La lucha libre como paliativo de la hórrida realidad mexicana

En toda mi vida, jamás había ido a la lucha libre. El espectáculo peripatético de dos cuasi gordos trabados, envueltos en sudor, zanjados en una lucha de vida o muerte, me parecía menos atractivo que ir a que me aplicaran una endodoncia con rolas de Napoleón de fondo.
Naturalmente, supe que eran puras pavadas cuando un día, en el horario estelar de Galavisión (o sea: sábado a mediodía), vi a un luchador tomarse muy en serio el concepto de libertad en el combate cuerpo a cuerpo: al ring subió una sandía colosal que luego procedió a cercenar con una sierra (como lo vio en Viernes XIII). Acto seguido, tomó un trozo y lo embarró en el rostro de su oponente.
Sobra hacer el comentario de que el público, ávido, profería ovaciones varias, como “¡dale en toda su madre, hijo del Santo de Plata Mística Junior! (o el que haya sido su nombre artístico, que para efectos del folclor dejaremos como se suscribe arriba).
Mi segundo encuentro con la lucha libre vino en el formato de una novelita corta que casi todo adolescente hormonal ha leído: El principio del placer, del maestro José Emilio Pacheco.
El día de la toma de posesión de Ruiz Cortines, en pleno malecón de Mocambo, el protagonista descubre a su ídolo, Bill Montenegro, departiendo alegremente con su “acérrimo” enemigo, El Verdugo Rojo (a quien el mismo párvulo había lanzado un elote mordido en plena faena). Ahí se da cuenta de que todo es una mentira elaborada, una falsificación cuidadosamente orquestada, un insulto al intelecto, una falacia de la razón… un escupitajo, pues.
Desde entonces quise ser tan avispada como él, y pretendí que desde siempre había sabido que la lucha libre estaba compuesta por impostores forrados en spandex.
Por eso, la primera vez que vi la lucha libre en vivo, mi corazón saltaba. Ahí, de frente, estaban encarnados todos los símbolos de nuestra identidad mexicana: la sordidez de la Arena Coliseo, en pleno corazón de La Lagunilla; el pálido olor a fritanga requemada, proveniente de los puestos en las calles aledañas; los niños con máscaras, haciendo suyas señas tan intrínsecas de nuestra idiosincrasia como las cremas y los chingasatumadre; las teiboleras que se diversifican y también se pasean con el letrero de “primera/segunda/tercera caída”. Y, sobre todo, la lealtad del público. Técnicos contra rudos. Los buenos contra los malos.
Ahí estaba el Blue Panther, sin máscara (la perdió en 2008 contra Villano V), con sus 49 años de experiencia. El auditorio, fiel, con vítores como “¡dejen en paz al abuelo!”. O Mephisto, de estilo francamente olvidable. Dos héroes, sin embargo, se llevarían las palmas: Máximo, del bando de los exóticos, y Brazo de Plata, del bando de los voluminosos. Uno y otro se aprovecharía de sus condiciones excluyentes (ambos marginados de la sociedad por su orientación sexual y ancho de banda, respectivamente) para aniquilar a sus oponentes: un beso y un panzazo harían el trabajo que las llaves, topes suicidas y saltos acrobáticos no lograron.
Y entonces me di cuenta: lo falso de la lucha libre, el acuerdo previo, casi estructurado como un guión; los técnicos contra los rudos que parecen perder, pero luego resurgen como aves fénix/ángeles caídos… todo lleva a un solo lugar: la afirmación de que en alguna parte de nuestro país, pese a las adversidades, los buenos siempre ganan.
Y eso, como evasión, le gana a las sustancias ilegales. Lo apuesto a dos de tres caídas.