El fantasma de Sylvia Plath

Hace poco estuve en Nueva York por primera vez. La ciudad es abrumadora e intimidante, y celebré mi admiración no confesada perdiéndome en el metro durante una tarde entera. Ahí encerrada, tomando un tren tras otro, regresando sobre mis pasos, mirando los andenes oscuros y húmedos, pensé en los fantasmas de la ciudad: Nueva York no se sostiene en el presente, sino en una delicada trama de evocaciones y homenajes.

Desde luego, mi idea de la ciudad estaba fundamentada en todas las películas que había visto y en todas las novelas que había leído cuya acción tomaba lugar ahí: el peligro de llegar a un  lugar que se conoce tanto, a pesar de nunca haber estado en él, radica en perder la posibilidad de sorprenderse. ¿Cómo haría mía una ciudad tan grande, tan recorrida, tan narrada y reconstruida por otros antes de mí? ¿Qué había en ella para apropiarme y conquistar a partir del descubrimiento?

De entre todos los fantasmas que vi, por ejemplo en la esquina de la quinta y la 57, frente al letrero de Tiffany & Co, hubo uno que me siguió con especial intensidad: el de Sylvia Plath. Leí su única novela, The Bell Jar, mientras caminaba por las calles calurosas y caminaba una, cinco, diez cuadras, tal vez deseando alcanzar las 47 que la protagonista, Esther Greenwood, recorre en una sola noche.

Greenwood siempre fue un alter ego demasiado evidente de la misma Plath. Fue por ello que retrasó la publicación de la novela, en la que narra la espiral descendente en la que cae una joven poeta una vez que renuncia a las convenciones de una vida que, sabe, ya no le pertenece. Igual que Sylvia a su edad, y mientras estudiaba en el Smith College, Esther gana una especie de beca para pasar un mes en Nueva York como editora junior de una revista de modas. La narración empieza en el verano caluroso de 1953, el verano que electrocutaron a los Rosenberg, una pareja comunista acusada de espionaje. A pesar de su determinada vocación por las letras, que no abandona ni en sus momentos de mayor depresión, Esther Greenwood se enfrenta a la sinrazón de la vida con la misma vehemencia que el personaje más recordado de Camus.

Sin saber que la imitaba, quise saber si habría alguna forma de entender el misterio y la magnificencia de la ciudad. Después del poco exitoso primer día, me desperté muy temprano al segundo y tomé el metro para llegar a las escaleras del puente de Brooklyn. A medida que caminaba y la perspectiva de Manhattan se acercaba como una postal que ha cobrado vida, tuve la sensación definitiva de que al fin estaba en Nueva York. La clase de sentimientos que inundan a las personas que sueñan con lugares en lugar de estar en ellos. Había recreado durante mucho tiempo esas calles que se extienden como líneas infinitas, acaso sin saberlo, esa ciudad de posibilidades, cuya belleza se encuentra también en la fealdad, que cuando por fin me encontré en ella no supe qué hacer. Por eso recurrí a Sylvia.

Visité, como ella, con la fascinación del fuereño, todos los lugares icónicos y los vi diferentes, menos idealizados, menos como un set que vi a través de la pantalla y más como un espacio real, palpable, más pequeño o más grande de lo que imaginaba, tal vez más sucio o más imponente. Viajar en soledad siempre te da la posibilidad de elegir a tu acompañante, y yo había elegido este fantasma.

Sylvia Plath, como poeta y como persona, siempre me ha resultado fascinante. Hay algo en su vida, en la disciplina de sus años escolares, en la persistencia de su oficio de escritora, pero sobre todo en su desgarrado amor por Ted Hughes, que me cautiva, que me arrastra como un tornado a esa tristeza contenida. Su inmenso talento pareció no ser suficiente para salvarla de ella misma.

Tal vez lo que me atrae como un imán secreto a Sylvia Plath sea la magnitud de su abismo, la fragilidad de ese mundo construido con palabras, con nociones idealizadas y hermosas como sólo pueden serlo las construidas por un ser con la belleza de su mente. Nada de eso pudo detenerla de cometer suicidio en 1963, meses después de la publicación de The Bell Jar con el seudónimo Victoria Lucas.

Una vida dentro de esa campana de cristal, para la que “el mundo mismo es un mal sueño”. Durante un periodo de separación de Ted Hugues, quien ya era amante de la también poeta Asia Wevill, Sylvia Plath por fin consumó lo que en su novela se convirtió en tentativas destinadas al fracaso. Es casi doloroso atestiguar el deseo más bien tibio, pero persistente, de Esther Greenwood de morir: “It was as if what I wanted to kill wasn’t in that skin or the thin blue pulse that jumped under my thumb, but somewhere else, deeper, more secret, and a whole lot harder to get at”.

Como una profecía, con la lucidez del que sabe su destino de antemano, el 11 de febrero de 1963 Sylvia acostó a sus hijos como todas las noches, colocó pedazos de tela enrollados en el borde de las puertas, y metió la cabeza en el horno hasta morir intoxicada por gas. El amor que sentía por su esposo, ese amor tormentoso que no aparecía con la justicia y valentía que ella esperaba, era la última espina de una corona invisible.

Al final de The Bell Jar, cuando Esther está a punto de salir del sanatorio y dejar el tratamiento de choques eléctricos atrás, se pregunta si la campana de cristal, con sus contornos sofocantes, no descenderá de nuevo sobre ella. En Europa tal vez, donde sea, cuando sea. Al final, lo hizo en Londres: en el departamento que alguna vez le perteneciera a Yeats.

Qué habría pasado si Sylvia no se suicidara, me pregunto a menudo. Se lo pregunta el mundo entero desde entonces. Pero esos celos, ese tormento, ese historial depresivo, todo lo que había debajo de ello, construyeron su hermosa poesía. Habría llegado a domar su talento, tal vez. Lo habría dosificado. Habría sido la poeta más grande del siglo XX, sin la nube oscura de su suicidio.

Al final de mi viaje pasé un día en Boston, donde Sylvia nació. Antes de tomar el metro desde Cambridge, mi amigo me contó que ese era el “día libre” de los locos del manicomio local. Estaban sueltos por la ciudad, lo que le daba la nota de color a la habitual calma bostoniana. Me gustó pensar que en esas calles lluviosas, grises, podría ver la silueta fantasmal de Sylvia disfrutando de sus “privilegios de salir al pueblo” en Belsize. Pensé en ella y cómo algunos años antes de morir, sin haber escapado de su campana de cristal, sabía que no podría olvidar todo lo que pasó en esos días oscuros de su vida. Y en esta frase triste: “Maybe forgetfulnes, like a kind snow, should numb and cover them. But  they were part of me. They were my landscape”.

 

 

De road trip con Damián Alcázar


Domingo por la mañana, San Miguel de Allende. De pronto, en una esquina, aparece Damián Alcázar. Es el Juan Vargas de La ley de Herodes, no hay duda: la misma mirada de pícaro, el bigote tupido y la sonrisa enorme. Pero hay algo diferente: es más tímido y su voz es melodiosa, como un susurro.

Una comitiva de siete personas lo esperamos apretujados en una camioneta bajo el sol del Bajío: el fotógrafo, dos asistentes, la productora de fotografía, la coordinadora de moda, el maquillista y yo. Damián, armado con un portatrajes y tres sombreros, saluda a todos mientras se acomoda en el asiento del copiloto. Lo primero que nos confiesa es que vive en San Miguel de Allende desde hace ocho años, pero viaja tanto que apenas ha pasado unos cinco meses efectivos aquí. Luego mira por la ventana. A la salida de San Miguel hay una rotonda con zócalos vacíos. “Los panistas los pusieron”, explica. En adelante se referirá siempre a los panistas con cierto desdén y odio contenido.

Nos dirigimos a Mineral de Pozos, un pueblo fantasma al norte de San Miguel de Allende. Durante el trayecto, el equipo entero no deja de hacer preguntas. Damián responde a todo afable y hasta emocionado. Es natural: El infierno (2010), la última parte de la trilogía del poder de Luis Estrada, se exhibe por todo el país con un éxito abrumador. “Es raro que El infierno continúe en cartelera, porque las películas mexicanas no duran nada: al rato te cambian por Un novio formidable o Mi tía tiene gota…”, bromea. Mientras el paisaje guanajuatense se torna árido y seco a medida que avanzamos, alguien hace la pregunta clave: ¿tuvieron problemas para hacer El infierno? Damián explica que, originalmente, la película se grabaría en Zacatecas, pero la entonces gobernadora Amalia García tuvo dudas. Entonces se cambiaron a Durango, donde la presencia de trocas rondando la producción, aunque sin intimidaciones, les hizo tomar la decisión de terminar de filmar en San Luis Potosí.

Al llegar a la primera gasolinera, ya nos enteramos que la película iba a ser distribuida por Televisa, con la idea de apropiarse de los festejos del Bicentenario. Sin embargo, luego de la proyección para ejecutivos, de un alto mando llegó la noticia de que no se iba a distribuir. “Casi casi no sale”, dice Damián. Una empleada con el uniforme de Pemex se acerca. “¿Me podría dar un autógrafo”, pregunta, apenada. “Claro, pero vaya a ver El infierno”, le responde Damián. La mujer asiente y se va muy contenta. “Luis Estrada, con sus propios medios y un poco de ayuda de Videocine, distribuyó la película con 314 copias”, continúa cuando emprendemos la marcha otra vez.

En las primeras dos semanas de exhibición, El infierno recaudó más de 30 millones de pesos, una cifra impresionante para una película mexicana. Y no sólo eso: una cinta sobre el narcotráfico, el tema más sensible de los últimos tiempos. Pero la película gusta y ahí sigue, ganándole en popularidad a churros hollywoodenses como Resident Evil Wall Street.

Se hace un silencio. Una voz pregunta: “¿Y el Cochiloco?”. Damián ríe. Hasta antes de El infierno, la gente identificaba a Joaquín Cosío por su papel de “Mascarita” en Matando cabos (2004). Hoy goza de una fama que parece haber llegado para quedarse. “Joaquín y yo hablamos hace unos días por teléfono, no nos vemos seguido pero tratamos de estar en contacto”. La camaradería entre ambos actores es notable dentro y fuera de la pantalla.

Han pasado cuarenta minutos y la ciudad más turística de Guanajuato ha quedado atrás. Frente a nosotros, una carretera de dos carriles larga y gris, casi vacía. No hay árboles, salvo algunos cactus rodeados de pasto seco. Montañas despintadas a lo lejos. El escenario recuerda al pueblo de San Pedro, de La ley de Herodes. Damián confiesa que es una de sus películas favoritas, por muchas razones: salió en un momento preciso, es divertida y no deja de ser relevante, porque la situación del país es tan ridícula como entonces. O tal vez más.

Por fin llegamos a Mineral de Pozos. La entrada es una calle blanca y deslavada. Nació como un pueblo minero en 1576, alguna vez se llamó Ciudad Porfirio Díaz, y parecía condenado al olvido. Conserva el casco original, con callejones que suben y bajan a espaldas del desierto, una casa miserable tras otra. Sin embargo, el pueblo revive cada fin de semana, atrayendo a turistas lo mismo de la capital del estado y Querétaro que extranjeros. La plaza principal es el punto neurálgico, rodeada de una cantina tradicional, media docena de hoteles y un par de restaurantes. El lugar no está del todo muerto. Un artículo de Los Angeles Times en 2008 confirmó su creciente popularidad, resaltando la vibra bohemia de sus calles.

Pero nuestro destino no es el centro del pueblo, sino una carretera a las afueras, donde el equipo instala la cámara y las luces. Tienen dispuesto para él un hermoso traje Etro de rayas, que le luce espléndidamente. Le comento a la productora de foto que Damián tiene un porte envidiable. “¡Sí! ¡Es divino!”, me responde. Ésta es la opinión general de las damas y hasta de algunos caballeros, que lo ven como a un compadre potencial: divertido, relajado y entrón. Sin embargo, hay algo más detrás.

Damián y yo nos apartamos del resto, grabadora en mano. La conversación fluye. Pienso entonces que Damián es adorable. No hay otra forma de describirlo. Tiene esa calidez que te hace perderle el miedo al minuto de conocerlo. Sí, es una estrella. Sí, ha actuado en más de setenta películas. Sí, ha ganado cuatro Arieles y lo han homenajeado en varios festivales de cine por todo el mundo. Es, con toda seguridad, el mejor actor mexicano de este momento. Pero al mismo tiempo, y contra todo pronóstico, es un tipo simpático y modesto. Bromea con todos y sigue indicaciones sin el mínimo asomo de divismo.

 “La violencia es una elipse que va hacia abajo. Se recrudece con el paso del tiempo y no tiene buen fin”, me dice al empezar a hablar de El infierno. El contraste es extraordinario: su preocupación inmediata es ésta y no otra.

Mientras posa como un soldado bajo el rayo del sol, sin quejarse lo más mínimo, sus palabras vuelven. Por un lado, está el actor clave en el resurgimiento del nuevo cine mexicano: de Dos crímenes (1995), dirigida por Roberto Sneider y basada en la famosa novela de Jorge Ibargüengoitia, a Bajo California: el límite del tiempo (1998), de Carlos Bolado. Uno de los actores mexicanos con más presencia en la escena internacional, alejado de la fama más bien trivial de algunos de sus compatriotas, pues él, antes que una estrella, es un actor. Pero también es un mexicano más, preocupado y conmovido por lo que ocurre en un país que atraviesa una de sus crisis más grandes. Entonces, pienso, su opinión sobre la violencia tiene sentido.

 

¿La musa de Estrada?

La primera vez que Damián Alcázar colaboró con Luis Estrada no fue en La ley de Herodes (1999), como muchos piensan, sino algunos años atrás, con Bandidos (1990). La película ya contenía algunos elementos que distinguirían el cine de Estrada. Ambientada durante la Revolución Mexicana, cuenta la historia de unos niños que se convierten en bandidos por venganza. Le siguió Ámbar (1994), de corte más bien fantástico, pero a partir de ese momento el director se dio cuenta de que quería trabajar con Damián siempre. Así fue: desde entonces no ha dirigido una sola película que Alcázar no protagonice. Me explica, en charla por teléfono desde las oficinas de Bandidos Films, que escribió toda la “trilogía del poder” con él en mente.

“Es un colaborador importantísimo no sólo como actor, sino en todas las áreas: se involucra por completo en su trabajo y en el de los demás, tiene opiniones técnicas y jamás te niega la posibilidad de hacer otra toma”, me dice. Es tanta su compenetración que Estrada incluso comparte con él los distintos tratamientos del guión. Sabe que La ley de Herodes los marcó profesional y personalmente, casi por una causalidad, pues al principio había escrito otro papel para Damián.

Pero la suerte estaba echada: juntos recorrieron el mundo exhibiendo la película, que ganó tantos reconocimientos como aplausos de la crítica. A pesar de sobrevivir a un veto, o precisamente por eso, La ley de Herodes fue la primera cinta que recibió publicidad involuntaria y se convirtió en un hito en la historia de la industria fílmica.

El éxito parecía evidente: hartos de una dictadura “perfecta” –como la definió el ahora premio Nobel Mario Vargas Llosa–, los mexicanos nos maravillamos y horrorizamos por igual con la fábula del despistado Juan Vargas, que descubre las bondades del priísmo más prehistórico (corrupción y mordidas mediante), y termina por ser linchado. Luis Estrada no imaginó que, diez años después, la realidad panista se antojaría más trágica. Después de Un mundo maravilloso (2006), la mancuerna vuelve con un retrato crudo y realista sobre el narcotráfico.

“Hay una guerra en este momento: a cien años de la Revolución, hay un movimiento armado en las calles”, dice Damián. Esta es la piedra angular de El infierno: la idea de que la guerra contra el narco es, en realidad, una guerra civil que ha dejado en México cerca de 28 mil muertos. La cifra aparece, aunque recortada, en la película.

Hay una explicación para que Damián y Luis se entendieran tan bien. Ambos son ciudadanos comprometidos, aunque la palabra haya perdido su significado. Pero lo son. No les interesa hacer películas sólo para entretener ni para generar dinero. Están interesados en mostrar la realidad de México como lo que es: una compleja red de corrupción, violencia y poder. Lo han logrado con tanto tino que sólo hace falta echarle un vistazo a los comentarios del trailer en YouTube: “El que piense que México no es así no vive en México o no sabe nada de él”, escribe uno de los millones que vieron El infierno, cifra histórica para una película mexicana.

“Luis y yo nos entendemos perfectamente: yo leo su historia y sé qué quiere”, dice Damián, sonriendo. “Me falta convencerlo de que me deje hacer muchas cosas, como en La ley de Herodes, donde me dejó enloquecer. En la segunda me detuvo un poco. Y en ésta se recortó todavía más. Pero creo que hacemos un muy buen trabajo juntos. He aprendido muchísimo con él, sobre todo a tener una postura respecto a mi gente. Hablo de Latinoamérica en general. Creo que para eso sirve mi trabajo: para acercarme a ellos”.

Es cierto: todos los proyectos en los que Alcázar se involucra tienen algo en común. Son, de alguna manera, reflejos de una realidad inmediata. Ya sea como ex combatiente colombiano atormentado por su pasado en Vietnam, un indocumentado mexicano cruzando la frontera o un revolucionario sandinista nicaragüense, sus personajes enfrentan al hombre con su circunstancia. Elige estos proyectos porque, sencillamente, cree en ellos.

Mientras lo dice me pone uno de sus sombreros en la cabeza, para protegerme del sol abrasador. Es un gesto amable. Entiendo entonces de qué está hecho este hombre, o al menos alcanzo a intuirlo. Me cuenta luego anécdotas sobre la contra nicaragüense, que entrenó a un niño de doce años para sacar ojos con un lápiz. O los campesinos pobres del Valle del Cauca, en Colombia, que ante la violencia se convirtieron en asesinos y violadores.

“Todas las guerras pueden hacer de una persona extraordinaria el peor asesino, el peor sicario, el peor vengador”, dice. Sabe de lo que habla. Los personajes de la trilogía del poder son, en todo caso, hombres buenos corrompidos por la vida.

 ¿Qué opinas de que llamen a Damián tu musa?, le pregunto a Estrada. Se ríe y luego lo piensa bien. “Sí, algo de eso hay, si tomamos la definición literal de la musa en el sentido de que es quien te inspira: en tal caso, sí, Damián es mi musa”.



La condición del pato

La vida de Damián, según la cuenta, parece turbulenta. Nació en Michoacán, en Jiquilpan, el mismo pueblo del que provienen los Cárdenas. Sin embargo, su familia lo llevó a Guadalajara de meses. A partir de ahí inició una vida de nómada que aún hoy no cesa. Cuenta que ahí vio su primera película, en las clases de catecismo, cuando tenía menos de tres años. Durante la secundaria se fue de pinta durante todos los miércoles de un año para ver tres películas por un peso. Es el tercero de seis hermanos y se confiesa taciturno y ensimismado. Cosa rara porque, desde entonces y a la par que descubría la literatura fantástica, su gusto por el showbiz quedó inoculado.

“En una plática con mi papá cuando tenía doce años me pregunto qué quería ser de grande. Yo le contesté: hacer películas. Y mi papá, me acuerdo muy bien, levantó su dedo y dijo: ‘eso se llama arte dramático’”. El recuerdo me enternece. Le pregunto a qué se dedicaba su papá y Damián suspira, como recordando. “Él hizo de todo, creo que en eso me parezco a él: bombero, boxeador, futbolista, cartero, guardabosques, policía…”

A los seis años llegó a vivir al Distrito Federal y al crecer sus intereses se diversificaron: quiso ser torero, cirquero, alambrista, payaso o músico. Todas profesiones relacionadas al espectáculo. Durante la adolescencia, Damián dibujó y escribió. Más tarde consideró convertirse en veterinario –dice que le encantan los reptiles y lo creo, pues mientras yo vigilo nerviosamente los cactus donde charlamos, él se siente a sus anchas en el desierto.

Luego me dice que más tarde se dio cuenta de que estaba sucumbiendo a la condición del pato, que explica así: “El pato nada, corre, vuela y canta, pero ni nada como delfín, ni corre como venado, ni vuela como halcón ni canta como jilguero”.

Pero su vocación terminaría por encontrarlo. Dejó la escuela y trabajó en fábricas de plásticos, troqueles y perfumes. Se fue a vivir a Tlaxcala. A los dieciocho años, una novia lo llevó al grupo de teatro del Seguro Social y Damián lo supo al instante. Esto era lo suyo. Empezó a hacer teatro de aficionados y luego estudió la carrera de actuación en Bellas Artes. También tomó clases en el Centro Universitario de Teatro, e incluso estaba listo para irse a la entonces Unión Soviética a estudiar actuación. Era el tiempo de los camaradas y el bloque socialista, con los sucesos del 68 recientes. Sin embargo, el maestro Raúl Zermeño lo invitó a unirse a la Facultad de Teatro de la Universidad Veracruzana, que en ese entonces era la única universidad con una licenciatura del estilo. “Las clases eran de siete de la mañana a diez, once de la noche: era formidable”, recuerda.

Después de hacer mucho teatro, sobre todo en Veracruz, Damián volvió al DF para hacer una carrera en cine. Su primera parada fue la televisión y varios cortometrajes de los alumnos del Centro de Capacitación Cinematográfica y del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Al respecto, me cuenta que ha hecho dieciséis óperas primas. Confía en los nuevos directores y siempre queda maravillado con los resultados.

Luego de pertenecer al Centro de Experimentación Teatral, bajo la tutela de Luis de Tavira, la carrera cinematográfica de Damián despegó a principios de los noventa. Trabajó entonces con Arturo Ripstein, Francisco Athié, José Luis García Agraz y Roberto Sneider. Desde entonces, no hay fuerza que lo pare.

Como actor, Damián es disciplinado. Su método va en etapas: una primera lectura del guión, una charla con el director y una investigación de fondo. Si su personaje es salvadoreño o colombiano, se va un mes antes para vivir como ellos: estudia a la gente, la mira y la escucha. No imita. Se pone la piel del personaje, como un taxidermista que procura cada detalle. “Cuando llegas frente a cámara ya no hay manera de trabajar. Si no está ahí, estás perdido”, dice. Pero la magia ocurre, en todos los casos. Su trabajo es tan notorio que lo ha llevado a participar en producciones de toda Latinoamérica, interpretando magistralmente personajes disímbolos. Incluso fue invitado a interpretar al manipulador Lord Sopespian en Las crónicas de Narnia: el príncipe Caspian (2008), que grabó en Praga y Eslovenia, aprendiendo a montar a caballo y portando una armadura de veinte kilos.

“Trabajar con él es de lo mejor que te puede pasar”, dice Joaquín Cosío. “Lo digo sin halago fatuo: es un actor muy generoso que no duda en trabajar a tu lado”. Recuerdo entonces las palabras de Luis Estrada, que lo describen con la misma palabra: generosidad. ¿Qué hay en Damián que invita a tenerle confianza? Debe ser la sensación de que es asequible. Puedes tocarlo. No existe en una esfera aparte, la del actor consagrado. Tal vez por eso lo llaman un hombre en plena madurez como histrión.

Sin embargo, no le tira a Hollywood. No es ese su objetivo. Tampoco tiene planeado escribir y dirigir en el futuro, como parece dictar la moda. Piensa siempre en términos actorales, porque lo tiene en la sangre: no podría imaginarse de otra manera. Le gustaría, eso sí, trabajar con Jorge Fons y Guillermo del Toro, o con los Coen y Scorsese. Pero sus favoritos son, lo dice siempre, Cazals y Estrada. “Son absolutamente opuestos: Felipe es muy puntual y disciplinado, tanto que no tenemos una hora extra en el set porque él lo organiza todo. Con Luis, en cambio, es un día de campo y una fiesta; todo mundo está feliz y jugando, porque resuelve todas las dificultades con una sonrisa”.

¿Qué hay en el futuro?, le pregunto. A mitad de la sesión de fotos, el equipo entero nos metemos a un restaurante del pueblo. Damián pide una cerveza y ordena lo que la mesera disponga, tan flexible es. Por eso me resulta difícil imaginar que un actor tan ecléctico como él tenga objetivos inalcanzables. Está más preocupado por un país menos violento que por conseguir una estatuilla dorada. Por eso me responde, mientras come con gusto: “Seguir trabajando”.

No esperaba menos de él.


 “Esta vida, y no chingaderas, es el verdadero infierno”

En una parte de El Infierno, Benny García le pregunta a su sobrino qué quiere ser de grande. Decidido, el adolescente contesta: “¿Pus qué otra cosa? ¡Un chingón como mi papá!”

El papá es un narco al que mataron “como a un perro”. Pero eso poco importa, porque gran parte de El infierno se va en enaltecer, de boca de quienes lo conocieron, las virtudes del Diablo García.

Ésta es la quintaesencia del mexicano. Poco importa si uno es muy sensible o muy listo, siempre que tenga muchos huevos. Así, el nivel de chingonería es más apreciado que las cualidades morales o intelectuales del individuo. Tal vez por eso nos maravillamos tanto con un personaje como el Cochiloco, que ha revertido su suerte a punta de balazos. Su lema: no más miseria, cueste lo que cueste.

¿Pero es El infierno una apología al narco? De lejos, casi lo parece. Los dos personajes principales, a pesar de ser asesinos a sangre fría, resultan entrañables. Se avientan frases de antología que ponen el dedo en la llaga y retratan todo lo que sabemos, pero como por encima: de los cuerpos “pozoleados” a los bautizos de pistola, de la presión de los presidentes municipales a los actos cívicos de los narcos que ponen escuelas y hospitales en los pueblos donde viven. Pero así mirados, los narcos parecen hacerlo sólo por su familia. Por la promesa de una vida mejor.

 “Los jóvenes que se meten de sicarios ya no volverán a trabajar en una fábrica porque les van a pagar una mierda. Y ellos saben que la vida es corta, pero no importa, porque van a tener mujeres, nave y la mamá no va a sufrir de pobreza”, explica Damián. La película es tan fuerte que la pregunta vital surge: ¿Cómo logró ser financiada por el Conaculta y aparecer en el paquete de películas que celebran el Bicentenario, si su sentencia es clara: “no hay nada qué celebrar”?

“Hay una explicación. Hubo un certamen en el que se podía competir libremente por los temas, Luis metió su historia y ganó. Después hubo reticencias para darle el apoyo porque, según ellos, no tenía nada que ver con el Bicentenario ni con el Centenario. Yo creo que todo lo contrario: se habla de un México doscientos y cien años después”. Además, dice, siempre habrá gente crítica y consciente en estas instancias gubernamentales que lucharán por estos proyectos. Las circunstancias recuerdan a las del estreno de La ley de Herodes, que gracias al veto obtuvo una publicidad maravillosa. Esta vez, decidieron darle luz verde tal vez con el objeto de ufanarse de la libertad de expresión de la que ya Fox se enorgullecía tanto. Pero la película continúa en cartelera, sin publicidad más constante que la que se da de boca en boca.

Al romper la tarde nos dirigimos a las ruinas de una hacienda. Al llegar nos encontramos con un grupo de bandoleros revolucionarios. Están grabando en el lugar bajo la dirección de Roberto Gómez Fernández. Consienten compartir la locación una vez que miran a Damián. “¡Benny!”, gritan emocionados. Luego nos lo roban para tomarse fotos con él. Es fácil darse cuenta de que Alcázar, aunque lo niegue, es una estrella. Entre toma y toma, mientras le arreglan un cabello desacomodado o le ciñen algún botón, me pregunta a qué me dedico. Tiene interés por todos, sin importar de dónde vengan.

La confianza me hace preguntarle, a bocajarro, si votó por López Obrador. “Sí voté por AMLO, pero de ninguna manera soy perredista. Aquellos términos de derecha e izquierda están en desuso, pero si tú eres consciente del país en el que vives, de la situación por la que está pasando la gente, no tienes otra opción más que inclinarte hacia la ayuda y el apoyo a las mayorías desprotegidas. A eso le llaman izquierda y, si eres sensible, no tienes otra opción”.

En más de una cosa Damián se identifica con el político tabasqueño. En la política de austeridad, desde luego. En la lucha persistente de los ideales, cualquiera que estos sean. Y sobre todo, en la opinión de que los panistas, ese hato de villanos, acabaron con la autonomía del pueblo. “El PAN nos sorprendió por lo voraces. El día que ganó este señor grandote no supe si alegrarme o mentar madres. Ahora me pasa lo mismo: qué bueno que se va el PAN, pero qué pena que regresen estos otros hijos de la chingada”.

Al final del día, luego de tirar fotos en el desierto, exhaustos, todos somos grandes amigos. Damián no quiere que nos vayamos.

“Quédense; vamos por unas chelas, damos una vuelta por el pueblo”, nos dice por la noche, cuando vamos a dejarlo a su departamento. Para ser honestos, hay que decir que Damián vive austeramente. Renta un departamento modesto y no tiene coche. Otro detalle que recuerda a López Obrador y su incondicional Tsuru. Al día siguiente, Damián partirá a Costa Rica para hacer promoción y planea llegar al aeropuerto internacional en autobús. De pasada, nos comenta que tiene que ir a recoger su ropa a la lavandería. Esto es lo que no se dice con frecuencia sobre él: lo cotidiano, lo que no se ve. Su estilo de vida, congruente con su forma de pensar. La pasión con la que trabaja, cada día, todos los días.

Entonces me acuerdo del culto a la chingonería. Y pienso que Damián, con todas sus contradicciones, su talento, su personalidad generosa y hasta elegante, su buen tino de comediante y su sensibilidad extraordinaria, no es otra cosa que un chingón. Uno de los buenos.


¿Por qué escribir? ¿Vocación? ¿La necesidad física de hacerlo? ¿Contar historias? ¿La fama y vida del escritor? Siempre he pensado que todos tienen sus motivos. Yo todavía no los descubro. En lo que siempre he creído es en lo doloroso que es escribir, sobre todo cuando te importa, cuando estás trabajando en un texto que no sale como desahogo (como éste, que se produce a medida que tecleo). Entonces, forzosamente, escribir debe ser un acto masoquista. Producir una historia es difícil. Al menos para mí. Es una lucha con el estilo: si no encuentro un tono desde el principio, no puedo continuar. Borro y escribo un nuevo comienzo. No sirve. Borro y hago otro. Si no sale, abandono la historia. La guardo en una caja fuerte imaginaria, hasta que le llegue el momento de brotar. Debe ser natural, pero rara vez lo es. Escribir no es para mí sólo contar historias. No se trata de tener una trama: tu inicio, tu desarrollo, tu clímax y tu desenlace. Mi problema siempre es cómo contarlo. Qué tipo de narrador usar. Qué palabras. Con qué frase abrir. Por eso digo que escribir es doloroso. Es un acto tortuoso que sólo a veces brota con increíble naturalidad.

(por ejemplo: iba a usar un sinónimo de brotar, porque ya había usado este verbo en una frase tres líneas arriba, pero luego decidí dejarlo y explicar un poco mi método de escritura; eso es lo difícil para mí, supongo que soy estilista, pero eso no me interesa: detenerse en la forma no permite avanzar en el fondo).

A veces, decía, la escritura aparece con fuerza. Puedo escribir cinco páginas de corrido, casi sin levantarme. Durante estos raros momentos de inspiración, la escritura se revela como lo que debe ser: ese río. Puedo sentir la emoción de crear algo bello -así parece siempre en el momento de la ejecución; de otra manera no lo escribiríamos-, un legado que se me desprende hacia los demás. Suena pretencioso y lo es. Pero también ingenuo. La tristeza sobreviene al día siguiente: al releer, corregir, descubrir con dolor que poco o nada sirve, que el ímpetu era engañoso, nada más que un espejismo en el desierto.

Envidio a los escritores y aprendices de escritores que narran brincando las convenciones de la forma. No están tan paralizados por sus propias fijaciones. Ejecutan su arte con espontaneidad. Van al grano.

Para mí, es tan importante lo que cuento como la forma en que lo cuento. Puedo ser farragosa o minimalista, puedo abusar de los diálogos o escribir párrafos larguísimos y apretados. Pero ante todo, al escribir, debo sentir que fluye. Me niego a luchar contra la historia que se niega a salir.

Pero también, creo, esta insistencia con la forma puede convertirse en el “detector de mierda” del que hablaba Hemingway. Entonces paso a mi segundo punto de reflexión: los malos escritores que a todas luces insisten en ser escritores. Justo hace rato se me estaba ocurriendo que de nada sirve decirles que son malos escritores. Se negarán a creerlo. No sé entonces cuál es su motivación: si la escritura misma o contar una historia. Porque no parecen estar preocupados por asuntos tan banales como la ortografía, las cacofonías, las aliteraciones. Puede que estén en proceso de mejora. Puede que simplemente les importe un carajo. Puede que no tengan fijaciones y vayan al grano. Son efectistas y les gusta: abusan de las groserías, de las imágenes demasiado sórdidas (un fellatio humillante, nada más literario que eso), del dialecto. Leyeron realismo sucio y les pareció que a esto sonaba. O, por el contrario, los preciosistas: regocijados con los rayos del sol, la copa de los árboles, los atardeceres, las lágrimas y los “besos sabor a mar” que alguien les dio.

Y después vuelvo a pensar: de nada sirve detectar la mierda, porque en el propio ser es indetectable (sólo los grandes lo lograron). Con toda seguridad yo soy una pésima escritora y podrán pasar muchas décadas antes de descubrirlo. Ese es el vértigo en el estómago. El miedo. Ese miedo contra el que lucho… escribiendo. Y, al mismo tiempo, odiando todo lo que escribo.

Dilema de odiar el futbol

Siempre odié el futbol. Nunca entendí la pasión que despertaba un deporte que me parecía tan entretenido como curarme el insomnio viendo el canal del Congreso.

En 1998, cuando iba en sexto de primaria, fui obligada a mirar los partidos de México en el Mundial de Francia. Durante junio de 2006, mientras trabajaba en un café de medio tiempo y atendía mis “estudios universitarios” en una facultad de Ciencias Políticas y Sociales, hacía verdaderos berrinches porque la atención de toda la gente estaba puesta en los partiditos de futbol en lugar de las elecciones. Donde quiera que miraba, había propaganda mundialista: camisetas de la selección, balones, tazas, fotografías tamaño completo del Cuau haciendo su famosa señal…

No recuerdo el Mundial de 2002. Era una adolescente y tenía otras preocupaciones menos mundanas: pasé ese verano intercambiando intereses románticos, ninguno de los cuales me correspondió apropiadamente; también asistí a conciertos, bebí de forma ilegal y bajé canciones de internet con una conexión telefónica. El Mundial me pasó a un lado, con la rapidez de lo que resulta desapercibido para los sentidos.

Y luego llegó este Mundial. Avisé, a través de todos los medios de comunicación posibles, que no iba a unirme a la fiebre mundialista. Que odiaba el futbol. Que todos me parecían unos estúpidos. Que lo que yo sentía era verdadera indiferencia y ante ella no podía hacerse nada.

Luego México jugó contra Francia y me encontré, con una sorpresa creciente, vitoreando las jugadas de Chicharito, diciendo cosas como “Tú puedes, Chícharo, nuestra confianza está puesta en ti”. Brincando como un resorte en las pocas, contadas amenazas de gol. Celebrando, como jamás lo creí, el triunfo innegable.

Me sentí parte de algo. Como cuando uno se niega durante mucho tiempo a hacer una cosa, por ejemplo ofrecerse para ser dama de honor en una boda, y se encuentra con un placer inexplicable una vez que ha cedido. No diría que feliz, sino menos marginada. Menos como una tipa amargada y más como una persona relajada con la que te irías a emborrachar saliendo del trabajo.

Pero ya sabía, algo dentro de mí siempre lo supo, que una vez que le ganaran a la selección mexicana sentiría de nuevo mi desidia usual. No estaba equivocada. No tuve ganas de ver el partido contra Uruguay, pues sabía que la emoción del ganador no estaría presente esta vez.

Pasó lo que siempre termina pasando. Y sin embargo, con no poca frecuencia me asomo para ver cómo van los partidos y hago conversación de sobremesa con algún dato que leí en Twitter o le escuché a alguno más enterado que yo. Participo en el mundial… sin ver los partidos.

Old habits die hard. Puedo fingir con los amigos que estoy interesada, quedarme los últimos minutos del encuentro Japón-Dinamarca y admirar, como lo dicta el lugar común, la disciplina nipona. Puedo recrearme con la belleza de los italianos. Puedo incluso aparecerme en la cantina y beberme unas cervezas mientras finjo que miro el partido, cuando en realidad sólo estoy ahí, distraída, pensando en algo más.

Nunca entenderé el futbol. Nunca lo disfrutaré genuinamente. Nunca me sentaré a ver, por decisión propia, partido alguno. Pese a todo, no puedo evitar sentir una nostalgia extraña. Jamás me había preparado tanto para detestar un Mundial y jamás lo había disfrutado tanto. En ocasiones fugaces, es cierto, pero que me llenaron de esa cosa que es tan difícil de definir. La pertenencia, tal vez. La sensación de que en algún lugar, a miles de kilómetros de distancia, alguien más se emociona por la misma cosa que tú.

 

 

La lucha libre como paliativo de la hórrida realidad mexicana

En toda mi vida, jamás había ido a la lucha libre. El espectáculo peripatético de dos cuasi gordos trabados, envueltos en sudor, zanjados en una lucha de vida o muerte, me parecía menos atractivo que ir a que me aplicaran una endodoncia con rolas de Napoleón de fondo.
Naturalmente, supe que eran puras pavadas cuando un día, en el horario estelar de Galavisión (o sea: sábado a mediodía), vi a un luchador tomarse muy en serio el concepto de libertad en el combate cuerpo a cuerpo: al ring subió una sandía colosal que luego procedió a cercenar con una sierra (como lo vio en Viernes XIII). Acto seguido, tomó un trozo y lo embarró en el rostro de su oponente.
Sobra hacer el comentario de que el público, ávido, profería ovaciones varias, como “¡dale en toda su madre, hijo del Santo de Plata Mística Junior! (o el que haya sido su nombre artístico, que para efectos del folclor dejaremos como se suscribe arriba).
Mi segundo encuentro con la lucha libre vino en el formato de una novelita corta que casi todo adolescente hormonal ha leído: El principio del placer, del maestro José Emilio Pacheco.
El día de la toma de posesión de Ruiz Cortines, en pleno malecón de Mocambo, el protagonista descubre a su ídolo, Bill Montenegro, departiendo alegremente con su “acérrimo” enemigo, El Verdugo Rojo (a quien el mismo párvulo había lanzado un elote mordido en plena faena). Ahí se da cuenta de que todo es una mentira elaborada, una falsificación cuidadosamente orquestada, un insulto al intelecto, una falacia de la razón… un escupitajo, pues.
Desde entonces quise ser tan avispada como él, y pretendí que desde siempre había sabido que la lucha libre estaba compuesta por impostores forrados en spandex.
Por eso, la primera vez que vi la lucha libre en vivo, mi corazón saltaba. Ahí, de frente, estaban encarnados todos los símbolos de nuestra identidad mexicana: la sordidez de la Arena Coliseo, en pleno corazón de La Lagunilla; el pálido olor a fritanga requemada, proveniente de los puestos en las calles aledañas; los niños con máscaras, haciendo suyas señas tan intrínsecas de nuestra idiosincrasia como las cremas y los chingasatumadre; las teiboleras que se diversifican y también se pasean con el letrero de “primera/segunda/tercera caída”. Y, sobre todo, la lealtad del público. Técnicos contra rudos. Los buenos contra los malos.
Ahí estaba el Blue Panther, sin máscara (la perdió en 2008 contra Villano V), con sus 49 años de experiencia. El auditorio, fiel, con vítores como “¡dejen en paz al abuelo!”. O Mephisto, de estilo francamente olvidable. Dos héroes, sin embargo, se llevarían las palmas: Máximo, del bando de los exóticos, y Brazo de Plata, del bando de los voluminosos. Uno y otro se aprovecharía de sus condiciones excluyentes (ambos marginados de la sociedad por su orientación sexual y ancho de banda, respectivamente) para aniquilar a sus oponentes: un beso y un panzazo harían el trabajo que las llaves, topes suicidas y saltos acrobáticos no lograron.
Y entonces me di cuenta: lo falso de la lucha libre, el acuerdo previo, casi estructurado como un guión; los técnicos contra los rudos que parecen perder, pero luego resurgen como aves fénix/ángeles caídos… todo lleva a un solo lugar: la afirmación de que en alguna parte de nuestro país, pese a las adversidades, los buenos siempre ganan.
Y eso, como evasión, le gana a las sustancias ilegales. Lo apuesto a dos de tres caídas.

Apología de la maldad

Ocurre que el mexicano común es malo por naturaleza. Es torpe, no tiene modales, no sabe lo que es la urbanidad. En su intento por encajar en un mundo que le exige portarse con civilidad, lo único que se le ocurre es derramar los cafés, criticar al primo hermano del jefe sin saberlo, comerse la torta antes del recreo y cajetearla en general. Avanza como puede en una sociedad que le exige portarse bien y al mismo tiempo le va lanzando muebles y otros obstáculos en su camino, le manda taxistas que no saben cómo llegar a su destino, hace que un policía lo cache tomándose una cerveza en pleno Paseo de la Reforma y, en general, lo obliga a rebelarse y convertirse en un hijín de puta.

Todos somos malos, asquerosos, petulantes. Todos pegamos el chicle debajo de la mesa, lanzamos el envase vacío y nos importa muy poco si no cae dentro del bote, miramos a la gente y nos burlamos con risitas de su atuendo y peinado. En esta inadecuación, en esta inhabilidad de comportarse como la gente decente, se encuentra implícito el deseo de ser mejor.

Todos pensamos en ser mejores. Todos quisiéramos ser más bondadosos, tener más inteligencia, y vivir en un mundo mejor. Pero la imposibilidad de la perfección está dada, porque el mundo es hostil: la gente de la que nos burlamos también se burla de nosotros, y a veces no son ellos sino otros. Y los taxistas se meten por lugares recónditos con el único ánimo de cobrar más; y los policías te “cachan en la movida”, convenientemente, con el único objetivo de llevarse una mordida, y la gente que te dice “no eres tú, soy yo”, en realidad quiere decirte “no es cierto: sí eres tú, siempre fuiste tú”.

¡Qué momentos tan hostiles vivimos! No hay agua, no hay dinero, no hay trabajo, no hay esperanza. La vida se convierte de pronto en un campo minado en el que debemos cuidarnos de no salir dinamitados, y para ello tenemos que pagar cierta fianza moral: ser mejores, porque el sufrimiento es el boleto directo a la redención y al paraíso.

¿Pero cómo, si somos mexicanos? Y a pesar de no tener agua, nos levantamos más temprano que los vecinos para sacar toda el agua de la llave; y todavía nos burlamos, y ahogamos las penas en alcohol, y vamos tirando el camino de la maldad por doquier.

Pero a veces, cuando veo que aún siendo buenos nos va ir de la chingada, prefiero la maldad. Pienso en la gente que es buena, en la gente que es buena de a de veras, y no los comprendo. La verdad, pienso si tienen un poco de sangre en las venas. Pienso si alguna vez se han dado el lujo de ser malignos per se. Criticar a una tipa porque el pantalón le hace ver las lonjas. Decirle a alguien que no sencillamente porque le aburre. No brindar ayuda porque no se les da la gana. Ser malos: malos por la maldad en sí, porque es más divertida que la bondad, porque no le temen a las consecuencias ni sienten temor de ese sujeto llamado “karma, el vengativo”.

Una de las ventajas de ser un hijín/hijina de puta consiste en perder la capacidad de crítica. Saber que, sencillamente, uno es peor que los demás. Ergo: no exigir, no juzgar, no alzar la ceja con indignación ni enfado. No escandalizarse. Y por lo tanto, ser bonachones, dispersos y amables. Ser bueno al ser malo: dejar de ser mejores, porque ya no podemos ser peores.

Ayer terminé de leer The invention of solitude, de Paul Auster. Me gusta mucho y creo que tal vez es uno de mis autores favoritos vivos, pero de tal tema no quiero hablar por el momento. Lo que me conmovió en verdad fue la historia de su hijo, Daniel. Esa visión nueva, ingenua acaso, sobre los hijos pequeños: bebés de no más de dos, de tres años, que son puros y bondadosos y en los que todo está por verse, por estrenarse, y por saberse. Daniel era un niño tierno, por lo que alcanzo a comprender a través de la prosa de Auster, un niño listo que repetía frases escuchadas tres meses atrás al pasar por cierta calle, que apreciaba el Pinocho de Collodi, que dormía tranquilo en la habitación de arriba y del que Auster fue, si no separado tajantemente, sí apartado por el inminente divorcio de su esposa.

Lo primero que quise investigar fue el destino de Daniel. Y lo primero que me arrojó Google fue una noticia alarmista, un encabezado aparatoso sobre prisión y libertad provisional, un asesinato a un latino drug dealer en cuya escena del crimen Daniel estaba ahogado, sumergido en una sicosis profunda, totalmente aniquilado por las pastillas de éxtasis o por la cocaína o por la heroína. Tenía 20 años.

Poco después, encontré un texto de Andie Miller, una autora sudafricana que reflexiona sobre estos mismos temas con mayor elocuencia y mejores fundamentos, como un análisis sobre una novela de Siri Hustvedt, la actual esposa de Auster, en la que se recrea la -por decirlo de algún modo- juventud rota de Daniel. También están las minificciones de Lydia Davis, primera esposa de Auster y mamá de Daniel. Y cómo todo esto puede apuntar directamente al destino del maltrecho Daniel, un “chico tatuado muy cool” -como lo describe un fotógrafo que lo retrató- y que parece, en lo aparente, tomarse con calma el hecho de estar rodeado de figuras literarias.

El final del texto de Andie es también muy conmovedor. Del mismo modo en que yo lo hice, se pregunta por el destino de Daniel y se siente un poco triste, quizás algo decepcionada, pero sobre todo consternada por el modo en que las cosas resultaron. Porque eso es lo que sucede: las cosas resultan para bien o para mal, y en el caso de un personaje contenido en un libro, que es real y es tan cercano al autor como puede serlo un hijo, nos obligamos a pensar que creció para convertirse en el hijo pródigo, talentoso, agradecido e incluso, si cabe suponerlo, exitoso como por ósmosis.

La realidad es que ni siquiera el amor, el cariño y la lealtad de un padre pueden ayudarnos a caer en el abismo. La realidad es que ni siquiera siendo el hijo de Paul Auster, uno de los autores anglosajones vivos más importantes, podemos evitar abandonarnos a la decadencia y dejarnos ir, como peces en un estanque: drogas, robo, prisión. No importa cómo nos haya retratado ese padre confundido (atormentado por la presencia física pero lejana de su propio padre, “un bloque de espacio, impenetrable, con la forma de un hombre”), las palabras amorosas que emplearía para retratar nuestra infancia más temprana, porque irremediablemente crecemos para convertirnos en algo que no estaba en los planes de nadie, ni siquiera en los nuestros.

Andie concluye con algunas reflexiones certeras, que parafraseo a continuación:

En el libro de Siri, el padre muere de un corazón roto. Auster está lejos de representar dicha imagen, pues es más productivo que nunca.

Sin embargo, al menos en mi caso (Lilián, no Andie), no puedo dejar de pensar en Auster como padre, y también un poco (aunque veladamente) en Auster como figura pública. La tristeza en el primer caso, y la vergüenza soslayada en el segundo. En ambos casos, una decepción avasalladora, infeliz.

Más adelante, Andie recuerda algunas anotaciones sobre Daniel en The invention of solitude:

“Past two in the morning. An overflowing ashtray, an empty coffee cup, and the cold of early spring. An image of Daniel now, as he lies upstairs in his crib asleep. To end with this.

“To wonder what he will make of these pages when he is old enough to read them.

“And the image of his sweet and ferocious little body, as he lies upstairs in his crib asleep. To end with this.”

Y antes del final, resume lo que yo torpemente quise decir aquí:

It was these words that touched me, and made me curious to investigate what had become of this little boy. Now I am filled with a profound sense of sadness.

Todas las fiestas de Miguel Cane

Estás atado y amordazado, mientras se come tus intestinos y tus venas, las mordisquea y chupa la sangre, es un parásito que te consume todo, y no puedes hacer que se detenga. Sólo despiertas en la madrugada y lloras, y lloras y lloras hasta que crees que ya no puedes llorar más pero igual tú le sigues, porque no hay modo de parar.

Estefanía Larios, una semidiosa ataviada al estilo Jackie Kennedy va a Dallas, compara el amor con un tumor que duele en el cuerpo, en algún sitio indefinido, un dolor que pronto se convierte en el clima de la vida. O peor, porque antes “sólo ha estado dentro de ti; pero ahora tú estás dentro de él”. Con una intrepidez arrebatadora (casi dolorosa), y una fuerza narrativa que con justa razón ha sido elogiada a pesar de ser ésta su primera novela, Miguel Cane escribe Todas las fiestas de mañana con la certeza absoluta de que el amor y el sufrimiento se funden para al final volverse indistinguibles uno del otro.
Una historia fragmentada que revele a cuentagotas los matices y las esquinas de un secreto que encierra en sí mismo la magia del amor postergado: Luciano Reed es un crítico de cine que ama con intensidad y coraje; tanto más difícil en su caso: un joven gay en un mundo dominado por aquellos que salvaguardan las buenas costumbres y prefieren todo, dejarse matar incluso, antes que perder la compostura. En ese viaje que, en cierto modo, es su vida misma y en el puente que separa un acontecimiento de otro, Luciano se ve reflejado también en los demás: Estefanía, su amiga de siempre, su confidente y hermana; Isabelle, de belleza no tan etérea pero sí más terrenal (a ella “sientes que puedes tocarla”) y, por fin, Alejandro Almanza: el objeto de deseo impreciso y volátil cuyos sentimientos son todos ininteligibles y desconocidos, y por lo tanto más deseados y preciosos.
La novela, como es de suponerse, transcurre íntegra en fiestas. Una boda, una presentación de algo (los motivos no importan; la celebración, sí), una comida en un jardín japonés… Lugares disímbolos que contrastan entre la frivolidad y la profundidad, entre el glamour y la miseria, el amor y el desamor. Miguel Cane conoce este mundillo que se quiere elitista y que al final termina siendo vulgar y ramplón; lo describe con algo más que cinismo, sin admiración, para demostrar que en la superficie sólo está sostenido por alfileres. Para demostrar acaso que, al final, lo único que permanece son los sentimientos que se proponen ser sinceros y que se lo juegan todo por una certeza.
Plagada de referencias cinematográficas, musicales y literarias (toda una vida representada mediante metáforas y alusiones), Todas las fiestas de mañana es algo más que una novela posmoderna –lo que sea que el término signifique. Sí, retrata una generación desencantada que huye del amor con el mismo fervor con el que lo busca, una generación fundada en las apariencias y las sensaciones rápidas, una generación eternamente deprimida que quema todos sus cartuchos demasiado pronto, porque simplemente no puede esperar. Sin embargo, lo que la distingue de otras historias del estilo es el afán del autor por demostrar una tesis que es, por lo menos, en extremo passé. En este mundo sin tiempo, sin ilusiones, sin moral (el proverbial árbol que da moras), creer que el amor es la única salvación… tiene que ser ingenuo y pasado de moda. Pero no para Miguel Cane, y no para Luciano Reed, con todo y su imperfección. De hecho, el que el personaje principal sea tan temeroso, tan anticuado y tan renuente a las aventuras es lo que lo hace universal. Cualquiera podría sentirse un poco como el hombre cuyos recuerdos son capaces de provocarle una crisis nerviosa y un torrente de lágrimas y culpas que no puede acallar con nada. Porque en el fondo todos habitamos, sin cuotas y de por vida, en nuestro propio jardín de la soledad.
Si todos tus mañanas comienzan aquí, como sostiene Cane a lo largo de la obra, se está haciendo tarde para vivir una vida verdadera… Una en la que podamos elegir el amor y la forma en que queremos experimentarlo. Después de todo, las fiestas quedan para el mañana.

Los cínicos no sirven para este oficio

Dice John Berger, casi al final de Los cínicos no sirven para este oficio, que Ryszard Kapuściński es uno de los hombres que mejor conocen el mundo que habitan. Berger, escritor y crítico de arte, no escatima en la aserción que –dada su condición y tratándose de él—es un halago de gran calibre. Pero tiene razón: Kapuściński se ha convertido en el estandarte en cuanto a periodismo de investigación se refiere. Polaco de nacimiento, es además un escrutador de la realidad autónomo, libre, consciente, realista y, sobre todo, noble. Noble en cuanto que ha luchado porque el periodismo siempre sea un ejercicio por el bien común, en pos de una causa definida. Y por ello no es gratuito cuando afirma, al inicio del libro, que un cínico no puede ser noble, no puede ser periodista.

El libro se divide principalmente en tres partes. Una se compone de las notas introductorias de Maria Nadotti, periodista italiana, que ilustran ese vasto mundo del que Kapuściński se ocupa. Lo describe en sus contrastes, en su filosofía, en sus afirmaciones siempre cargadas de sabiduría, conocimiento de causa y agudeza social. Esta primera parte introduce al lector al mundo del periodista polaco: lo sitúa en un contexto histórico. Una conferencia de jóvenes aspirantes a periodistas también es una oportunidad para ser cómplices de los consejos del veterano periodista, que desde 1956 fue corresponsal de guerra. Hay en sus palabras una reflexión poderosa y sopesada, que no puede ser ignorada ni pasada de larga. Una reflexión de quien ha vivido en las trincheras del periodismo (el único lugar posible para su ejercicio) durante décadas.

La parte intermedia del libro es la entrevista hecha por Andrea Semplici al periodista. El tema central es la situación del postcolonialismo africano, tema que Kapuściński domina con rigor. Este apartado es interesante y revelador en el sentido de que esclarece una realidad cruda e ignorada: la del continente negro. A instancias del olvido mundial por dicho continente, Ryszard Kapuściński se muestra contundente con los datos históricos de naciones que apenas hace unos años alcanzaron su independencia: Ghana, Sierra Leona, Somalia, África del Sur. Y es verdaderamente importante su conclusión respecto a la figura decisiva que significó Mandela para el continente. También una lección invaluable: la del periodista como traductor del mundo, como un visitante que a todo momento debe permanecer oculto y rezagado en la enorme impoderabilia de que puede construirse el periodismo. Un europeo de clase B, dicen de los polacos, malintencionadamente. Pero en Kapuściński es un prejuicio insostenible: un ciudadano de clase A que busca un mundo de clase A.

 

*Escrito a principios de 2007, antes del fallecimiento de Kapuściński

La pirámide de la Cruz

Alejado de San Juan del Río, la cabecera municipal, y unido solamente por un puente tendido por encima de la autopista México-Querétaro, el barrio de la Cruz está enclavado en lo que parece un gran despeñadero –el cerro desgajado, explican luego, recortado para la construcción de la carretera.
En la comuna no hay más que algunas callejuelas con empedrado, de nombres románticos como Manzanos y avenida La Cruz. Una calle serpenteada conduce a un portal cerrado con un zaguán. Después de penetrarlo, cuesta arriba, se llega a una especie de explanada algo miserable, a cuyo lado se encuentra la mítica pirámide resguardada por tiras de plástico. Se trata de una construcción exigua –no deben mediar más de 10 metros de la base a la punta– construida con toba careada (de consistencia similar al fango) y baba de nopal. En la punta hay un cuartucho que hace las veces de capilla, con una cruz en la cúpula.

Los lugareños suben cada tanto a la cima del cerro, pero por otro motivo: a un costado de este centro ceremonial, cuyos orígenes son inciertos, se encuentra una capilla católica de aspecto humilde y recatado. Fue construida en 1940 y está adornada con azulejos que retratan pasajes de la pasión de Cristo.

Los habitantes del barrio de la Cruz le rezan al “Santo Entierro”, un santito que viene de visita y ahora se despide de ellos en la convivencia. Afuera, justo frente a la puerta de la iglesia, hay una cruz enclavada. Dos niños juegan al pie.
En ese sitio exacto, hacia donde quiera que se mire, se tiene una vista panorámica del inmenso valle de San Juan del Río.

Las evidencias indican que era un sitio estratégico para los pueblos que habitaban el otrora sitio sagrado.

Una leyenda, una historia

Andrea Hernández, una lugareña de 43 años, lleva casi la mitad de su vida en el barrio de la Cruz. Mira a la pirámide como algo que se da por sentado, un objeto que ha estado ahí desde tiempos inmemoriales y cuya cercanía pronto se convierte en costumbre y hasta en motivo de tedio. Dice que las historias alrededor de la pirámide son muchas y que “jamás terminaría de contarlas”.

Sabe que la pirámide está acordonada desde el año 2000, a causa de la intervención del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Si ella está ahí, explica, es porque los niños vinieron al catecismo. Mientras lo dice, a menos de 10 metros aparece un Jetta rojo que se estaciona junto a la pirámide. Enseguida el conductor es interceptado por el policía encargado de la vigilancia, y discuten acaloradamente.

“Mi hija, por ejemplo, trajo a un amigo de Querétaro para enseñarle la pirámide y todo. Y en la puerta del caminito se encontraron con el policía y no los dejó entrar”, cuenta.

¿Por qué la reticencia?

El INAH ha hecho investigaciones constantes desde 1986, a cargo de los arqueólogos Juan Carlos Saint-Charles y Ana María Crespo, en las que se liberó y consolidó la fachada norte y sur del basamento piramidal.

“Encima del cerro está el centro ceremonial, y en la parte baja del barrio está el asentamiento propiamente dicho, como áreas habitacionales y demás. Gran parte de esta área de habitación y asentamiento prehispánico empezó a quedar bajo las casas y calles del barrio desde las décadas de los sesenta y setenta”, explica Saint-Charles.

“Es en ese sentido que hemos tenido que hacer varios rescates en algunas calles y predios de La Cruz. Cuando se hizo en 1990 la introducción del drenaje, y la colocación de empedrado en el barrio, intervenimos y en algunos puntos del barrio recuperamos ofrendas y entierros, lo cual también ocurre en algunos lotes baldíos. Uno de los más importantes fue en 1999, cuando iniciaron las excavaciones para unos cimientos de una casa habitación, y aparecieron objetos de culturas prehispánicas, como ofrendas”.

Sin embargo, algunos lugareños tienen otra historia qué contar.

Andrea Hernández revela: “Nosotros hemos encontrado toda clase de objetos, desde pipas hasta vasijas. Incluso antes nos traían de la escuela para que buscáramos en la pirámide. Hay algunos vecinos que tienen colecciones en sus casas mejores que las de cualquier museo”.

Su compañera, que no quiso revelar su nombre, concuerda con ella. Entre las dos intentan describir uno de los objetos más recurrentes: una especie de muñeco de barro de poca altura que aparentemente es la representación de los enterrados. Los hay de diferentes tamaños y complexiones; todos se refieren a ellos como “los monitos”.

“Pero no le digo nombres, porque si se sabe que tienen estas piezas, se las quitan. Eso es ilegal”.

Construcciones inciertas

No obstante, la versión del arqueólogo Juan Carlos Saint-Charles es diferente:

“Yo conozco ese lugar desde 1986 y desde entonces no ha habido saqueo, eso sí te lo aseguro, porque yo ahí he estado. Antes de esa época no sé, pero a la fecha no ha habido saqueos. Al menos no arriba. Y la mayoría de la destrucción que tuvo el centro ceremonial fue anterior a la intervención arqueológica”.

“Existe un patrón de asentamiento disperso; es decir: hay algunos lotes, algún edificio, en otro lote no hay nada, en otro sí, en otro no… Es como jugar al jueguito este de las minas. Entonces, muchas veces alguien hace alguna excavación para construir una letrina o lo que sea, y aparecen figurillas, alguna vasija. Pero en muchos de los casos nos informan y nosotros vamos”.

Aclara que desde entonces se tiene el proyecto de construir una unidad de servicios que a la larga se convierta en un museo de sitio, que sirva como centro de divulgación y exhibición de todos estos objetos. Esta unidad contemplaría una caseta de vigilancia, taquillas en su caso, bodegas de bienes culturales y de servicios sanitarios, así como una sala introductoria al edificio.

Por el momento, se ha continuado con el trabajo de laboratorio y de gabinete, que implica el análisis de los fragmentos de cerámica, de huesos, de piedras, y de todo lo que se ha encontrado en las excavaciones. También está en puerta un proyecto de documentación, que reúna todos los datos recabados en un libro, y que signifique un “cierre de cuentas”.

Pese a todo, el cerro sigue parcialmente inexplorado.

“Toda la cima del cerro de la Cruz, que son alrededor de 10 mil metros cuadrados, está construida, y son diferentes etapas de construcción y también de ocupación por parte de grupos distintos”.

Algunos habitantes del barrio creen que el cerro está hueco, pero el arqueólogo refuta esta tesis. Indica que la matriz del cerro es volcánica: cantera maciza.

“Muchas veces se habla de túneles y oquedades; a veces sí existen, como aquí en la ciudad de Querétaro, donde se dice que hay túneles por debajo, pero en realidad se trata del gran colector de aguas residuales que construían a principios del siglo. En el caso del cerro de la Cruz, sin embargo, es muy difícil que esté ahuecado”.

La edificación indica que debajo de la pirámide hay cimientos de un edificio, sobre el que se construyó la estructura. En teoría, debajo de la pirámide que se observa a simple vista, hay otra que cubría toda el área del cerro, incluso la que fue cortada para la construcción de la autopista.


Ocupaciones prehispánicas

Quizá la pregunta más obvia, y al mismo tiempo la más difícil de contestar, es la concerniente a las culturas que construyeron y ocuparon este asentamiento prehispánico.

Juan Carlos Saint-Charles admite:

“Solamente cuando se trata de asentamientos muy próximos a la época de la Conquista es cuando se puede hablar de grupos en especial. Yo no me animaría ni siquiera ahora a decir que eran grupos otomíes o cualquier otro. Hay algunas evidencias, pero son precisamente las más tardías, las que son cercanas a la época de la Conquista por parte de los españoles”.

“Hemos distinguido por lo menos que hay una primera ocupación en el periodo formativo superior: estamos hablando de 500 a 100 años antes de Cristo, seguramente por grupos que comparten la tradición con grupos de Chupícuaro, cuyos asentamientos nucleares estaban en el área de Acámbaro, Guanajuato”.

“Después, en la estratigrafía y en la arquitectura, hemos apreciado que en un momento cercano al año de Cristo hubo la intrusión de grupos provenientes de la cuenca de México. Fue entonces cuando se construyó el primer basamento piramidal que rellena prácticamente todo el cerro. Hay después un vacío de ocupación, porque aparentemente el sitio fue abandonado del año 200 al 700 a.C. Los edificios quedaron en ruinas”.

“El sitio fue reocupado en el 700 ó 900 d.C., pero ahora por grupos que compartían una tradición cultural con otros que se hallaban asentados tanto en el valle del Mezquital, como en el valle de Tula”.

El arqueólogo explica que en épocas más recientes se encontraron vasijas indudablemente mexicas, pero cuyo descubrimiento no significa que los aztecas hayan ocupado la región. Podrían ser, dice, visitas esporádicas a través de los siglos.

En ocupaciones más cercanas al periodo colonial, cuyos habitantes construyeron sus casas habitación con materiales perecederos, se ha encontrado que los restos óseos presentan deformación craneana y mutilación dentaria.

Algunos lugareños creen que la pirámide solía ser un centro ceremonial dedicado a los sacrificios humanos.

Leyendas históricas y creencias populares

El único hecho reconocido por la mayoría de los habitantes de la Cruz es la leyenda “de la princesa”. Algunos dicen que era tolteca, otros que era hermana de Conin, y otros que era prima de Juan Mexixi, el primer gobernador de San Juan del Río: un indio otomí que vino desde el reino de Xilotepec a establecerse como mercader, y que llegó a un acuerdo con los españoles para fundar la ciudad.

De la princesa, poco o nada se sabe. Algunos afirman que fue enterrada, por razones desconocidas, dentro de la pirámide. También se dice que resguarda un tesoro que le dará al primer hombre que la despose.

Como nadie ha querido aceptar el reto, el fantasma de la princesa se aparece cada primero de mayo.

Las mujeres comentan:

“El que sabe más de eso es don Acacio, dueño de una tienda, aunque es muy cuentero. De niño, él siempre andaba en la pirámide ayudándole a un viejito que arreglaba las bardas. Dicen que la princesa quería casarse con este viejito, pero él no quiso. A veces, por la noche, se escucha el grito de una mujer”.

Y luego uno de ellas concluye:

“Yo nunca lo he escuchado y qué bueno: dicen que se oye bien feo”.

 

*aparecido en el periódico El Corregidor (Querétaro, 2007)

Mulholland Drive

Alrededor de Mulholland Drive hay muchos mitos. Además, desde luego, del propio que la trama propone: la prueba fehaciente es la lista de diez pistas que David Lynch (director y autor del guión) presenta paralelamente a la trama. La versión más aceptable es que el estudio –los franceses de Studio Canal– obligó a Lynch a producir un método alterno que explicara una película cuyo argumento, sencillamente, era incomprensible: en las primeras semanas de exhibición la cinta provocó pérdidas millonarias a Studio Canal. El otro mito, más bien cierto, es que la película fue concebida en un principio como un proyecto exclusivo para televisión. Cuando David Lynch encontró quien produjera la cinta que él originalmente imaginó, el formato cambió y se hicieron los ajustes necesarios; de ahí que los detractores del filme afirmen que algunos cabos sueltos (como, por ejemplo, la escena de los dos hombres en Winkie’s) son resultado directo de una supuración de personajes que, en una serie de televisión, llevarían cierto seguimiento. En realidad la afirmación anterior puede invalidarse de inmediato al reconocer que la película, aún cuando requiere un mínimo de dos veces para entenderse a profundidad, no tiene un solo cabo suelto: el misterio propuesto se resuelve en varios niveles y siempre con la discreción casi elitista de quien es un cineasta de culto y por ello puede darse el lujo de dirigir una historia complejísima y oscura. Pero jamás absurda o sin sentido.

En realidad no hay un argumento tangible sobre el cual construir la premisa de la cinta. Podría acotarse que la protagonista –una Naomi Watts sorprendente, que actúa mal a propósito y que luego, atada a las exigencias del guión, logra una transformación incluso física, temperamental– es una actriz canadiense venida a menos en un Hollywood banal y a veces tenebroso. La antagonista (la actriz de origen mexicano Laura Elena Harring) es una misteriosa mujer alrededor de cuya identidad gira la primera parte de la cinta. Y luego viene el golpe, el punto sin retorno a partir del cual las diez pistas parecen inminentes, aunque difícilmente necesarias. De hecho, cuando se logra la completa dilucidación de la historia, la lista de Lynch se antoja un mal chiste, un guiño evidentemente burlón para el espectador que espera las respuestas en bandeja de plata. La cuarta pista (“un accidente es un evento terrible, note el lugar en el que ocurre”) parece una bofetada con guante blanco: lo primero es indiscutible y lo segundo, el título de la película. Y en realidad no ayuda en lo absoluto para resolver el misterio. La función de las pistas es, luego de comprendida la cinta, comparar lo expuesto con lo explicado.

[Spoilers mayores a continuación]

 


Mulholland Drive, revelada

Dos pistas son reveladas antes de los créditos iniciales: la cámara sigue los contornos de una cama (sábanas y cobijas que veremos de nuevo, más adelante) y, luego de una respiración entrecortada -¿producto de una ingestión exagerada de drogas, alcohol? ¿una crisis emocional? Las probabilidades son infinitas y, lo mejor, opcionales-, una cabeza parece colapsarse contra la almohada. El sueño comienza.

La anécdota del sueño ha sido explotada por el cine incontables veces y sí, se ha convertido en un cliché. Baste recordar Abre los Ojos, de Alejandro Amenábar y su contraparte hollywoodense, dirigida por Cameron Crowe, Vanilla Sky. La diferencia es que, contrario a la mayoría de filmes apoyados en vueltas de tuerca, Mulholland Drive nunca explica el recurso deliberadamente. A pesar de que en momentos es obvio: cuando Diane Selwyn/Betty está a punto de despertar, el vaquero aparece sin más frente ella y le dice “despierta”. Ello sin contar que la atmósfera de la primera parte –el sueño– es indudablemente inverosímil, casi onírica. El espectador comprende de inmediato que algo está mal: la ingenuidad superlativa de Betty, los personajes acartonados, las situaciones absurdas, los misterios sin resolver.

La verdadera historia, la real, es simple. Se trata del amorío frustrado entre dos actrices: Diane Selwyn y Camilla Rhodes. Gracias a los flashbacks (y cuyo espacio temporal puede inferirse a partir de un objeto que Lynch menciona en las pistas: el cenicero que aparece y desaparece de la mesa) se descubre lo enfermizo de la relación, la insistencia de Diane por continuarla y la resistencia de Camilla, su traición. Después de que Camilla consigue el papel estelar en la cinta The Silvya North Story (pistas 3 y 8: el talento por sí solo no ayudó a Camilla) la ruptura es ya evidente: sostiene un romance con el director, Adam Kesher, y abandona a Diane –quien, para complicar el panorama, ansiaba el rol de Camilla–. Una situación desencadena el trágico final: Camilla invita a Diane a la cena en que anunciará su compromiso con Kesher y la humillación extrema en que se convierte la escena para Diane es luego sufrimiento desmedido: para ella, para quien la invitación significaba quizás una reconciliación. La desesperación la lleva a contratar un matón y, aunque nunca son explícitos, se sabe que es para matar a Camilla. El matón le da una llave azul, “cuando la veas en el lugar que acordamos significará que el trato está hecho”, verla en la mesa (fría, hermética y tonta; una llave que no abre nada pero que encierra un simbolismo insoportable) significará que Camilla está ya muerta. Y la anécdota es circular: la mañana en que Diane descubre la llave en su mesa, y especialmente después de un sueño sobrecogedor, es el final y principio de la historia. Su neurosis, sus demonios, su culpa, el sueño… finalmente Diane no puede con el peso de la situación y se suicida.

El sueño, una vez aceptado que es sueño, tiene mucho sentido y lógica. Roba elementos de la realidad y los mezcla y confunde. Diane se sueña como una idealización de sí misma: la inocente y bondadosa mujer que, en la vida real, jamás fue. La talentosa y amada mujer que nunca supo ser. Idealiza a su amante, le roba su identidad y la sueña como una mujer desprotegida y casi inválida. En la vida real Camilla llevaba las riendas de toda relación, era poderosa, seductora e insidiosa. En el sueño de Diane la razón por la que nunca obtuvo el papel se reduce a una mera confabulación, jamás explicada, de una mafia que insiste, sin razón aparente, colocar a cierta actriz (el nombre de Camilla y el rostro de una mujer vista en alguna parte, que le robó algo más que un papel: la atención mínima y un beso poco inocente de quien Diane ama) en la película de Adam Kesher. Él, de hecho, es un perdedor en su sueño. En la vida real fue su rival y el único ganador. El fajo de billetes (con los que le paga al matón) aparece en el sueño, de pronto, en la bolsa de Rita/Camilla. El matón mismo protagoniza una escena cómica y aparece como incompetente y torpe. La llave simbólica es en el sueño una llave de aspecto peculiar que abre una caja… o nada en realidad, solamente abre o cierra las realidades alternas. La anécdota que le escucha a Adam de pasada en la cena se convierte en otra escena cómica: la de él cuando descubre a su esposa y el limpia-albercas en la cama. Y los rostros que vio en la cena (sin duda el evento que más la afectó): el hombre que luego se convierte en el mafioso Castigliani (por cierto, un cameo del compositor Angelo Badalamenti), el vaquero, la falsa Camilla Rhodes, la madre de Adam/Coco. Todo ello se mezcla magistralmente en el sueño con el inconsciente y anhelos más íntimos de Diane. Y es que es evidente, en su sueño, el amor inenarrable que siente por Camilla: su visita al Club Silencio, las palabras que le dice, la historia entera que le dedica. Al final, Mulholland Drive no es más que una historia de amor.

La cinta de Lynch es también un homenaje al cine mismo: algunas escenas y personajes están construidos especialmente como una respuesta a diversos géneros cinematográficos. El trabajo de un hombre (podría decirse que es una antipelícula, en cierto grado) que conoce la industria fílmica a la perfección.

Un viernes de luto

1. Estamos caminando a través del puente de Cinco de Febrero. No quiero pensar. Ya no quiero pensar. En la condición humana, en la insípida moral del hombre, en los medios de producción y la ética protestante, en cuán lejos estamos de nuestro destino final. Deben ser las cinco o seis de la tarde. He perdido la cuenta del tiempo. Ya no uso reloj. Desde hace unos tres meses decidí que nadie iba a medir mi tiempo y mi vida y mi hora de llegada y salida. A veces no sé ni qué día es, ni si tengo cita con el dentista o quedé de verme con Eugenia. Hoy desperté y recordé que es viernes. Sí: quedé de verme con Eugenia. Fui por ella a la facultad, esperé sentada frente a su salón, arrancando los pastos que crecen alrededor de la jardinera. Por fin es viernes. Estamos caminando a través del puente y la noche, delante de nosotras, es larga y prometedora.

No puede decirse que un viernes es propiamente un viernes si antes no ha oscurecido por completo. No puedes profundizar en las emociones venideras si los rayos anaranjados de sol aún te rozan la frente, no puedes pensar en lo que te aguarda, no puedes mirar a Eugenia y preguntarle dónde será esta vez. No sonaría auténtico.

Prefiero esperar y ahogar el tiempo comentando, superficialmente, mis deseos de ser libre de nuevo, de renunciar a las ataduras del noviazgo formal.

– No te quejes –me dice–. Ya querrás luego estar atada otra vez.

Le creo. Pero primero me digo que no con él, no así, no ahora. En la parada del autobús hay dos muchachos y una mujer esperando el camión que va para la terminal de autobuses. Me pregunto cómo será formar parte de la población flotante de esta ciudad. ¿Quién desearía estudiar aquí si es tan aburrida y mojigata y sosa? Anoche soñé que estaba en Rusia. El sueño comienza mientras yo contemplo el agua cristalina de una fuente, en Moscú. De pronto, una chica se me acerca y me pregunta de qué país vengo. México, digo orgullosa y me lleva a su casa. Nos comunicamos en inglés. Su casa es pobre y la madre carga vigas desde la cocina y las tira por el balcón. El aire frío entra y me doy cuenta de que estoy en Rusia, de que es invierno y no traje abrigo. Cuando su hermano entra, un bigotón alto y fornido, siento una soledad inmensa. Creo que es justo en ese momento que me doy cuenta de que estoy muy lejos, de que aquí todo es distinto. Eugenia escucha mi sueño, mirando por la ventanilla. Después no tenemos nada qué decir, ella y yo. Los silencios no son incómodos, sin embargo. Hemos pasado horas recargadas en el sillón de su casa, escuchando a Rick Wakeman y su Viaje al Centro de la Tierra, sin pronunciar palabra.

Pregunto a dónde vamos y quién va a tocar.

– Una banda tijuanense. Se llaman DeLujo o algo así.

La cosa es hasta la colonia Agapito, más allá de Pasteur, donde ni siquiera hay empedrado en las calles. De lujo.

Cuando bajamos del camión, empieza a lloviznar. Lo bueno es que mi sudadera tiene gorra incluida. Al principio no veo nada, salvo un coche estacionado y unos tipos recargados en él. Después salen decenas más, de quién sabe dónde. Se reproducen como una plaga. El rosa es el nuevo negro: nunca había visto a un punk con una playera rosa mexicano (¿fiucsa, me diría él?). Es extraño, como todo a esta edad. Eugenia y yo nos sentamos en la banqueta, esperando a que la tocada empiece. Me comenta que ella ya ha venido aquí, al cumpleaños de su amigo el Chiflo. Se quita los lentes, los limpia con la manga y vuelve a ponérselos.

– ¿Quieres una cerveza?

La tiendita más cercana está a una calle, pero antes tenemos que atravesar una jungla de lodo y charcos. Llegamos empapadas. Eugenia saca dos latas de Modelo del refrigerador y las paga. Yo espero frente al estante de Marinela, incapaz de decirle que a mí no se me antoja una cerveza helada, que yo tengo hambre y preferiría unos Platívolos. Pero no. Qué mal me vería, a punto de entrar al Gran Concierto De Lujo (literalmente), con mi bolsita de galletas en la mano. Lo ideal es mantener la compostura. La tienda tiene una de esas campanitas que suenan cada vez que alguien entra. Una bola de amigos, cada uno cargando un cartón de cerveza, se divierte cruzando el umbral una y otra vez, provocando un campaneo insoportable. El viejo que atiende les dice que vayan a hacerse pendejos a otra parte. Eugenia y yo nos reímos y regresamos a la banqueta, ella saboreando su cerveza y yo dándole traguitos minúsculos, hasta que eventualmente se quema y tengo que tirarla en un poste sin que Euge me vea. La llovizna se convierte en una lluvia sucia y fría.

– ¿De veras puedo quedarme a dormir en tu casa? ¿No se enoja tu mamá?

Eugenia niega con la cabeza. Ni se va a dar cuenta, me dice. Qué alivio. Le dije a mi mamá que me iba a quedar a dormir con Andrea, mi prima. Ya mañana en la mañana le hablaré por teléfono para explicarle la movida y suplicarle que no me acuse después.

Llega una camioneta negra, de lujo. Es la camioneta de DeLujo.

– Se llaman DeLux –aclara un puberto insulso, al lado de nosotras, y se acomoda su gorra de camionero que le abarca toda la cabeza y se le resbala hasta las cejas.

De la camioneta sale un tipo altísimo, con una gorra similar a la del imberbe que nos ha iluminado con su sabiduría. Detrás de él le siguen un gordo pelón, un tipo de lentes, un flaco que no está nada mal y unos señores cargando cables y triques, o sea su staff. Todo es de lujo.

Uno pensaría que la famosa tocada está por comenzar, pero no. Todos se arremolinan junto a la entrada del local y yo pienso, mientras permanezco detrás de Eugenia, que si la entrada no sale en veinticinco pesos, como decía en el volante, yo ya valí. Sólo traigo un billete de cincuenta. Lo suficiente para la entrada, el camión de mañana y quizás un vaso de cerveza. Más no pago.

Pasan unos minutos interminables que, bajo la lluvia, nos parecen horas. Si yo ni conozco a estos desgraciados DeLux y aquí me estoy mojando de a gratis, nomás por verlos. Ni siquiera me gusta el punk. Me siento como una intrusa, frente a sus calcetines de rayitas y sus pulseras con picos y sus cinturones de estoperoles y yo que parezco que estoy lista para mi examen de admisión. Si hubiera etiqueta rigurosa para esta clase de eventos, definitivamente yo me quedaría afuera, dibujando monitos con el dedo sobre el lodo mojado.

¡Ni que fueran Led Zepellin!, grita un tipo, al final de la fila, iracundo y empapado. Todos lo estamos. Por fin abren la reja de fierro. Las mismas caras de siempre. Se sienten los promotores de conciertos de toda la maldita ciudad. No lo entiendo. ¿Ganarán algo o lo harán nada más por el deleite de cobrarnos la entrada y las cervezas, para sentirse importantes? Todos son fresitas del Tec de Monterrey que, claro, pueden gastarse todo su domingo en discos originales de MixUp y encima pasearse por la ciudad en los coches que les regalaron por su cumpleaños dieciocho y aparecerse por manadas en el cine, haciendo escándalo antes de entrar a la sala y tirando palomitas si la película no les gustó. Los odio. Están en todas partes: caminando agarrados de la mano en el centro, manejando a todo lo que da por el boulevard Bernardo Quintana, gastándose su sábado en una interminable juerga que abarca todos los antros y bares de la ciudad. Pululan. Son la verdadera epidemia de la ciudad, del país, del mundo. Son bichos y nadie los aplasta ni les echa insecticida. Incomprensible.

– Son veinticinco –me dice la pelirroja, arete en la nariz, delineador negro alrededor de sus ojos de sapo reverdecido y esa pinta de “nací con varo, pero me sublevo” y entonces me extiende su fina mano, abrazada por mil y un colguijes, por pulseras carísimas y reloj de marca. Siempre la veo. En todas las fiestas y tocadas permanece en un rincón, abrazada de su novio. Al principio. Cuando se le suben las cervezas se pasea alrededor del lugar, sin soltar al tipo que, de no ser por esos ojos inyectados y rojos, como si estuviera en perpetuo estado de narcosis, me parecería ligeramente atractivo.

Le pago. Adentro hace un calor insoportable. El espacio es pequeño: un polígono rectangular, sin esquinas, sin recovecos, sin una maldita puerta que sugiera la entrada a un baño. No. Si tienes ganas y las cervezas te hacen efecto –como seguramente sucederá–, tendrás que orinar afuera, junto a un poste, procurando que nadie te vea. Y de seguro alguien te verá. La ley de Murphy y esa mala suerte con que ciertas personas nacen, supongo.

El calor es inhumano. El aire, viciado. La gente ha empezado a exhalar e inhalar y llenar el ambiente de vapor y de humo. Porque fuman. No les importa que estemos atrapados, sin ventilaciones ni termostato. Fuman. Eugenia no dice nada. Se limpia los lentes, que se han empañado, y mete las manos a los bolsillos de su pantalón. Cuando no tiene nada qué decir ni qué agregar, usualmente hace eso. Eso y simular que chifla, mientras hace bizcos con los ojos y me mira como esperando a que yo diga algo, a que salve la situación. Pero yo tampoco tengo nada que decir y antes al contrario, empiezo a preguntarme qué hago aquí. Iban a pasar El Planeta de los Simios en el cinco. Versión original. Mejor me hubiera quedado a verla. Calientita en mi cama, comiendo palomitas, sin que nadie me moleste. Y en lugar de eso, estoy aquí, empapada y acalorada, confundiendo el sudor de mi espalda con gotas de lluvia que han resbalado por el cuello de mi sudadera. Los mismos de siempre. Las mismas caras. No sé sus nombres, ni su edad, ni a qué se dedican o qué hacen de su vida, pero los veo siempre, cada viernes, en todas las fiestas y todas las tocadas. De seguro ellos olvidan mi rostro un segundo después de verme, no importa si es la tercera, la cuarta o la quincuagésima vez que nos atravesamos. Así es esto.

Lo malo de no tener reloj es que no puedes mirar tu muñeca y hacer como que estás muy molesta porque la tocada no empieza. Sólo puedes tamborilear tu pie contra el piso, y sin embargo esto puede confundirse con un rítmico movimiento provocado por la música que pusieron, para confundir a los presentes y hacerles creer que ya van a tocar las bandas. Veamos. ‘Colchoneta’. He visto a esa banda como mil veces. Ya hasta me sé sus canciones de memoria. “Que si voy caminando por las calles de esta ciudad, que si toda la gente es igual”. Aburridos. Pero claro. Son muchachos bien, del Tec, todos ellos guapos y misteriosos y virtuosos en sus respectivos instrumentos. Antes me gustaba el baterista. Pero luego cayó de mi gracia, por algún misterioso motivo. El que canta es el líder y, por supuesto, tiene su legado de admiradoras. El guitarrista es un monote de casi dos metros y su novia es una hippiosa de pelos verdes que baila arrebatada mientras tocan, como si su música fuera un canto místico y espiritual. Les sigue ‘Lado A’. Se creen que tienen una calidad interpretativa inigualable y la verdad es que el vocalista balbucea las palabras y al final uno no sabe si la canción se trató de un amor de secundaria o de la insoportable levedad del ser. Pero no creo que sean tan profundos, de todos modos. La última banda -aparte de los lujosísimos DeLux- es ‘Truck’ y la verdad es que yo no puedo respetar a unos tipos que se hacen llamar camión y cuyas canciones no tienen letra, según ellos porque son instrumentales, pero la verdad es que no han conseguido a alguien que le dé al micrófono. Se supone que después de todo eso va a tocar DeLux. Trajeron su mercancía: gorras con el logotipo (¿un anillo de oro? Por favor), pins, playeras y tazas. Parece que estamos en Reino Aventura. No entiendo cómo es que pueden proclamar por todo lo alto ser ‘unos anarquistas’ (sic) y luego caigan en la tentación de vender baratijas. Incomprensible.

Eugenia rompe el hielo diciendo que esto va para largo. ¡No!, ¿apenas te vas dando cuenta? Se nos acercan unos tipos, chorreando agua de la ropa. Que vienen de Celaya, que sólo quieren ver a DeLux y que como lo más seguro es que salgan hasta el último, a ellos se les va ir su camión. Que si no les podemos dar alojo. Uy, no. Qué lástima y discúlpame, pero no; de hecho nosotras venimos de Hidalgo y nos vamos a quedar con la prima Clotilde y ustedes ya no caben. De veras qué lástima.

Se ve que son buena onda. Como que les gusta Querétaro, dice uno y yo no puedo dejar de pensar en cuán equivocados están. Si vivieran aquí, no les gustaría tanto. Pero no puedo decírselos, porque se supone que somos de Hidalgo.

– ¿Y de qué parte?

Pues de Hidalgo, ¿qué más datos quieren? En este momento no puedo recordar que Pachuca es la capital del estado y permanezco muda, esperando que Eugenia arregle la situación con sus chistes malos y su chiflido falso y sus ojos bizcos. Nos invitan una cerveza; ella acepta gustosa, yo me resigno. Pero hace calor y me la tomo. Luego se van, porque la plática es de veras monótona.

No hay dónde sentarse. Permanecemos de pie, escuchando por enésima vez la canción de la ciudad y de la gente que siempre es igual y los de Colchoneta no parecen percatarse de que ya todos estamos hartos de ellos y de su música. Hagan nuevas canciones, ¿pues qué es tan difícil? Además, con la lluvia afuera, difícilmente puede distinguirse una vaga melodía. Le confieso a Eugenia que ya me aburrí. Ella está de acuerdo, porque a ella sólo le gusta ‘Truck’ y es que su amigo el Chiflo toca ahí.

– ¿Pues qué hacemos? ¿Otra cerveza?

Siempre y cuando ella la pague, por supuesto. Camino a la barra, nos topamos con Humberto y su amigo el gordo. ¿Cómo puedes saber el nombre del gordo si siempre está junto a Humberto, que debe ser el hombre más apuesto de toda la ciudad? Por fortuna tomó una clase con Eugenia y le cae bien. Nos saluda y sonríe a todo lo que da. Luego habla. Mejor debería permanecer callado. Su voz es chillona e infantil, y además dice cosas doblemente infantiles. Pero no importa mucho, porque una vez que cierra la boca pueden contemplarse esos ojos verdes y perdidos y los caireles que le rozan el mentón, sin pensar en la sarta de sandeces que acaba de proferir. Ellos terminan pagando las cervezas.

– ¿Quieren salir? Aquí ya está insoportable.

Ya no llueve tanto. Salimos y, para mí, el frío es igual de insoportable. Hablamos de la prepa, de esos tiempos aquellos y del maestro Aquiles y su eterna tacita de café. De los extemporáneos y los talleres, del examen de Física II y de qué buenas estaban las tortas de la cafetería. La añoranza de tiempos que, solamente ahora, nos parecen mejores. La universidad no es lo mismo. Puedes cursarla toda sin la necesidad de un verdadero amigo. Supongo que aún estamos demasiado melancólicos respecto a la preparatoria, habiéndola abandonado apenas un año atrás. Aún no asimilamos que todas esos rostros, desde los más vagos hasta lo más matados, ahora se encuentran repartidos en todas las facultades, o en trabajos de medio tiempo, o en sus casas, esperando a que algo suceda y los despierte del eterno aletargamiento en el que sus vidas se han convertido.

Durante todo el número de ‘Lado A’ no hacemos otra cosa que platicar sobre películas. A ellos les encantan las de acción; a Eugenia le aburre cualquier género y yo prefiero decir que sí a todo. Ésta: buenísima. La otra: aún mejor. Aquélla: un clásico. Así no van a pensar que soy una payasa o una pedante, como suele suceder.

No sé si son las cervezas, el frío de afuera o el ambiente sofocante de adentro, pero me parece que Humberto está más cariñoso que de costumbre con Eugenia. Se ríe de sus chistes malos y ambos sueltan sonoras e irritantes carcajadas a la menor oportunidad. El gordo –que se llama Juan Carlos, según acabo de escuchar– permanece inmóvil, con una sonrisita críptica pegada a la jeta, que me pone de nervios. Nos rolamos una caguama de Sol que Humberto sacó de su coche y así nos la pasamos, en abierta fraternidad y humana solidaridad.

Antes de advertirlo, el Chiflo se nos ha unido. No aporta nada, pero igual reímos. A veces ni siquiera alcanzo a escuchar, pero igual me muestro divertida, como si en mi mundo no hubiera nada más importante que el aquí y ahora, y no una bola de simios educados y segregacionistas. Y su planeta del futuro.

De esta manera descubro que el Chiflo vive justo al lado del polígono deforme y sin baños que hace las veces de foro musical. Entonces le pido que por favor, ¡por favor!, me deje entrar a su baño. Muy amable me dice que sí y hasta me acompaña. Su mamá está en la cocina haciendo gorditas y me comenta de pasada que ya está acostumbrada al ruidazo de “estas pinches tocadas”, como ella las describe. Cuando salgo, no veo ni al Chiflo ni a la señora y me embeleso observando recuerditos de quince años y bodas, en los jugueteros de la sala. De pronto siento una mirada pesada sobre mí; lo sé aún estando de espaldas a quien me mira. Es Lorenzo.

Debe haber notado mi mueca de sorpresa, pues en seguida me explica que él es hermano del Chiflo.

– ¿No lo sabías?

No. No lo sabía. Me pregunta por qué no me he aparecido en el taller de cine.

– He estado muy ocupada –le miento.

Dice que la otra vez vieron ‘One Flew Over the Cuckoo’s Nest’ y que todavía está shockeado. Me maldigo por dentro y procuro cambiar el curso de la conversación: una trivialidad no puede hacerme sentir doblegada. Aún no proceso la información que acabo de recibir. Los atrapados sin salida y Lorenzo hermano del Chiflo. No se parecen nada… ¿Y él quién carajos es para saber más que yo? No me queda otra opción más que emprender la graciosa huida. Es mi recurso predilecto en situaciones como ésta.

– Voy a buscar a Eugenia.

Huyo. Lorenzo frunce el ceño –supongo– y permanece recargado en la pared, demasiado intelectual, demasiado digno como para darse una vuelta por la tocada. Como salgo dando tumbos, en el patio tropiezo con una maceta y la tiro. No se rompe, para mi fortuna, pero la tierra mojada se esparce por el piso. Me agacho y la recojo con las manos y luego arrastro la tierra que queda con el pie. Es un desastre. Junto a la reja están los amigos de Catalina, la hermana del Chiflo y –apenas lo descubro– de Lorenzo también. Me miran en complicidad y, con un gesto cómico y patético a la vez, les ruego que no digan nada.

Afuera Eugenia sigue charlando con Humberto y el gordo y descubro que se entretienen entrando y saliendo del rectángulo, puesto que los lentes de Eugenia se empañan y desempañan con una rapidez asombrosa. Y les da risa. Yo también quiero ver. Después de tres veces, el juego se torna aburrido. El gordo propone retirarse en cuanto antes y ‘caerle a una fiesta en la Burócrata’. Eugenia acepta y no me queda más remedio que hacer lo mismo. Y su celular suena. Es Maribel, hablando desde un bar de mala muerte, exigiendo que la acompañemos en su borrachera. Pero ingenua he de ser. Apenas me doy cuenta de que Eugenia está borracha también y no articula ninguna idea y ninguna frase. No sabe cómo responderle. No sabe cómo colgarle. Le arrebato el celular y hablo con Maribel.

– Estamos Yajaira y yo en una cantina por la Cruz, ¿no quieren venir? –me dice.

No. No queremos ir. Le propongo en cambio que ellas vengan, que nos veremos en la Burócrata en media hora. A regañadientes acepta. Doblo el aparato por la mitad. Los teléfonos celulares son curiosos. Este, particularmente.

Eugenia me mira con los ojos inyectados. Explico brevemente la situación. Caminamos hacia el coche de Humberto, estacionado cerca de la tiendita de la campana. El gordo va a manejar. Pues lo que sea. Humberto y Eugenia atrás, hablando de bajos y cellos, de la banda tal y el concierto fulano; mientras el gordo mantiene la vista pegada a la carretera y yo asumo el inútil papel de copiloto. Me siento incómoda, pero lo oculto. Me río, aunque no digan nada. Soy condescendiente y a todo digo que sí y todo me parece gracioso: la vida es un carnaval y de todos modos algún día moriremos.

El gordo es un auténtico cafre. Casi nos estrellamos por el Circuito Moisés Solana. Otros cafres, no menos enjundiosos, le metían al acelerador con el mismo ímpetu que el maldito gordo. Pero la libra y no hacemos más que reír. Yo, por dentro, estoy al borde del colapso nervioso: los miro con rabia, con las encías brillantes y los ojos achicados, soltando unas carcajadotas estúpidas y atroces. ¿Cómo pueden reírse, si casi se parten su mandarina en gajos? ¿Qué no ven que en esta vida todo es pasajero y efímero, que la vida misma es un cristal frágil que se rompe a la menor oportunidad? Pero me río, qué más da.

El gordo da vueltas, Humberto le indica alguna dirección y llegamos a una callecita empinada. Estoy a punto de bajarme, cuando el gordo se me adelanta y me dice por la ventanilla que aquí no es. Aquí son las chelas clandestinas, faltaba más.

Regresa con dos caguamas Indio bien frías. Las acomodo en mi regazo y a los dos segundos ya estoy tiritando. Malditas cervezas heladas, pienso, y este pensamiento ocioso y negativo me produce una calma enternecedora, como si súbitamente yo fuera superior a ellos, como si a mí las chelas me hicieran lo que el viento a Juárez y la adolescencia no fuera más que un paréntesis que he de recorrer por la sola y absurda razón de que el cuerpo humano se compone de fases. En lo que a mí concierne, pueden tragárselas todas y terminar en el hospital por congestión alcohólica. No me importa un carajo.

La casa de la supuesta fiesta está dos cuadras adelante. La reja está abierta, así que nos metemos con toda la naturalidad del mundo. Desértico. La sala, a oscuras. La música, nuestra respiración. Aparece la anfitriona con cara de pocos amigos, pero esforzándose por sonreírnos. Entiendo. Sus papás están de viaje o una mafufada por el estilo: toda la casa es suya. Escucho voces desde la cocina, pero evidentemente no me atrevo a hacer acto de presencia y saludarlos. Después de todo, no soy más que una gorrona más. Nos sentamos en los sillones de la sala: de esos de madera que tienen cojines de tela encima, al estilo rústico. Eugenia no ha dicho palabra y hasta me preocupo. O se le bajó o para ahorita anda de lo más briaga. En la mesa hay nueces. Abrimos la primera caguama y la rolamos. No hay música. Sólo nosotros (la anfitriona ha desparecido de nuevo). El gordo aplasta una nuez con su zapato y me la ofrece. Sí, gracias. Con el hambre que tengo, hasta una triste nuez es bienvenida. Humberto rompe una con sus dientes y en fin, que nos la pasamos tomando chela y comiendo nueces, sentados en los silloncitos rústicos y hablando de naderías. Me imagino que estamos en una de esas películas setenteras de vedettes y cabarets, con galanes estilo Mauricio Garcés tomándose una copita de coñac al ritmo de una rola de Napoleón. Bohemísimo. Charolas de tecate y manteles de cuadritos. Señoras que bailan pegaditas a un viejo panzón y patilludo. Humberto que le toma la mano a Eugenia y yo que no lo creo. Me parece que sólo esperan a que el gordo y yo desaparezcamos para que ellos hagan lo suyo y básicamente lo suyo sería fajar durante un buen rato. Voy al baño. El pasillo conduce a la cocina y veo siluetas de hombres sentados en una mesa, con la anfitriona como pieza principal, exhibiendo sus encantos y celebrando lo que aquellos digan. El baño, un cuartito debajo de la escalera. Trapeadores, cubetas y productos de limpieza: por lo que veo nadie debe usar este baño. Es una vil bodega.

Una vez terminados los menesteres propios del lugar, me dispongo a abrir la puerta. Y sucede que está atorada. La empujo, la pateo y me pongo histérica. La anfitriona por fin se acerca y me dice desde el otro lado que tengo que girar la perilla en la dirección contraria. Pero yo en mi desesperación no escucho nada y sigo con mi empujadera. Lo repite. Y casi lo grita. Por fin capto y logro salir. Los de la cocina se ríen. Que se ríen, se burlan. Es obvio. Digo, la torpeza se me da. No hay por qué negarlo.

El gordo me espera, por alguna razón. Su rictus entero se ha transformado en una perenne sonrisa estúpida y sus ojos en dos canicas amaestradas que vigilan cualquier movimiento mío. Que si tengo novio. , le contesto. Ah, no lo sabía. Pues ya lo sabes. ¿Quién es? No lo conoces. ¿Qué tal que sí? Lo dudo. Pruébame. ¿Qué te pruebo? A ver si lo conozco. Te digo que no. Ándale. Pues se llama Armando y tiene una tienda de artesanías en el centro. Ah no, no lo conozco. Te dije. ¿Y lo quieres mucho? Y a ti qué te importa. Sí me importa. ¿Y por qué chihuahuas te importa? No, nomás preguntaba. Pues no preguntes. Oye, ¿y por qué eres así? ¿Así cómo? Como mala onda. ¿Mamona? ¡No!, no quise decir eso. ¿Entonces qué quisiste decir? Pues que eres medio… medio difícil. Chingá, ¿y cómo quieres que sea? (esto no lo dije, pero lo pensé). Pero también eres como muy interesante. Pues gracias. De qué. Va. ¿Y luego? ¿Y luego qué? Pasó un borrego. Ah. ¿Ya te aburriste? ¿Qué, se me nota? Algo. Pues mejor. ¿Dónde vives? En mi casa. No, ¿pero en dónde? ¿Y para qué quieres saber? Por si tengo que llevarte. No, gracias. En serio. Que no. Bueno. Voy al baño. ¿Otra vez? La chela me hace daño. Sale, va.

Me levanto. El gordo es una plasta, encima de todo. Mi plan es permanecer en el baño unos buenos quince minutos y luego decirle muy sutilmente a Eugenia que “ya es muy tarde”, a ver si capta el mensaje. Pero antes de llegar al pasillo, su celular suena. Como sé que su condición es deplorable, corro hacia ella y lo contesto yo. Es Maribel. Que dónde está la casa. Pues no sé. Le pregunto a Humberto y luego a la anfitriona y todos terminan diciendo que es la calle tal, número tal, como si la fiesta estuviera de veras animada como para traer más gente. Ingenuos.

Prefiero esperar a Maribel y a su amiga Yajaira afuera, en la calle. Suena de nuevo el celular (decidí cargarlo yo). ¿Dónde estás?, pregunta. En la calle, contesto. Yo también, replica. No la veo. En cambio, noto un grupo que se aproxima hacia mí. Ten cuidado, le advierto. Parecen una bola de chacos, caminen con cuidado. –Yo no veo a nadie. -Están aquí enfrente de mí, insisto. Cuando decido meterme de nuevo a la casa, advierto que el grupo de chacos son en realidad Maribel y Yajaira… caminando con unos chacos, amigos de la última.

Ah, son ustedes. -Ah, esa eres tú; debí reconocer esos cabellos parados. -Gracias por el cumplido. -De qué.

Maribel me abraza en cuanto me ve. ¡Cuánto tiempo, qué milagrazo, estás cambiadísima…! Yajaira se ríe de lado y el piercing de su labio se tuerce de un modo que me parece, honestamente, repugnante. Los chacos permanecen atrás, y me saludan levantando la ceja. Hago lo mismo. En eso estamos cuando Eugenia emerge de la reja, alardeando del regocijo que le provoca ver a Maribel de nuevo. Antes de acercarse a ella y abrazarla, sin embargo, vomita sin remedio sobre la banqueta. Uno de los chacos, obeso como costal relleno de papas y tatuado como postal navideña, suelta una ruidosa carcajada que, lejos de parecerme hilarante, me pone en un ánimo francamente iracundo. Tomo la ofensa como propia, aún cuando Eugenia trastabilla y se disculpa con grotescas risotadas. Maribel suelta un comentario cómico y la situación se relaja un poco, pero yo no puedo dejar de mirar con odio al chaco barrigón. Entro a la casa, voy al baño y saco un trapeador, procurando por supuesto que la anfitriona no se dé cuenta. En el patio hay una cubeta con agua y la arrojo hacia la vomitada, empujando los restos con el trapeador. El obeso sigue con su batea de babas. ¡Qué asco!, dice, y entonces sí me prendo. No te hagas el digno, chaco de mierda. Me mira asombrado. Yo misma estoy asombrada. Lo dije más para mí y, sin embargo, el aludido alcanzó a escucharlo. Qué satisfacción. Qué ganas de ser así más seguido.

Cuando entro de nuevo, Humberto está completamente dormido en el sillón y el gordo tomándose los restos de las caguamas, sin inmutarse. Escucho las voces de Eugenia, Maribel y Yajaira, que están en el baño. Me acerco. Euge, en cuclillas, le explica a Maribel que “no está borracha, sino ligeramente mareada”. Yajaira, para variar, se ríe entre dientes y torna los ojos cuajados de maquillaje hacia el techo. Me acerco. Eugenia parece consolarse sólo de verme. Dile que no estoy borracha, me ordena. Antes de abrir la boca, por un reflejo, volteo hacia la cocina. Y ahí está. Lo miro absolutamente anonadada. ¿Qué hace él aquí? Sólo estoy mareadona. ¿Cómo no lo vi antes? Ayúdame a levantarme. ¿Me habrá visto? ¿Y tú me estás escuchando? La tomo de los brazos, sin despegar la vista de la cocina. Erguido y con la cabeza en alto parece mucho mayor, exhalando humo de tabaco y observando a la anfitriona que le dice cosas al oído. Esboza una sonrisita, que juzgo cínica, y se recarga de nuevo sobre la silla. No me ha visto, estoy casi segura.

– ¡Es que ya se descubrió el pastel! –sentencia Maribel, mientras saca unos pañuelos desechables de su bolsa.

– No digas sandeces –dice Yajaira y me doy cuenta de que es la primera vez que abre la boca en toda la noche.

– ¿Cuál pastel?

Que la mamá de Eugenia ha estado hablando a casa de Maribel, por horas. Que dónde están. ¿Acaso no iban a quedarse a dormir todas en el mismo lugar? –El celular está apagado. -No es cierto, lo traigo yo. –Entonces la vieja miente (me lo dice con voz queda, para que Euge, ahora sentada en el excusado, no escuche nuestra conversación). –Pues yo no sé. -Pues yo tampoco. Eugenia se levanta torpemente y exige una explicación al descarado secretío. –Tu mamá ya te cachó. -No inventes. -No invento. -En serio, no inventa. -¿Y ahora?

– Llamen un taxi –propone Yajaira, con fastidio. Luego se mira las uñas pintadas de negro y se saca la mugre metida, silbando y arqueando las cejas.

Eugenia se rehúsa, pero Maribel la convence. Yo, mientras tanto, sigo embelesada observando anónimamente a quien tantas veces recogió mi víscera cardiaca del suelo, la sanó y luego la mató; la sanó y la mató, la sanó y la mató…

– ¿Qué ves? –pregunta Eugenia, siempre al tanto de mis reacciones.

Cierro los ojos. De pronto, el mundo ha dejado de girar en torno al viernes, a este viernes. Advierto mi posición en este mundo, mi nimia importancia, la inexistencia de lo divino, la sinrazón de la vida. Todos los viernes salgo en busca de una aventura: a veces lo logro, a veces no. Hay noches en las que termino durmiendo en el jardín de un tipo que acabo de conocer, aferrándome a la creencia de que así es la adolescencia, de que así es como debe ser. Hay noches en las que termino completamente borracha y deprimida, llorando en un rincón, reprendiéndome por mi ausencia de carácter. Todos los viernes busco una fiesta, una tocada, una reunión, lo que sea. Y todos los viernes, en algún punto de la noche, comienzo a hacerme las mismas preguntas. ¿Qué hago aquí? ¿Quién soy yo? ¿Por qué no me quedé en casa haciendo otra cosa? Encuentro la lucidez más absoluta en medio de un estado etílico. O… No sé divertirme. Quizás ésa sea la respuesta. Me engaño y me digo que hoy será diferente. Que no tengo por qué ver a Armando, que él lo entenderá. Me zafo de sus abrazos y de sus besos ensalivados, conteniendo la ira y el asco, obligándome a sentir algo. A ser normal. Espero a Eugenia todos los viernes, prometiéndole que esta noche ambas alcanzaremos el clímax al unísono. Y luego ella ríe y baila, se pasea alrededor del lugar y yo no hago más que hundirme en mi rincón, envidiando esa capacidad que tiene ella de desconectarse del mundo entero, de ignorar lastre alguno.

– Nada –le digo–. No es nada.

Maribel ha hablado a dos taxis de sitio. Ahora están esperando en la calle. No nos despedimos de la anfitriona, ni de Humberto, ni del gordo, ni de él. No sé por qué, pero de pronto tengo la sensación de que ya sabe que estoy aquí. Puede sentirme, de la misma forma en que yo lo siento a él. Y no hago nada al respecto. No hago nada porque, cuando pude hacerlo antes, me quedé de brazos cruzados. Ya es tarde.

Antes de tomar su taxi, Eugenia tropieza y cae de rodillas frente a la puerta. El taxista la ayuda y yo le prometo que le hablaré, que va a estar bien, le digo que no tenga miedo. Conozco su mirada: sabe lo que la espera. Sabe de los regaños, sabe de la infamia, de la humillación y el castigo que la esperan. Sabe de todo eso y de otra cosa más, que yo intento ignorar: la he traicionado. Me ha rogado miles de veces que no vuelva a caer, que no la deje nunca, que no la traicione. No lo dice pero, es evidente, no esperaba que yo me largara con Maribel y su amiga Yajaira. Suena trivial, pero encierra las terribles paradojas de la amistad. He roto un pacto que juramos sólido e inquebrantable. Me voy con alguien más. La dejo sola, la entrego a las huestes enemigas.

– No te preocupes –murmura Maribel, mirándome de frente– Todo está bien.

Todo está bien. Enorme consuelo. Las sigo, ¿qué otra cosa me queda? El mundo es tan efímero, tan inexplicable y absurdo que… las sigo. Voy detrás de ellas. Maribel toma el control de la situación y Yajaira me mira como su subordinada. Estoy a sus órdenes: haré lo que digan, me dejaré guiar por su palabra. Abordamos el taxi. Ha llegado el punto en que tomo conciencia de mí misma, en que dejo caer una risotada y luego me torno melancólica mientras miro por la ventanilla. La ciudad es tan pequeña, pero la gente me parece tan grande e inescrutable… No pregunto por los chacos; me alegro de que no nos sigan. No pregunto por Eugenia; me alegro de que no esté aquí. Me alegro de no tener que cuidarla, aunque nunca tenga la obligación de hacerlo; me alegro de que su noche se haya acabado ya y la mía apenas comience.

– ¿A dónde vamos?

A una fiesta.

– ¿Quién se murió? –pregunta Yajaira clavando sus ojos en los míos.

No entiendo.

– Parece que vienes de luto.

Ahora lo entiendo. Mantengo viva la ilusión de que no estamos solos en el microcosmos, de que no sólo somos organismos pluricelulares que nacen, se reproducen y mueren. En polvo eres y en polvo te convertirás. Ahora lo entiendo: todos los viernes… son viernes de luto.

Discovery

Un artículo escrito por la periodista inglesa Rebecca Atkison para el periódico The Guardian. La columna se llama “Losing sight, still looking”, en referencia a una condición diagnosticada en la adolescencia: “te harás ciega gradualmente; puede ser en un año o en veinte”.

 

Llegué hasta ella a través de una serie de eventos circunstanciales. El principal: fue novia de Nick Nyro, un DJ inglés que me envió los mejores “mix tapes” (cedés, en realidad) que he recibido en mi vida.

 

The infant months of a relationship are imbued with discovery. You’re Christopher Columbus and your lover is a map of the world. Each time you meet, you notice new islands of moles among the waves of blue and green ink as you snuggle into the folds of their tattooed skin. Each time they speak, things you’ve never heard before emanate from their mouth; and each time they laugh, the muscles in their face move to form new shapes and expressions under their skin.

 

You lie awake together at night, learning new things: how they ran away from home in 1982 and didn’t return until 1987, and how they once galloped through a field in the dark with their pockets stuffed with squealing baby guinea pigs, liberated in the name of animal rights.

 

At the end of your three-month voyage of discovery, you either don’t like what you’ve found and set off for more bountiful shores; or, like me, you find they’ve colonised your heart, but you can’t spit out the three sticky little words that you want to say through fear that it’s just too early to share them.

 

But then one sunny morning in July, I was in a building when a bus blew up outside. The fragility of human life lay before me on the road. That night I went to tat man’s high rise, sailed up in the lift and let the suppressed ‘I love you’ escape from my mouth. Life suddenly felt too short not to.

 

Los extremos de la noche

Joaquín la miró dormirse. Estaban en un hotel en la Roma, era ya de madrugada y la habitación olía a plástico quemado. Esto lo desconcertó: creyó haber notado un olor a viejo apenas abrieron la puerta, pero la sensación se evaporó casi inmediatamente.

De súbito, sin que ningún factor importante incidiera en ello, recordó la primera vez que se acostó con alguien. La sensación fue vívida y precisa. Tuvo en la punta de la nariz el olor a látex de los condones y luego el golpe, entre salado y amargo, del sexo una vez que lo tuvo abierto frente a sus ojos.

Después le dieron ganas de llorar. Con este recuerdo vinieron otros, más antiguos. Lo primero fue una calle larga y angosta; estaba desierta y llena de basura. Después la reja de la preparatoria y algunos rostros amigables de antaño. Sintió que los ojos se le aguaban y entonces un estado de beatitud lo envolvió desde la punta de los pies hasta la frente. Hacía calor. Pero se dijo que si podía recordar todo eso y verse en aquella situación entre incómoda y molesta de no poder lograr una erección, no todo estaba perdido. Todavía tenía algunos escrúpulos y un poco de decencia, si es que eso importaba un poco.

De los recuerdos ligados llegó al momento en que conoció a la chica que dormía plácidamente a su lado. La miró una vez más y se le ocurrió de repente que era una desconocida: dormida, ajena, fue como si ese rostro al que se había acostumbrado en los últimos meses no fuera más que la careta de alguien totalmente extraño. Se sintió incómodo; situación que aumentó cuando reparó en que los pies de ella sobresalían de la cama. Había poca luz (apenas una lámpara de la avenida que arrojaba un haz directo a su almohada) y tuvo que entrecerrar los ojos para admirar mejor aquello. No cabía duda: Argelia tenía unos pies tan enormes que no cabían en el colchón. Le pareció un poco cómico, y quizá un poco aterrador también, nunca haberse dado cuenta de ese detalle. Tantas veces habían dormido juntos, incluso en circunstancias totalmente favorables, y sin embargo él nunca había notado que su amante tenía unos pies desmedidamente grandes.

– Jodidamente grandes –corrigió con un hilo de voz.

Continuó mirándola en la penumbra. Tenía el cabello muy fino, como fideítos quebradizos. La nariz afilada, pero respingada en la punta: eso fue lo primero que llamó su atención. Con algo de suerte podían observarse los vellos en las mucosas y a Joaquín eso le parecía excitante (un fetiche oculto, le dijo un amigo alguna vez). Los labios eran la mejor parte, sin embargo. Algo en ellos siempre húmedo y expectante, como una invitación manifiesta, cínica de ser besados. Y el cutis de un adolescente afortunado… El término le parecía idiota. Una piel apenas expuesta, no perfecta, pero lozana. Como si respirara.

La amaba un poco, por eso. Tenía un aire… ¿vikingo? Otra definición idiota. Caminaba bruscamente y era algo torpe: muchas veces le había sucedido que, sentados en un restaurante, Argelia derramara las bebidas o se golpeara la rodilla con la pata de la mesa.

Sus piernas estaban llenas de moretones.

Y sus pies, esos pies enormes que apenas ahora veía en su justa dimensión, tan antiestéticos a pesar del calzado femenino que invariablemente los cubría.

Recordó después que, el día que la conoció en la oficina de un proveedor, Argelia llevaba unas zapatillas estampadas de leopardo. Era imposible no notarlo (y es probable que ese sea el único calzado de ella que Joaquín identifique con precisión) y Argelia parecía orgullosa de despertar esa vaga curiosidad.

¿Cómo algo tan frágil podía cubrir algo tan monstruosamente grande?

Y así fue que llegó el pensamiento.

Rápido, volátil, implacable y sombrío.

Todo esto pudo maquinarse en menos de un segundo: el pensamiento se formula mucho más rápido de lo que puede manifestarse en palabras.

Sintió que una mano se le adormecía. Joaquín volteó hacia la ventana y alcanzó a distinguir un anuncio de Coca-Cola a 300 metros. La impasibilidad de la ciudad lo tranquilizó. Pensó en la avenida moteada de árboles, las banquetas anchas y cuarteadas, los aldabones de algunas casas antiguas y los cafecitos en los que solía desayunar con Argelia, con lo que le vino una sensación de hambre insoportable.

Movió la mano.

De nuevo apareció la reja oxidada, color rojo sangre, de la preparatoria. Un martes a mediodía, con los salones desiertos, y una bola seca en la garganta. Sabía que estaba un poco borracho y sabía que eso era lo que menos le importaba; algo dentro de él se había fracturado para siempre.

Un puñetazo en el estómago, tan real que Joaquín tuvo que enderezarse sobre la cama.

Estaba sudando. Se levantó, caminó hacia el lavabo y se mojó la cara repetidas veces. El chapoteo del agua hizo que Argelia se revolviera en su lugar y gimiera un poco, pero no despertó. Joaquín se sintió aliviado por ello y de pronto no supo por qué. Se recargó en la pared, débil, y la observó de nuevo.

Todo tenía una razón.

Frente a sus ojos estaba su sonrisa de niña perdida. También estaba el modo en que desviaba la mirada cuando algo la abochornaba. El pudor una vez desnuda.

La odió tanto por mentirle.

Se dejó caer sobre la alfombra.

¿Era igual a esa decepcionante primera vez?

La sensación de vacío, el sudor en la espalda, la boca seca, los puños crispados. Durante dos años se repitió que todo era culpa de la borrachera y apenas cuando tuvo una novia constante pudo olvidar (¿olvidar? Sólo una cosa no hay: es el olvido, había dicho Borges una vez) la vergüenza, quizá insulsa, de sentirse un maricón frente a una mujer.

Sí, fue muy cruel, y pudo entenderlo siendo un adulto.

Todo estaba superado ahora. Volvió a la cama, se acostó y le dio la espalda a Argelia. Intentó dormirse, pero en la duermevela lo asaltaban imágenes de una gran pelea con su amante y casi podía verse con la nariz rota y la sangre manando a chorros por su camisa. En una ocasión saltó al imaginar a los de la oficina literalmente muertos de risa al verlo al día siguiente con la camisa ensangrentada y los coágulos macerados en el labio.

Y todo un torrente de maledicencias.

La mataría, por deshonesta. Y él que la amaba: la había llevado a un congreso en Acapulco, le había regalado un vestido carísimo que ni en sueños hubiera pagado, la hacía acompañarlo a las fiestas de la oficina (la cena de diciembre y la conmemoración del aniversario y cuando todos celebraron en un restaurante marroquí por una cuenta que creyeron inalcanzable) y además la presumía sin tregua alguna.

¿Cuántos no debieron advertirlo antes que él?

Se odió a sí mismo, mucho más de lo que creía ya odiarla a ella.

Y lloró. Esta vez fue un llanto entrecortado, plagado de manerismos, que le recordó el momento más humillante de su vida y cómo lo confrontó llorando como un imbécil.

Esos pies. Esos pies tan extraordinariamente grandes simbolizaban su derrota. Esa fractura que nunca había sanado del todo.

 

Cuando Argelia despertó temprano por la mañana, Joaquín la esperaba sentado en un sofá frente a ella.

Supo de qué trataba cuando él le dijo, sin mover las pestañas:

– Es hora de golpearnos de hombre a hombre.

Apenas una niña

Tú también eras apenas una niña cuando te conocí. Acababas de entrar a la universidad, lo que significa que ya tenías tu buena dosis de vida recorrida. Sin embargo, a mis ojos, siempre fuiste una niña. Supongo que en eso residía el encanto de mi atracción por ti.

Eras una alumna regular, ni buena ni mala, y creo que fue un error de mi parte abordarte desde el ángulo académico. Yo no tenía ni un año en Santiago, acababa de hacer una maestría en Filología Hispánica en Madrid, y la sangre me hervía por poseerte. La clase era, aún lo recuerdo, “Las Grandes Corrientes de la Literatura Iberoamericana”: nombre ciertamente pretencioso para la hora y media que empleaba en divagar sobre los vericuetos de la vida y mirar tus piernas desnudas en el otro extremo del salón de clases.

Decías que yo tenía un cierto parecido a Zapata, pero ahora sé que era el único personaje mexicano que conocías y que por tanto me asociabas con él y esperabas de este modo congratularte un poco con el tipo pedante e ingenuo que yo solía ser.

No rechazaste mi primera invitación, pero me dejaste plantado en el cafetín a un costado del Palacio de la Moneda. No dije nada apenas te vi en la universidad al día siguiente, pero te devolví un ensayito humilde que habías hecho con un siete en tinta roja. También escribí, a un costado de tus notas bibliográficas, “Y la próxima vez procure no quedarme mal”.

Te llevé al cine Hoyts dos semanas después, pero ya no recuerdo ni qué película daban. Empleé todo ese tiempo en besarte el cuello y acariciar tu antebrazo, embriagado por esa mezcla de perfume dulzón y esencia femenina que desprendías con cada aspiración. Me atraía sobre todo esa inocencia perversa de tu conducta, ese aire de niña mojigata que en la oscuridad de la habitación accedía a todas mis órdenes y depravaciones. Y luego era realmente excitante mostrarme desenfadado en el aula, mirarte con lujuria y luego preguntarte, sin el menor recato, qué opinabas de El sí de las niñas y otras obras que por supuesto no te habías tomado la molestia de leer.

No sé si alguna vez estuve enamorado de ti. Casi tengo la seguridad de que nunca lo estuve. Al cabo de cuatro meses se había esfumado la chispa y no podía dejar de verte como la niña idiota que suponía eras y entonces me retraje al grado de evitar tu presencia en la medida de lo posible. No sé, no me lo preguntes, si alguna de esas veces tuve el mínimo indicio de culpa. Supongo que, después de extraer todo el jugo de tus entrañas, dejé de encontrarte atractiva y deseable. Sencillamente, habías dejado de ser un enigma para mí.

El siguiente semestre tuve que regresar a México, en plena crisis del 94. Empaqué mis cosas, renuncié a la universidad y tomé el primer avión disponible. No supe de ti más y me entregué a mis nuevas ocupaciones, que incluían un puesto burocrático y la coordinación de un suplemento cultural en un periódico apenas emergente. Con toda franqueza, tu recuerdo llegaba sólo en los momentos de mayor lucidez, los que ocurrían raras veces. Eso me permitió concentrarme en lo verdaderamente importante: ganar fama intelectual y conquistar veinteañeras ilusas no bien la ocasión se presentara propicia.

Una vida envidiable en lo aparente, ¿no te parece?

Es tan extraño lo que ha sucedido con nosotros. Hace algunos años me enteré que habías publicado una novelita de dudosa calidad y que vivías de forma decorosa, lo que me tranquilizó en cierta medida. No sé por qué. Ahora comprendo que los años (y la madurez que debía llegar con ellos, aunque en mi caso aquél era un proyecto irrealizable) me habían enseñado el poder de la culpa y le retrospección.

¿Y qué sucede?

Regreso a Chile después de casi quince años y me encuentro contigo convertida en una mujer adulta y autosuficiente. La noche que recibí tu llamada, en el hotel Fundador, apenas pude reconocer tu voz. Más que eso: me sorprendió, de una forma agradable, el modo en que te expresabas ahora. No cabía duda de que eras una mujer instruida y experimentada. De pronto quise poseerte de nuevo y comprobar si aún conservabas ese olor tan específico que solía excitarme tan gustosamente.

Me citaste en el restaurante del hotel. Pensé, si me permites tal ingenuidad, que buscabas atraerme de nuevo con la nueva mujer que eras y que acaso la llamada significaba un regreso evidente a nuestros escarceos eróticos.

Sin embargo, al verte atravesar el amplio salón del restaurante, me encontré con una mujer apagada y prematuramente envejecida. Quise contener mi emoción, pero todo lo que afloró de mí fue la llana decepción. Incluso llegué a pensar (recuerdo amargo y súbitamente estúpido ahora que lo sé todo) que sería mejor no aceptar propuesta alguna de tu parte y fingir que yo me había casado en México y que había inaugurado la sana costumbre de la fidelidad.

No esperaste a que trajeran los cafés. Lo soltaste ahí mismo, con la mirada gacha.

– Tu hija acaba de morir.

No entendí. No quise entender. Procediste a explicar luego que esas noches en moteles (a los que yo previamente te había arrastrado con toda alevosía y ventaja) habían terminado en lo único bueno que te había sucedido en la vida. Y lo recalcaste: “lo único bueno que he tenido en mi vida”.

Sólo atiné a decir:

– Pero… pero entonces era una niña.

– No había cumplido los quince –dijiste sin despegar la vista del mantel.

Quise preguntar tantas cosas. Luego quise gritarte, pero comprendí casi de inmediato lo imbécil que hubiera sido aquello. No revelaste su nombre y yo no me atreví a averiguarlo. Permanecimos en silencio hasta que el mesero vino y dejó las tazas sobre la mesa. Las miré sin emoción. Iba a decir: “No te creo”, pero luego pensé que era absurdo hacerlo. ¿Por qué mentir ahora, después de tantos años? Quizá la venganza… Pero tú no eras capaz. Tú no eres capaz de tantas cosas, Gabriela, y ahora lo sé.

Qué hubiera dado por saberlo entonces.

 

¿Es absurdo pedir perdón? Tu visita me hizo olvidarme hasta del propósito que me hizo regresar a Santiago. Espero no tomes esta breve nota como un recurso grosero de mi parte, ni como la escapatoria fácil que, sospecho, en el fondo es. He permanecido la mañana entera recluido en la habitación del hotel, con las cortinas cerradas, y a pesar de que lo intento, no puedo hallar una explicación a los hechos. Me he decidido por este recurso vulgar (espero el camarero te haya entregado la nota con la mayor discreción posible) y, aunque sé que no lo merezco y es lo menos que puedo pedir, he resuelto hacer una última petición:

Por favor, antes de irte, deja su nombre escrito en el papel.