2006, año cero

2006 – antes

La ley Televisa es el tema. Javier Corral, político panista, es el héroe. Las cosas transcurren detrás de cámaras, a prisa, durante meses preelectorales. Una ley hasta entonces intocable, que navegaba sin modificación alguna desde su publicación el 19 de enero de 1960, fue sometida de repente a una serie de reformas que así, a simple vista, levantaban varias sospechas. Primero, lo superficial: que fuera aprobada casi por unanimidad, en siete minutos y sin lectura previa, situación que a cualquier sujeto observador le haría levantar la ceja. Luego: que se hiciera en marzo de 2006, meses antes de una elección cuyas campañas fueron reñidas y estuvieron teñidas de desconfianza y acusaciones. Tercero: que las reformas a la ley estuvieran diseñadas para beneficiar, sin nombrarlas, sin referirse jamás a ellas, a las cadenas televisivas con mayor capacidad económica (en México, Televisa y TV Azteca). Cuarto: que todo aquel que fuera inteligente, no tuviera ninguna filiación económica con las cadenas antes citadas y sintiera el mínimo compromiso hacia la democracia y el libre mercado, sentenció irresueltamente lo injusto de las reformas. Cuarto: que visto lo anterior, aunque tuvo la oportunidad de hacerlo, Vicente Fox no vetara la ley.

Luego estaban las elucubraciones: que la reforma urgía antes de que se diera el caso de que Andrés Manuel López Obrador se convirtiera en presidente y decidiera, como Hugo Chávez con la cadena Radio Caracas Televisión, no renovar las concesiones de Televisa pactadas en años que caían, justamente, en el sexenio 2006-2012. Y que lo hiciera por compromiso con la cultura y los anti-monopolios o por mero espíritu vengativo poco importaría, porque la posibilidad era real. Tal era el horror. Había que cambiar el método de concesiones, entonces, hacia uno que las pusiera en subasta y le diera 20 años de posesión al mejor postor. Una subasta. Y si algunos medios pequeños, sin anunciantes, que fabricaban contenido visto por una ínfima cantidad de la población, no podían financiar su concesión, ni modo, qué más daba, que cedieran ese espacio a los que pudieran costearlo.

Entonces.

La ética (deontología) de los medios de comunicación. El cuarto poder. El peso de la señal de televisión abierta en la idiosincrasia mexicana: según Jenaro Villamil, en su texto La responsabilidad social de los medios, presentado en el Coloquio Veracruzano de Otoño, los medios en México “confunden lo aburrido con lo absurdo. Consideran que el “entretenimiento” es la infantilización constante de las audiencias. Y llegan al extremo de justificarse: eso es lo que la gente quiere ver. La demagogia telegénica. ¿Qué otra cosa pueden ver si no existen alternativas reales para un 70 por ciento de los 27 millones de hogares que sólo tiene acceso a televisión abierta?”

La influencia del monstruo de los medios masivos quedaba probada. No entra en discusión aquí la bien habida acción de inconstitucionalidad que se presentó en contra de la ley un año después, con el héroe de la película liderando a los senadores renegados, Javier Corral. El tema es que, en 2006, los medios de comunicación tienen la batuta y son los que mueven los hilos. El peligro para México, su máximo triunfo, fue recitado como sonsonete por quienes no podían nombrar los motivos de su aversión hacia cierto candidato más que de esta forma sucinta.

La televisión podía coronarse la vencedora absoluta de las elecciones 2006.

 

2012 – antes

Un candidato protegido por una figura oscura se casa con una actriz de telenovelas. Parece la trama de esas novelas baratas que uno compra en las librerías de los aeropuertos. Además, tiene toda clase de complicaciones narrativas fascinantes: una esposa muerta, un político guapo y joven, un estado lleno de dinero. Sus aventuras aparecen en la revista más leída en México, TV Notas (cobertura que se justifica puesto que el candidato está casado con una “celebridad”). Los noticieros televisivos se alinean. Los periodistas que trabajan para el grupo, también. Loas al joven candidato.

Una nueva batalla (¿es una batalla?) se libra en otro lugar: internet. Las discusiones que antes se propiciaban más frecuentemente en salones de clase, cantinas, oficinas y demás, ahora se trasladan a las redes sociales. Éstas, gracias a la posibilidad de reducir o sintetizar un discurso, resultan atrayentes tanto para la comunidad como para los medios de comunicación tradicionales. Hay reporteros de periódicos con larga o mediana trayectoria que arman notas enteras con una selección arbitraria de tweets. Los temas de estas notas son las reacciones de las redes sociales frente a un determinado evento; en las cabezas siempre se les agrupa así, redes sociales, como si el conglomerado de distintas personas que escriben en internet fuera una sola, una especie de niño burlón e irrespetuoso al que nadie obliga a guardar las costumbres.

Si nos ponemos numéricos, México es un país rezagado. En 2010, sólo 22.2% de los mexicanos tenía acceso a internet en casa (cifra del INEGI). Eso contrasta con la cifra proporcionada más arriba: casi todos los mexicanos ven la televisión y casi todos los mexicanos ven, particularmente, televisión abierta.

¿Hay alguna batalla librada en un medio que, por creencia popular, se asume más liberal y reflexivo o, por lo menos, más crítico? ¿Las redes sociales pueden subvertir el efecto creado por la televisión (el candidato guapo e impecable) con una disección, no política sino en clave de burla, hacia su protegido? ¿Y no es ese el papel de los críticos en años anteriores?

Fernando Belaunzarán, analista político con alta presencia en las redes sociales y autor del libro Desde la izquierda… Herejías políticas en momentos decisivos, opina que medios como Twitter y Facebook (pero sobre todo el primero) serán una trinchera en las próximas elecciones presidenciales: “la campaña electoral será un incentivo para que entren muchas (personas) más (a las redes sociales), pues son el medio ideal para que los ciudadanos de todas las tendencias se expresen y los temas públicos sean abordados de manera libre”.

 

Soy más inteligente que el resto, el experimento

Pro

En You Are Not So Smart: Why You Have Too Many Friends on Facebook, Why Your Memory Is Mostly Fiction, and 46 Other Ways You’re Deluding Yourself, David McRaney presenta esta disyuntiva: estás sentado en un avión cuyo techo acaba de salir volando. Desde donde estás puedes ver el cielo. Hay columnas de fuego a tu alrededor. En las paredes se han formado huecos para escapar.

¿Qué haces?

Según la estadística, nada.

Contra

El 5 de junio de 2009, durante el incendio dentro de la guardería ABC de Hermosillo, Francisco Manuel López Villaescusa estrelló su camioneta contra la pared. Una acción lleva a una consecuencia: decenas de niños y bebés que habrían ardido en el fuego vivieron. O tal vez, en lugar de acción, podemos llamarlo reacción.

Ocho de diez personas aseguran que, en caso de incendio, reaccionarían rápidamente. Buscarían vivir. Abrirían los boquetes de un avión que está ardiendo y se arrojarían a la libertad.

O eso creen.

Pro

La primera vez que leí del bystander effect quedé impresionada.

En 1964, una mujer de 28 años fue asesinada brutalmente afuera de su edificio en Queens. Eran las tres de la mañana y los periódicos que cubrieron la noticia afirmaron que Kitty Genovese, la víctima, pidió auxilio enfrente de 38 vecinos que no hicieron nada.

El síndrome fue designado bystander effect, el efecto del espectador. El fenómeno indica que durante una emergencia en un lugar público, por ejemplo un asalto a mano armada, hay menos probabilidades de que los concurrentes reaccionen mientras más gente esté presente. La explicación es simple: la responsabilidad de actuar sobre la desgracia ajena se reduce si alguien más puede hacerlo. El individuo ordinario supone que el de al lado hará algo, que alguien más se encargará.

David McRaney presenta la disyuntiva así: si te quedaras sin gasolina ni batería en tu celular, ¿dónde crees que sería más probable encontrar ayuda, en una avenida repleta de gente o en el paraje solitario de una autopista?

Ahora sabemos que en el paraje.

Contra

En septiembre de 2009, un ambientalista radical disparó a quemarropa contra dos personas en el metro Balderas. Uno de ellos era soldador y laminero, Esteban Cervantes Barrera. La gente lo llama el héroe de metro Balderas. Mientras los demás pasajeros del vagón se quedaron expectantes, inmóviles, Esteban intentó desarmar al homicida.

Según McRaney, las personas que sobreviven tragedias han estado antes en una. Incendios, tifones, terremotos. Tienen el sentido de alerta mejor trabajado, porque saben prevenir. Miran hacia delante.

Su ejemplo es el que cito al principio de este texto: en 1977, en Tenerife, ocurrió la peor tragedia aérea de la historia. Entre niebla densa y señales de radio débiles, el piloto de un KLM con 248 pasajeros intentó despegar sin saber que más adelante estaba estacionado un Pan Am, con 396 pasajeros. Las llamas envolvieron al primero, matando instantáneamente a todos sus pasajeros. El segundo tardó un minuto en incendiarse, lapso en el que 61 personas (incluyendo tripulación y pilotos) lograron salvarse.

Uno de ellos, Floy Heck, citada por el Daily News del 29 de marzo de 1977, declaró: “Me arrastré fuera del avión y al mirar atrás vi a los demás de mi grupo (Floy viajaba con 40 personas de su casa de retiro) rodeados de fuego, sin moverse ni decir nada. Fue como esa película de Hindeburg” –y el periódico explica que se trata del avión alemán que se incendió en Lakehurst, New Jersey, en 1937.

Contra

La entrada en Wikipedia sobre el asesinato de Kitty Genovese es inquietante (aunque es Wikipedia y citarla hace perder varios puntos de credibilidad al citante). Revela detalles como que Genovese era lesbiana y vivía con su pareja. Que el asesino, Winston Moseley, la violó mientras ella agonizaba. Que sigue vivo. Es negro. Que escapó una sentencia de muerte y en una visita al hospital luego de autoinfligirse heridas, violó a una mujer enfrente de su esposo. Pero más importante, más allá de los detalles escalofriantes, rayanos en el lugar común, que en realidad no había 38 vecinos observando. Algunos incluso no escucharon o pensaron que se trataba de una pelea de pareja. Nuevas interpretaciones colocan el incidente en la discusión de género: ver a un hombre maltratar a una mujer es normal. O lo era, en 1964.

Pro

El libro de McRaney es un compendio de experimentos dirigidos a una tesis final: no eres tan inteligente como crees.

Roy Campos, presidente de Consulta Mitofsky, la casa encuestadora más importante de México, me contó esta anécdota: durante las conferencias que da a menudo en universidades, pregunta lo siguiente a los estudiantes:

¿Ustedes creen que las encuestas moldean la opinión de la gente?

Casi todas las manos se levantan.

¿Ustedes deciden su voto después de leer una encuesta?

Ninguna mano se levanta.

La creencia común es que la propaganda política y la publicidad afecta e influencia a la gente, pero no a uno mismo. Yo soy más inteligente que eso. Yo me doy cuenta de las cosas, puedo ver los hilos que se mueven detrás. En un experimento de 2003 citado por McRaney, colocaron a gente común en pares en una habitación, con el objetivo de negociar la repartición de diez dólares. Si en el cuarto había decoración neutral, la gente tendía a dividir la suma a partes iguales. Si, en cambio, la parafernalia era de negocios (un maletín, una pluma fuente, etcétera), los sujetos adoptaban una posición negociante, ofreciendo mucho menos de la mitad. Pero nadie era capaz de explicar por qué.

Es imposible saber cómo reaccionaríamos en un evento determinado. No sabemos qué tan buenos samaritanos somos hasta que estamos en una posición donde podamos comprobarlo. Con toda seguridad, nos creemos ligeramente más inteligentes que el resto.

Pero la verdad comprobada, la empírica, dicta todo lo contrario: no escaparíamos a la libertad. No ayudaríamos a Kitty Genovese. Y seguramente, aunque luego de terminar de leer esta frase opinemos lo contrario, somos más idiotas de lo que pensamos.

Top Gear, cuando el humor deja de ser gracioso

Leo en Wikipedia que el programa Top Gear lleva transmitiéndose desde 1977 por la BBC de Londres. El tema fundamental, coches. En 2002 le dieron un giro cómico: ahí entran en escena nuestros protagonistas, Jeremy Clarkson, James May y Mark Hammond, tres ingleses desabridos con dentaduras lamentables. O así es como el estereotipo nos obligaría a imaginarlos.

El escándalo ya se sabe: en su penúltima transmisión, mientras comentaban el automóvil deportivo de manufactura mexicana, Mastretta, los tres conductores se dieron vuelo “bromeando” sobre la ironía de que un coche tenga origen mexicano, visto que los mexicanos son flatulentos, perezosos y pasados de peso. En otras palabras: pedorros, huevones y marranos. Otros comentarios distinguidos fueron: “Los mexicanos no pueden cocinar, toda su comida es como vomitada con queso encima” (los mexicanos, indignados, respondemos que nuestra cocina es patrimonio cultural de la humanidad y que la inglesa llega a su máximo nivel de sofisticación con el fish & chips) , “imagínate despertar y recordar que eres mexicano, sería brillante, porque de inmediato puedes volverte a dormir”  y “no recibiremos ninguna queja por esto porque el embajador va a estar sentado con su control remoto (roncando)” (los mexicanos les recordamos que Eduardo Medina Mora ya tuvo su dosis de no hacer nada mientras fue Procurador General de la República). Llama la atención cómo en ningún momento analizaron las ventajas o desventajas del  automóvil, el real propósito de incluirlo en el show.

Más allá de que, en efecto, el embajador presentó al día siguiente una queja ante la BBC, exigiendo disculpas por el “despliegue de prejuicios e ignorancia” por parte de los tres presentadores, lo que me sorprende respecto al escándalo fue la reacción de los mexicanos. Por una parte, los genuinamente ofendidos, muchos de los cuales incluso exigieron veto hacia el programa y  la cadena (El Instituto Mexicano de la Radio decidió suspender la transmisión de los contenidos de la BBC, pero reconsideró su postura al día siguiente con un comunicado de prensa). Por otro lado, se desplegó un curioso fenómeno: los ofendidos por los ofendidos.

Desde las redes sociales, cientos de liberales, que desde luego no se sintieron aludidos por las bromas de los ingleses, se erigieron como la parte ecuánime del asunto, acusando de pueriles y “chillones” a todos aquellos que criticaron los comentarios hechos en Top Gear.

Héctor J. Coronado, conocido en la blogósfera como Control Zape (@control_zape), escribió: “En vez de indignarse por lo que dicen los de Top Gear, aprendan a construir con sus manos. Sin quejarse ni esperar el viernes” (sic) y “A la lista de características mexicanas que mencionó Richard (sic) Hammond le faltó agregary no aguantan vara”. El tuitero @doctor_marmota también aportó: “Puro pinche chillón con lo de Top Gear. Las bromas étnicas sirven para cualquiera y el que no las sabe tomar a la ligera, es un patriotero” y “En lugar de indignarse de que hagan chistes sobre el cliché de que somos huevones, jodidos y comemos mierda, pregúntense de dónde viene”.

Los comentarios por el estilo continuaron durante todo el día (1 de febrero, el día que el “escándalo” se destapó). Casi todos tenían la misma estructura:  “En lugar de ofenderse por lo de Top Gear, oféndanse por: narcobloqueos en Guadalajara/el caso Marisela Escobedo/la guerra contra el narco/Felipe Calderón/la televisión mexicana, etcétera”.

El incidente desveló un fenómeno que me parece curioso: la intolerancia hacia la intolerancia. Podemos comprender que un amplio sector de la población experimentara disgusto por los comentarios de los presentadores ingleses: durante años, el mexicano ha sido estereotipado en la cultura pop como un ranchero ataviado con sarape (la sábana con un hoyo en medio que Hammond y compañía no pudieron nombrar), sentado a la sombra de un cactus sobre un desierto enorme salpicado de iglesitas miserables. Ya que Hollywood ha perpetrado insistentemente dicho estereotipo –pensemos en Speedy González, que a pesar de ser mexicano parecía estar en un constante rush de cocaína– parece natural que el resto del mundo haga suya esta percepción y  mire a los mexicanos de esa forma. Es el mismo motivo por el que imaginamos a los franceses como mimos con boina y camisa de rayas, a los italianos como chefs obesos de espeso bigote y a los rusos como cosacos perpetuamente borrachos. La pregunta es: ¿qué tan inteligente o siquiera medianamente verosímil es prolongar estereotipos obsoletos e incongruentes ya?

Lo que me resulta difícil de comprender es por qué tantos mexicanos asumirían una postura tan intolerante, justificando una broma que, de entrada, es de mal gusto y sobra en el contexto en el que apareció. Hay una delgada línea entre la burla políticamente incorrecta, aquella que echa mano de lugares comunes y se regocija en el mero hecho de poner el dedo en la llaga, y la burla desatinada y fuera de lugar. Los ingleses de Top Gear cayeron en esta última. No se trata de satanizarlos, pero tampoco de defenderlos y mezclar los temas: ofenderse por lo que dijeron no equivale a ignorar lo que ocurre en el país; más bien, me suena a que la misma gente que toma con tanta naturalidad estos comentarios es la que se queja del tráfico que las marchas generan. Mexicanos que, desde el falso bastión de la neutralidad, se enjuician unos a otros pero aceptan la crítica ajena.

El periodista mexicano Enrique Acevedo, ganador dos veces del Premio Nacional de Periodismo, escribió en el periódico en línea The Periscope Post un artículo esclarecedor y enteramente objetivo sobre los comentarios hechos en el programa inglés. Su conclusión es definitiva: la emisión del 30 de enero fue como “ver un episodio de una película gringa de bajo presupuesto, en la que el protagonista queda varado en un pueblo que luce como Tijuana hace 150 años. Es un estereotipo ridículo y un lugar común aburrido que no tiene cabida en el horario titular de la BBC”.

Estoy con Acevedo cuando afirma que, más allá de ofender a una nación entera, lo que los titulares de Top Gear hicieron fue mala televisión. Y, aparentemente, llevan haciéndolo desde su renovación (es un decir) en 2002: acusados constantemente de cimentar su humor en estereotipos y en burlas recalcitrantes, han recibido quejas por comentarios homofóbicos y racistas. Sí, del tipo: un gallego quiere cambiar un foco…

Algunos hechos claros: la exigencia de Medina Mora no puede reprochársele, ya que incluso, de no haberla hecho, habría suscitado más críticas. Era, posiblemente, la única forma de reaccionar ante el comentario de Jeremy Clarkson.Y en eso no estuvo solo: el parlamento británico presentó un punto de acuerdo para que la cadena ofreciera una disculpa pública por los comentarios considerados “inaceptables e inoportunos”, dado que las excelentes relaciones diplomáticas entre nuestro país y el Reino Unido, específicamente Inglaterra, pueden resquebrajarse gracias al que, de otra manera, se consideraría un desliz menor. Sobre todo, en vísperas de la visita del vice primer ministro, Nick Clegg, a México. Hay hilos sutiles en la diplomacia que no deben halarse demasiado.

La BBC obedeció… Pero de qué forma. Se disculpó ante Medina Mora, pero defendió el humor de los chicos de Top Gear porque, sencillamente, así son sus bromas: “Nuestros propios comediantes se burlan de que los británicos son malos cocineros, los italianos son desorganizados y dramáticos; los franceses, arrogantes y los alemanes, ultra organizados”. Bueno, podemos estar de acuerdo en que ningún alemán se ofendería por ser etiquetado como un tipo muy organizado. El colmo: Clarkson tituló su columna en el periódico The Sun, “Lamento mucho… que no tengan sentido del humor”. Recicla los mismos argumentos de la BBC, básicamente: así es nuestro humor y si no pueden lidiar con ello, es su problema. Remata con un chiste: “¿Por qué los mexicanos no tienen un equipo olímpico? Porque todo aquel que puede correr, saltar o nadar ya está del otro lado de la frontera”.

Sobre este asunto quedan muchas reflexiones al aire. Está, por ejemplo, la estudiante mexicana de joyería, residente en Londres, que interpuso una demanda a la BBC. Están, por el otro lado, los que no se ofendieron por las bromas, pero sí se ofendieron porque varios mexicanos se ofendieron: los tuiteros antes citados, abusando de una ecuanimidad de la que a todas luces carecen. Están los que determinaron no volver a ver una sola emisión de Top Gear, personas de susceptibilidad frágil. Y también están los creadores del Mastretta MXT, una familia mexicana que le apostó todo a un auto deportivo con acabados de lujo y un costo de 690 mil pesos, que irónicamente obtuvo la publicidad deseada de la peor forma posible.

Si me preguntan si debemos sentirnos ofendidos, mi respuesta tiene que ser un tanto conservadora: sí. Estamos en pleno año 2011, hay protestas en Egipto tratando de desterrar una dictadura atroz, países en el Medio Oriente que despiertan en las calles de una existencia adormecida y esclavizante, cubanos tratando de comunicar a escondidas la realidad de su país, y miles de mexicanos muriendo cada día en lo que cada vez se parece más a una guerra civil. No estamos para estereotipos ni para lugares comunes. Si el humor de los señores de Top Gear tendrá la misma sutileza que un jueves de cantina con Ortiz de Pinedo, eso sólo significa que no han sabido portar con dignidad la tradición del humor inglés. Ahí tienen a sus maestros, los integrantes de Monty Python, que cuando quisieron hacer un comentario sobre las características de las naciones, escribieron un sketch en el que los filósofos alemanes se enfrentan a los filósofos griegos en un partido de futbol. Su disculpa me suena más a justificación y a soberbia, y a que no han podido comprender que su humor está lejos de ser humorístico.

La verdadera broma de Kundera

La Real Academia de la Lengua Española define la ironía como una “burla fina y disimulada”. Justo ahora, a 42 años de la publicación de su primera novela, la palabra que más me gusta para definir la narrativa de Milan Kundera es esa: ironía.

No es gratuita esta interpretación. El año pasado ocurrió un sisma en la comunidad literaria: el escritor checo, el mismo alguna vez considerado (aunque jamás galardonado) para el premio Nobel, fue acusado de haber delatado a un presunto espía en 1950, mientras aún militaba en el Partido Comunista.

Tampoco es gratuito que haya usado la palabra “acusado” y no otra. En ella viene implícita la acción: la revista Respekt, de origen checo, publicó una investigación, basada en archivos policiales, que aparentemente desvelaba la pavorosa realidad: Kundera había sido un soplón.

La acción era deleznable en tanto que descubría una faceta oculta de la personalidad del escritor checo y, peor aún, ponía en entredicho todo un sistema de creencias en torno a él y su literatura. Las novelas más representativas de Kundera, de La insoportable levedad del ser al Libro de la risa y el olvido, tienen un eje temático similar: el comunismo como un régimen represor, que persiguía y condenaba a los que no comulgaban con sus ideales.

Aparentemente, el Kundera de 21 años se presentó en una estación de policía el 14 de marzo a las cuatro de la tarde para denunciar a Miroslav Dvoracek como agente encubierto. Este hecho, de una simpleza aterradora, originó la aprehensión de Dvoracek, quien fue sentenciado a 22 años de cárcel y terminó sirviendo 14 en una mina de uranio.

La historia se complica en un argumento que perfectamente pudo haber sido la trama clave de cualquier novela de Kundera: Dvoracek era el amante de Iva Militká, novia de Ivan Dask, quien por entonces era amigo de Kundera.

El hilo de acontecimientos, según Respekt, era el siguiente: Dvoracek le contó a Militká que era un piloto militar desertor, que después volvió a Checoslovaquia como espía occidental. Militká le contó esto a Dask, quien se lo contó a Kundera, quien se presentó en la estación de policía y precipitó los hechos que hoy, 58 años después, condenan al escritor irreversiblemente.

¿Delación de honor? ¿Venganza informal? ¿Lío de faldas? ¿Qué ocurrió realmente?

La broma

Milan Kundera publicó su primera novela en 1967: La broma es la historia de una fruslería que cambiaría por siempre la vida de su protagonista, Ludvik. Un estudiante universitario, henchido de orgullo y vitalidad, parte activa del Partido Comunista, quiere probar el amor de su ligue veraniego, Marketa. Separados por un curso ideológico que afilará el intelecto de Marketa, Ludvik le manda una postal provocadora en la que se burla inconscientemente del comunismo y sus prosélitos, y en la que declara:“¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez”.

Esta simple broma, tomada literal por la poco perspicaz Marketa, suscita la expulsión del partido de Ludvik, quien tiene que hacer trabajos forzados en una mina para desertores o “simpatizantes confundidos”. Sus estudios universitarios, su futuro, sus perspectivas, su ideología misma: todo es extirpado de raíz.

Ludvik lo resume con una frase desoladora: “todos los hilos habían sido arrancados”[1].

Al final, la verdadera broma no es tanto el chiste irreflexivo de su juventud, sino el curso de su vida misma, la broma que acabó siendo esa vida incompleta, mutilada de origen, en la que Ludvik giró alrededor de un satélite insignificante puesto en una postal.

A pesar de todo, y Kundera lo ha establecido tajantemente, La bromaes una historia de amor, la persecución continua de una mujer, Lucie, a la que Ludvik llegaría a amar de un modo inocente, casi intuitivo, y contra toda circunstancia.

La defensa

Naturalmente, todo lo hasta aquí escrito tiene el tufillo de la coincidencia y la sanción moral. Más allá de eso, los hechos.

Desde la publicación de La broma, un éxito editorial automático, Milan Kundera se convirtió en algo así como un apestado cultural en la entonces Checoslovaquia. Expulsado en 1950 y luego readmitido en el Partido Comunista seis años más tarde, su “biblia contrarrevolucionaria” lo hizo exiliarse de su patria y establecerse en Francia, donde se asentó y cambió su nacionalidad.

Milan Kundera es el ejemplo perfecto del que no es profeta en su propia tierra, donde apenas hace tres años se hizo una segunda impresión de su novela más famosa, La insportable levedad del ser. Fuera de ese universo, claramente marcado por el totalitarismo soviético, Milan Kundera es aclamado. Se trata de una celebridad literaria, uno de los escritores vivos más importantes, y su obra es considerada ya indispensable en la literatura contemporánea.

La investigación de Respekt, según asentó Fernando de Valenzuela en su ensayo “La ventana de los espías”[2], tiene inconsistencias pasmosas: basa su argumento en el nombre de Milan Kundera aparecido en uno de los reportes policiales, con tantas lagunas en legibilidad y discurso, que resulta casi increíble pensar que algo así se tomara como prueba definitiva de la culpabilidad de Kundera.

Más importante aún, y como el mismo De Valenzuela asentó, al ser él traductor y experto en la lengua checa, los reportes parecen indicar que fue Militká quien denunció a Dvoracek. El mismo acusado, que para coronar la ironía, sufrió recientemente un ataque al corazón, continúa en la creencia de que fue ella quien lo traicionó. Otros, como Juan Goytisolo en El País, y apoyado en el texto de un historiador praguense, Zdenek Pesat (que afirma conocer de primera mano los hechos), aventuran que fue el mismo esposo de Militká quien acusó a Dvoracek, pero con el propósito de protegerla, pues la relación con desertores/espías era muy condenada y ella estaba justo en el ojo del huracán.

La cuestión sobre quién lo hizo importa muy poco al final, pero pone de relieve todo un entramado de acusaciones y señalamientos que equivalen a una moderna quema de brujas contra Kundera.

¿El premio Nobel? Desde luego que eso ya puede irse escapando de los planes de Kundera, y a esta infeliz eventualidad se le suman infames documentos donde los escandalizados piden deshacerse de todos los libros del escritor francés de origen checo.

Estas respuestas instantáneas, de una supuesta alta moralidad, me provocan una rabia difícil de definir. En la condena viene implícita una superioridad demasiado etérea como para admitir semejante falta de un ser humano: para ellos, la delación es tan execreable como los crímenes contra la humanidad, y no admite tolerancia alguna. Sobre todo si, de semejante hecho, se desencadenó el “sufrimiento” de un congénere. Lo que estos individuos procuran soslayar es que la delación no es otra cosa que un sinónimo de acusación, que a su vez es sinónimo de la condena que ellos mismos ejercen, y en tal sentido son tan despreciables como el objeto de su desaprobación.

Al final: la redención

Y sin embargo, a la luz de todos los hechos que he expuesto, me gusta pensar que lo hizo. De este modo, cada libro suyo operó como una expiación anónima, íntima, de su pasado en las juventudes socialistas. Los pecados de juventud no recaen en los hechos, sino en las creencias. Kundera no estaba equivocado, en el sentido más maniqueísta del término, por haber delatado a un espía. Si acaso hubo equivocación en él, estuvo del lado de su ideología, ¿pero cómo culparlo si al fin era un joven checo criado en un contexto sociohistórico determinado, ineludible, del que era imposible separarse? Sus novelas subsecuentes denuncian la represión, y son más importantes en la medida en la que él formó parte de ese conglomerado ideológico, y él creía en eso, y él militaba con absoluta libertad en el Partido Comunista.

Para apoyar esta teoría, que a mi juicio engrandece su obra y la dota de una complejidad distinta a la usual, un pasaje en La broma:

“… la mayoría de la gente se engaña mediante una doble creencia errónea: cree en el eterno recuerdo (de la gente, de la cosas, de los actos, de las naciones) y en la posibilidad de las reparaciones (de los actos, de las injusticias). Ambas creencias son falsas. La realidad es precisamente lo contrario: todo será olvidado y nada será reparado. El papel de la reparación (de la venganza y del perdón) lo lleva a cabo el olvido. Nadie reparará las injusticias que se cometieron, pero todas las injusticias serán olvidadas”[3].

¿Es posible pensar acaso que toda la obra de Kundera es una broma prolongada? Una denuncia luego de la denuncia: el tipo que mata a un ciervo y de pronto, motivado por la culpa o el desazón o sin motivo alguno tal vez, condena la cacería con avidez.

Me gusta pensar en el Kundera atormentado, que busca su redención a través de las palabras. Pero, como su Ludvik imaginario, ha sido objeto de una broma de una magnitud imposible, y su pasado poco importa. Tal es la verdadera ironía.


[1] Kundera, Milan. “La Broma”. Editorial Planeta Mexicana S.A. de C.V.  México, DF. 1999. Pp 61.

[2] Revista “Claves de razón práctica”, número 188, diciembre, 2008. Pp 48-51.

[3] Op. Cit. Kundera, Milan.

 

El fantasma de Sylvia Plath

Hace poco estuve en Nueva York por primera vez. La ciudad es abrumadora e intimidante, y celebré mi admiración no confesada perdiéndome en el metro durante una tarde entera. Ahí encerrada, tomando un tren tras otro, regresando sobre mis pasos, mirando los andenes oscuros y húmedos, pensé en los fantasmas de la ciudad: Nueva York no se sostiene en el presente, sino en una delicada trama de evocaciones y homenajes.

Desde luego, mi idea de la ciudad estaba fundamentada en todas las películas que había visto y en todas las novelas que había leído cuya acción tomaba lugar ahí: el peligro de llegar a un  lugar que se conoce tanto, a pesar de nunca haber estado en él, radica en perder la posibilidad de sorprenderse. ¿Cómo haría mía una ciudad tan grande, tan recorrida, tan narrada y reconstruida por otros antes de mí? ¿Qué había en ella para apropiarme y conquistar a partir del descubrimiento?

De entre todos los fantasmas que vi, por ejemplo en la esquina de la quinta y la 57, frente al letrero de Tiffany & Co, hubo uno que me siguió con especial intensidad: el de Sylvia Plath. Leí su única novela, The Bell Jar, mientras caminaba por las calles calurosas y caminaba una, cinco, diez cuadras, tal vez deseando alcanzar las 47 que la protagonista, Esther Greenwood, recorre en una sola noche.

Greenwood siempre fue un alter ego demasiado evidente de la misma Plath. Fue por ello que retrasó la publicación de la novela, en la que narra la espiral descendente en la que cae una joven poeta una vez que renuncia a las convenciones de una vida que, sabe, ya no le pertenece. Igual que Sylvia a su edad, y mientras estudiaba en el Smith College, Esther gana una especie de beca para pasar un mes en Nueva York como editora junior de una revista de modas. La narración empieza en el verano caluroso de 1953, el verano que electrocutaron a los Rosenberg, una pareja comunista acusada de espionaje. A pesar de su determinada vocación por las letras, que no abandona ni en sus momentos de mayor depresión, Esther Greenwood se enfrenta a la sinrazón de la vida con la misma vehemencia que el personaje más recordado de Camus.

Sin saber que la imitaba, quise saber si habría alguna forma de entender el misterio y la magnificencia de la ciudad. Después del poco exitoso primer día, me desperté muy temprano al segundo y tomé el metro para llegar a las escaleras del puente de Brooklyn. A medida que caminaba y la perspectiva de Manhattan se acercaba como una postal que ha cobrado vida, tuve la sensación definitiva de que al fin estaba en Nueva York. La clase de sentimientos que inundan a las personas que sueñan con lugares en lugar de estar en ellos. Había recreado durante mucho tiempo esas calles que se extienden como líneas infinitas, acaso sin saberlo, esa ciudad de posibilidades, cuya belleza se encuentra también en la fealdad, que cuando por fin me encontré en ella no supe qué hacer. Por eso recurrí a Sylvia.

Visité, como ella, con la fascinación del fuereño, todos los lugares icónicos y los vi diferentes, menos idealizados, menos como un set que vi a través de la pantalla y más como un espacio real, palpable, más pequeño o más grande de lo que imaginaba, tal vez más sucio o más imponente. Viajar en soledad siempre te da la posibilidad de elegir a tu acompañante, y yo había elegido este fantasma.

Sylvia Plath, como poeta y como persona, siempre me ha resultado fascinante. Hay algo en su vida, en la disciplina de sus años escolares, en la persistencia de su oficio de escritora, pero sobre todo en su desgarrado amor por Ted Hughes, que me cautiva, que me arrastra como un tornado a esa tristeza contenida. Su inmenso talento pareció no ser suficiente para salvarla de ella misma.

Tal vez lo que me atrae como un imán secreto a Sylvia Plath sea la magnitud de su abismo, la fragilidad de ese mundo construido con palabras, con nociones idealizadas y hermosas como sólo pueden serlo las construidas por un ser con la belleza de su mente. Nada de eso pudo detenerla de cometer suicidio en 1963, meses después de la publicación de The Bell Jar con el seudónimo Victoria Lucas.

Una vida dentro de esa campana de cristal, para la que “el mundo mismo es un mal sueño”. Durante un periodo de separación de Ted Hugues, quien ya era amante de la también poeta Asia Wevill, Sylvia Plath por fin consumó lo que en su novela se convirtió en tentativas destinadas al fracaso. Es casi doloroso atestiguar el deseo más bien tibio, pero persistente, de Esther Greenwood de morir: “It was as if what I wanted to kill wasn’t in that skin or the thin blue pulse that jumped under my thumb, but somewhere else, deeper, more secret, and a whole lot harder to get at”.

Como una profecía, con la lucidez del que sabe su destino de antemano, el 11 de febrero de 1963 Sylvia acostó a sus hijos como todas las noches, colocó pedazos de tela enrollados en el borde de las puertas, y metió la cabeza en el horno hasta morir intoxicada por gas. El amor que sentía por su esposo, ese amor tormentoso que no aparecía con la justicia y valentía que ella esperaba, era la última espina de una corona invisible.

Al final de The Bell Jar, cuando Esther está a punto de salir del sanatorio y dejar el tratamiento de choques eléctricos atrás, se pregunta si la campana de cristal, con sus contornos sofocantes, no descenderá de nuevo sobre ella. En Europa tal vez, donde sea, cuando sea. Al final, lo hizo en Londres: en el departamento que alguna vez le perteneciera a Yeats.

Qué habría pasado si Sylvia no se suicidara, me pregunto a menudo. Se lo pregunta el mundo entero desde entonces. Pero esos celos, ese tormento, ese historial depresivo, todo lo que había debajo de ello, construyeron su hermosa poesía. Habría llegado a domar su talento, tal vez. Lo habría dosificado. Habría sido la poeta más grande del siglo XX, sin la nube oscura de su suicidio.

Al final de mi viaje pasé un día en Boston, donde Sylvia nació. Antes de tomar el metro desde Cambridge, mi amigo me contó que ese era el “día libre” de los locos del manicomio local. Estaban sueltos por la ciudad, lo que le daba la nota de color a la habitual calma bostoniana. Me gustó pensar que en esas calles lluviosas, grises, podría ver la silueta fantasmal de Sylvia disfrutando de sus “privilegios de salir al pueblo” en Belsize. Pensé en ella y cómo algunos años antes de morir, sin haber escapado de su campana de cristal, sabía que no podría olvidar todo lo que pasó en esos días oscuros de su vida. Y en esta frase triste: “Maybe forgetfulnes, like a kind snow, should numb and cover them. But  they were part of me. They were my landscape”.

 

 

De road trip con Damián Alcázar


Domingo por la mañana, San Miguel de Allende. De pronto, en una esquina, aparece Damián Alcázar. Es el Juan Vargas de La ley de Herodes, no hay duda: la misma mirada de pícaro, el bigote tupido y la sonrisa enorme. Pero hay algo diferente: es más tímido y su voz es melodiosa, como un susurro.

Una comitiva de siete personas lo esperamos apretujados en una camioneta bajo el sol del Bajío: el fotógrafo, dos asistentes, la productora de fotografía, la coordinadora de moda, el maquillista y yo. Damián, armado con un portatrajes y tres sombreros, saluda a todos mientras se acomoda en el asiento del copiloto. Lo primero que nos confiesa es que vive en San Miguel de Allende desde hace ocho años, pero viaja tanto que apenas ha pasado unos cinco meses efectivos aquí. Luego mira por la ventana. A la salida de San Miguel hay una rotonda con zócalos vacíos. “Los panistas los pusieron”, explica. En adelante se referirá siempre a los panistas con cierto desdén y odio contenido.

Nos dirigimos a Mineral de Pozos, un pueblo fantasma al norte de San Miguel de Allende. Durante el trayecto, el equipo entero no deja de hacer preguntas. Damián responde a todo afable y hasta emocionado. Es natural: El infierno (2010), la última parte de la trilogía del poder de Luis Estrada, se exhibe por todo el país con un éxito abrumador. “Es raro que El infierno continúe en cartelera, porque las películas mexicanas no duran nada: al rato te cambian por Un novio formidable o Mi tía tiene gota…”, bromea. Mientras el paisaje guanajuatense se torna árido y seco a medida que avanzamos, alguien hace la pregunta clave: ¿tuvieron problemas para hacer El infierno? Damián explica que, originalmente, la película se grabaría en Zacatecas, pero la entonces gobernadora Amalia García tuvo dudas. Entonces se cambiaron a Durango, donde la presencia de trocas rondando la producción, aunque sin intimidaciones, les hizo tomar la decisión de terminar de filmar en San Luis Potosí.

Al llegar a la primera gasolinera, ya nos enteramos que la película iba a ser distribuida por Televisa, con la idea de apropiarse de los festejos del Bicentenario. Sin embargo, luego de la proyección para ejecutivos, de un alto mando llegó la noticia de que no se iba a distribuir. “Casi casi no sale”, dice Damián. Una empleada con el uniforme de Pemex se acerca. “¿Me podría dar un autógrafo”, pregunta, apenada. “Claro, pero vaya a ver El infierno”, le responde Damián. La mujer asiente y se va muy contenta. “Luis Estrada, con sus propios medios y un poco de ayuda de Videocine, distribuyó la película con 314 copias”, continúa cuando emprendemos la marcha otra vez.

En las primeras dos semanas de exhibición, El infierno recaudó más de 30 millones de pesos, una cifra impresionante para una película mexicana. Y no sólo eso: una cinta sobre el narcotráfico, el tema más sensible de los últimos tiempos. Pero la película gusta y ahí sigue, ganándole en popularidad a churros hollywoodenses como Resident Evil Wall Street.

Se hace un silencio. Una voz pregunta: “¿Y el Cochiloco?”. Damián ríe. Hasta antes de El infierno, la gente identificaba a Joaquín Cosío por su papel de “Mascarita” en Matando cabos (2004). Hoy goza de una fama que parece haber llegado para quedarse. “Joaquín y yo hablamos hace unos días por teléfono, no nos vemos seguido pero tratamos de estar en contacto”. La camaradería entre ambos actores es notable dentro y fuera de la pantalla.

Han pasado cuarenta minutos y la ciudad más turística de Guanajuato ha quedado atrás. Frente a nosotros, una carretera de dos carriles larga y gris, casi vacía. No hay árboles, salvo algunos cactus rodeados de pasto seco. Montañas despintadas a lo lejos. El escenario recuerda al pueblo de San Pedro, de La ley de Herodes. Damián confiesa que es una de sus películas favoritas, por muchas razones: salió en un momento preciso, es divertida y no deja de ser relevante, porque la situación del país es tan ridícula como entonces. O tal vez más.

Por fin llegamos a Mineral de Pozos. La entrada es una calle blanca y deslavada. Nació como un pueblo minero en 1576, alguna vez se llamó Ciudad Porfirio Díaz, y parecía condenado al olvido. Conserva el casco original, con callejones que suben y bajan a espaldas del desierto, una casa miserable tras otra. Sin embargo, el pueblo revive cada fin de semana, atrayendo a turistas lo mismo de la capital del estado y Querétaro que extranjeros. La plaza principal es el punto neurálgico, rodeada de una cantina tradicional, media docena de hoteles y un par de restaurantes. El lugar no está del todo muerto. Un artículo de Los Angeles Times en 2008 confirmó su creciente popularidad, resaltando la vibra bohemia de sus calles.

Pero nuestro destino no es el centro del pueblo, sino una carretera a las afueras, donde el equipo instala la cámara y las luces. Tienen dispuesto para él un hermoso traje Etro de rayas, que le luce espléndidamente. Le comento a la productora de foto que Damián tiene un porte envidiable. “¡Sí! ¡Es divino!”, me responde. Ésta es la opinión general de las damas y hasta de algunos caballeros, que lo ven como a un compadre potencial: divertido, relajado y entrón. Sin embargo, hay algo más detrás.

Damián y yo nos apartamos del resto, grabadora en mano. La conversación fluye. Pienso entonces que Damián es adorable. No hay otra forma de describirlo. Tiene esa calidez que te hace perderle el miedo al minuto de conocerlo. Sí, es una estrella. Sí, ha actuado en más de setenta películas. Sí, ha ganado cuatro Arieles y lo han homenajeado en varios festivales de cine por todo el mundo. Es, con toda seguridad, el mejor actor mexicano de este momento. Pero al mismo tiempo, y contra todo pronóstico, es un tipo simpático y modesto. Bromea con todos y sigue indicaciones sin el mínimo asomo de divismo.

 “La violencia es una elipse que va hacia abajo. Se recrudece con el paso del tiempo y no tiene buen fin”, me dice al empezar a hablar de El infierno. El contraste es extraordinario: su preocupación inmediata es ésta y no otra.

Mientras posa como un soldado bajo el rayo del sol, sin quejarse lo más mínimo, sus palabras vuelven. Por un lado, está el actor clave en el resurgimiento del nuevo cine mexicano: de Dos crímenes (1995), dirigida por Roberto Sneider y basada en la famosa novela de Jorge Ibargüengoitia, a Bajo California: el límite del tiempo (1998), de Carlos Bolado. Uno de los actores mexicanos con más presencia en la escena internacional, alejado de la fama más bien trivial de algunos de sus compatriotas, pues él, antes que una estrella, es un actor. Pero también es un mexicano más, preocupado y conmovido por lo que ocurre en un país que atraviesa una de sus crisis más grandes. Entonces, pienso, su opinión sobre la violencia tiene sentido.

 

¿La musa de Estrada?

La primera vez que Damián Alcázar colaboró con Luis Estrada no fue en La ley de Herodes (1999), como muchos piensan, sino algunos años atrás, con Bandidos (1990). La película ya contenía algunos elementos que distinguirían el cine de Estrada. Ambientada durante la Revolución Mexicana, cuenta la historia de unos niños que se convierten en bandidos por venganza. Le siguió Ámbar (1994), de corte más bien fantástico, pero a partir de ese momento el director se dio cuenta de que quería trabajar con Damián siempre. Así fue: desde entonces no ha dirigido una sola película que Alcázar no protagonice. Me explica, en charla por teléfono desde las oficinas de Bandidos Films, que escribió toda la “trilogía del poder” con él en mente.

“Es un colaborador importantísimo no sólo como actor, sino en todas las áreas: se involucra por completo en su trabajo y en el de los demás, tiene opiniones técnicas y jamás te niega la posibilidad de hacer otra toma”, me dice. Es tanta su compenetración que Estrada incluso comparte con él los distintos tratamientos del guión. Sabe que La ley de Herodes los marcó profesional y personalmente, casi por una causalidad, pues al principio había escrito otro papel para Damián.

Pero la suerte estaba echada: juntos recorrieron el mundo exhibiendo la película, que ganó tantos reconocimientos como aplausos de la crítica. A pesar de sobrevivir a un veto, o precisamente por eso, La ley de Herodes fue la primera cinta que recibió publicidad involuntaria y se convirtió en un hito en la historia de la industria fílmica.

El éxito parecía evidente: hartos de una dictadura “perfecta” –como la definió el ahora premio Nobel Mario Vargas Llosa–, los mexicanos nos maravillamos y horrorizamos por igual con la fábula del despistado Juan Vargas, que descubre las bondades del priísmo más prehistórico (corrupción y mordidas mediante), y termina por ser linchado. Luis Estrada no imaginó que, diez años después, la realidad panista se antojaría más trágica. Después de Un mundo maravilloso (2006), la mancuerna vuelve con un retrato crudo y realista sobre el narcotráfico.

“Hay una guerra en este momento: a cien años de la Revolución, hay un movimiento armado en las calles”, dice Damián. Esta es la piedra angular de El infierno: la idea de que la guerra contra el narco es, en realidad, una guerra civil que ha dejado en México cerca de 28 mil muertos. La cifra aparece, aunque recortada, en la película.

Hay una explicación para que Damián y Luis se entendieran tan bien. Ambos son ciudadanos comprometidos, aunque la palabra haya perdido su significado. Pero lo son. No les interesa hacer películas sólo para entretener ni para generar dinero. Están interesados en mostrar la realidad de México como lo que es: una compleja red de corrupción, violencia y poder. Lo han logrado con tanto tino que sólo hace falta echarle un vistazo a los comentarios del trailer en YouTube: “El que piense que México no es así no vive en México o no sabe nada de él”, escribe uno de los millones que vieron El infierno, cifra histórica para una película mexicana.

“Luis y yo nos entendemos perfectamente: yo leo su historia y sé qué quiere”, dice Damián, sonriendo. “Me falta convencerlo de que me deje hacer muchas cosas, como en La ley de Herodes, donde me dejó enloquecer. En la segunda me detuvo un poco. Y en ésta se recortó todavía más. Pero creo que hacemos un muy buen trabajo juntos. He aprendido muchísimo con él, sobre todo a tener una postura respecto a mi gente. Hablo de Latinoamérica en general. Creo que para eso sirve mi trabajo: para acercarme a ellos”.

Es cierto: todos los proyectos en los que Alcázar se involucra tienen algo en común. Son, de alguna manera, reflejos de una realidad inmediata. Ya sea como ex combatiente colombiano atormentado por su pasado en Vietnam, un indocumentado mexicano cruzando la frontera o un revolucionario sandinista nicaragüense, sus personajes enfrentan al hombre con su circunstancia. Elige estos proyectos porque, sencillamente, cree en ellos.

Mientras lo dice me pone uno de sus sombreros en la cabeza, para protegerme del sol abrasador. Es un gesto amable. Entiendo entonces de qué está hecho este hombre, o al menos alcanzo a intuirlo. Me cuenta luego anécdotas sobre la contra nicaragüense, que entrenó a un niño de doce años para sacar ojos con un lápiz. O los campesinos pobres del Valle del Cauca, en Colombia, que ante la violencia se convirtieron en asesinos y violadores.

“Todas las guerras pueden hacer de una persona extraordinaria el peor asesino, el peor sicario, el peor vengador”, dice. Sabe de lo que habla. Los personajes de la trilogía del poder son, en todo caso, hombres buenos corrompidos por la vida.

 ¿Qué opinas de que llamen a Damián tu musa?, le pregunto a Estrada. Se ríe y luego lo piensa bien. “Sí, algo de eso hay, si tomamos la definición literal de la musa en el sentido de que es quien te inspira: en tal caso, sí, Damián es mi musa”.



La condición del pato

La vida de Damián, según la cuenta, parece turbulenta. Nació en Michoacán, en Jiquilpan, el mismo pueblo del que provienen los Cárdenas. Sin embargo, su familia lo llevó a Guadalajara de meses. A partir de ahí inició una vida de nómada que aún hoy no cesa. Cuenta que ahí vio su primera película, en las clases de catecismo, cuando tenía menos de tres años. Durante la secundaria se fue de pinta durante todos los miércoles de un año para ver tres películas por un peso. Es el tercero de seis hermanos y se confiesa taciturno y ensimismado. Cosa rara porque, desde entonces y a la par que descubría la literatura fantástica, su gusto por el showbiz quedó inoculado.

“En una plática con mi papá cuando tenía doce años me pregunto qué quería ser de grande. Yo le contesté: hacer películas. Y mi papá, me acuerdo muy bien, levantó su dedo y dijo: ‘eso se llama arte dramático’”. El recuerdo me enternece. Le pregunto a qué se dedicaba su papá y Damián suspira, como recordando. “Él hizo de todo, creo que en eso me parezco a él: bombero, boxeador, futbolista, cartero, guardabosques, policía…”

A los seis años llegó a vivir al Distrito Federal y al crecer sus intereses se diversificaron: quiso ser torero, cirquero, alambrista, payaso o músico. Todas profesiones relacionadas al espectáculo. Durante la adolescencia, Damián dibujó y escribió. Más tarde consideró convertirse en veterinario –dice que le encantan los reptiles y lo creo, pues mientras yo vigilo nerviosamente los cactus donde charlamos, él se siente a sus anchas en el desierto.

Luego me dice que más tarde se dio cuenta de que estaba sucumbiendo a la condición del pato, que explica así: “El pato nada, corre, vuela y canta, pero ni nada como delfín, ni corre como venado, ni vuela como halcón ni canta como jilguero”.

Pero su vocación terminaría por encontrarlo. Dejó la escuela y trabajó en fábricas de plásticos, troqueles y perfumes. Se fue a vivir a Tlaxcala. A los dieciocho años, una novia lo llevó al grupo de teatro del Seguro Social y Damián lo supo al instante. Esto era lo suyo. Empezó a hacer teatro de aficionados y luego estudió la carrera de actuación en Bellas Artes. También tomó clases en el Centro Universitario de Teatro, e incluso estaba listo para irse a la entonces Unión Soviética a estudiar actuación. Era el tiempo de los camaradas y el bloque socialista, con los sucesos del 68 recientes. Sin embargo, el maestro Raúl Zermeño lo invitó a unirse a la Facultad de Teatro de la Universidad Veracruzana, que en ese entonces era la única universidad con una licenciatura del estilo. “Las clases eran de siete de la mañana a diez, once de la noche: era formidable”, recuerda.

Después de hacer mucho teatro, sobre todo en Veracruz, Damián volvió al DF para hacer una carrera en cine. Su primera parada fue la televisión y varios cortometrajes de los alumnos del Centro de Capacitación Cinematográfica y del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Al respecto, me cuenta que ha hecho dieciséis óperas primas. Confía en los nuevos directores y siempre queda maravillado con los resultados.

Luego de pertenecer al Centro de Experimentación Teatral, bajo la tutela de Luis de Tavira, la carrera cinematográfica de Damián despegó a principios de los noventa. Trabajó entonces con Arturo Ripstein, Francisco Athié, José Luis García Agraz y Roberto Sneider. Desde entonces, no hay fuerza que lo pare.

Como actor, Damián es disciplinado. Su método va en etapas: una primera lectura del guión, una charla con el director y una investigación de fondo. Si su personaje es salvadoreño o colombiano, se va un mes antes para vivir como ellos: estudia a la gente, la mira y la escucha. No imita. Se pone la piel del personaje, como un taxidermista que procura cada detalle. “Cuando llegas frente a cámara ya no hay manera de trabajar. Si no está ahí, estás perdido”, dice. Pero la magia ocurre, en todos los casos. Su trabajo es tan notorio que lo ha llevado a participar en producciones de toda Latinoamérica, interpretando magistralmente personajes disímbolos. Incluso fue invitado a interpretar al manipulador Lord Sopespian en Las crónicas de Narnia: el príncipe Caspian (2008), que grabó en Praga y Eslovenia, aprendiendo a montar a caballo y portando una armadura de veinte kilos.

“Trabajar con él es de lo mejor que te puede pasar”, dice Joaquín Cosío. “Lo digo sin halago fatuo: es un actor muy generoso que no duda en trabajar a tu lado”. Recuerdo entonces las palabras de Luis Estrada, que lo describen con la misma palabra: generosidad. ¿Qué hay en Damián que invita a tenerle confianza? Debe ser la sensación de que es asequible. Puedes tocarlo. No existe en una esfera aparte, la del actor consagrado. Tal vez por eso lo llaman un hombre en plena madurez como histrión.

Sin embargo, no le tira a Hollywood. No es ese su objetivo. Tampoco tiene planeado escribir y dirigir en el futuro, como parece dictar la moda. Piensa siempre en términos actorales, porque lo tiene en la sangre: no podría imaginarse de otra manera. Le gustaría, eso sí, trabajar con Jorge Fons y Guillermo del Toro, o con los Coen y Scorsese. Pero sus favoritos son, lo dice siempre, Cazals y Estrada. “Son absolutamente opuestos: Felipe es muy puntual y disciplinado, tanto que no tenemos una hora extra en el set porque él lo organiza todo. Con Luis, en cambio, es un día de campo y una fiesta; todo mundo está feliz y jugando, porque resuelve todas las dificultades con una sonrisa”.

¿Qué hay en el futuro?, le pregunto. A mitad de la sesión de fotos, el equipo entero nos metemos a un restaurante del pueblo. Damián pide una cerveza y ordena lo que la mesera disponga, tan flexible es. Por eso me resulta difícil imaginar que un actor tan ecléctico como él tenga objetivos inalcanzables. Está más preocupado por un país menos violento que por conseguir una estatuilla dorada. Por eso me responde, mientras come con gusto: “Seguir trabajando”.

No esperaba menos de él.


 “Esta vida, y no chingaderas, es el verdadero infierno”

En una parte de El Infierno, Benny García le pregunta a su sobrino qué quiere ser de grande. Decidido, el adolescente contesta: “¿Pus qué otra cosa? ¡Un chingón como mi papá!”

El papá es un narco al que mataron “como a un perro”. Pero eso poco importa, porque gran parte de El infierno se va en enaltecer, de boca de quienes lo conocieron, las virtudes del Diablo García.

Ésta es la quintaesencia del mexicano. Poco importa si uno es muy sensible o muy listo, siempre que tenga muchos huevos. Así, el nivel de chingonería es más apreciado que las cualidades morales o intelectuales del individuo. Tal vez por eso nos maravillamos tanto con un personaje como el Cochiloco, que ha revertido su suerte a punta de balazos. Su lema: no más miseria, cueste lo que cueste.

¿Pero es El infierno una apología al narco? De lejos, casi lo parece. Los dos personajes principales, a pesar de ser asesinos a sangre fría, resultan entrañables. Se avientan frases de antología que ponen el dedo en la llaga y retratan todo lo que sabemos, pero como por encima: de los cuerpos “pozoleados” a los bautizos de pistola, de la presión de los presidentes municipales a los actos cívicos de los narcos que ponen escuelas y hospitales en los pueblos donde viven. Pero así mirados, los narcos parecen hacerlo sólo por su familia. Por la promesa de una vida mejor.

 “Los jóvenes que se meten de sicarios ya no volverán a trabajar en una fábrica porque les van a pagar una mierda. Y ellos saben que la vida es corta, pero no importa, porque van a tener mujeres, nave y la mamá no va a sufrir de pobreza”, explica Damián. La película es tan fuerte que la pregunta vital surge: ¿Cómo logró ser financiada por el Conaculta y aparecer en el paquete de películas que celebran el Bicentenario, si su sentencia es clara: “no hay nada qué celebrar”?

“Hay una explicación. Hubo un certamen en el que se podía competir libremente por los temas, Luis metió su historia y ganó. Después hubo reticencias para darle el apoyo porque, según ellos, no tenía nada que ver con el Bicentenario ni con el Centenario. Yo creo que todo lo contrario: se habla de un México doscientos y cien años después”. Además, dice, siempre habrá gente crítica y consciente en estas instancias gubernamentales que lucharán por estos proyectos. Las circunstancias recuerdan a las del estreno de La ley de Herodes, que gracias al veto obtuvo una publicidad maravillosa. Esta vez, decidieron darle luz verde tal vez con el objeto de ufanarse de la libertad de expresión de la que ya Fox se enorgullecía tanto. Pero la película continúa en cartelera, sin publicidad más constante que la que se da de boca en boca.

Al romper la tarde nos dirigimos a las ruinas de una hacienda. Al llegar nos encontramos con un grupo de bandoleros revolucionarios. Están grabando en el lugar bajo la dirección de Roberto Gómez Fernández. Consienten compartir la locación una vez que miran a Damián. “¡Benny!”, gritan emocionados. Luego nos lo roban para tomarse fotos con él. Es fácil darse cuenta de que Alcázar, aunque lo niegue, es una estrella. Entre toma y toma, mientras le arreglan un cabello desacomodado o le ciñen algún botón, me pregunta a qué me dedico. Tiene interés por todos, sin importar de dónde vengan.

La confianza me hace preguntarle, a bocajarro, si votó por López Obrador. “Sí voté por AMLO, pero de ninguna manera soy perredista. Aquellos términos de derecha e izquierda están en desuso, pero si tú eres consciente del país en el que vives, de la situación por la que está pasando la gente, no tienes otra opción más que inclinarte hacia la ayuda y el apoyo a las mayorías desprotegidas. A eso le llaman izquierda y, si eres sensible, no tienes otra opción”.

En más de una cosa Damián se identifica con el político tabasqueño. En la política de austeridad, desde luego. En la lucha persistente de los ideales, cualquiera que estos sean. Y sobre todo, en la opinión de que los panistas, ese hato de villanos, acabaron con la autonomía del pueblo. “El PAN nos sorprendió por lo voraces. El día que ganó este señor grandote no supe si alegrarme o mentar madres. Ahora me pasa lo mismo: qué bueno que se va el PAN, pero qué pena que regresen estos otros hijos de la chingada”.

Al final del día, luego de tirar fotos en el desierto, exhaustos, todos somos grandes amigos. Damián no quiere que nos vayamos.

“Quédense; vamos por unas chelas, damos una vuelta por el pueblo”, nos dice por la noche, cuando vamos a dejarlo a su departamento. Para ser honestos, hay que decir que Damián vive austeramente. Renta un departamento modesto y no tiene coche. Otro detalle que recuerda a López Obrador y su incondicional Tsuru. Al día siguiente, Damián partirá a Costa Rica para hacer promoción y planea llegar al aeropuerto internacional en autobús. De pasada, nos comenta que tiene que ir a recoger su ropa a la lavandería. Esto es lo que no se dice con frecuencia sobre él: lo cotidiano, lo que no se ve. Su estilo de vida, congruente con su forma de pensar. La pasión con la que trabaja, cada día, todos los días.

Entonces me acuerdo del culto a la chingonería. Y pienso que Damián, con todas sus contradicciones, su talento, su personalidad generosa y hasta elegante, su buen tino de comediante y su sensibilidad extraordinaria, no es otra cosa que un chingón. Uno de los buenos.


La lucha libre como paliativo de la hórrida realidad mexicana

En toda mi vida, jamás había ido a la lucha libre. El espectáculo peripatético de dos cuasi gordos trabados, envueltos en sudor, zanjados en una lucha de vida o muerte, me parecía menos atractivo que ir a que me aplicaran una endodoncia con rolas de Napoleón de fondo.
Naturalmente, supe que eran puras pavadas cuando un día, en el horario estelar de Galavisión (o sea: sábado a mediodía), vi a un luchador tomarse muy en serio el concepto de libertad en el combate cuerpo a cuerpo: al ring subió una sandía colosal que luego procedió a cercenar con una sierra (como lo vio en Viernes XIII). Acto seguido, tomó un trozo y lo embarró en el rostro de su oponente.
Sobra hacer el comentario de que el público, ávido, profería ovaciones varias, como “¡dale en toda su madre, hijo del Santo de Plata Mística Junior! (o el que haya sido su nombre artístico, que para efectos del folclor dejaremos como se suscribe arriba).
Mi segundo encuentro con la lucha libre vino en el formato de una novelita corta que casi todo adolescente hormonal ha leído: El principio del placer, del maestro José Emilio Pacheco.
El día de la toma de posesión de Ruiz Cortines, en pleno malecón de Mocambo, el protagonista descubre a su ídolo, Bill Montenegro, departiendo alegremente con su “acérrimo” enemigo, El Verdugo Rojo (a quien el mismo párvulo había lanzado un elote mordido en plena faena). Ahí se da cuenta de que todo es una mentira elaborada, una falsificación cuidadosamente orquestada, un insulto al intelecto, una falacia de la razón… un escupitajo, pues.
Desde entonces quise ser tan avispada como él, y pretendí que desde siempre había sabido que la lucha libre estaba compuesta por impostores forrados en spandex.
Por eso, la primera vez que vi la lucha libre en vivo, mi corazón saltaba. Ahí, de frente, estaban encarnados todos los símbolos de nuestra identidad mexicana: la sordidez de la Arena Coliseo, en pleno corazón de La Lagunilla; el pálido olor a fritanga requemada, proveniente de los puestos en las calles aledañas; los niños con máscaras, haciendo suyas señas tan intrínsecas de nuestra idiosincrasia como las cremas y los chingasatumadre; las teiboleras que se diversifican y también se pasean con el letrero de “primera/segunda/tercera caída”. Y, sobre todo, la lealtad del público. Técnicos contra rudos. Los buenos contra los malos.
Ahí estaba el Blue Panther, sin máscara (la perdió en 2008 contra Villano V), con sus 49 años de experiencia. El auditorio, fiel, con vítores como “¡dejen en paz al abuelo!”. O Mephisto, de estilo francamente olvidable. Dos héroes, sin embargo, se llevarían las palmas: Máximo, del bando de los exóticos, y Brazo de Plata, del bando de los voluminosos. Uno y otro se aprovecharía de sus condiciones excluyentes (ambos marginados de la sociedad por su orientación sexual y ancho de banda, respectivamente) para aniquilar a sus oponentes: un beso y un panzazo harían el trabajo que las llaves, topes suicidas y saltos acrobáticos no lograron.
Y entonces me di cuenta: lo falso de la lucha libre, el acuerdo previo, casi estructurado como un guión; los técnicos contra los rudos que parecen perder, pero luego resurgen como aves fénix/ángeles caídos… todo lleva a un solo lugar: la afirmación de que en alguna parte de nuestro país, pese a las adversidades, los buenos siempre ganan.
Y eso, como evasión, le gana a las sustancias ilegales. Lo apuesto a dos de tres caídas.

Ayer terminé de leer The invention of solitude, de Paul Auster. Me gusta mucho y creo que tal vez es uno de mis autores favoritos vivos, pero de tal tema no quiero hablar por el momento. Lo que me conmovió en verdad fue la historia de su hijo, Daniel. Esa visión nueva, ingenua acaso, sobre los hijos pequeños: bebés de no más de dos, de tres años, que son puros y bondadosos y en los que todo está por verse, por estrenarse, y por saberse. Daniel era un niño tierno, por lo que alcanzo a comprender a través de la prosa de Auster, un niño listo que repetía frases escuchadas tres meses atrás al pasar por cierta calle, que apreciaba el Pinocho de Collodi, que dormía tranquilo en la habitación de arriba y del que Auster fue, si no separado tajantemente, sí apartado por el inminente divorcio de su esposa.

Lo primero que quise investigar fue el destino de Daniel. Y lo primero que me arrojó Google fue una noticia alarmista, un encabezado aparatoso sobre prisión y libertad provisional, un asesinato a un latino drug dealer en cuya escena del crimen Daniel estaba ahogado, sumergido en una sicosis profunda, totalmente aniquilado por las pastillas de éxtasis o por la cocaína o por la heroína. Tenía 20 años.

Poco después, encontré un texto de Andie Miller, una autora sudafricana que reflexiona sobre estos mismos temas con mayor elocuencia y mejores fundamentos, como un análisis sobre una novela de Siri Hustvedt, la actual esposa de Auster, en la que se recrea la -por decirlo de algún modo- juventud rota de Daniel. También están las minificciones de Lydia Davis, primera esposa de Auster y mamá de Daniel. Y cómo todo esto puede apuntar directamente al destino del maltrecho Daniel, un “chico tatuado muy cool” -como lo describe un fotógrafo que lo retrató- y que parece, en lo aparente, tomarse con calma el hecho de estar rodeado de figuras literarias.

El final del texto de Andie es también muy conmovedor. Del mismo modo en que yo lo hice, se pregunta por el destino de Daniel y se siente un poco triste, quizás algo decepcionada, pero sobre todo consternada por el modo en que las cosas resultaron. Porque eso es lo que sucede: las cosas resultan para bien o para mal, y en el caso de un personaje contenido en un libro, que es real y es tan cercano al autor como puede serlo un hijo, nos obligamos a pensar que creció para convertirse en el hijo pródigo, talentoso, agradecido e incluso, si cabe suponerlo, exitoso como por ósmosis.

La realidad es que ni siquiera el amor, el cariño y la lealtad de un padre pueden ayudarnos a caer en el abismo. La realidad es que ni siquiera siendo el hijo de Paul Auster, uno de los autores anglosajones vivos más importantes, podemos evitar abandonarnos a la decadencia y dejarnos ir, como peces en un estanque: drogas, robo, prisión. No importa cómo nos haya retratado ese padre confundido (atormentado por la presencia física pero lejana de su propio padre, “un bloque de espacio, impenetrable, con la forma de un hombre”), las palabras amorosas que emplearía para retratar nuestra infancia más temprana, porque irremediablemente crecemos para convertirnos en algo que no estaba en los planes de nadie, ni siquiera en los nuestros.

Andie concluye con algunas reflexiones certeras, que parafraseo a continuación:

En el libro de Siri, el padre muere de un corazón roto. Auster está lejos de representar dicha imagen, pues es más productivo que nunca.

Sin embargo, al menos en mi caso (Lilián, no Andie), no puedo dejar de pensar en Auster como padre, y también un poco (aunque veladamente) en Auster como figura pública. La tristeza en el primer caso, y la vergüenza soslayada en el segundo. En ambos casos, una decepción avasalladora, infeliz.

Más adelante, Andie recuerda algunas anotaciones sobre Daniel en The invention of solitude:

“Past two in the morning. An overflowing ashtray, an empty coffee cup, and the cold of early spring. An image of Daniel now, as he lies upstairs in his crib asleep. To end with this.

“To wonder what he will make of these pages when he is old enough to read them.

“And the image of his sweet and ferocious little body, as he lies upstairs in his crib asleep. To end with this.”

Y antes del final, resume lo que yo torpemente quise decir aquí:

It was these words that touched me, and made me curious to investigate what had become of this little boy. Now I am filled with a profound sense of sadness.

Todas las fiestas de Miguel Cane

Estás atado y amordazado, mientras se come tus intestinos y tus venas, las mordisquea y chupa la sangre, es un parásito que te consume todo, y no puedes hacer que se detenga. Sólo despiertas en la madrugada y lloras, y lloras y lloras hasta que crees que ya no puedes llorar más pero igual tú le sigues, porque no hay modo de parar.

Estefanía Larios, una semidiosa ataviada al estilo Jackie Kennedy va a Dallas, compara el amor con un tumor que duele en el cuerpo, en algún sitio indefinido, un dolor que pronto se convierte en el clima de la vida. O peor, porque antes “sólo ha estado dentro de ti; pero ahora tú estás dentro de él”. Con una intrepidez arrebatadora (casi dolorosa), y una fuerza narrativa que con justa razón ha sido elogiada a pesar de ser ésta su primera novela, Miguel Cane escribe Todas las fiestas de mañana con la certeza absoluta de que el amor y el sufrimiento se funden para al final volverse indistinguibles uno del otro.
Una historia fragmentada que revele a cuentagotas los matices y las esquinas de un secreto que encierra en sí mismo la magia del amor postergado: Luciano Reed es un crítico de cine que ama con intensidad y coraje; tanto más difícil en su caso: un joven gay en un mundo dominado por aquellos que salvaguardan las buenas costumbres y prefieren todo, dejarse matar incluso, antes que perder la compostura. En ese viaje que, en cierto modo, es su vida misma y en el puente que separa un acontecimiento de otro, Luciano se ve reflejado también en los demás: Estefanía, su amiga de siempre, su confidente y hermana; Isabelle, de belleza no tan etérea pero sí más terrenal (a ella “sientes que puedes tocarla”) y, por fin, Alejandro Almanza: el objeto de deseo impreciso y volátil cuyos sentimientos son todos ininteligibles y desconocidos, y por lo tanto más deseados y preciosos.
La novela, como es de suponerse, transcurre íntegra en fiestas. Una boda, una presentación de algo (los motivos no importan; la celebración, sí), una comida en un jardín japonés… Lugares disímbolos que contrastan entre la frivolidad y la profundidad, entre el glamour y la miseria, el amor y el desamor. Miguel Cane conoce este mundillo que se quiere elitista y que al final termina siendo vulgar y ramplón; lo describe con algo más que cinismo, sin admiración, para demostrar que en la superficie sólo está sostenido por alfileres. Para demostrar acaso que, al final, lo único que permanece son los sentimientos que se proponen ser sinceros y que se lo juegan todo por una certeza.
Plagada de referencias cinematográficas, musicales y literarias (toda una vida representada mediante metáforas y alusiones), Todas las fiestas de mañana es algo más que una novela posmoderna –lo que sea que el término signifique. Sí, retrata una generación desencantada que huye del amor con el mismo fervor con el que lo busca, una generación fundada en las apariencias y las sensaciones rápidas, una generación eternamente deprimida que quema todos sus cartuchos demasiado pronto, porque simplemente no puede esperar. Sin embargo, lo que la distingue de otras historias del estilo es el afán del autor por demostrar una tesis que es, por lo menos, en extremo passé. En este mundo sin tiempo, sin ilusiones, sin moral (el proverbial árbol que da moras), creer que el amor es la única salvación… tiene que ser ingenuo y pasado de moda. Pero no para Miguel Cane, y no para Luciano Reed, con todo y su imperfección. De hecho, el que el personaje principal sea tan temeroso, tan anticuado y tan renuente a las aventuras es lo que lo hace universal. Cualquiera podría sentirse un poco como el hombre cuyos recuerdos son capaces de provocarle una crisis nerviosa y un torrente de lágrimas y culpas que no puede acallar con nada. Porque en el fondo todos habitamos, sin cuotas y de por vida, en nuestro propio jardín de la soledad.
Si todos tus mañanas comienzan aquí, como sostiene Cane a lo largo de la obra, se está haciendo tarde para vivir una vida verdadera… Una en la que podamos elegir el amor y la forma en que queremos experimentarlo. Después de todo, las fiestas quedan para el mañana.

Los cínicos no sirven para este oficio

Dice John Berger, casi al final de Los cínicos no sirven para este oficio, que Ryszard Kapuściński es uno de los hombres que mejor conocen el mundo que habitan. Berger, escritor y crítico de arte, no escatima en la aserción que –dada su condición y tratándose de él—es un halago de gran calibre. Pero tiene razón: Kapuściński se ha convertido en el estandarte en cuanto a periodismo de investigación se refiere. Polaco de nacimiento, es además un escrutador de la realidad autónomo, libre, consciente, realista y, sobre todo, noble. Noble en cuanto que ha luchado porque el periodismo siempre sea un ejercicio por el bien común, en pos de una causa definida. Y por ello no es gratuito cuando afirma, al inicio del libro, que un cínico no puede ser noble, no puede ser periodista.

El libro se divide principalmente en tres partes. Una se compone de las notas introductorias de Maria Nadotti, periodista italiana, que ilustran ese vasto mundo del que Kapuściński se ocupa. Lo describe en sus contrastes, en su filosofía, en sus afirmaciones siempre cargadas de sabiduría, conocimiento de causa y agudeza social. Esta primera parte introduce al lector al mundo del periodista polaco: lo sitúa en un contexto histórico. Una conferencia de jóvenes aspirantes a periodistas también es una oportunidad para ser cómplices de los consejos del veterano periodista, que desde 1956 fue corresponsal de guerra. Hay en sus palabras una reflexión poderosa y sopesada, que no puede ser ignorada ni pasada de larga. Una reflexión de quien ha vivido en las trincheras del periodismo (el único lugar posible para su ejercicio) durante décadas.

La parte intermedia del libro es la entrevista hecha por Andrea Semplici al periodista. El tema central es la situación del postcolonialismo africano, tema que Kapuściński domina con rigor. Este apartado es interesante y revelador en el sentido de que esclarece una realidad cruda e ignorada: la del continente negro. A instancias del olvido mundial por dicho continente, Ryszard Kapuściński se muestra contundente con los datos históricos de naciones que apenas hace unos años alcanzaron su independencia: Ghana, Sierra Leona, Somalia, África del Sur. Y es verdaderamente importante su conclusión respecto a la figura decisiva que significó Mandela para el continente. También una lección invaluable: la del periodista como traductor del mundo, como un visitante que a todo momento debe permanecer oculto y rezagado en la enorme impoderabilia de que puede construirse el periodismo. Un europeo de clase B, dicen de los polacos, malintencionadamente. Pero en Kapuściński es un prejuicio insostenible: un ciudadano de clase A que busca un mundo de clase A.

 

*Escrito a principios de 2007, antes del fallecimiento de Kapuściński

La pirámide de la Cruz

Alejado de San Juan del Río, la cabecera municipal, y unido solamente por un puente tendido por encima de la autopista México-Querétaro, el barrio de la Cruz está enclavado en lo que parece un gran despeñadero –el cerro desgajado, explican luego, recortado para la construcción de la carretera.
En la comuna no hay más que algunas callejuelas con empedrado, de nombres románticos como Manzanos y avenida La Cruz. Una calle serpenteada conduce a un portal cerrado con un zaguán. Después de penetrarlo, cuesta arriba, se llega a una especie de explanada algo miserable, a cuyo lado se encuentra la mítica pirámide resguardada por tiras de plástico. Se trata de una construcción exigua –no deben mediar más de 10 metros de la base a la punta– construida con toba careada (de consistencia similar al fango) y baba de nopal. En la punta hay un cuartucho que hace las veces de capilla, con una cruz en la cúpula.

Los lugareños suben cada tanto a la cima del cerro, pero por otro motivo: a un costado de este centro ceremonial, cuyos orígenes son inciertos, se encuentra una capilla católica de aspecto humilde y recatado. Fue construida en 1940 y está adornada con azulejos que retratan pasajes de la pasión de Cristo.

Los habitantes del barrio de la Cruz le rezan al “Santo Entierro”, un santito que viene de visita y ahora se despide de ellos en la convivencia. Afuera, justo frente a la puerta de la iglesia, hay una cruz enclavada. Dos niños juegan al pie.
En ese sitio exacto, hacia donde quiera que se mire, se tiene una vista panorámica del inmenso valle de San Juan del Río.

Las evidencias indican que era un sitio estratégico para los pueblos que habitaban el otrora sitio sagrado.

Una leyenda, una historia

Andrea Hernández, una lugareña de 43 años, lleva casi la mitad de su vida en el barrio de la Cruz. Mira a la pirámide como algo que se da por sentado, un objeto que ha estado ahí desde tiempos inmemoriales y cuya cercanía pronto se convierte en costumbre y hasta en motivo de tedio. Dice que las historias alrededor de la pirámide son muchas y que “jamás terminaría de contarlas”.

Sabe que la pirámide está acordonada desde el año 2000, a causa de la intervención del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Si ella está ahí, explica, es porque los niños vinieron al catecismo. Mientras lo dice, a menos de 10 metros aparece un Jetta rojo que se estaciona junto a la pirámide. Enseguida el conductor es interceptado por el policía encargado de la vigilancia, y discuten acaloradamente.

“Mi hija, por ejemplo, trajo a un amigo de Querétaro para enseñarle la pirámide y todo. Y en la puerta del caminito se encontraron con el policía y no los dejó entrar”, cuenta.

¿Por qué la reticencia?

El INAH ha hecho investigaciones constantes desde 1986, a cargo de los arqueólogos Juan Carlos Saint-Charles y Ana María Crespo, en las que se liberó y consolidó la fachada norte y sur del basamento piramidal.

“Encima del cerro está el centro ceremonial, y en la parte baja del barrio está el asentamiento propiamente dicho, como áreas habitacionales y demás. Gran parte de esta área de habitación y asentamiento prehispánico empezó a quedar bajo las casas y calles del barrio desde las décadas de los sesenta y setenta”, explica Saint-Charles.

“Es en ese sentido que hemos tenido que hacer varios rescates en algunas calles y predios de La Cruz. Cuando se hizo en 1990 la introducción del drenaje, y la colocación de empedrado en el barrio, intervenimos y en algunos puntos del barrio recuperamos ofrendas y entierros, lo cual también ocurre en algunos lotes baldíos. Uno de los más importantes fue en 1999, cuando iniciaron las excavaciones para unos cimientos de una casa habitación, y aparecieron objetos de culturas prehispánicas, como ofrendas”.

Sin embargo, algunos lugareños tienen otra historia qué contar.

Andrea Hernández revela: “Nosotros hemos encontrado toda clase de objetos, desde pipas hasta vasijas. Incluso antes nos traían de la escuela para que buscáramos en la pirámide. Hay algunos vecinos que tienen colecciones en sus casas mejores que las de cualquier museo”.

Su compañera, que no quiso revelar su nombre, concuerda con ella. Entre las dos intentan describir uno de los objetos más recurrentes: una especie de muñeco de barro de poca altura que aparentemente es la representación de los enterrados. Los hay de diferentes tamaños y complexiones; todos se refieren a ellos como “los monitos”.

“Pero no le digo nombres, porque si se sabe que tienen estas piezas, se las quitan. Eso es ilegal”.

Construcciones inciertas

No obstante, la versión del arqueólogo Juan Carlos Saint-Charles es diferente:

“Yo conozco ese lugar desde 1986 y desde entonces no ha habido saqueo, eso sí te lo aseguro, porque yo ahí he estado. Antes de esa época no sé, pero a la fecha no ha habido saqueos. Al menos no arriba. Y la mayoría de la destrucción que tuvo el centro ceremonial fue anterior a la intervención arqueológica”.

“Existe un patrón de asentamiento disperso; es decir: hay algunos lotes, algún edificio, en otro lote no hay nada, en otro sí, en otro no… Es como jugar al jueguito este de las minas. Entonces, muchas veces alguien hace alguna excavación para construir una letrina o lo que sea, y aparecen figurillas, alguna vasija. Pero en muchos de los casos nos informan y nosotros vamos”.

Aclara que desde entonces se tiene el proyecto de construir una unidad de servicios que a la larga se convierta en un museo de sitio, que sirva como centro de divulgación y exhibición de todos estos objetos. Esta unidad contemplaría una caseta de vigilancia, taquillas en su caso, bodegas de bienes culturales y de servicios sanitarios, así como una sala introductoria al edificio.

Por el momento, se ha continuado con el trabajo de laboratorio y de gabinete, que implica el análisis de los fragmentos de cerámica, de huesos, de piedras, y de todo lo que se ha encontrado en las excavaciones. También está en puerta un proyecto de documentación, que reúna todos los datos recabados en un libro, y que signifique un “cierre de cuentas”.

Pese a todo, el cerro sigue parcialmente inexplorado.

“Toda la cima del cerro de la Cruz, que son alrededor de 10 mil metros cuadrados, está construida, y son diferentes etapas de construcción y también de ocupación por parte de grupos distintos”.

Algunos habitantes del barrio creen que el cerro está hueco, pero el arqueólogo refuta esta tesis. Indica que la matriz del cerro es volcánica: cantera maciza.

“Muchas veces se habla de túneles y oquedades; a veces sí existen, como aquí en la ciudad de Querétaro, donde se dice que hay túneles por debajo, pero en realidad se trata del gran colector de aguas residuales que construían a principios del siglo. En el caso del cerro de la Cruz, sin embargo, es muy difícil que esté ahuecado”.

La edificación indica que debajo de la pirámide hay cimientos de un edificio, sobre el que se construyó la estructura. En teoría, debajo de la pirámide que se observa a simple vista, hay otra que cubría toda el área del cerro, incluso la que fue cortada para la construcción de la autopista.


Ocupaciones prehispánicas

Quizá la pregunta más obvia, y al mismo tiempo la más difícil de contestar, es la concerniente a las culturas que construyeron y ocuparon este asentamiento prehispánico.

Juan Carlos Saint-Charles admite:

“Solamente cuando se trata de asentamientos muy próximos a la época de la Conquista es cuando se puede hablar de grupos en especial. Yo no me animaría ni siquiera ahora a decir que eran grupos otomíes o cualquier otro. Hay algunas evidencias, pero son precisamente las más tardías, las que son cercanas a la época de la Conquista por parte de los españoles”.

“Hemos distinguido por lo menos que hay una primera ocupación en el periodo formativo superior: estamos hablando de 500 a 100 años antes de Cristo, seguramente por grupos que comparten la tradición con grupos de Chupícuaro, cuyos asentamientos nucleares estaban en el área de Acámbaro, Guanajuato”.

“Después, en la estratigrafía y en la arquitectura, hemos apreciado que en un momento cercano al año de Cristo hubo la intrusión de grupos provenientes de la cuenca de México. Fue entonces cuando se construyó el primer basamento piramidal que rellena prácticamente todo el cerro. Hay después un vacío de ocupación, porque aparentemente el sitio fue abandonado del año 200 al 700 a.C. Los edificios quedaron en ruinas”.

“El sitio fue reocupado en el 700 ó 900 d.C., pero ahora por grupos que compartían una tradición cultural con otros que se hallaban asentados tanto en el valle del Mezquital, como en el valle de Tula”.

El arqueólogo explica que en épocas más recientes se encontraron vasijas indudablemente mexicas, pero cuyo descubrimiento no significa que los aztecas hayan ocupado la región. Podrían ser, dice, visitas esporádicas a través de los siglos.

En ocupaciones más cercanas al periodo colonial, cuyos habitantes construyeron sus casas habitación con materiales perecederos, se ha encontrado que los restos óseos presentan deformación craneana y mutilación dentaria.

Algunos lugareños creen que la pirámide solía ser un centro ceremonial dedicado a los sacrificios humanos.

Leyendas históricas y creencias populares

El único hecho reconocido por la mayoría de los habitantes de la Cruz es la leyenda “de la princesa”. Algunos dicen que era tolteca, otros que era hermana de Conin, y otros que era prima de Juan Mexixi, el primer gobernador de San Juan del Río: un indio otomí que vino desde el reino de Xilotepec a establecerse como mercader, y que llegó a un acuerdo con los españoles para fundar la ciudad.

De la princesa, poco o nada se sabe. Algunos afirman que fue enterrada, por razones desconocidas, dentro de la pirámide. También se dice que resguarda un tesoro que le dará al primer hombre que la despose.

Como nadie ha querido aceptar el reto, el fantasma de la princesa se aparece cada primero de mayo.

Las mujeres comentan:

“El que sabe más de eso es don Acacio, dueño de una tienda, aunque es muy cuentero. De niño, él siempre andaba en la pirámide ayudándole a un viejito que arreglaba las bardas. Dicen que la princesa quería casarse con este viejito, pero él no quiso. A veces, por la noche, se escucha el grito de una mujer”.

Y luego uno de ellas concluye:

“Yo nunca lo he escuchado y qué bueno: dicen que se oye bien feo”.

 

*aparecido en el periódico El Corregidor (Querétaro, 2007)

Mulholland Drive

Alrededor de Mulholland Drive hay muchos mitos. Además, desde luego, del propio que la trama propone: la prueba fehaciente es la lista de diez pistas que David Lynch (director y autor del guión) presenta paralelamente a la trama. La versión más aceptable es que el estudio –los franceses de Studio Canal– obligó a Lynch a producir un método alterno que explicara una película cuyo argumento, sencillamente, era incomprensible: en las primeras semanas de exhibición la cinta provocó pérdidas millonarias a Studio Canal. El otro mito, más bien cierto, es que la película fue concebida en un principio como un proyecto exclusivo para televisión. Cuando David Lynch encontró quien produjera la cinta que él originalmente imaginó, el formato cambió y se hicieron los ajustes necesarios; de ahí que los detractores del filme afirmen que algunos cabos sueltos (como, por ejemplo, la escena de los dos hombres en Winkie’s) son resultado directo de una supuración de personajes que, en una serie de televisión, llevarían cierto seguimiento. En realidad la afirmación anterior puede invalidarse de inmediato al reconocer que la película, aún cuando requiere un mínimo de dos veces para entenderse a profundidad, no tiene un solo cabo suelto: el misterio propuesto se resuelve en varios niveles y siempre con la discreción casi elitista de quien es un cineasta de culto y por ello puede darse el lujo de dirigir una historia complejísima y oscura. Pero jamás absurda o sin sentido.

En realidad no hay un argumento tangible sobre el cual construir la premisa de la cinta. Podría acotarse que la protagonista –una Naomi Watts sorprendente, que actúa mal a propósito y que luego, atada a las exigencias del guión, logra una transformación incluso física, temperamental– es una actriz canadiense venida a menos en un Hollywood banal y a veces tenebroso. La antagonista (la actriz de origen mexicano Laura Elena Harring) es una misteriosa mujer alrededor de cuya identidad gira la primera parte de la cinta. Y luego viene el golpe, el punto sin retorno a partir del cual las diez pistas parecen inminentes, aunque difícilmente necesarias. De hecho, cuando se logra la completa dilucidación de la historia, la lista de Lynch se antoja un mal chiste, un guiño evidentemente burlón para el espectador que espera las respuestas en bandeja de plata. La cuarta pista (“un accidente es un evento terrible, note el lugar en el que ocurre”) parece una bofetada con guante blanco: lo primero es indiscutible y lo segundo, el título de la película. Y en realidad no ayuda en lo absoluto para resolver el misterio. La función de las pistas es, luego de comprendida la cinta, comparar lo expuesto con lo explicado.

[Spoilers mayores a continuación]

 


Mulholland Drive, revelada

Dos pistas son reveladas antes de los créditos iniciales: la cámara sigue los contornos de una cama (sábanas y cobijas que veremos de nuevo, más adelante) y, luego de una respiración entrecortada -¿producto de una ingestión exagerada de drogas, alcohol? ¿una crisis emocional? Las probabilidades son infinitas y, lo mejor, opcionales-, una cabeza parece colapsarse contra la almohada. El sueño comienza.

La anécdota del sueño ha sido explotada por el cine incontables veces y sí, se ha convertido en un cliché. Baste recordar Abre los Ojos, de Alejandro Amenábar y su contraparte hollywoodense, dirigida por Cameron Crowe, Vanilla Sky. La diferencia es que, contrario a la mayoría de filmes apoyados en vueltas de tuerca, Mulholland Drive nunca explica el recurso deliberadamente. A pesar de que en momentos es obvio: cuando Diane Selwyn/Betty está a punto de despertar, el vaquero aparece sin más frente ella y le dice “despierta”. Ello sin contar que la atmósfera de la primera parte –el sueño– es indudablemente inverosímil, casi onírica. El espectador comprende de inmediato que algo está mal: la ingenuidad superlativa de Betty, los personajes acartonados, las situaciones absurdas, los misterios sin resolver.

La verdadera historia, la real, es simple. Se trata del amorío frustrado entre dos actrices: Diane Selwyn y Camilla Rhodes. Gracias a los flashbacks (y cuyo espacio temporal puede inferirse a partir de un objeto que Lynch menciona en las pistas: el cenicero que aparece y desaparece de la mesa) se descubre lo enfermizo de la relación, la insistencia de Diane por continuarla y la resistencia de Camilla, su traición. Después de que Camilla consigue el papel estelar en la cinta The Silvya North Story (pistas 3 y 8: el talento por sí solo no ayudó a Camilla) la ruptura es ya evidente: sostiene un romance con el director, Adam Kesher, y abandona a Diane –quien, para complicar el panorama, ansiaba el rol de Camilla–. Una situación desencadena el trágico final: Camilla invita a Diane a la cena en que anunciará su compromiso con Kesher y la humillación extrema en que se convierte la escena para Diane es luego sufrimiento desmedido: para ella, para quien la invitación significaba quizás una reconciliación. La desesperación la lleva a contratar un matón y, aunque nunca son explícitos, se sabe que es para matar a Camilla. El matón le da una llave azul, “cuando la veas en el lugar que acordamos significará que el trato está hecho”, verla en la mesa (fría, hermética y tonta; una llave que no abre nada pero que encierra un simbolismo insoportable) significará que Camilla está ya muerta. Y la anécdota es circular: la mañana en que Diane descubre la llave en su mesa, y especialmente después de un sueño sobrecogedor, es el final y principio de la historia. Su neurosis, sus demonios, su culpa, el sueño… finalmente Diane no puede con el peso de la situación y se suicida.

El sueño, una vez aceptado que es sueño, tiene mucho sentido y lógica. Roba elementos de la realidad y los mezcla y confunde. Diane se sueña como una idealización de sí misma: la inocente y bondadosa mujer que, en la vida real, jamás fue. La talentosa y amada mujer que nunca supo ser. Idealiza a su amante, le roba su identidad y la sueña como una mujer desprotegida y casi inválida. En la vida real Camilla llevaba las riendas de toda relación, era poderosa, seductora e insidiosa. En el sueño de Diane la razón por la que nunca obtuvo el papel se reduce a una mera confabulación, jamás explicada, de una mafia que insiste, sin razón aparente, colocar a cierta actriz (el nombre de Camilla y el rostro de una mujer vista en alguna parte, que le robó algo más que un papel: la atención mínima y un beso poco inocente de quien Diane ama) en la película de Adam Kesher. Él, de hecho, es un perdedor en su sueño. En la vida real fue su rival y el único ganador. El fajo de billetes (con los que le paga al matón) aparece en el sueño, de pronto, en la bolsa de Rita/Camilla. El matón mismo protagoniza una escena cómica y aparece como incompetente y torpe. La llave simbólica es en el sueño una llave de aspecto peculiar que abre una caja… o nada en realidad, solamente abre o cierra las realidades alternas. La anécdota que le escucha a Adam de pasada en la cena se convierte en otra escena cómica: la de él cuando descubre a su esposa y el limpia-albercas en la cama. Y los rostros que vio en la cena (sin duda el evento que más la afectó): el hombre que luego se convierte en el mafioso Castigliani (por cierto, un cameo del compositor Angelo Badalamenti), el vaquero, la falsa Camilla Rhodes, la madre de Adam/Coco. Todo ello se mezcla magistralmente en el sueño con el inconsciente y anhelos más íntimos de Diane. Y es que es evidente, en su sueño, el amor inenarrable que siente por Camilla: su visita al Club Silencio, las palabras que le dice, la historia entera que le dedica. Al final, Mulholland Drive no es más que una historia de amor.

La cinta de Lynch es también un homenaje al cine mismo: algunas escenas y personajes están construidos especialmente como una respuesta a diversos géneros cinematográficos. El trabajo de un hombre (podría decirse que es una antipelícula, en cierto grado) que conoce la industria fílmica a la perfección.

El ojo femenino

Mujer. Mujer al fin y al cabo. La literatura de Inés Arredondo es femenina y delicada, sugestiva cuando la dedica a algún hombre, algún contemporáneo; es nostálgica cuando trata sobre el recuerdo y los años pasados. En Orfandad, dedicada quizás a un pariente no poco lejano, es cruel y desalentadora. Es de los pocos cuentos de Río Subterráneo (1979, Premio Xavier Villaurrutia), en donde las palabras evocan imágenes grotescas y terribles, sin razón ni esperanza. En Las palabras silenciosas, en cambio, la tristeza del chino no viene de una condición exterior, sino de una incomprensión interior que se pone de relieve al encontrarse con la torpeza inexplicable de su paladar. Porque las palabras que no puede pronunciar –en una lengua que le es extraña y ajena– son a la vez conceptos que a él lo enternecen profundamente y que, sabe muy bien, los demás no pueden comprender. Lo que él admira y siente incluso más que los que se burlan de él o lo tratan como un inferior.

El cuento 2 de la tarde, dedicado a otra mujer (Inés Segovia), trata precisamente sobre el enaltecimiento del poder y dignidad femeninos ante la practicidad casi burda del hombre. La anécdota es citadina y ordinaria: en espera del camión un hombre juzga a una mujer por sus proporciones y aspecto sin saber que, minutos después, su mirada altiva durante el inevitable manoseo la reivindicaría en un nivel inalcanzable de pureza y superioridad. Los Inocentes (a Ernesto Mejía Sánchez) es relatado en primera persona por la madre: la historia son sus cuitas y a la vez regocijos. “Un equívoco”, dice la protagonista en algún momento y es que en realidad sus pensamientos son meras transiciones al momento verdadero del funeral de su hijo, que nadie puede anticipar después de que ella trasluce una especie de felicidad templada en sus palabras. “Mujeres veladas que no entienden nada, como yo. Que sólo tienen un muerto. Es mucho tener lo que tengo, un féretro, un cadáver ante el cual llorar”… pues el equívoco era esa felicidad incorrecta del extranjero intercambiado por su propio hijo.

Hay cuentos en apariencia sencillos, por su corta longitud. En realidad son algunos de los más profundos. En Las Muertes (dedicado a Juan Guerrero, probable protagonista trasladado), Arredondo toma la pluma como un hombre y habla en primera persona de dos muertes que le afectan: una por lo absurdo, otra por lo lógico. Las reacciones de la gente, de la prensa, de su familia lo atormentan y persiguen. Y es que no puede entender que sucedan así, juntas, la muerte de un guerrillero alzado en armas en contra del gobierno y la otra, la inútil del cuñado de Ángela, su secretaria (una mujer que le importa honestamente). En Año Nuevo, el cuento más corto y quizá el mejor de la compilación entera, Inés dice que “la mirada es lo más profundo que hay”, el entendimiento ciego entre un extraño y una mujer triste que acepta el consuelo del otro, sin palabras.

Apunte gótico, dedicado a su compañero –y director–– de la Casa del Lago, Juan Vicente Melo, es un cuento velado y, si se le mira con cierto detalle, transgresor. Es velado, ambiguo, críptico quizás a propósito… pues evoca la personalidad del autor de La Obediencia Nocturna y de un amor callado, lento, lleno de matices y detalles: la felicidad de una pareja tendida en la cama y la incertidumbre de la muerte de él, de su padre.

Río Subterráneo está dedicado a Huberto Batis, también miembro del movimiento cultural de la Casa del Lago. Es el cuento que le da título a la compilación y también uno de los más íntimos y nostálgicos. En él están los recuerdos de la niñez, de la locura, de los hermanos y el tiempo que se vive en provincia donde, lentamente, intentan comprenderse las cosas dulces, las cosas terribles y las cosas inexplicables. Es un cuento vívido en esa descripción casi inconcebible de un río que pasa debajo de una casa, de la escalinata que lleva a él y de las locuras compartidas de quienes se deben más allá de la sangre y el apellido.

En Londres describe otro tipo de soledad que no sólo existe por la renuencia de una niña a vivir en un lugar apartado, extraño y diferente del México que tan bien conoce, sino por una separación evidente con el resto del mundo, con sus hermanos, con la humanidad entera. La niña –ingenua, inocente– no comprende esta ruptura, aunque es consciente de su existencia y sólo hasta la revelación absoluta de su compañero sabe que, en adelante, sus vidas estarán unidas, pertenecidas una a la otra. Advierte que ya no estará sola más… en Londres.

En Las Mariposas Nocturnas (a Ana y Francisco Segovia y el único con un epígrafe de Edgar Allan Poe) aparece el único personaje recurrente de la colección de cuentos/recuerdos: don Hernán. El mismo, quizás, de Las palabras silenciosas. Un cuento elegante, cosmopolita: las andanzas de esa amante virginal y culta por Europa relatadas desde el ojo cansado y aburrido de un hombre que también ha sido amante y también ha sido ultrajado por la pasión hiriente de don Hernán. Y aunque toca temas oscuros y más bien terribles, el cuento es hermoso por las imágenes que construye y por su cualidad circular: cuando todo termina justo como al principio.

Atrapada, dedicada a Esteban Marco y conteniendo como personaje catalizador a otro Marco, trata sobre la constante búsqueda de Paula: una mujer socialmente vista como pura, pero atrapada entre el deber y el ser, entre el amado enemigo (Ismael, su esposo) y la felicidad que no se siente correcta, adecuada. La felicidad que sólo consigue al final, a expensas de un acto impuro y condenable, pero eso precisamente –renunciar a lo que la hace feliz y la convierte, al mismo tiempo, en una mala persona– la lleva a la pureza absoluta… la que siempre ha buscado.

Y uno de los cuentos más importantes, En la sombra, es una respuesta no sólo a Atrapada sino también a otro relato, de un escritor perteneciente al mismo tiempo a la Casa del Lago: Juan García Ponce (Enigma). Es la mirada femenina sobre el no menos delicado asunto de la infidelidad. Es el encuentro de la felicidad del otro y el ser testigo de los hechos, los detalles que la provocan y en los que ella –la engañada, la que no podría saberlo– no tiene injerencia alguna. Y de ese sufrimiento callado y angustiante surge la posibilidad de redención: se lo dedica a Juan García Ponce para demostrarle que la transgresión, aunque reveladora, también duele y causa estragos, también se sufre del otro lado. No es insólita ni osada desde el punto de vista liberal, sino precisamente lo que es: una ruptura, un dolor provocado. Y eso es lo que Inés comprende, vivir en la sombra… de la felicidad del otro.

A través de los cuentos se observa una mujer profundamente sensible y analítica, que no puede observar la vida desde una posición romántica y ciega… pero que tampoco evita las vendas: la ventaja invariable de ser mujer, de poseer un ojo femenino.

Periodismo border, ¿nuevo periodismo?

Emilio Fernández-Cicco se pregunta ¿qué diablos es el periodismo border? Y luego relata su experiencia como periodista marginado (paraperiodista, como no se salvó de ser tildado) y los excéntricos avatares –emplearse como enterrador, actor pornográfico o asistente de un boxeador– que lo llevaron a escribir crónicas nítidas, enriquecedoras y no pocas literarias con el único objetivo de presentarle certezas al lector. Y darle la vuelta al periodismo tradicional, en el ínter.

El texto es una suerte de manual exprés para convertirse en un periodista border: aquel que rechaza los dogmas del periodismo más rígido y echa mano de la ficción, la vivencia y la elocuencia para relatar situaciones y circunstancias muy cercanas a la temática periodística clásica, pero desde un enfoque alternativo. Vivir el reportaje, engatusar al entrevistado, interesarse por la “escoria” de la sociedad y comprender que, al final, no se puede ser parte de ningún movimiento cultural o artístico es lo que conforma a un verdadero periodista border. Y eso es sólo el comienzo.

Martín Zubieta, en su Apuntes sobre el nuevo periodismo, enumera los primeros indicios del llamado “nuevo periodismo” a través de sus exponentes originales y las corrientes sobre las cuales construyeron el género que ya nada le pedía a la literatura novelística o “respetada”. El periodista era también un hombre de letras que igual vivía al filo de la aventura y escribía con ímpetu lo experimentado como conservaba el compromiso social de hacer periodismo.

Ambos textos son clarificadores, sobre todo el escrito por Cicco. Descubrir que el periodismo no tiene por qué aferrarse a las reglas de manual que dictan objetividad y anonimato es sumamente liberador. De pronto el periodista no es el encargado de relatar una noticia (y elegir entre lo noticioso y de interés entre lo poco relevante o inverosímil) que se esconde tras un texto pulcro, políticamente correcto y neutral. El periodista participa de su sociedad (quizás más intensamente que cualquier ciudadano común) y es por tanto libre de incidir en ella a través de sus palabras: actúa como un espía al acecho que, terminada la jornada, regresa a su morada para escribir lo visto y sentido.

Y en especial comprender que el periodismo no es una ciencia exacta, sino humanística, que nace de las personas y no por el contrario, como se intenta establecer con las normas impuestas por quien relata una noticia y no la interpreta. Que es manipulable, aunque no corrompible, y admite transformaciones (aún las perjudiciales) de modo que evolucione naturalmente. Y, por supuesto, en lo particular éste es un hallazgo sin precedentes. No porque de ahora en adelante se elija al periodismo gonzo border como el arquetípico, sino porque en lo sucesivo se cuenta con la alternativa siempre viable (y enteramente respetable también) de hacer un periodismo diferente, literario, desafiante, crítico, autónomo.

Y no, esta clase de periodismo no es para cualquiera. Cicco lo advierte: no sólo son agallas y valentía. El periodista border asume las responsabilidades y desafíos de convertir su propia vida en un campo de experimentación y, desde luego, no resguardado bajo el manto del periodismo tradicional. Ello quizás suena atractivo para el que busca algo más allá del anonimato y la rigidez de buscar la noticia y presentarla en bandeja de plata, pero tampoco garantiza las loas instantáneas. El periodista border es susceptible de sufrir lo indecible por conseguir tres, cuatro cuartillas de prosa irreverente, provocadora y sagaz, pero real. Siempre real.

La Ley Federal de Radio y Televisión: Cultura y Comercialización en Abierto Embate

El 30 de marzo de 2006, el Senado de la República aprobó más de 20 reformas sustanciales a la Ley Federal de Radio y Televisión, expedida por primera vez el 19 de enero de 1960. Cinco días después, en su columna De Aquí para Allá del periódico de circulación nacional Reforma, Germán Dehesa escribe una carta al entonces jefe del Ejecutivo, Vicente Fox Quesada. Resume sus tropezones a lo largo de un sexenio que, sabe, nada cambiaría 71 años de hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI); reprocha su servilismo desmedido y el crecimiento inconsecuente de la primera dama, Marta Sahagún. Y luego es contundente: recuperaremos la fe en usted y acaso podrá salvar su mancillada reputación si veta, de raíz, las reformas aplicadas a la Ley Federal de Radio y Televisión. Más de 200 intelectuales, académicos y especialistas –entre ellos Carlos Monsiváis, Francisco Toledo, Hugo Gutiérrez Vega, Margo Glantz, David Huerta, Dolores Béistegui y Ernesto Velázquez– se manifiestan abiertamente en contra de la bautizada por muchos Ley Televisa.

La polémica de poco sirve. El 20 de abril de 2006, con 62 votos a favor y 24 en contra, se aprueba una iniciativa paralela a la Ley. El presidente Vicente Fox tiene 180 días para expedir un reglamento que contemple a los medios públicos y permisionados… pero nada más. Las correcciones –que, en teoría, imposibilitarían las prácticas monopólicas– son hechas a un lado y, pese a las marcadas oposiciones de los senadores Manuel Bartlett Díaz, Javier Corral Jurado y Raymundo Cárdenas Hernández (del PRI, PAN y PRD, respectivamente), la Ley Televisa se desliza sin dificultad por las aguas de la legalidad.

Un año después, apenas el primer día de junio de 2007 y ahora con un nuevo presidente de la república (del mismo partido y de la misma afiliación ideológica, sin embargo), la ley es declarada inconstitucional. En buena parte debido a la lucha que más de cuarenta senadores emprendieron, entre los que destacaron los ya mencionados y un acto sorprendente calificado por algunos de mea culpa por parte del senador Santiago Creel –habiendo declarado que la legislatura aprobó los artículos bajo numerosas “presiones” ¿Las razones? La Corte consideró inconstitucional el refrendo automático que se da a los concesionarios de radio y televisión. El pleno consideró que para que los actuales concesionarios obtengan el refrendo, deberán someterse al requisito previsto en el artículo 17 de la ley de medios: una nueva licitación pública. Dicho artículo, luego de modificado el año pasado, dictaba a la sazón: “Las concesiones previstas en la presente ley se otorgarán mediante licitación pública. El Gobierno Federal tendrá derecho a recibir una contraprestación económica por el otorgamiento de la concesión correspondiente”. ¿Traducción? Las concesiones, antes otorgadas por 99 años y a un costo de 99 pesos, serían subastadas al mejor postor y por un periodo de 20 años. Esta reforma permitiría que los grupos que presenten las pujas más altas se lleven las concesiones, sin necesidad de esperar la aprobación de solicitud de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Los beneficiados con este nuevo método serían, evidentemente, los grupos televisivos y radiales que cuenten con los medios necesarios… es decir, las ofertas más jugosas. En el caso de la televisión, Televisa y Tv Azteca (con 126 y 177 concesiones, respectivamente) conforman el denominado “duopolio” que acapara más del 90% de las frecuencias. Y con la nueva Ley, la posibilidad de adquirir subcanales concesionados incrementa considerablemente.

¿Por qué, sin embargo, la ley Televisa fue por muchos considerada antidemocrática y un obvio retroceso en la libertad de expresión del país? Porque, según especialistas e intelectuales, los contenidos de la televisión mexicana se verían supeditados a los intereses, no de las compañías que los generan, sino de los anunciantes que compran espacio para publicidad. En otras palabras: la televisión y la radio cultural desaparecían en automático, pues al no poder renovar su concesión y por lo tanto ser subastadas en el mercado, compañías con el suficiente poder adquisitivo tendrían el pleno derecho de adquirirlas y programarlas a su conveniencia. Es bien sabido que la televisión y la radio cultural no atraen las inversiones de los anunciantes; de ahí que para el gremio empresarial sea más oportuno y rentable transformar los contenidos en aras de conservar los espacios publicitarios.

Otro giro importantísimo que surgiría a raíz de la aplicación de los artículos que ya fueron declarados inconstitucionales es el tecnológico. Con los nuevos parámetros que regirían el modo de difundir los contenidos radiales y televisivos, las estaciones de radio y televisión que no cuenten con tecnología de punta se verán relegados a último término. Y, como de nuevo todo se reduce a la cuestión económica, las radios y compañías televisivas independientes tendrían que ampararse ante la Corte para evitar que su concesión sea subastada y en el acto perder la posibilidad de transmitir sus contenidos originales.

¿Por qué la Ley Televisa es un ataque frontal a la cultura? Ésta parece la pregunta clave en el proceso. Según el maestro Vicente López Velarde, exdirector de Radio Universidad Querétaro, “el daño que los medios de comunicación orientados por la cultura de masas le han hecho al pueblo de México es verdaderamente irreparable”.[1] La injusticia, además, de que las ganancias inconmensurables del espectro televisivo se reparta en dos empresas solamente, presididas por dos hombres: Emilio Azcárraga Jean y Ricardo Salinas Pliego. El interés privado que pretende pasar como interés público es el estandarte bajo el que militan ambos consorcios, sin que exista jamás una verdadera lucha por la libertad de expresión y la democratización de la cultura. Al contrario: con opiniones facciosas introducidas como editoriales en sus noticieros, Televisa y Tv Azteca pugnan por una concesión libre del interés del gobierno y ponen por ejemplo el caso venezolano, donde a pesar del reciente cierre de RCTV, el crecimiento de las radios y televisoras locales (portavoces de la voz popular) ha ascendido a más del 80%.[2]

Hay datos, sin embargo, que orillan a creer que las apresurados reformas introducidas a la Ley Federal de Radio y Televisión en el primer semestre del año 2006 fueron en realidad una especie de previsión por parte de las televisoras ante un escenario político que, según las encuestas de entonces, favorecía notablemente al candidato de la Coalición por el Bien de Todos, Andrés Manuel López Obrador. Es notable que, hace tres años, especialistas en la materia urgieran una reforma sustancial a la entonces intocable Ley Federal de Radio y Televisión. Ya en una entrevista hecha a Enrique Velasco Ugalde, investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), por el periodista Álvaro Delgado para la revista Proceso del 4 de julio de 2004 (1444), se decía que “es prácticamente imposible reformar el marco legal que regula los medios electrónicos”. Delgado, en el reportaje titulado Concesiones en Juego, escribió: “pese a que el presidente Vicente Fox firmó los acuerdos de la Mesa para la Reforma del Estado (…), entre los que se encontraban adecuaciones al marco legal de los medios de comunicación, no se prevé modificar, en el corto plazo, la Ley Federal de Radio y Televisión vigente desde 1960”.

En el próximo sexenio se renovarían las concesiones de Televisa y Tv Azteca: el XEWTV (canal 2) y el XHTV (canal 4) expirarían el 26 de noviembre de 2009; el XEQTV (canal 9), el 11 de julio de 2009. El XHDF (canal 13), el 9 de mayo de 2008. La antigua Ley Federal de Radio y Televisión confería al titular del Ejecutivo la decisión discrecional de refrendar o revocar los títulos de concesión. Durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, se les refrendó de manera automática a la industria de radio y televisión medio millar de concesiones. Era evidente la alianza entre el entonces partido oficial y la empresa comandada por la familia Azcárraga: “Televisa está con México, con el Presidente de la República y con el PRI… somos del sistema” se le escuchó una vez decir al Tigre Azcárraga.

¿Y la ley? Antes se le consideraba inoportuna y obsoleta, pero los intentos por reformarla se veían aún muy lejanos. Velasco Ugalde, aún en 2004, opinaba: “es una ley que impide cualquier avance democrático”. Un fraude, también, pues según el especialista “no se pagaban los mensajes del Estado y Gobierno y además se pasaban de madrugada”. Todo ello, en el sexenio presidido por Vicente Fox, adquirió un nuevo matiz a partir del llamado Decretazo: el 10 de octubre de 2002, en la Semana Nacional de la Radio y la Televisión, Fox anunció la derogación del decreto relativo al tiempo fiscal. El decreto desde 1968 obligaba a los concesionarios y permisionarios a pagar 12.5% del tiempo fiscal.

 

Afortunadamente para algunos y cuando el debate parecía haber entrado en una etapa incubatoria, el pleno de la Suprema Corte de Justicia mexicana asestó el 5 de junio lo que algunos han definido como un golpe definitivo a la Ley Televisa. Todo ello con sólo invalidar cuatro artículos que suprimirían el proceso de participar en licitación pública sin tener que pagar al Estado, así como la obtención de concesiones con vigencia de 20 años.[3] Y aunque la anticonstitucionalidad se concentra en la supresión del llamado triple play (la posibilidad de ofrecer con la misma compañía los servicios de Internet, telefonía y televisión por cable), el logro es ya en suma visible. Según los nueve ministros de la Corte, las reformas vulneran seis preceptos de la Carta Magna que tienen que ver con los principios de libertad de expresión, igualdad, rectoría económica del Estado sobre un bien público, utilización social de los medios de comunicación y la prohibición de monopolios[4].

Así, por fin el artículo 17 es tasado en su debida medida: el mejor postor está concentrado en unas pocas manos (o más específicamente: dos), que jamás consentirían una libre competencia ni el derecho a la información que todo ciudadano mexicano tiene. La cultura, por lo tanto, es un bien común y no de unos cuantos: la obligación de protegerla, como los críticos de la Ley Televisa siempre propugnaron, es inalienable aún cuando la ley dicte aparentemente lo contrario.

 

 

Bibliografía:

 

§ Proceso del 4 de julio de 2004 (1444), artículo escrito por Álvaro Delgado.

§ Flores Olea, Víctor. “La Ley Televisa”. Artículo de opinión publicado en El Universal, el 8 de junio de 2007.

§ Diario Colatino. 7 de junio de 2007.

 

§ Entrevista realizada al maestro Vicente López Velarde.



[1] Entrevista realizada en mayo de 2006, en las instalaciones de Radio Universidad.

[2] Flores Olea, Víctor. “La Ley Televisa”. Artículo de opinión publicado en El Universal, el 8 de junio de 2007.

[3] Diario Colatino. 7 de junio de 2007.

[4] Íbidem.