reafirma; además, la opone a la no-técnica y la excluye de la voluntad humana. Extirpa la poiesis. Vamos: lo que se juega aquí es la libertad, el progreso entendido como la máquina que deshumaniza y borra, la técnica ante la que el ser humano se rinde. El tecnologismo detiene el tiempo ya que declara superfluo el pasado, pues “para la técnica moderna no hay más futuro que el de su propia multiplicación dominadora; verdaderamente no hay futuro sino una expansión mimética del presente”.
Cuando Duarte dibuja las máquinas las humaniza sólo porque están degradadas, o porque están a punto de serlo aunque no lo sepan: el iPhone le habla en algoritmos a la máquina registradora, que responde con los caracteres del código ASCII. Ninguno sospecha –porque en su existencia son puro presente– aquello que Schmucler advierte: sólo importa el futuro, el modelo siguiente. Cuando la máquina se descompone se individualiza: ya no realiza su destino, abdica de él. Pero también se dignifica cuando confía en su viabilidad –en un desempeño de una sencillez tal que tiene que ver más con la pericia que con el discurso– a largo plazo: una imponente cafetera italiana. A mí, por lo menos, ese instrumento tan antiguo todavía me maravilla.
Entonces Duarte mira la técnica, y al capturarla mediante lo que podemos categorizar como arte, la comprende como poiesis. Si la reproductibilidad se traslada al papel, si se anula el uso y la acción para abrir paso a la contemplación, Duarte puede constituirse como un artesano que encuentra la poesía en la tecnología. Y en esta operación también puede encontrarse, sobre la técnica, el triunfo de la voluntad humana.
En la primera imagen, cinco niños se dirigen a jugar pedradas por un canal que sube al río. Son cinco, con un líder que los guía entre el pantano. En el lenguaje hay un augurio: los niños se preparan para una batalla, conforman una tropa, están dispuestos a inmolarse y ninguno de ellos confesaría que siente miedo. Entre las aguas encuentran un cadáver, “una máscara prieta que bullía en una miríada de culebras negras, y sonreía”. Con el cadáver se revela un crimen, y la novela avanzará como una investigación polifónica que reúne testigos, cómplices y objetos que son pistas o huellas recurrentes. Esto no alcanza, sin embargo, para clasificarla en el género de lo policiaco, pues Temporada de Huracanes (2017) aspira a algo más, está plenamente al tanto de la geopolítica y la corpo-política de su enunciación (o, mejor, de su canto): los niños que marchan como soldados tienen impresa en el cuerpo la marca de aquello que los espera al crecer, las opciones mínimas con que cuentan los hombres que habitan los márgenes tropicales: sicarios, militares, consumidores. Colaboradores, obreros, de una economía narca que ya no tiene que nombrarse, explicarse, justificarse: se funde en lo vivible.
El asesinato de La Bruja es la espina dorsal de la segunda novela de Fernanda Melchor (Veracruz, México, 1982). El texto apunta, desde el epígrafe, a su genealogía literaria y al procedimiento mismo de escritura: “Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginarios”. La advertencia es de Jorge Ibargüengoitia en Las muertas (1977), que pasa por el tamiz de la ficción el caso de las hermanas González Valenzuela, Las poquianchis, tratantes de personas y asesinas seriales a mitad del siglo XX. Fernanda Melchor, para su novela, se basó en algunas historias tomadas de la nota roja veracruzana.
Con distintos posicionamientos y niveles de profundidad, la crítica mexicana lleva tiempo discutiendo la importancia o la banalidad de retratar la violencia: su ética, su incidencia estética. La narcoliteratura se publica desde los años noventa, pero su mera existencia y ya no su valoración se ha convertido en un tema central desde que, en 2006, la guerra contra el narcotráfico promovida por el sexenio calderonista devino guerra civil, y la violencia se recrudeció en múltiples zonas de México. Entonces la pregunta por el reflejo surgió nuevamente: ¿puede la literatura nombrar la realidad violenta de un país? O quizás no, quizás la pregunta era otra: ¿cuáles serían, en adelante, los temas del realismo, su materia prima? A medida que las plazas se calentaban, las mesas de novedades se llenaban de novelas y libros periodísticos sobre el narcotráfico, y si lo que se cuestionaba era su calidad u oportunismo, la pregunta verdadera por el reflejo quedaba en pausa ya que, probablemente, es un debate que no puede resolverse, ni siquiera desde la crítica literaria marxista. Ya Raymond Williams, en Literatura y marxismo (1980), argumentaba que las realidades sociales no se reflejan simplemente, sino que pasan por un proceso de mediación que termina por modificarlas: “El arte no refleja la realidad social; la superestructura no refleja la base directamente; la cultura es una mediación de la sociedad” (1980: 119). Es necesario preguntarnos, con Williams, si el arte refleja el mundo verdadero, no sus apariencias, así como la manera en la que pensamos hoy una categoría estética como realismo. En el siglo XIX, recuerda el teórico galés, se la pensaba como una respuesta al arte que se consideraba falsificador. ¿Podemos elaborar una distinción tan tajante y binaria de lo material –la realidad real– y el lenguaje –lo que, tradicionalmente, implicaría una función simbólica– en lo que respecta a las condiciones de existencia?
No es ocioso preguntarnos esto: Fernanda Melchor es periodista, y al tiempo que publicaba Falsa liebre (2013), su primera novela, aparecía simultáneamente una colección de sus crónicas periodísticas que abordaba la violencia del narcotráfico en Veracruz, Aquí no es Miami (2013). Se espera, pues, que la autora trabaje con el realismo y, sin embargo, Temporada de Huracanes, también pensada como novela negra, es una obra salpicada de elementos fantásticos.
Su realidad, en todo caso, está localizada: municipios marginales del trópico, una región asociada, por su confluencia histórica, con los rituales de santería. La muerte de La Bruja no es obra del narcotráfico (o no del todo); el descubrimiento de su cadáver no se asemeja, así, a los hallazgos monstruosos de cadáveres en la vía pública: descabezados, descuartizados, mujeres violadas y cercenadas. La historia de Temporada de Huracanes, al igual que la de Falsa Liebre, parece suceder momentos antes del azote de la violencia, una instantánea fijada durante los segundos previos a la develación del horror, lo que equivale a decir su revelación pública, su asunción como problemática social discutida colectivamente. Pero el narcotráfico está ahí, en los hechos, como estructura omnisciente: como la ley verdadera del pueblo (el comandante y los policías están a su servicio, no metafórica sino utilitariamente: forman parte de su planilla de empleados) y como el proveedor (de trabajo, de experiencias, de un nuevo orden). No hace falta, entonces, dedicarle la novela al tema del narcotráfico, porque éste ya está incorporado de raíz. ¿Hay realismo mexicano sin narco, hay realismo cosmopolita sin la violencia del capitalismo?
No el tratamiento estilístico del tema, como en Trabajos del reino (2004), de Yuri Herrera, una novela que parece haber conseguido el consenso de la crítica, ni una obra más convencionalmente comercial, como Perra brava (2010), de Orfa Alarcón, por nombrar dos libros que entran en la clasificación de narcoliteratura. En Temporada de Huracanes se trata de una realidad que ya viene abastecida con el tópico de la violencia, y agrega otros más, desprendidos de ella: el transfeminicidio, los crímenes estructurales e institucionales contra las mujeres, las cárceles de la educación y la religión. Lo que Fredric Jameson, en Una modernidad singular (2004), llamaría lo dominante, a su vez imbricado en lo determinante, es decir, las formas de producción.
Pero, ¿qué significa esto? ¿No se trata de distinciones poco productivas? Me interesa detenerme aquí un momento. Conceder la tesis de la desautorización de lo narcoliterario, argumentada por el escritor Heriberto Yépez en dos ensayos académicos disponibles en su blog. Si la crítica y la narrativa avanzan de manera paralela, si entre lo que se publica y lo que se dice sobre lo publicado hay un diálogo, una muestra muy acotada de la narrativa mexicana con más presencia en los medios y en el boca en boca sugeriría una consigna, una elección frente al hartazgo del narcotráfico y la violencia: la indiferencia, no ante la violencia, sino a su tratamiento como material literario. El escritor Gabriel Wolfson, precisamente en su crítica a Temporada de Huracanes en la revista Crítica, lo resume como la opción a hablar sobre lo que pasa. Entonces, si atendemos esta categorización de lo publicado por los contemporáneos de Melchor, nos encontramos con las obras que hablan sobre lo que pasa (que intercambian dudosas estrategias con el periodismo, como La fila india, de Antonio Ortuño, de 2013), y las que se ocupan de otros problemas, teóricos por ejemplo (pienso en la colección de cuentos de Daniela Bojórquez Vértiz, Óptica sanguínea, de 2014, que dialoga con Barthes y Bazin), o que transcurren en atmósferas reconocibles –ciudades mexicanas en la segunda década del siglo XXI– donde la violencia no hace mella (En medio de extrañas víctimas, de Daniel Saldaña París, de 2013; Conjunto vacío, de Verónica Gerber, de 2015). A grandes rasgos, éste podría ser el problema que enfrenta la nueva narrativa mexicana: su toma de postura ante el conflicto que ofrece lo material, la base de la que participamos como habitantes de un territorio. El viejo conflicto: si hay un deber. Si hay un reflejo posible. Si es responsabilidad del arte dar cuenta de lo que pasa.
A la vez, hay una preocupación ante obras como Temporada de Huracanes, donde la piedra de toque es la miseria, un apego descarnado a la ruindad en todos sus aspectos que corre el riesgo de espectacularizar lo marginal. Hay muchas observaciones que pueden hacerse al respecto, pero una que me parece pertinente, aunque su objeto es otro muy distinto, es la que elabora Silvia Rivera Cusicanqui en su reflexión sobre sociología de la imagen y sus primeros trabajos en video. En un artículo sobre historia oral en la revista ecuatoriana Chasqui, donde refuta a aquellos que creen que se trata de un ejercicio pasivo, Rivera Cusicanqui se refiere a la “vulgarización de la práctica de la historia oral (que es) moneda corriente en muchas ONG que practican una suerte de “populismo” retrospectivo, donde la memoria de viejas sumisiones se canaliza hacia un discurso del lamento”. Traigo a cuenta a Rivera Cusicanqui porque me parece que la pregunta que habría de plantearse no es si ciertas obras tienen un compromiso ante la realidad, sino si poseen una postura descolonizadora, es decir, si están interesadas en constituir nuevos sujetos. Además, siempre puede argumentarse que lo político no está ahí, en los temas. En El autor como productor (1934), Walter Benjamin ya había hablado, en un contexto igual de urgente, sobre la tendencia política correcta de una obra, que no necesariamente se encuentra en las opiniones de un autor, sino en la técnica de la obra, en su resistencia al sentido.
Hasta aquí el planteamiento de una pregunta, para mí, sin respuesta. Al fin y al cabo, lo que me interesa señalar es el lenguaje de la novela, una oralidad que amenaza con volverla ilegible. Una postura que, más allá de su compromiso con retratar la realidad, se compromete con trastornar la lengua. Melchor no inventa un estilo del modo en que lo hizo un escritor como Daniel Sada, que se nos aparece como nuevo y original y delirante con su mezcla de habla coloquial y arcaísmos y culteranismos, y cuya invención acercaba sus obras a la poesía. Pero sigue su senda.
Temporada de Huracanes se compone de ocho capítulos que son, a su vez, larguísimos párrafos sin puntos y aparte, que manan con una cierta cualidad líquida, sin interrupciones. Pero la voz transita, y el discurso directo e indirecto libre alterna con la primera persona y aun con el narrador omnisciente, en una escritura coral que en los cuatro capítulos intermedios se concentra en la perspectiva de cuatro personajes: la Lagarta, el Munra, Norma y Brando. Antes de conocerlos, como la puesta en escena del territorio que acogerá la tragedia, el segundo capítulo parece narrado indistintamente por las voces de las prostitutas que llegaron a conocer a La Bruja y por los primeros hombres que se sirvieron de ella, pero también –y ya desde aquí hay un desvío– por la memoria del territorio donde está asentado el pueblo de La Matosa, por las tierras y las brumas cenagosas, las yerbas que crecen en el cerro y las viejas ruinas que son las tumbas de los antiguos, los habitantes primigenios, anteriores a los gachupines. Aquí están los restos, el detritus, no de la colonización, sino del “huracán del 78” que arrasó la tierra y enterró todo. Este territorio devastado es el escenario donde ocurre el crimen que inaugurarán o acompañarán otros, que predice con su brutalidad una devastación de otro orden.
Barthes anotó que la palabra hablada es irreversible: lo dicho no puede desdecirse si no es por adición. Los personajes hablan, chismean y testifican: la ley, así, se produce en el hecho de hablar. Pero la frase estricta como sentencia o palabra penal se eleva al ritual que es el canto en la que, para mí, es la escena clave de la novela: el descubrimiento de que lo que sucede al interior de la casa de La Bruja, donde se reúnen varios adolescentes para consumir drogas y a veces, a cambio de ellas, efectuar actos sexuales. Se trata de una actuación de extrema sencillez, de extrema inocencia y de extrema grotesquidad: La Bruja se disfraza y canta. Canta para un público narcotizado y a esas alturas indiferente, que simplemente la tolera. Pero no es este canto el importante, sino otro. En su conceptualización de las sirenas, en Fantasmas (2009), Daniel Link habla del canto que encanta, su poder de seducción. Tras la actuación de La Bruja, Luismi toma el micrófono. Así Brando, su amigo, se entera de que el apodo no es una cruel broma por su aspecto (mejillas roñosas, flacura, pelo encrespado), sino por el parecido de su voz con la del cantante Luis Miguel.
Pero lo más cabrón vino después, cuando el choto se cansó de ladrar sus canciones culeras y el que se paró a cantar al micrófono fue el pinche Luismi, y sin que nadie le dijera nada, sin que nadie lo obligara a hacerlo, como si el bato hubiera estado esperando toda la noche aquel momento para tomar el micrófono y comenzar a cantar con los ojos entrecerrados y la voz algo ronca por tanto aguardiente y tantos cigarros, pero aún a pesar de eso, no mames, pinche Luismi, ¿quién iba a decir que ese güey podía cantar tan chido? ¿Cómo era posible que ese pinche flaco cara de rata, hasta el huevo de pastillo, tuviera una voz tan hermosa, tan profunda, tan impresionantemente joven y al mismo tiempo masculina?
Las sirenas arruinan a quien las mira o, mejor dicho, a quien las escucha. “Las primeras representaciones de las sirenas las muestran con garras y apariencia de buitre o aguilucho (siempre como criaturas hostiles)” y, según recuerda Link, a veces se las asoció con los Tritones por estar descritas con barbas o por sus cantos de voces masculinas. De cualquier manera, en ese breve paréntesis del horror continuamente descrito en Temporada de Huracanes, en ese espacio que no admite la alegría, la compasión, el humor, incluso el descanso, hay un atisbo de amor o por lo menos de enamoramiento y deseo. Y después de las pistas que son objetos, detalles recurrentes, queda una última presencia, fantasmal: la madre, la maternidad podrida, el matricidio. Aquello en falta.
He pensado que la glosa no le hace ningún favor a Temporada de Huracanes: una suma de arquetipos (o ya directamente estereotipos: la prostituta, el drogadicto, la niña violentada), un resabio de realismo sucio que coquetea con la magia negra, la delectación en el espanto, la violencia, el efecto, es decir, lo que pasa. La realidad más cruda. Podemos leer, o más bien escuchar, otra cosa, sin embargo: un género revolucionado por la oralidad que no transige ante la ilusión de la legibilidad, de la traducción, de la circulación por una región aplanada por un castellano pretendidamente neutro. Un canto grotesco de sirenas, una palabra que parece hablada pero está escrita, fijada, y aún así es irreversible. Un iris bien loco, dice Brando, o más bien canta, cuando recuerda el terror que le producía la Bruja cuando era un niño. Hay un canto. A veces no podemos entenderlo, pero nos horroriza y, todavía más, nos seduce.
En mi casa: el idioma de Star Wars, desde siempre. Los ewoks. Luke, Leia, Han-Solo (Harrison Ford, asumido lado gay de mi padre). Darth Vader. Darth chingadamadre Vader. Tenerlas miradas en el canal cinco, tener las imágenes grabadas en el subconsciente, regresar por momentos a los bosques de Endor, a las heladas tundras de Hoth, al pantanoso Dagobah. Yoda: la verdosa, inconfundible criatura, la sabiduría y la excentricidad representadas en su diminuto cuerpo. El lenguaje incomprensible de Chewbacca. Los vitalicios C-3PO y R2-D2. No. Arturito.
Después, a mis once años, mi decisión de volverme seria con la saga. Fui al videoclub Arcoiris de Polotitlán y renté el episodio IV, una edición VHS remasterizada recién en 1995. Me puse a verla con mi hermana Livia: no es casualidad que la saga se abra a sí misma con los personajes inalterables, concurrentes de todos los episodios, testigos y protagonistas, de los robots que surcan el desierto de Tatooine. Un joven que mira el horizonte. You’re my only hope. La historia de hadas y el triunfo, los héroes por accidente y la princesa (¡que lucha y comanda!). De tal manera nos seguimos, mi hermana y yo, aquel largo fin de semana, con Empire strikes back: ah, el cadáver del tauntaun que Han-Solo abre con el sable de luz para salvar a su amigo, ¡qué brutalidad, qué terrible noción! La mano. El asunto de la mano me dejó traumatizada durante mucho tiempo. Y la mano robótica. Y así, The return of the Jedi, con un Luke que es tan distinto de su versión inocente o pueblerina, y a la vez el mismo muchacho de ojos azules, algo monástico y debutante hasta de su propio poder. Y las imágenes y los temas que ya conocemos. Yo era una iniciada, una conversa por voluntad.
Llegó el año de 1999 y las esperadas precuelas. En ese entonces yo coleccionaba hasta los paquetes de Sabritas donde aparecían el pequeño Anakin, la joven Amidala, los guapos Qui-Gon Jinn y Obi-Wan Kenobi (¿no había dicho el fantasma de Ben Kenobi que su maestro era Yoda?). A la vez, mirar por primera vez una película de Star Wars en el cine era un sueño realizado: recuerdo escuchar con maravilla la carrera de pods, y el estremecedor sonido del sable de luz, ¡de dos sables de luz!, ¡de tres sables de luz! (y uno de esos sables, rojo, de sith, ¡doble!). Creo que en esa época yo todavía no me había conectado al internet. Nunca me había enchufado a una computadora con internet. Coleccionaba las CinePremier y las CineManía. Las tenía guardadas en bolsas de plástico. Había recuperado las versiones novelizadas de A new hope y The return of the Jedi que mi papá, por algún motivo, tenía en su biblioteca. También leía y releía los comics que Dark Horse Comics publicó en México. Empecé a conocer detalles del canon. El universo expandido. Era mi tema de conversación principal, pues yo era una puberta con trece años. Amaba con intensidad, con obsesión. Mi hermana Livia, por suerte, escuchaba o fingía escuchar mis soliloquios.
Y así vino la segunda precuela (comentábamos con mi mamá lo guapo que era Anakin, y lo robótico y terrible actor, pero también, ¡ay!, lo romántico). Y el episodio III, que vi aproximadamente siete veces en el cine, en Querétaro. En todos los cines de Querétaro: el Cinépolis Plaza de Toros y el Cinemark del sur y el de Boulevares y, más de tres veces, por lo barato que resultaba, en los cinemas Gemelos en el sótano de la Comercial Mexicana de avenida Zaragoza. Salía exultante cada vez. Escribía furiosamente en los foros de IMDB (nombre de usuario: de ahí viene el antiguo LilianTheNerd).
Pasaron los años. Mi gusto nunca palideció. Pensaba en Star Wars y pensaba en una epopeya galáctica. Las connotaciones políticas: la Resistencia (es decir los rebeldes, es decir los subversivos) en contra de los tiranos. El viso fascista. No eran simples peleítas en el espacio: era una guerra donde se jugaban los ideales humanistas, la libertad, la justicia, la democracia. El mal como equilibrio de la luz.
Anunciaron las secuelas. Vimos los seis episodios cuando nos amábamos, y era una alegría mostrarle lo que yo amaba, y que lo amara también. Así vimos el episodio VII en una sala VIP del Cinépolis Oasis Coyoacán. ¡Lloré tanto!
El año pasado Rogue One me encontró en un momento triste y confuso de mi vida. La vi, primero, con mi familia, y después varias veces yo sola, saliendo del trabajo, en el Cinemex Insurgentes. La lección del sacrificio me conmovía muchísimo. Me permitía llorar mucho -siempre me lo permito, de cualquier manera- y era un consuelo y un escape y una manera de soñar.
Un fanatismo, además, familiar. Mis papás, que presumen de haber visto en el cine todas las películas de Star Wars habidas y por haber, y mis hermanos que crecieron con X-Wings de juguete. Y mis sobrinos, aleccionados desde la cuna, que retienen datos que yo ya no, y coleccionan las figuritas que nunca tuve. Cada nueva película de Star Wars la vemos en familia, una costumbre sagrada, que este año me agarró en Buenos Aires, lejos de ellos.
De manera que:
La vimos el viernes 15, Alicia y yo. Alicia había hecho su tarea y durante toda la semana se puso a verlas. Se le hizo tarde esa mañana, pero un taxi nos dio esperanzas: comentábamos luego cómo aquí, a diferencia de Ciudad de México, tomar un taxi puede, de hecho, ayudarte a llegar más rápido. Y con nuestro balde de pochoclo y una Coca-Cola de 600 ml que compré antes en un kiosco y mi sendo café en el termo, nos entregamos al sueño.
Estaba distraída. Mi úlcera Star Wars, mi necedad de fanático: ¿PERO CÓMO, LUKE? Tomando por deriva la trama de Finn. ¡Aghg, no te creo que los padres de Rey no son nadie! Gaslighting galáctico. Pero luego aquello. Esa manera de cerrar una idea. La necesidad de quemarlo todo para construir lo nuevo. La nula importancia del linaje: la fuerza es de todos. Ser un don nadie y a la vez ser todo, ser uno con el todo, y mirar al horizonte otra vez, un niño que no es nadie y que puede llegar a ser todo, barriendo la mierda de un animal esclavizado, usando la fuerza inadvertidamente, porque es eso, en realidad es eso: mirar el horizonte. Los dos soles de Luke. Mirar y admirar y presentir la grandeza del universo, y guardar la esperanza de vivir aventuras allí. Quedé afectada.
Luego volví a verla. Sola, sin distracciones, entregada con disciplina al entretenimiento.
Intensos, Pedro y yo la comentábamos después.
Una película relevante para los tiempos que corren, porque el sistema no da más. La clara política de izquierda. La aparición del 1%, la gente de la peor ralea en la galaxia: los ricos. Los ricos que financian las guerras.
El personaje de Benicio del Toro como el neutral peligroso (¿no encarna la idea de que permanecer neutral en situaciones de injusticia supone tomar el lado del opresor?). El cinismo de ir con la corriente en épocas de urgencia política.
Es actual porque la otra se centra en una generación anterior. No se puede repetir el paradigma maestro-alumna.
Me escribe por Telegram:
ves que lo de la fuerza y los jedi y tal
tenía mucho de oriental, no?
el asunto del alumno que llega a un monasterio y le cierran la puerta
es TURBO oriental
es casi un cliché budista
pero todo es porque
Rey le pregunta a varias personas
ES QUE QUÉ HAGO AQUÍ
DIME TÚ CUÁL ES EL SENTIDO DE TODO
budismo 101 es
justo eso
nadie te puede responder esa pregunta, amiga
es ontológicamente imposible
y Rey se la pasa dándose de topes hasta que toma una decisión y la sigue
El papel dirigente de las mujeres con mayor estrategia militar. Phasma: otro símbolo, su ojo azul, su piel blanca debajo del casco, y el desprecio en su voz cuando le dice a su antiguo subalterno (la piel negra revelada fuera del uniforme): you were always scum.
La chispa sacrificial. La idea de no destruir lo que odias sino salvar lo que amas.
**
Y ya, también platicábamos otros temas como:
La camaradería y el antagonismo y, a la vez, la tensión sexual entre Kylo y Rey.
El episodio IX, siguiendo la estructura que esta nueva trilogía ha calcado de la anterior, abrirá necesariamente con Rey convertida en Jedi.
La elección del mal es de Kylo, lo que lo convierte en un gran villano (¿no habría sido Adam Driver un excelente Anakin?)
¿Te fijaste que tiene su pelito recortado para que parezca el casco de Vader?
“El ardor de cola que está calentando este invierno: muh fan theories”
Así se va Luke, en sintonía con su personaje, como un verdadero Jedi. Tan sabio como Yoda, y permitiéndose un divertido, paternal, han-solesco “see you around, kid” a Kylo (y con ello más emberrinchamiento).
¡Te quiero mucho, Mark Hamill!
El regreso del Yoda chistoso, excéntrico, de risa graciosa, y además en marioneta como es debido.
Esperamos, y no obtuvimos, aunque hubo momentos que lo pedían a gritos, el I have a bad feeling about this.
En la charla hubo toda una deriva que no seguí mucho sobre los A-Wings como las naves más vergas, y que si piloteas uno es porque eres bien vergas, pero en lugar de explicarlo sólo lo muestran, sutilmente.
Porque, ¿te fijas?, es como Bond. Nos guiñan sin darnos la sobredosis de droga.
Como las nuevas de Bond, hay algo aquí inspirado en la seriedad y comentario del mundo actual del Batman de Nolan.
La pelea con los guardias de Snoke, tan samuraiescos. Sus posiciones de ataque. Descubrí luego que se llaman Elite Praetorian Guards. Me sedujeron.
Eso, la belleza de esta película. Los rojos, las explosiones en silencio. En una reseña alguien hablaba del visual flair.
Lloré con la dedicatoria a nuestra princesa Carrie Fisher.
Cómo las precuelas enganchan con éstas. Incluso las tratan con respeto. Es terrible pensar en ellas, porque son, por completo, obra y gracia de George Lucas. No puedes echarle la culpa a nadie más porque es su visión, por lo cual concluyes que:
Star Wars no es de Lucas. No es de los fans y sus teorías, ni de los directores que se adueñan de ella por un episodio (apenas una exhalación). ¡Es de todos! ¡O de nadie! ¡Es de la fuerza!
Concluyo:
Güey, sale el ‘tema musical de Luke’
él mirando los DOS SOLES
que el mismo Yoda le dijo: siempre mirando el horizonte, pinche Luke
es hermosooooo
al final todo se reduce a que empezamos con este desmadre con el campesino que miraba el horizonte deseando tener aventuras en el universo
Es que pasa esto: es un libro que me trastocó. No me afectó, no me perturbó, no me inquietó. Me trastocó. Me produjo reacciones físicas, gestos que me deformaban la cara cuando iba en el colectivo, leyendo, y arrugaba la frente y torcía la boca y decía no, no, NO. Tampoco me atrapó en el sentido de que, una vez empezada la lectura, me fuera imposible dejar de leer hasta terminar. Ya casi ningún libro lo logra. Pero no fue por eso: en realidad decidí leerlo con alguna lentitud, un capítulo al día o cada dos días, no para paladear o disfrutar sino quizá para lo contrario, porque éste es un libro que no se disfruta sino que se padece. Es raro todo esto, porque al escribir de él siento el peligro de chapotear en la piscina de los lugares comunes: lo despiadado, lo brutal, lo rabioso, la crudeza, las bajas pasiones.
El gran crimen: iniciar desde el yo. Transparentar la subjetividad. Señalar mis deficiencias como lectora. No puedo escribir una reseña o una crítica, porque no he leído Falsa liebre ni Aquí no es Miami. No porque no quisiera, ganas las tuve, pero la primera resultaba inconseguible y de la segunda dudé el desembolso. Así sucede. Me pierdo la novísima literatura porque dudo del desembolso (o carezco del dinero para el desembolso). Pero una vez leí La casa del estero y me bastó para engancharme a la escritura de Fernanda Melchor. Es un cuento o una crónica -pensada como crónica resulta más terrorífica- que he leído tres o cuatro veces, que le he compartido a mucha gente, y que todas las veces me causa pavor: una posesión satánica en todo rigor, bajo toda convención, pero en atmósfera tropical veracruzana, chavos que echan relajo en una casa abandonada por protagonistas, y el submundo de la santería en Veracruz. Hay un momento en que bajan a un sótano por una escalera sórdida, y abajo todo es oscuridad, y sus linternas no funcionan, y sacan bastones de halógeno, y de pronto uno dice “me acaban de quitar el bastón de las manos”, y ahí, ese momento tan simple, me parece perfectamente terrorífico. Más tarde la chica poseída, cuando intentan huir de la casa, se arrastra por el fango con las manos, como si de la cintura para abajo estuviera paralizada. Esta imagen también me aterra. Aquello que la habita le dice a un taxista, con voz cavernosa, que ahí tiene a la “puta de María Esperanza”, que resulta ser la madre, recién fallecida, del hombre. Como la madre de Karras, me acuerdo, sentada blanca e inmaculada en la cama donde Reagan se retuerce. Y además de todo esto hay momentos, hay progresiones, una historia contada a cuentagotas a lo largo de una relación afectiva que crece y se separa de los acontecimientos, y los mira duplicados en un vidrio negro que les devuelve sus caras cuando hablan, por la noche, con la luz prendida.
Yo quería saldar mi deuda, pero la duda. Entonces leí algunos fragmentos que compartían en internet, gracias a los cuales comprobé el uso del lenguaje, y se me despertaron los deseos. La buena noticia es que, también inconseguible en Buenos Aires, la compré para el Kindle. Me gustaría tenerla en papel, y por ejemplo ahora mismo jugar con el objeto que es un libro, abrirlo al azar y encontrarme un párrafo, o una frase, o una palabra interesante, que me produjera y me recordara algo. Pero ta. Y así empecé, de modo que:
Llegaron al canal por la brecha que sube del río, con las hondas prestas para la batalla y los ojos entornados, cosidos casi en el fulgor del mediodía. Eran cinco, y su líder, el único que llevaba traje de baño: una trusa colorada que ardía entre las matas sedientas del cañaveral enano de principios de mayo. El resto de la tropa lo seguía en calzoncillos, los cuatro calzados en botines de fango, los cuatro cargando por turnos el balde de piedras menudas que aquella misma mañana sacaron del río; los cuatro ceñudos y fieros y tan dispuestos a inmolarse que ni siquiera el más pequeño de ellos se hubiera atrevido a confesar que sentía miedo, al avanzar con sigilo a la zaga de sus compañeros, la liga de la resortera tensa en sus manos, el guijarro apretado en la badana de cuero, listo para descalabrar lo primero que le saliera al paso si la señal de la emboscada se hacía presente, en el chillido del bienteveo, reclutado como vigía en los árboles a sus espaldas, o en el cascabeleo de las hojas al ser apartadas con violencia, o el zumbido de las piedras al partir el aire frente a sus caras, la brisa caliente, cargada de zopilotes etéreos contra el cielo casi blanco y de una peste que era peor que un puño de arena en la cara, un hedor que daban ganas de escupir para que no bajara a las tripas, que quitaba las ganas de seguir avanzando.
Niños que avanzan como reclutas, armados y temerosos, reflejo ominoso de aquello en que podrían convertirse al crecer, sicarios obreros de la economía narca que gobierna esas tierras y casi toda la de México. Como bien apuntó cierto crítico que adoramos detestar, y que sin embargo no logramos dejar de leer, los narcos apenas intervienen en esta novela: observan, custodian. Pero esto no significa situar una novela en Veracruz y apartarse de la narrativa del narco, sino abordarla de manera más radical: la estructura narca como presencia omnipresente y omnipotente, un mal religioso fundido, licuado en la atmósfera de lo vivible. En las razones o sinrazones del asesinato de La Bruja.
**
Han pasado un par de semanas y no he terminado de escribir este comentario, que una mañana empecé a redactar a toda velocidad. Me detuve porque llegué a un bache en mi camino: la necesidad de cuestionarme los gustos y las preferencias, de admitir mi propio conservadurismo. Hay un párrafo aquí abajo que estoy a punto de borrar donde se mencionan categorías que para mí son añejas o están podridas o no son productivas: realismo sucio, costumbrismo, oralidad. Algo sobre Daniel Sada (tenemos que dejar de invocar al maestro Sada). Un ensalzamiento del oído finísimo de Melchor, también ya un lugar común de la crítica hacia esta obra, precedido por la queja sobre quienes lo intentan y no lo logran, y en cambio qué diferencia leer un párrafo como el que sigue:
A ver, chamaco, ¿cuántas puñetas llevas hoy? Te está saliendo pelo en la mano, loco, ¿ya te fijaste? ¡Mira, mira, el pendejo se fijó! ¿No que no tronabas, pistolita? ¿No que no te la jalabas? Pero esa verguita que tienes seguro ni se te para, ¿verdad? Y Brando, chiveado, rodeado de muchachos que fumaban y bebían, algunos de los cuales le doblaban la edad, les respondía: a huevo que se me para, pregúntale a tu jefa, y los vagos se cagaban de la risa y Brando se sentía orgulloso de ser admitido en ese círculo que se reunía en la banca más alejada del parque, aunque los pendejos se la pasaran burlándose de él, de su nombre fresa y mayate, de la seguramente microscópica verga que tenía, y sobre todo, del hecho de que Brando, a sus doce años, jamás le hubiera echado los mocos adentro a nadie.
Estos días he reflexionado más y no llego a ninguna respuesta clara, ni a maneras elegantes de decir esa cosa tan simple que quiero decir. En parte agradezco esta lectura si me ha colocado en un dilema en torno al realismo y la imaginación frente a la literatura, un dilema ante el que no podría posicionarme porque es una cuestión que sencillamente no puede resolverse. Pero es demasiada la violencia. Es insostenible. Recordaba al leer esta novela algo que sentí al leer American Psycho de Bret Easton Ellis, autor que alguna vez me interesó y que hoy no podría aburrirme más, pero que en el momento álgido de interés me produjo el horror suficiente para sentir que su lectura me estaba marcando en el sentido de algo que lacera, hiere, deja una cicatriz o una marca. Pensé: ésta es una lectura que me afecta físicamente y no deseo volver a someterme a ella nunca más (los capítulos donde describe pacientemente las torturas: quemarles los ojos a las víctimas con un encendedor, por ejemplo). No había sentido algo parecido desde entonces. Que es una lectura que sacude pero no sé si quiero repetirla jamás. En Temporada de huracanes es demasiada la miseria y la bestialidad y la misoginia de los personajes, hasta el hartazgo, hasta el cansancio, hasta el asco. Preguntarse, además, si no es así. Si no es verdad que es así. Y cuestionarse entonces si no se emplea a diario una ceguera selectiva. Pero no quiero decir algo tan plenamente vacío como que la realidad es así. Porque la literatura no es la realidad, porque pensar en la idea del reflejo tampoco nos sirve para pensar la literatura. Entonces me quedo con la duda, y pienso y pienso, y me encuentro en un problema que no puedo resolver, y de ahí que, al leerla, cuando la estaba leyendo, mi cara se contrajera en reacciones, en gestos, en muecas de asco y sorpresa y rechazo y, también, a menudo, admiración.
Pero hay dos momentos. Y acá podemos emplear la advertencia del comentarismo audiovisual del spoiler. En algo que para mí, en mi experiencia de lectura, va más allá de la estructura polifónica o coral, de la transición constante de voces y puntos de vista, de la prosa que se ha llamado alternativamente barroca o neobarroca (o, dirían de este lado del hemisferio, neobarrosa). Hay dos momentos. Uno, cuando comienza a deslizarse lentamente la idea de que La Bruja es, en realidad, un hombre travestido. El rostro que jamás emerge de esos ropajes negros. Su voz tipluda. No hay transición sino un lento descubrimiento, que por algún motivo me pareció terrorífico, magistral. La hija de la bruja, la niña canija sin nombre, siempre fue un niño criado como mujer. Pero no hay explicación, o confirmación, no hay nada salvo los sucesos fragmentados o refractados por la mirada de La Lagarta, Norma, Brando. Entonces el deseo por las pieles “color canela, color caoba tirando a palo de rosa” de los jóvenes trabajadores en la construcción de la carretera adquiere otro peso. Y que, entonces, la razón de las juergas en casa de La Bruja, donde se juntan aquellos chicos para meterse toda clase de drogas y llevar a cabo toda clase de actos anales, donde el deseo que rige es siempre de hombre a hombre, con pudor o con asco o con brutalidad, sea la realización de los sueños espectaculares, interpretativos, de esta Bruja en drag: una voz fea y dolorosamente sincera que se desgañita cantando, ante semejante público, canciones de Dulce o de Yuri. La escena, patética o grotesca, se vuelve un poco sublime bajo la mirada amorosa de Brando, que percibe a Luismi, con sus mejillas roñosas y su carácter taimado, como nadie más:
Pero lo más cabrón vino después, cuando el choto se cansó de ladrar sus canciones culeras y el que se paró a cantar al micrófono fue el pinche Luismi, y sin que nadie le dijera nada, sin que nadie lo obligara a hacerlo, como si el bato hubiera estado esperando toda la noche aquel momento para tomar el micrófono y comenzar a cantar con los ojos entrecerrados y la voz algo ronca por tanto aguardiente y tantos cigarros, pero aún a pesar de eso, no mames, pinche Luismi, ¿quién iba a decir que ese güey podía cantar tan chido? ¿Cómo era posible que ese pinche flaco cara de rata, hasta el huevo de pastillo, tuviera una voz tan hermosa, tan profunda, tan impresionantemente joven y al mismo tiempo masculina? Hasta entonces Brando no tenía idea de que a Luismi lo apodaban así por el parecido que tenía su voz con la del cantante Luis Miguel.
No hay momentos de alegría o de éxtasis en Temporada de huracanes. Hay miseria y hay violencia y hay pobreza. Pero aunque no me atreva, por coyona, a releer esta novela pronto, cuando piense en ella siempre voy a recordar esta escena, este pequeño oasis, la voz hermosa y profunda y joven y masculina del Luismi en medio del pantano y la mierda.
Una mano que no alcanza y un pie que se dobla, un cuello crispado y un golpe que se vuelve rutinario. Un desplazamiento que para ejecutarse denigra el cuerpo. Publicado en 2015 por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, Encoger el cuerpo. La tarea cotidiana de transportarse en la urbe pretende ofrecer un estudio sobre la manera en que el cuerpo se adapta a las condiciones de transporte de la Ciudad de México, pero su falla principal radica en que trabaja con percepciones. Si bien al inicio se presentan categorías como habitus, de Bourdieu, que da cuenta del esquema de acción y participación del individuo y la colectividad en el campo social, y proxemia, de Hall, que organiza la aplicación de los sentidos para distinguir espacios y distancias, el grueso del trabajo se centra en las encuestas aplicadas a 589 usuarios del transporte público durante el mes de octubre de 2010. Pocas veces se vuelve a estos conceptos, y el libro se concentra en enlistar tablas y porcentajes de respuestas a preguntas como ¿Considera que los asientos son adecuados para su persona? El problema es que, tal vez por la condición de la aplicación de la encuesta –durante el trayecto– o por el habitus mismo de los encuestados, las respuestas son tímidas, indulgentes a veces, y no son capaces de pintar el panorama verdadero de malestar emocional y corporal que implica trasladarse en la segunda zona conurbada con el mayor número de población del planeta, “cuyo monto es superior al que contienen, por sí mismos, 75% de los países del mundo” (p. 15).
A pesar de lo anterior, el trabajo de José Íñigo Aguilar Medina aporta datos valiosos a la discusión en torno al transporte público, sobre todo al hacer énfasis en que se trata de una cuestión de clase, supeditada al capital económico, cultural, social y simbólico del individuo. Obligarlo a realizar traslados en vehículos inadecuados, sostiene Aguilar Medina, “se convierte en una más de las acciones discriminatorias, e invisibles, que los habitantes de esta región deben asumir con resignación y de manera cotidiana” (p. 18).
El traslado en la urbe se divide en dos categorías: público y por tanto masivo, o a bordo de vehículos privados, que sin embargo “siempre hacen uso del espacio público” (p. 14). Este último, aunque mueve un número menor de usuarios, ocupa el 70% del espacio destinado a las vías de comunicación.
El análisis cubre los servicios ofrecidos por el metro, el metrobús, el tren suburbano, el tren ligero, el RTP (Red de Transporte de Pasajeros del Distrito Federal), la pesera (en sus modalidades de microbús y camión), y el trolebús. De ellos, el peor valorado es la pesera por sus pésimas condiciones ergonómicas y mobiliarias. El metro, a su vez, es el transporte predominante y el que mejor define la locomoción dentro de la Ciudad de México, pero uno de los más difíciles por sus condiciones de hacinamiento, sobrecupo y número de incidentes, entre los que la riña y el robo se encuentran en primer lugar.
Una parte importante de Encoger el cuerpo se encarga, precisamente, de estudiar el cuerpo de quienes se transportan en la ciudad: así, la media de estatura en los entrevistados es de 1.63 metros de estatura y 67 kilos, con el 48% de ellos con sobrepeso y sólo 1.2% por debajo de su peso. Sin embargo, de nuevo quizás por el carácter presuroso y poco profundo de la encuesta, la mayoría dice encontrar adecuadas las condiciones estructurales de los vehículos, sean estas escaleras, altura de pasamanos, asientos, pasillos y puertas. Hay que resaltar, por ejemplo, que el metrobús es el peor valorado en su sistema de puertas, que “arrollan a quienes se encuentran en su paso” (p. 78.) También que, teniendo las condiciones para hacerlo, Aguilar Medina haya decidido no llevar su estudio a una discusión sobre género, y cómo se diferencian las experiencias de traslado de hombres y mujeres.
El motivo de viaje del 38.8% de los entrevistados es por trabajo y, por estudios, del 24.4%, lo que hace suponer que se trata de viajes constantes, rutinarios, diarios: el 33.8% cambia de vehículo en dos ocasiones, mientras que el 4.1% y el 1.4% hace 4 y 5 transbordos, respectivamente. Es evidente que la mayoría de los usuarios elige el transporte por rapidez y conveniencia, y que por lo general busca la ruta más corta, pero la capacidad de elección es exigua: se usa lo que hay. Si “el traslado representa la coexistencia efímera en un espacio reducido y móvil, muchas veces agresivo” (p. 116), la adquisición de un vehículo privado responde a la necesidad de evitar la vejación que presupone viajar en colectividad.
Aunque Aguilar Medina concluye su libro con el extraño recordatorio de que la postura corporal modifica los niveles de testosterona y cortisona (una posición encogida por más de dos minutos aumenta la producción de cortisol, la hormona del estrés, mientras que una posición expandida aumenta el de la testosterona, “la hormona del poder, de la seguridad, del sentirse bien”), es fundamental volver a uno de sus argumentos iniciales: el de la necesidad de vincular de manera urgente, tanto en la Ciudad de México como en el Estado de México, las políticas públicas de vivienda y transporte. Que transportarse desde la periferia no sea sinónimo de un menoscabo a la dignidad del cuerpo que, a diario, se desplaza para trabajar, estudiar, recrearse y, en una palabra, vivir.
Encoger el cuerpo. La tarea cotidiana de transportarse en la urbe
José Íñigo Aguilar Medina
Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2015