Bueno, el asunto es que iba caminando por la calle y de repente un señor me dijo algo. Me quité un audífono de una oreja -el mínimo de atención posible y, al mismo tiempo, el máximo esperable de cortesía- para escucharlo mejor.

– Traes las panties chuecas.

Me puse roja porque conjeturé que a través de la camisola se me veía la ropa interior.

– Está bien, no te vayas a preocupar: soy travesti.

El señor iba como cualquier señor: lentes, chamarra, pantalones con raya de planchar, zapatos aburridos. Un señor. Un señor como cualquiera. Pero era travesti de noche, así que sabía más de la vida que yo y podía darme consejos aleatorios en la calle. Además, es de notarse cómo el hecho de ser travesti debía tranquilizarme definitivamente.

– Traes las panties chuecas. No se ve lindo, deberías arreglártelas.

Hasta que me di cuenta, porque traía medias de rayas y a veces las medias de rayas son de difícil mantenimiento.

– ¿Quiere decir las medias?

– Sí, tus panties, tus pantimedias.

Le dije que me las arreglaría y me crucé la calle, con peligro de atropello. Al fin que, de todas formas, ya había sido atropellada.

Un recuerdo de los Reyes

Ya me había acostado, pero me desperté en la madrugada. Caminé hasta la sala para ir al baño del cuarto de mis papás, y en la sala me encontré a mi papá y hermana viendo El Piano. Siempre lo recordaré: un dedo amputado, Harvey Keitel tan masculino como siempre, la infante Anna Paquin, y Holly Hunter con un peinado horrible. Me quedé como hipnotizada viendo la película y al voltear, lo juro, junto al sillón estaba mi flamante bicicleta. Era azul y verde. Nunca me di cuenta de quién la puso y eso alimentó mi ilusión durante muchos años.

Con ella fui muy feliz, hasta que me la robaron. En mi siguiente cumpleaños me regalaron otra bicicleta, mucho mejor: era rosa con bolitas de colores y canastilla. Fue mi fiel amiga hasta que llegué a la adolescencia.

Últimamente tengo el súper poder de recordar detalles ya olvidados. El pasado remoto, todos sus detalles triviales, ahora mismo.

Antes era un súper poder que lograba sólo en estados alterados (principalmente los logrados con las drogas blandísimas). Mis viajes consistían en los recuerdos, veía mi vida pasar como a través de una cinta. Detalles, ya dije. Cosas como el color de mi colcha en segundo grado, mi lápiz favorito, la textura de mis cuadernos en cuarto grado, la sonrisa de mi mejor amiga a los siete años, mi desayuno del kínder, algunos comerciales de productos ya extintos, mis zapatos favoritos, ciertas anécdotas (mi hermana y su robo de mochila, el Benito Bodoque de mi hermano, algún cinturón de mi papá, los labiales de mi mamá). Todo, todo lo que conforma la vida diaria y su monotonía, su insoportable trivialidad, de pronto regresan, se materializan, se hacen tangibles. Los recuerdos, con insoportable vivacidad.

Lo considero un súper poder porque, a través de un recuerdo banal, aparecen los verdaderos recuerdos. Las verdaderas imágenes. Los verdaderos motivos. Escondidos entre mis Barbies, mis zapatos y mis vestidos, hay una configuración oculta. Un sentido. Una estructura desconocida y, sin embargo, increíblemente lógica. Algo que se construye sutil y pacientemente. El yo.

Creo en el honor. Creo en la importancia de escribir personajes honorables. No es una regla escrita en piedra: los personajes más grandes de la literatura han sido villanos, tipos sin escrúpulos, asesinos, paranoicos, mentirosos, arribistas, estafadores. Sin embargo, hay siempre en ellos una cualidad que los redime. Una complejidad avasalladora. Son profundamente humanos. O inhumanos.

Por encima de la acción y la filosofía (la visión del mundo) que ofrece una novela, creo que el personaje es lo más importante. Un personaje admirable, un personaje detestable, un personaje que se grabe en tu memoria con un cincel.

Pensé en esto porque acabo de leer dos novelas, una de ellas es Lullaby y la otra no la mencionaré porque es mexicana y contemporánea, en las que los personajes son grises y detestables, pero no detestables en el buen sentido. No hay motivaciones, no hay recovecos por explorar, no hay cualidades redentoras. Seres grises.

Qué diferencia, pues al mismo tiempo releo Crimen y Castigo, y Raskólnikov siempre será mi personaje favorito. Un tipo insondable, un tipo consumido por la desgracia y la culpa.

¿Asomarse a estos abismos no debería ser el objetivo de escribir?

Estaba en Oaxaca, en un bar, abstraída en mis pensamientos (tristes, no puedo alejarlos ni en una ciudad hermosa, en un lugar hermoso, con gente brillante).

De pronto, un tipo que buenacopeaba por ahí, dando tumbos mientras sostenía trabajosamente su mezcal, se me acercó de la nada y me dijo:

“Tú eres muy guapa”.

Me puse roja y por un momento formulé un pensamiento consolador, un: “Mira lo que son las cosas, tú tristeas y te das azotes, y esto pasa para demostrarte que no todo está tan mal y…”

Pero antes de terminar mi pensamiento, se volvió a una bella chica junto a mí y dijo:

“Pero ella, ella es guapísima”.

No entendió -sólo una mujer podría hacerlo- qué había en sus palabras que de nuevo me sumió a mis tristes pensamientos, y los atravesó, hasta un lugar más profundo todavía.

Así que me le puse punk. Qué más hacerle.

Algo que pensaba en la mañana, por ningún motivo

Ninguna persona será igual para ti después de terminar con ella, no importa en qué buenos términos hayan quedado. Nada es lo mismo después de una relación. Nunca la intimidad es la misma, ni la opinión que tenías antes. La ilusión con la que se empieza una relación inevitablemente muere y se transforma en otra cosa, tal vez por eso me aterra tanto pensar que las personas que he amado no son las mismas ahora -y si lo son, la forma en la que pienso en ellas ya no lo es- así como las personas que amo ahora no lo serán en el futuro. La resistencia a cambiar los términos. Siempre un amante pasado será una persona que no merezca tu mejor opinión: si aún lo consideras un sujeto valioso, ya no pensarás en él con deseo y pasión; si aún lo deseas, algo en tu interior te recuerda por qué lo dejaste en el pasado. Y en la mayoría de los casos, es alguien que te lastimó, alguien que al final no valía la pena, un ególatra o un intenso o un cobarde o un ingenuo. Siempre hay una razón para que las relaciones se terminen. Y esa razón siempre definirá a esa persona en el futuro. Por eso la resistencia a terminar. Por eso la insistencia en mirar a esa persona como la ves ahora, durante el mayor lapso de tiempo posible. En toda su belleza e imperfección, como si tus términos y sentimientos estuvieran detenidos en el tiempo, y no tuvieran que cambiar. Porque cambiar la forma en la que piensas a una persona, lo que sientes por ella, es lo más triste que puede ocurrir.

Mis dobles

Hace rato venía caminando por el parque Luis Cabrera, cabizbaja, absorta en mis pensamientos. En eso, un tipejo que estaba sentado en una banca me increpó: “Ay eres idénticaaa a una amigaaa”. Yo alcé la ceja sin entender (aunque claro que entendía). “Así de lejos son igualitaaaas”. Respondí lo único esperable: oooooquei.

Pero no es la primera vez. Recibo ese comentario, sin exagerar, por lo menos una vez al mes. A veces dos, a veces tres. De cualquier persona: amigos de la universidad, colegas, compañeros del Fonca, amigos de amigos, meseros, una señora sentada junto a mí en el autobús o en el avión o en la fila de una oficina gubernamental. Todo el tiempo. Y no sólo aquí, aparentemente mis dobles son internacionales: me lo han dicho en México y fuera de México. O al conocerme creen que ya me conocían, resulto siempre “vagamente conocida”.

Me he preguntado cómo son las otras. A veces tengo la suficiente presencia de ánimo como para bromear: “seguro es guapísimaaa”. Tengo una gemela en amigas, primas, hermanas, jefas y sujetas arbitrarias que alguien vio en la calle. Mujeres que lucen igual que yo. ¿Qué rasgo? No lo sé. ¿La mirada? ¿Las cejas? ¿La nariz? ¿El peinado? No importa.

Es tan deprimente pensar que soy de rasgos tan convencionales que cualquier tipa es confundible conmigo. Suena ególatra y lo es. Tengo dobles desperdigadas por el mundo, pero seguramente nunca las conoceré. En el fondo, tengo miedo de hacerlo. Me halaga la vanidad imaginarlas de buenas formas, pero sé que caería en una depresión comprensible si las encontrara feas y sin chiste.

Ah, la no cordura…

1984 vs 2012

1984

En 1984 no pasó nada.

Nada como lo imaginaba George Orwell: no hubo Oceanía, no hubo Ministerio de la Verdad (encargado de un proceso de revisionismo histórico que iba y regresaba a la misma idea), no hubo una reducción sistemática del idioma y el miedo continuo a pensar, hablar, disentir. Eso no sucedió.

En cambio, pasaron algunas cosas: Apple puso a la venta la primera computadora personal.

En un comercial dirigido por Ridley Scott, Apple aprovechó el momento: en un espacio oscuro, industrial, parecido a una prisión, hombres de rostros sin expresión marchan para escuchar el discurso de un hombre (¿Big Brother?) cuyo rostro se proyecta desde una pantalla. En medio, una corredora (que en YouTube confunden por mesera de Hooter’s) lanza un martillo a la cara del Big Brother, ganando un triunfo (¿a qué? ¿De qué? ¿Cómo sabemos que luego de la pequeña insurrección, los uniformados que la perseguían no la llevaron a la Habitación 101?). Luego, el mensaje: “El 24 de enero, Apple Computer presentará Macintosh. Y verás por qué 1984 no será como 1984”.

El costo de esta computadora personal era de 2 mil 495 dólares (que hoy representarían unos 5 mil 400 dólares). Tenía un procesador Motorola 68000, unidad de floppy disk (la primera en tenerlo) y una pantalla en blanco y negro.

El estatus actual en los registros de Apple: obsoleta.

 

2012

El 18 de enero de 2012, Wikipedia cerró durante 24 horas en protesta por la ley SOPA (Stop Online Piracy Act). La ley, ya comentada hasta la saciedad, fue diseñada para proteger los derechos de autor de la industria del entretenimiento. Su objetivo esencial es actuar en contra de la piratería que te permite bajar ilegalmente una copia de la película aún no estrenada, el disco aún no lanzado oficialmente, la serie que, de otra manera, no podrías ver en tu país. Pero además, una ley que en su infinita ignorancia equipara a las personas con direcciones IP y que le da el poder discrecional a una compañía de denunciar a una página (que puede ser tu página, tu blog, tu perfil de Facebook) con un solo link a un sitio que contenga contenido protegido por derechos de autor.

Los activistas de internet se unieron a la protesta: porque internet, y no la industria del entretenimiento, es el futuro. Y después de todo, la última se alimenta del primero. El libre flujo de información se alteraría y los sitios que para muchos son sinónimo de internet, como Facebook, Twitter y Google, podrían cerrar definitivamente.

El 1984 de Orwell parece más cercano ahora, en 2012.

 

1984

Mark Zuckerberg, el creador de Facebook, nació en 1984. En 1984 no había internet. No como lo conocemos ahora. El legislador republicano Lamar S. Smith, principal impulsor de SOPA, tenía 37 años. Películas más taquilleras en 1984: Footloose, Karate Kid, Gremlins. Programas de televisión más populares: Dallas, Dynasty, The Cosby Show. Los músicos más escuchados: Cyndi Lauper, Culture Club, Frankie goes to Hollywood, Michael Jackson, Boy George.

Todo tenía un costo. En 1984, si eras joven y tenías alma de nerd, había que esforzarse. Tener papás que patrocinaran tu consumo de cultura pop. Ahorrar mucho, por días. Tolerar humillaciones y pastorear préstamos. Había que ser un detective. Contar con proveedores. Informarte con fuentes autorizadas. Recorrer archivos. Ser paciente.

Esperar, como todos los mortales, a que un disco en particular llegara a la tienda, una película se estrenara en el cine por fin, un canal de televisión decidiera transmitir cierto capítulo, un libro se vendiera en una librería cercana a tu casa. Y hacerlo todo por convicción, abnegadamente, por amor al arte.

Hoy, sólo se necesita una conexión a internet.

 

2012

Mark Zuckerberg está en la posición número 212 de los hombres más ricos del mundo, según Forbes. Tiene 4 billones de dólares. Las estadísticas de Facebook afirman que hay más de 800 millones de usuarios activos.

En 2012, la computadora portátil más barata de Apple cuesta 18 mil pesos. La computadora Apple con más capacidad es la última versión de la Mac Pro Servidor, de 2010, que tiene capacidad de hasta dos terabytes. Su costo en México: 48 mil pesos.

Los anuncios de Apple ya no tienen una veta revolucionaria: no es 1984 y Big Brother nunca llegó. Su publicidad se centra en representar dos tipos: lo que quieres ser y lo que no quieres ser. ¿Quieres ser relajado y cool? Apple. ¿Quieres pertenecer? Facebook.

Es común pensar que todos estamos en la red. The grid, como se visualizaba en Tron (qué fácil es ser un nerd en 2012). Las abuelas tienen cuentas en Facebook, los papás escriben correos y hoy más que hace cinco años, cualquier sujeto sabe bajar un torrent.

Y eso es lo que defendemos. Y ante eso nos levantamos y protestamos en legado: la red Anonymous hackeó el sitio del Departamento de Justicia de Estados Unidos y el de la disquera Universal el 19 de enero, cuando el FBI fue tras el sitio Megaupload (ese sí, proveedor de contenido protegido por copyright). La persona del año en 2011, para Time, fue “el protestante”. El anónimo. El que se levanta en armas contra el régimen opresor.

Anonymous viene de un sitio llamado 4chan, que a lo largo de los años se ha ganado el epíteto de hoyo negro del internet. Un foro de discusión relativamente anónimo que ha generado grupos con ánimos de fastidiar evolucionados en grupos activistas. En 4chan ha sucedido todo: suicidios anunciados, pornografía infantil, hackeos masivos, escándalos políticos.

Sin embargo, es conocido. Ahora mismo cualquiera podría navegarlo en 4chan.org o por medio de una búsqueda en Google, pues es un sitio indexado.

Por tanto, creer que participar en 4chan es formar parte de un grupo de protesta, de una rebelión gestada en lo profundo de internet, sería ingenuo.

Ese internet que todos conocemos y defendemos no es ni siquiera la mitad del verdadero internet.

La deep web es representada como el fondo de un iceberg: la punta es lo que vemos, esos sitios en los que navegamos y a los que accedemos con búsquedas simples en Google o por medio de links en otras páginas. Pero lo que está abajo, lo profundo e inaccesible, es más grande que todas las fotografías alojadas en Facebook y todos los caracteres escritos en Twitter desde su creación. No todo es secreto por su contenido, también están todas las páginas que por su naturaleza no están abiertas para todo el público: banca en línea, escuelas, bases de datos, empresas.

Pero también, en ese 80% oculto debajo del agua, está un internet que no conocemos. Tal como las mafias que se mueven en los barrios bajos de las ciudades, estableciendo rutas en los abismos, la deep web es el alojamiento de todo lo que rezuma ilegalidad.

Pornografía infantil, desde luego. Asesinos a sueldo. Un sitio llamado Silk Road (que evoca, claro, la famosa ruta de la seda) en el que los usuarios compran y venden drogas ilegales protegidos por programas de encriptación de datos. En este Amazon oscuro, la moneda se llama bitcoin y es imposible de rastrear. Puedes comprar pastillas LSD o gramos de marihuana que llegarán por correo certificado a la puerta de tu casa.

¿Eres parte de la rebelión? Si sabes cómo navegar eliminando todas las pistas a medida que avanzas, ninguna ley podrá hacerte daño. Aunque seas un pirata. O un asesino a sueldo. O un pornógrafo pederasta.

 

2012 bis

Hay dos caminos: creer que 1984 está aquí, ahora, en 2012. Accedemos a la red por voluntad propia y, una vez ahí, entregamos nuestra intimidad. Los datos de nuestras tarjetas de crédito están alojados en los servidores de Amazon y de aerolíneas, en las bases de datos en línea de nuestro banco, en sitios pornográficos. Imágenes que antes pertenecían a los álbumes familiares aparecen ahora con una búsqueda simple, perpetuamente sometidas al escudriño ajeno. Los textos que antes estarían reservados para un diario se encuentran alojados en un blog, sepultados entre bloques de letras y anuncios. Foursquare informa dónde estamos ahora mismo. Twitter es una minuta detallada de nuestro día a día. Estamos desnudos, expuestos. La intimidad es sólo un concepto.

Pero hay otro camino. La disidencia. La protección. La discreción absoluta. Ángel Buendía, consultor en medios sociales, conductor de radio y experto en redes y tecnología, dice: “Facebook es tan invasiva, pública, personal, banal, segura o funcional como cada usuario quiera. El mayor problema de Facebook, Twitter y cualquier red social es la ignorancia de sus usuarios. ¿No quieres que la gente sepa lo que haces y en dónde estás? No lo escribas”.

Tal vez, ese Big Brother que imaginamos tanto no proviene de leyes cada vez menos permisivas, ni de una compañía que fabrica tecnología. Tal vez, ese Big Brother tan temido habita –siempre lo ha hecho– dentro de nosotros.

 

 

I think that all artists, regardless of degree of talent, are a painful, paradoxical combination of certainty and uncertainty, of arrogance and humility, constantly in need of reassurance, and yet with a stubborn streak of faith in their own validity no matter what.

Madeleine L’Engle

La muzzarella

Esto, de Casciari, para variar.

Me recordó las pizzas de “muzzarella” (con u, como lo pronuncian los argentinos) de Buenos Aires. Pizzas simples con salsa de jitomate, cubiertas de queso. De olor profundo, casi ácido. Suaves y calientes y chorreantes y grasosas. Exquisitas.

Ya no me gusta la pizza. Se me fue el encanto. Creo que el gusto por la pizza es algo muy básico de la niñez y la adolescencia, porque simboliza todo lo que es bueno y simple. Y no es que me haya hecho más compleja o más complicada, es sólo que comí toda la pizza que podía comer. Abusé de lo bueno y lo simple. Ya no la encuentro deliciosa, ya no me entusiasma pedirla a domicilio, ya no se me antoja como antes (el famoso craving for). Pero no tajantemente. A veces la como con gusto, sobre todo si es de horno de piedra o de base delgada y crocante, casera como las que hace Carlita. La que es grasosa y gruesa y abusa de ingredientes no me pasa.

Pero sigo. La pizza argentina es deliciosa. Nunca he ido a Italia, no sé cómo sea la pizza italiana, aunque mis fuentes dicen que tampoco es la gran cosa. Con muchas hierbas, parece. La argentina, al menos, es tan única, tan de ellos. Y no sé si es porque fui en verano y todo era húmedo, caliente, cargado con una vibra como de vacaciones, como de tiempo libre, como de puerto turístico, no lo sé. Tampoco si fue porque viví muchas cosas, tantas que no he contado, en Colombia y Venezuela, y apenas llegaba de allá, con todo aún dando vueltas en la cabeza. Si era como un descanso y un comienzo. Si es porque era la mítica Buenos Aires, esa ciudad tan hermosa en la punta del mundo de la que tanto han escrito. Que es en tantos sentidos como una persona, con todos sus rasgos de carácter adorables y contradictorios, un personaje más de todas las historias que alberga. Donde te verán caer, porque es la ciudad de la furia. Porque es pequeña (comparada con el DF). Caminable. Parques, pasto, insectos, el río de la Plata, los cientos de cafés con baños invariablemente sucios y meseras sonrientes de dentaduras chuecas y un metro -subte- angosto, oscuro y viejo; viejo como la ciudad. Porque siempre acompañaba la pizza (la muzza, como la llaman cuando entran a una pizzería con prisas y la piden para llevar) con vino tinto corriente, corrientísimo, servido en un vaso de vidrio. Fui feliz. En esos breves momentos en que comí la pizza y bebí mi vino, y la ciudad se me mostró cálida, welcoming (¿cuál sería el equivalente en español de esta palabra? A veces el inglés es más preciso). Pero también fui desdichada, como siempre, porque así soy. Depresiva por default. Y también me sentí sola, increíblemente sola, sentada en un restaurantito de la avenida Corrientes, que es como un Insurgentes venido a más, la otrora “Broadway de Buenos Aires”, plagada de teatros comerciales y tiendas de ropa de mala calidad. Sentada ahí, pues, esperando mi milanesa a la napolitana con mi vinito tinto corriente, porque era tan barato y tan normal pedirlo que no iba a desaprovechar la oportunidad de hacerlo. Ni de desayunar medialunas y café con leche siempre, en cafeterías igualmente tristes en esa misma avenida -que recorrí entera, porque ahí mismo me hospedaba.

Todo lo describo torpemente, porque es de madrugada (y eso es una excusa fácil). Pero así recuerdo Buenos Aires. Nunca me sentí doblegada, ajena, extranjera. Ni por mi acento, porque incluso los demás lo encontraban lindo. Al contrario: sentí que la ciudad me acogió, que se permitió tocar, vaya, como una virgen decidida a entregarse. Sólo que Buenos Aires no es una virgen, es en todo caso una puta con un corazón muy puro. Una puta con clase. Siempre se te entrega, no importa de dónde vengas y con qué intenciones.

Corrientes con Pueyrredón. La foto es de Roberto Fiadone.

Ideas sueltas

1. Un texto, no cuento, sólo un texto, sobre un asesino escritor. O un escritor asesino. Se descubren sus fechorías, la comunidad literaria está indignada. Se crea un culto a su alrededor. Sus fanáticos más fieles son chicos gore, coleccionan sus libros como si fueran cuchillos y rosarios de plata. Se hacen lecturas de sus textos en salas lúgubres con cirios y cortinas de terciopelo. No sé de qué escribe, supongo que eso no importa. Al final, luego de su muerte, los críticos, los escritores laureados, los lectores cultos, deben aceptar que es bueno. Sus novelas tienen una fuerza oculta y evidente, no sólo exquisita sino avasalladora. Es la clase de talento que se impone pese a la moda y los géneros, el tiempo y los gustos. Talento irrefutable. ¿Pero cómo puede ser un buen escritor si era un asesino? ¿Puede un asesino tener la sensibilidad y la sabiduría de un escritor? Digamos, ese entendimiento sobre la condición humana que hizo inmortales a los griegos, a Shakespeare, a Flaubert, a Dostoievsky. El asesino se convierte entonces en el autor incómodo, en la mancha negra sobre la literatura. La oveja que es realmente negra. Un tipo ruin, un alma corrompida, que logró producir belleza pura.

2. Mientras estaba viendo Brasil se me ocurrió que el problema de las películas futuristas (no es su caso, porque es retrofuturista) es la idea de la evolución de un aparato. Por caso: una computadora o un automóvil. Su proceso de “mejoramiento” consiste en tomar el modelo actual y llevarlo al siguiente nivel. Ahí están las computadoras táctiles de Minority Report o las naves de Star Wars (cuya acción, en realidad, ocurrió hace mucho, mucho tiempo). Entonces pensé que la razón por la que Volver al futuro y anexas lucen tan obsoletas es porque la dirección de arte evoluciona los objetos de manera simple. En tiempo real, un aparato evoluciona por etapas (como la televisión); es decir, cada prototipo mejora al anterior. Así que la única solución, y sería titánica, es cierto, sería evolucionar el prototipo actual, luego evolucionar ese mismo prototipo, luego evolucionar éste, y así sucesivamente. Luego de cien modelos, podemos imaginar el automóvil en el año 2100, por ejemplo. El que quiera filmar una película futurista, tendrá que tener alma de inventor. ¿No es mejorar el aparato-entidad el objetivo de los nuevos prototipos? Piensen en las computadoras: de la Clamshell a la Macbook Pro, del primer iPhone al iPad. Estilizar, también: los automóviles. Facilitar el uso: las impresoras. Abreviar: las máquinas industriales.

3. Pero el alma del inventor que se requeriría equivaldría a escribir la historia en un par de horas. Lo cual, de alguna manera, me recuerda a Pierre Menard, autor del Quijote: escribir de nuevo el Quijote, palabra por palabra, supondría “convertirse” en Cervantes, vivir en su época, pensar como él, comportarse como un manco recién salido de la batalla, haber leído cientos de obras caballerescas y tomar la decisión de reinventarlas.  No es imitación, no es plagio, no es copia. Es escribir el Quijote de nuevo.

No quería componer otro Quijote -lo cual es fácil- sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes.

Ah, cómo amo este párrafo:

”(…) la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”.

Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

”(…) la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”.

La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales –ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir– son descaradamente pragmáticas.

Queda luego, claro, la anécdota de que Borges leyó El Quijote primero en inglés y, cuando por fin lo leyó en español, sintió que era una mala traducción.

Es un cuento muy cómico. Y tan evidente. Podría haber sido escrito por cualquiera, pero no. A nadie se le ocurrió. Por eso ese cabrón ceguetas y pretencioso fue quien fue. Por eso.

2006, año cero

2006 – antes

La ley Televisa es el tema. Javier Corral, político panista, es el héroe. Las cosas transcurren detrás de cámaras, a prisa, durante meses preelectorales. Una ley hasta entonces intocable, que navegaba sin modificación alguna desde su publicación el 19 de enero de 1960, fue sometida de repente a una serie de reformas que así, a simple vista, levantaban varias sospechas. Primero, lo superficial: que fuera aprobada casi por unanimidad, en siete minutos y sin lectura previa, situación que a cualquier sujeto observador le haría levantar la ceja. Luego: que se hiciera en marzo de 2006, meses antes de una elección cuyas campañas fueron reñidas y estuvieron teñidas de desconfianza y acusaciones. Tercero: que las reformas a la ley estuvieran diseñadas para beneficiar, sin nombrarlas, sin referirse jamás a ellas, a las cadenas televisivas con mayor capacidad económica (en México, Televisa y TV Azteca). Cuarto: que todo aquel que fuera inteligente, no tuviera ninguna filiación económica con las cadenas antes citadas y sintiera el mínimo compromiso hacia la democracia y el libre mercado, sentenció irresueltamente lo injusto de las reformas. Cuarto: que visto lo anterior, aunque tuvo la oportunidad de hacerlo, Vicente Fox no vetara la ley.

Luego estaban las elucubraciones: que la reforma urgía antes de que se diera el caso de que Andrés Manuel López Obrador se convirtiera en presidente y decidiera, como Hugo Chávez con la cadena Radio Caracas Televisión, no renovar las concesiones de Televisa pactadas en años que caían, justamente, en el sexenio 2006-2012. Y que lo hiciera por compromiso con la cultura y los anti-monopolios o por mero espíritu vengativo poco importaría, porque la posibilidad era real. Tal era el horror. Había que cambiar el método de concesiones, entonces, hacia uno que las pusiera en subasta y le diera 20 años de posesión al mejor postor. Una subasta. Y si algunos medios pequeños, sin anunciantes, que fabricaban contenido visto por una ínfima cantidad de la población, no podían financiar su concesión, ni modo, qué más daba, que cedieran ese espacio a los que pudieran costearlo.

Entonces.

La ética (deontología) de los medios de comunicación. El cuarto poder. El peso de la señal de televisión abierta en la idiosincrasia mexicana: según Jenaro Villamil, en su texto La responsabilidad social de los medios, presentado en el Coloquio Veracruzano de Otoño, los medios en México “confunden lo aburrido con lo absurdo. Consideran que el “entretenimiento” es la infantilización constante de las audiencias. Y llegan al extremo de justificarse: eso es lo que la gente quiere ver. La demagogia telegénica. ¿Qué otra cosa pueden ver si no existen alternativas reales para un 70 por ciento de los 27 millones de hogares que sólo tiene acceso a televisión abierta?”

La influencia del monstruo de los medios masivos quedaba probada. No entra en discusión aquí la bien habida acción de inconstitucionalidad que se presentó en contra de la ley un año después, con el héroe de la película liderando a los senadores renegados, Javier Corral. El tema es que, en 2006, los medios de comunicación tienen la batuta y son los que mueven los hilos. El peligro para México, su máximo triunfo, fue recitado como sonsonete por quienes no podían nombrar los motivos de su aversión hacia cierto candidato más que de esta forma sucinta.

La televisión podía coronarse la vencedora absoluta de las elecciones 2006.

 

2012 – antes

Un candidato protegido por una figura oscura se casa con una actriz de telenovelas. Parece la trama de esas novelas baratas que uno compra en las librerías de los aeropuertos. Además, tiene toda clase de complicaciones narrativas fascinantes: una esposa muerta, un político guapo y joven, un estado lleno de dinero. Sus aventuras aparecen en la revista más leída en México, TV Notas (cobertura que se justifica puesto que el candidato está casado con una “celebridad”). Los noticieros televisivos se alinean. Los periodistas que trabajan para el grupo, también. Loas al joven candidato.

Una nueva batalla (¿es una batalla?) se libra en otro lugar: internet. Las discusiones que antes se propiciaban más frecuentemente en salones de clase, cantinas, oficinas y demás, ahora se trasladan a las redes sociales. Éstas, gracias a la posibilidad de reducir o sintetizar un discurso, resultan atrayentes tanto para la comunidad como para los medios de comunicación tradicionales. Hay reporteros de periódicos con larga o mediana trayectoria que arman notas enteras con una selección arbitraria de tweets. Los temas de estas notas son las reacciones de las redes sociales frente a un determinado evento; en las cabezas siempre se les agrupa así, redes sociales, como si el conglomerado de distintas personas que escriben en internet fuera una sola, una especie de niño burlón e irrespetuoso al que nadie obliga a guardar las costumbres.

Si nos ponemos numéricos, México es un país rezagado. En 2010, sólo 22.2% de los mexicanos tenía acceso a internet en casa (cifra del INEGI). Eso contrasta con la cifra proporcionada más arriba: casi todos los mexicanos ven la televisión y casi todos los mexicanos ven, particularmente, televisión abierta.

¿Hay alguna batalla librada en un medio que, por creencia popular, se asume más liberal y reflexivo o, por lo menos, más crítico? ¿Las redes sociales pueden subvertir el efecto creado por la televisión (el candidato guapo e impecable) con una disección, no política sino en clave de burla, hacia su protegido? ¿Y no es ese el papel de los críticos en años anteriores?

Fernando Belaunzarán, analista político con alta presencia en las redes sociales y autor del libro Desde la izquierda… Herejías políticas en momentos decisivos, opina que medios como Twitter y Facebook (pero sobre todo el primero) serán una trinchera en las próximas elecciones presidenciales: “la campaña electoral será un incentivo para que entren muchas (personas) más (a las redes sociales), pues son el medio ideal para que los ciudadanos de todas las tendencias se expresen y los temas públicos sean abordados de manera libre”.

 

Soy más inteligente que el resto, el experimento

Pro

En You Are Not So Smart: Why You Have Too Many Friends on Facebook, Why Your Memory Is Mostly Fiction, and 46 Other Ways You’re Deluding Yourself, David McRaney presenta esta disyuntiva: estás sentado en un avión cuyo techo acaba de salir volando. Desde donde estás puedes ver el cielo. Hay columnas de fuego a tu alrededor. En las paredes se han formado huecos para escapar.

¿Qué haces?

Según la estadística, nada.

Contra

El 5 de junio de 2009, durante el incendio dentro de la guardería ABC de Hermosillo, Francisco Manuel López Villaescusa estrelló su camioneta contra la pared. Una acción lleva a una consecuencia: decenas de niños y bebés que habrían ardido en el fuego vivieron. O tal vez, en lugar de acción, podemos llamarlo reacción.

Ocho de diez personas aseguran que, en caso de incendio, reaccionarían rápidamente. Buscarían vivir. Abrirían los boquetes de un avión que está ardiendo y se arrojarían a la libertad.

O eso creen.

Pro

La primera vez que leí del bystander effect quedé impresionada.

En 1964, una mujer de 28 años fue asesinada brutalmente afuera de su edificio en Queens. Eran las tres de la mañana y los periódicos que cubrieron la noticia afirmaron que Kitty Genovese, la víctima, pidió auxilio enfrente de 38 vecinos que no hicieron nada.

El síndrome fue designado bystander effect, el efecto del espectador. El fenómeno indica que durante una emergencia en un lugar público, por ejemplo un asalto a mano armada, hay menos probabilidades de que los concurrentes reaccionen mientras más gente esté presente. La explicación es simple: la responsabilidad de actuar sobre la desgracia ajena se reduce si alguien más puede hacerlo. El individuo ordinario supone que el de al lado hará algo, que alguien más se encargará.

David McRaney presenta la disyuntiva así: si te quedaras sin gasolina ni batería en tu celular, ¿dónde crees que sería más probable encontrar ayuda, en una avenida repleta de gente o en el paraje solitario de una autopista?

Ahora sabemos que en el paraje.

Contra

En septiembre de 2009, un ambientalista radical disparó a quemarropa contra dos personas en el metro Balderas. Uno de ellos era soldador y laminero, Esteban Cervantes Barrera. La gente lo llama el héroe de metro Balderas. Mientras los demás pasajeros del vagón se quedaron expectantes, inmóviles, Esteban intentó desarmar al homicida.

Según McRaney, las personas que sobreviven tragedias han estado antes en una. Incendios, tifones, terremotos. Tienen el sentido de alerta mejor trabajado, porque saben prevenir. Miran hacia delante.

Su ejemplo es el que cito al principio de este texto: en 1977, en Tenerife, ocurrió la peor tragedia aérea de la historia. Entre niebla densa y señales de radio débiles, el piloto de un KLM con 248 pasajeros intentó despegar sin saber que más adelante estaba estacionado un Pan Am, con 396 pasajeros. Las llamas envolvieron al primero, matando instantáneamente a todos sus pasajeros. El segundo tardó un minuto en incendiarse, lapso en el que 61 personas (incluyendo tripulación y pilotos) lograron salvarse.

Uno de ellos, Floy Heck, citada por el Daily News del 29 de marzo de 1977, declaró: “Me arrastré fuera del avión y al mirar atrás vi a los demás de mi grupo (Floy viajaba con 40 personas de su casa de retiro) rodeados de fuego, sin moverse ni decir nada. Fue como esa película de Hindeburg” –y el periódico explica que se trata del avión alemán que se incendió en Lakehurst, New Jersey, en 1937.

Contra

La entrada en Wikipedia sobre el asesinato de Kitty Genovese es inquietante (aunque es Wikipedia y citarla hace perder varios puntos de credibilidad al citante). Revela detalles como que Genovese era lesbiana y vivía con su pareja. Que el asesino, Winston Moseley, la violó mientras ella agonizaba. Que sigue vivo. Es negro. Que escapó una sentencia de muerte y en una visita al hospital luego de autoinfligirse heridas, violó a una mujer enfrente de su esposo. Pero más importante, más allá de los detalles escalofriantes, rayanos en el lugar común, que en realidad no había 38 vecinos observando. Algunos incluso no escucharon o pensaron que se trataba de una pelea de pareja. Nuevas interpretaciones colocan el incidente en la discusión de género: ver a un hombre maltratar a una mujer es normal. O lo era, en 1964.

Pro

El libro de McRaney es un compendio de experimentos dirigidos a una tesis final: no eres tan inteligente como crees.

Roy Campos, presidente de Consulta Mitofsky, la casa encuestadora más importante de México, me contó esta anécdota: durante las conferencias que da a menudo en universidades, pregunta lo siguiente a los estudiantes:

¿Ustedes creen que las encuestas moldean la opinión de la gente?

Casi todas las manos se levantan.

¿Ustedes deciden su voto después de leer una encuesta?

Ninguna mano se levanta.

La creencia común es que la propaganda política y la publicidad afecta e influencia a la gente, pero no a uno mismo. Yo soy más inteligente que eso. Yo me doy cuenta de las cosas, puedo ver los hilos que se mueven detrás. En un experimento de 2003 citado por McRaney, colocaron a gente común en pares en una habitación, con el objetivo de negociar la repartición de diez dólares. Si en el cuarto había decoración neutral, la gente tendía a dividir la suma a partes iguales. Si, en cambio, la parafernalia era de negocios (un maletín, una pluma fuente, etcétera), los sujetos adoptaban una posición negociante, ofreciendo mucho menos de la mitad. Pero nadie era capaz de explicar por qué.

Es imposible saber cómo reaccionaríamos en un evento determinado. No sabemos qué tan buenos samaritanos somos hasta que estamos en una posición donde podamos comprobarlo. Con toda seguridad, nos creemos ligeramente más inteligentes que el resto.

Pero la verdad comprobada, la empírica, dicta todo lo contrario: no escaparíamos a la libertad. No ayudaríamos a Kitty Genovese. Y seguramente, aunque luego de terminar de leer esta frase opinemos lo contrario, somos más idiotas de lo que pensamos.

Top Gear, cuando el humor deja de ser gracioso

Leo en Wikipedia que el programa Top Gear lleva transmitiéndose desde 1977 por la BBC de Londres. El tema fundamental, coches. En 2002 le dieron un giro cómico: ahí entran en escena nuestros protagonistas, Jeremy Clarkson, James May y Mark Hammond, tres ingleses desabridos con dentaduras lamentables. O así es como el estereotipo nos obligaría a imaginarlos.

El escándalo ya se sabe: en su penúltima transmisión, mientras comentaban el automóvil deportivo de manufactura mexicana, Mastretta, los tres conductores se dieron vuelo “bromeando” sobre la ironía de que un coche tenga origen mexicano, visto que los mexicanos son flatulentos, perezosos y pasados de peso. En otras palabras: pedorros, huevones y marranos. Otros comentarios distinguidos fueron: “Los mexicanos no pueden cocinar, toda su comida es como vomitada con queso encima” (los mexicanos, indignados, respondemos que nuestra cocina es patrimonio cultural de la humanidad y que la inglesa llega a su máximo nivel de sofisticación con el fish & chips) , “imagínate despertar y recordar que eres mexicano, sería brillante, porque de inmediato puedes volverte a dormir”  y “no recibiremos ninguna queja por esto porque el embajador va a estar sentado con su control remoto (roncando)” (los mexicanos les recordamos que Eduardo Medina Mora ya tuvo su dosis de no hacer nada mientras fue Procurador General de la República). Llama la atención cómo en ningún momento analizaron las ventajas o desventajas del  automóvil, el real propósito de incluirlo en el show.

Más allá de que, en efecto, el embajador presentó al día siguiente una queja ante la BBC, exigiendo disculpas por el “despliegue de prejuicios e ignorancia” por parte de los tres presentadores, lo que me sorprende respecto al escándalo fue la reacción de los mexicanos. Por una parte, los genuinamente ofendidos, muchos de los cuales incluso exigieron veto hacia el programa y  la cadena (El Instituto Mexicano de la Radio decidió suspender la transmisión de los contenidos de la BBC, pero reconsideró su postura al día siguiente con un comunicado de prensa). Por otro lado, se desplegó un curioso fenómeno: los ofendidos por los ofendidos.

Desde las redes sociales, cientos de liberales, que desde luego no se sintieron aludidos por las bromas de los ingleses, se erigieron como la parte ecuánime del asunto, acusando de pueriles y “chillones” a todos aquellos que criticaron los comentarios hechos en Top Gear.

Héctor J. Coronado, conocido en la blogósfera como Control Zape (@control_zape), escribió: “En vez de indignarse por lo que dicen los de Top Gear, aprendan a construir con sus manos. Sin quejarse ni esperar el viernes” (sic) y “A la lista de características mexicanas que mencionó Richard (sic) Hammond le faltó agregary no aguantan vara”. El tuitero @doctor_marmota también aportó: “Puro pinche chillón con lo de Top Gear. Las bromas étnicas sirven para cualquiera y el que no las sabe tomar a la ligera, es un patriotero” y “En lugar de indignarse de que hagan chistes sobre el cliché de que somos huevones, jodidos y comemos mierda, pregúntense de dónde viene”.

Los comentarios por el estilo continuaron durante todo el día (1 de febrero, el día que el “escándalo” se destapó). Casi todos tenían la misma estructura:  “En lugar de ofenderse por lo de Top Gear, oféndanse por: narcobloqueos en Guadalajara/el caso Marisela Escobedo/la guerra contra el narco/Felipe Calderón/la televisión mexicana, etcétera”.

El incidente desveló un fenómeno que me parece curioso: la intolerancia hacia la intolerancia. Podemos comprender que un amplio sector de la población experimentara disgusto por los comentarios de los presentadores ingleses: durante años, el mexicano ha sido estereotipado en la cultura pop como un ranchero ataviado con sarape (la sábana con un hoyo en medio que Hammond y compañía no pudieron nombrar), sentado a la sombra de un cactus sobre un desierto enorme salpicado de iglesitas miserables. Ya que Hollywood ha perpetrado insistentemente dicho estereotipo –pensemos en Speedy González, que a pesar de ser mexicano parecía estar en un constante rush de cocaína– parece natural que el resto del mundo haga suya esta percepción y  mire a los mexicanos de esa forma. Es el mismo motivo por el que imaginamos a los franceses como mimos con boina y camisa de rayas, a los italianos como chefs obesos de espeso bigote y a los rusos como cosacos perpetuamente borrachos. La pregunta es: ¿qué tan inteligente o siquiera medianamente verosímil es prolongar estereotipos obsoletos e incongruentes ya?

Lo que me resulta difícil de comprender es por qué tantos mexicanos asumirían una postura tan intolerante, justificando una broma que, de entrada, es de mal gusto y sobra en el contexto en el que apareció. Hay una delgada línea entre la burla políticamente incorrecta, aquella que echa mano de lugares comunes y se regocija en el mero hecho de poner el dedo en la llaga, y la burla desatinada y fuera de lugar. Los ingleses de Top Gear cayeron en esta última. No se trata de satanizarlos, pero tampoco de defenderlos y mezclar los temas: ofenderse por lo que dijeron no equivale a ignorar lo que ocurre en el país; más bien, me suena a que la misma gente que toma con tanta naturalidad estos comentarios es la que se queja del tráfico que las marchas generan. Mexicanos que, desde el falso bastión de la neutralidad, se enjuician unos a otros pero aceptan la crítica ajena.

El periodista mexicano Enrique Acevedo, ganador dos veces del Premio Nacional de Periodismo, escribió en el periódico en línea The Periscope Post un artículo esclarecedor y enteramente objetivo sobre los comentarios hechos en el programa inglés. Su conclusión es definitiva: la emisión del 30 de enero fue como “ver un episodio de una película gringa de bajo presupuesto, en la que el protagonista queda varado en un pueblo que luce como Tijuana hace 150 años. Es un estereotipo ridículo y un lugar común aburrido que no tiene cabida en el horario titular de la BBC”.

Estoy con Acevedo cuando afirma que, más allá de ofender a una nación entera, lo que los titulares de Top Gear hicieron fue mala televisión. Y, aparentemente, llevan haciéndolo desde su renovación (es un decir) en 2002: acusados constantemente de cimentar su humor en estereotipos y en burlas recalcitrantes, han recibido quejas por comentarios homofóbicos y racistas. Sí, del tipo: un gallego quiere cambiar un foco…

Algunos hechos claros: la exigencia de Medina Mora no puede reprochársele, ya que incluso, de no haberla hecho, habría suscitado más críticas. Era, posiblemente, la única forma de reaccionar ante el comentario de Jeremy Clarkson.Y en eso no estuvo solo: el parlamento británico presentó un punto de acuerdo para que la cadena ofreciera una disculpa pública por los comentarios considerados “inaceptables e inoportunos”, dado que las excelentes relaciones diplomáticas entre nuestro país y el Reino Unido, específicamente Inglaterra, pueden resquebrajarse gracias al que, de otra manera, se consideraría un desliz menor. Sobre todo, en vísperas de la visita del vice primer ministro, Nick Clegg, a México. Hay hilos sutiles en la diplomacia que no deben halarse demasiado.

La BBC obedeció… Pero de qué forma. Se disculpó ante Medina Mora, pero defendió el humor de los chicos de Top Gear porque, sencillamente, así son sus bromas: “Nuestros propios comediantes se burlan de que los británicos son malos cocineros, los italianos son desorganizados y dramáticos; los franceses, arrogantes y los alemanes, ultra organizados”. Bueno, podemos estar de acuerdo en que ningún alemán se ofendería por ser etiquetado como un tipo muy organizado. El colmo: Clarkson tituló su columna en el periódico The Sun, “Lamento mucho… que no tengan sentido del humor”. Recicla los mismos argumentos de la BBC, básicamente: así es nuestro humor y si no pueden lidiar con ello, es su problema. Remata con un chiste: “¿Por qué los mexicanos no tienen un equipo olímpico? Porque todo aquel que puede correr, saltar o nadar ya está del otro lado de la frontera”.

Sobre este asunto quedan muchas reflexiones al aire. Está, por ejemplo, la estudiante mexicana de joyería, residente en Londres, que interpuso una demanda a la BBC. Están, por el otro lado, los que no se ofendieron por las bromas, pero sí se ofendieron porque varios mexicanos se ofendieron: los tuiteros antes citados, abusando de una ecuanimidad de la que a todas luces carecen. Están los que determinaron no volver a ver una sola emisión de Top Gear, personas de susceptibilidad frágil. Y también están los creadores del Mastretta MXT, una familia mexicana que le apostó todo a un auto deportivo con acabados de lujo y un costo de 690 mil pesos, que irónicamente obtuvo la publicidad deseada de la peor forma posible.

Si me preguntan si debemos sentirnos ofendidos, mi respuesta tiene que ser un tanto conservadora: sí. Estamos en pleno año 2011, hay protestas en Egipto tratando de desterrar una dictadura atroz, países en el Medio Oriente que despiertan en las calles de una existencia adormecida y esclavizante, cubanos tratando de comunicar a escondidas la realidad de su país, y miles de mexicanos muriendo cada día en lo que cada vez se parece más a una guerra civil. No estamos para estereotipos ni para lugares comunes. Si el humor de los señores de Top Gear tendrá la misma sutileza que un jueves de cantina con Ortiz de Pinedo, eso sólo significa que no han sabido portar con dignidad la tradición del humor inglés. Ahí tienen a sus maestros, los integrantes de Monty Python, que cuando quisieron hacer un comentario sobre las características de las naciones, escribieron un sketch en el que los filósofos alemanes se enfrentan a los filósofos griegos en un partido de futbol. Su disculpa me suena más a justificación y a soberbia, y a que no han podido comprender que su humor está lejos de ser humorístico.

La verdadera broma de Kundera

La Real Academia de la Lengua Española define la ironía como una “burla fina y disimulada”. Justo ahora, a 42 años de la publicación de su primera novela, la palabra que más me gusta para definir la narrativa de Milan Kundera es esa: ironía.

No es gratuita esta interpretación. El año pasado ocurrió un sisma en la comunidad literaria: el escritor checo, el mismo alguna vez considerado (aunque jamás galardonado) para el premio Nobel, fue acusado de haber delatado a un presunto espía en 1950, mientras aún militaba en el Partido Comunista.

Tampoco es gratuito que haya usado la palabra “acusado” y no otra. En ella viene implícita la acción: la revista Respekt, de origen checo, publicó una investigación, basada en archivos policiales, que aparentemente desvelaba la pavorosa realidad: Kundera había sido un soplón.

La acción era deleznable en tanto que descubría una faceta oculta de la personalidad del escritor checo y, peor aún, ponía en entredicho todo un sistema de creencias en torno a él y su literatura. Las novelas más representativas de Kundera, de La insoportable levedad del ser al Libro de la risa y el olvido, tienen un eje temático similar: el comunismo como un régimen represor, que persiguía y condenaba a los que no comulgaban con sus ideales.

Aparentemente, el Kundera de 21 años se presentó en una estación de policía el 14 de marzo a las cuatro de la tarde para denunciar a Miroslav Dvoracek como agente encubierto. Este hecho, de una simpleza aterradora, originó la aprehensión de Dvoracek, quien fue sentenciado a 22 años de cárcel y terminó sirviendo 14 en una mina de uranio.

La historia se complica en un argumento que perfectamente pudo haber sido la trama clave de cualquier novela de Kundera: Dvoracek era el amante de Iva Militká, novia de Ivan Dask, quien por entonces era amigo de Kundera.

El hilo de acontecimientos, según Respekt, era el siguiente: Dvoracek le contó a Militká que era un piloto militar desertor, que después volvió a Checoslovaquia como espía occidental. Militká le contó esto a Dask, quien se lo contó a Kundera, quien se presentó en la estación de policía y precipitó los hechos que hoy, 58 años después, condenan al escritor irreversiblemente.

¿Delación de honor? ¿Venganza informal? ¿Lío de faldas? ¿Qué ocurrió realmente?

La broma

Milan Kundera publicó su primera novela en 1967: La broma es la historia de una fruslería que cambiaría por siempre la vida de su protagonista, Ludvik. Un estudiante universitario, henchido de orgullo y vitalidad, parte activa del Partido Comunista, quiere probar el amor de su ligue veraniego, Marketa. Separados por un curso ideológico que afilará el intelecto de Marketa, Ludvik le manda una postal provocadora en la que se burla inconscientemente del comunismo y sus prosélitos, y en la que declara:“¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez”.

Esta simple broma, tomada literal por la poco perspicaz Marketa, suscita la expulsión del partido de Ludvik, quien tiene que hacer trabajos forzados en una mina para desertores o “simpatizantes confundidos”. Sus estudios universitarios, su futuro, sus perspectivas, su ideología misma: todo es extirpado de raíz.

Ludvik lo resume con una frase desoladora: “todos los hilos habían sido arrancados”[1].

Al final, la verdadera broma no es tanto el chiste irreflexivo de su juventud, sino el curso de su vida misma, la broma que acabó siendo esa vida incompleta, mutilada de origen, en la que Ludvik giró alrededor de un satélite insignificante puesto en una postal.

A pesar de todo, y Kundera lo ha establecido tajantemente, La bromaes una historia de amor, la persecución continua de una mujer, Lucie, a la que Ludvik llegaría a amar de un modo inocente, casi intuitivo, y contra toda circunstancia.

La defensa

Naturalmente, todo lo hasta aquí escrito tiene el tufillo de la coincidencia y la sanción moral. Más allá de eso, los hechos.

Desde la publicación de La broma, un éxito editorial automático, Milan Kundera se convirtió en algo así como un apestado cultural en la entonces Checoslovaquia. Expulsado en 1950 y luego readmitido en el Partido Comunista seis años más tarde, su “biblia contrarrevolucionaria” lo hizo exiliarse de su patria y establecerse en Francia, donde se asentó y cambió su nacionalidad.

Milan Kundera es el ejemplo perfecto del que no es profeta en su propia tierra, donde apenas hace tres años se hizo una segunda impresión de su novela más famosa, La insportable levedad del ser. Fuera de ese universo, claramente marcado por el totalitarismo soviético, Milan Kundera es aclamado. Se trata de una celebridad literaria, uno de los escritores vivos más importantes, y su obra es considerada ya indispensable en la literatura contemporánea.

La investigación de Respekt, según asentó Fernando de Valenzuela en su ensayo “La ventana de los espías”[2], tiene inconsistencias pasmosas: basa su argumento en el nombre de Milan Kundera aparecido en uno de los reportes policiales, con tantas lagunas en legibilidad y discurso, que resulta casi increíble pensar que algo así se tomara como prueba definitiva de la culpabilidad de Kundera.

Más importante aún, y como el mismo De Valenzuela asentó, al ser él traductor y experto en la lengua checa, los reportes parecen indicar que fue Militká quien denunció a Dvoracek. El mismo acusado, que para coronar la ironía, sufrió recientemente un ataque al corazón, continúa en la creencia de que fue ella quien lo traicionó. Otros, como Juan Goytisolo en El País, y apoyado en el texto de un historiador praguense, Zdenek Pesat (que afirma conocer de primera mano los hechos), aventuran que fue el mismo esposo de Militká quien acusó a Dvoracek, pero con el propósito de protegerla, pues la relación con desertores/espías era muy condenada y ella estaba justo en el ojo del huracán.

La cuestión sobre quién lo hizo importa muy poco al final, pero pone de relieve todo un entramado de acusaciones y señalamientos que equivalen a una moderna quema de brujas contra Kundera.

¿El premio Nobel? Desde luego que eso ya puede irse escapando de los planes de Kundera, y a esta infeliz eventualidad se le suman infames documentos donde los escandalizados piden deshacerse de todos los libros del escritor francés de origen checo.

Estas respuestas instantáneas, de una supuesta alta moralidad, me provocan una rabia difícil de definir. En la condena viene implícita una superioridad demasiado etérea como para admitir semejante falta de un ser humano: para ellos, la delación es tan execreable como los crímenes contra la humanidad, y no admite tolerancia alguna. Sobre todo si, de semejante hecho, se desencadenó el “sufrimiento” de un congénere. Lo que estos individuos procuran soslayar es que la delación no es otra cosa que un sinónimo de acusación, que a su vez es sinónimo de la condena que ellos mismos ejercen, y en tal sentido son tan despreciables como el objeto de su desaprobación.

Al final: la redención

Y sin embargo, a la luz de todos los hechos que he expuesto, me gusta pensar que lo hizo. De este modo, cada libro suyo operó como una expiación anónima, íntima, de su pasado en las juventudes socialistas. Los pecados de juventud no recaen en los hechos, sino en las creencias. Kundera no estaba equivocado, en el sentido más maniqueísta del término, por haber delatado a un espía. Si acaso hubo equivocación en él, estuvo del lado de su ideología, ¿pero cómo culparlo si al fin era un joven checo criado en un contexto sociohistórico determinado, ineludible, del que era imposible separarse? Sus novelas subsecuentes denuncian la represión, y son más importantes en la medida en la que él formó parte de ese conglomerado ideológico, y él creía en eso, y él militaba con absoluta libertad en el Partido Comunista.

Para apoyar esta teoría, que a mi juicio engrandece su obra y la dota de una complejidad distinta a la usual, un pasaje en La broma:

“… la mayoría de la gente se engaña mediante una doble creencia errónea: cree en el eterno recuerdo (de la gente, de la cosas, de los actos, de las naciones) y en la posibilidad de las reparaciones (de los actos, de las injusticias). Ambas creencias son falsas. La realidad es precisamente lo contrario: todo será olvidado y nada será reparado. El papel de la reparación (de la venganza y del perdón) lo lleva a cabo el olvido. Nadie reparará las injusticias que se cometieron, pero todas las injusticias serán olvidadas”[3].

¿Es posible pensar acaso que toda la obra de Kundera es una broma prolongada? Una denuncia luego de la denuncia: el tipo que mata a un ciervo y de pronto, motivado por la culpa o el desazón o sin motivo alguno tal vez, condena la cacería con avidez.

Me gusta pensar en el Kundera atormentado, que busca su redención a través de las palabras. Pero, como su Ludvik imaginario, ha sido objeto de una broma de una magnitud imposible, y su pasado poco importa. Tal es la verdadera ironía.


[1] Kundera, Milan. “La Broma”. Editorial Planeta Mexicana S.A. de C.V.  México, DF. 1999. Pp 61.

[2] Revista “Claves de razón práctica”, número 188, diciembre, 2008. Pp 48-51.

[3] Op. Cit. Kundera, Milan.