Sobre las “Irrupciones” de Levrero

Me desperté y pensé que era solo un sueño. Después pensé: «Todo el mundo dice “sólo un sueño; deberíamos decir: “nada más que un sueño”».

Irrupción 5.

 

Entre 1996 y 1998, y durante algunos meses del año 2000, Mario Levrero publicó la columna mensual Irrupciones en la sección cultural de la revista uruguaya Posdata. 126 textos anómalos, de circulación restringida, en 2001 se transformaron en una edición incompleta y marginal (dos tomos con las irrupciones 1-40 y 41-70 dentro de la colección De los flexes terpines, dirigida por Levrero mismo en editorial Cauce) y, en 2007, de manera póstuma, en una modesta edición publicada por Punto de Lectura. Por fin, en 2013, entró en circulación una lujosa publicación de la editorial uruguaya independiente Criatura Editora.

En el prólogo a la primera edición de las Irrupciones como libro, Levrero escribe: “En cualquier orden que se lean estos fragmentos se notará, creo, que todo está ligado y forma parte de lo mismo, como en un holograma”. Las Irrupciones son, entonces, una pieza más de su proyecto de escritura, que define como un “mapa a todo nivel de mi propio ser”. De distintos modos Levrero se sabía dueño de una obra cuya diversidad no atentaba contra su unicidad, una obra compuesta de textos heterogéneos cuyos puntos de contacto formaban un todo irreductible.

Es un poco un lugar común: hay un Levrero para todos. El raro y el confesional. El cómico y el misterioso. El Levrero deliberadamente kafkiano, de la “trilogía involuntaria”, compuesta por las novelas La ciudad (1970), París (1980) y El lugar (1982), en las que el misterio discurre en una atmósfera enrarecida, la de un sueño vigil (un oxímoron que quizá aprobaría). El Levrero que parodia su amado género policial: Dejen todo en mis manos (1996) y Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975). El Levrero que se confiesa y exhibe en El discurso vacío (1996), suerte de diario donde se consignan sus ejercicios tipográficos para mejorar su letra y, con ello, su vida, su personalidad, su alma; y el de Diario de un canalla (2013), donde narra algunos meses del par de años que residió en Buenos Aires, mientras trabajaba para una revista de crucigramas y juegos de ingenio (lapso en que no logró escribir literatura).

Hay un efecto Levrero, como una hipnosis. Un idea que recorre su obra: la postergación. La postergación de la escritura, de los buenos hábitos, de un mejor yo inaccesible. Irrupción número 63: “Es de madrugada. Comienzo a pensar en irme a dormir, pero todavía me falta chequear el correo electrónico. A esa hora es fácil conseguir línea; me conecto”. En La novela luminosa, el Diario de la beca (Levrero fue acreedor a la beca Guggenheim para su escritura), que antecede la “novela”, constituye, en realidad, la obra verdadera, el corazón y sentido de la experiencia luminosa, una especie de escritura cero que da cuenta de su imposibilidad para escribir, y que registra minuciosamente sus rutinas, postergaciones y derrotas diarias.

Tengo una hipótesis. Las irrupciones de Levrero se publicaron bajo el rótulo columna, un género menor, que sin embargo en nuestra literatura ha producido varios libros magníficos: las compilaciones de los artículos de Jorge Ibargüengoitia en Excélsior y, más recientemente, El idioma materno de Fabio Morábito, por citar dos ejemplos entre decenas. Pero la noción misma de género está en crisis constante y su determinación es tan social como histórica. Las Irrupciones sólo se parecen a sí mismas o, en todo caso, a la obra de Levrero, a Levrero y nada más: la transformación o creación de un género cambia la historia de la literatura, como quería Todorov, de tal forma que las Irrupciones pueden considerarse, a la postre, un género autoral de la misma manera en que hoy pensamos las Iluminaciones de Rimbaud, los Pensamientos de Pascal o las Confesiones de Rousseau.

Hay un ethos levreriano, en el que el discurso se lee (al modo en que el lingüista francés Maingueneau plantea) desde la identidad del “garante”, el que narra o enuncia, y que es distinto del sujeto verdadero (es decir, el señor llamado Jorge Mario Varlotta Levrero). Una manera de decir que es también una manera de ser. Los registros más variados aparecen en sus Irrupciones: la divertida saga del buzo azul para invierno, las aventuras del ratón Mouse (acompañadas de dibujos hechos por él mismo en Paint), reflexiones sobre la literatura y el quehacer poético, anécdotas vecinales, una ida a la carnicería, un poema (la irrupción 62 inicia: “un aroma lejano/todavía sin nombre/llega con insistencia/hoy/a este desierto…”), relatos de sueños que inician y terminan sin su debida aclaración (la 35: “La sala de teatro es subterránea. Yo he dejado un sobretodo marrón y un pañuelo blanco sobre la butaca que me corresponde…”), parodias de textos académicos o una cavilación sobre el origen de una extraña lista en un billete (“1 Hilda, 1 Salus, 1 Blíster aspirina”).

Levrero dejó pistas sobre la producción de estos textos: “Las Irrupciones podían surgir de cualquier fuente, y así fue como pude mezclar pasajes autobiográficos (los más) con reflexiones con invenciones con sueños con apuntes periodísticos y aun con colaboraciones de lectores (¡y aun con poemas! ¡y con dibujos!)”. Dice que aceptó la invitación de Lucía Calamaro, la editora de la sección cultural de Posdata, una vez que tuvo suficientes “columnas” (“no sé por qué se llaman así”). Si el libro crea intimidad, explica en el prólogo, cuando “ojos no familiares” recorren las líneas de una revista, “hay ciertos abismos a los que no se desciende y ciertas alturas que no se alcanzan”.

No sé si todos lean del mismo modo a Levrero; pero en mi caso no hay distancias: lo aprecio, lo quiero, lo considero un amigo que está muerto. Es una forma de leerlo, entre muchas otras. Un autor excepcional que se nos fue. Uno de sus amigos verdaderos, el escritor uruguayo Federico Polleri, escribió en el prólogo a la edición de Irrupciones que nos ocupa: “El gran Mario Levrero era un loquito y nada más cuando yo lo conocí, y juntos fuimos un par de loquitos de mala muerte durante nuestra larga amistad. Dejo al GRAN Mario Levrero GRAN para los oficialistas de última hora. Ellos lo estudian o fingen estudiarlo, lo admiran o fingen admirarlo. Yo lo quise. Yo lo extraño”.

Mario Levrero, Irrupciones, Montevideo, Criatura Editora, 2013, 430 pp.

 

Publicado en Simpatías y diferencias de Letras Libres.

22 de junio, casi medianoche

Me quedo y no me quedo.
Me voy y no me voy.
Todo queda en pausa y en suspenso.
Las rutinas ambas se subvierten.
Ninguna es la verdadera y las dos
lo son.
Trabajo aquí y trabajo allá.
Leo allá y leo aquí.
Escribo en los dos lados.
Hoy cumplió años Dora Exclamation Point
El de:
I still think of you when I hear the spanish word “lado” because you taught me what it meant on that bus tour.
Lo sé porque Facebook me lo dijo.
No, esto no es un poema.

Los novios de Luján…

…Que conocí en el hostal Ejidonia. Él era de 1993, ella de 1997 (ó 1998). Llevaban juntos un mes. Iban para Brasil, a trabajar de lo que fuera. Su primera salida internacional, lejos de la provincia de Buenos Aires, era Montevideo. No le encontraban el sabor a la cerveza Patricia, a la cerveza Norteña, ni siquiera a las fuertes Pilsen que tomábamos como caguamas, afuera del bar ese que llevaba un mes abierto, en un edificio semiderruido, donde nuestros amigos tocarían (cada tocada es como un ensayo, enfatizaban) y a donde entramos pagando arroz, semillas, no recuerdo qué más, para una beneficencia. Mi instinto maternal. Nuestra charla en la bardita de la que me bajaron, con razón, pues un paso en falso y muerte segura. A ella le gustaba el tequila pero seguramente nunca había probado un tequila de verdad. Ya verás cuando vayas a México. No ahora ni mañana. Algún día. Y el mezcal.

El nombre de él. Extraño. En honor de un amigo brasilero de su padre, ¿acaso, de alguna forma, iba a buscarlo? Ahora veo su aventura a través de Instagram, sus paseos por el sur de Brasil, sus caras luminosas, juntos, felices, porque son tan jóvenes y tan cachorritos. La noche antes de irme prepararon de comer. Pasta, su primera pasta. Lo bueno de la pasta es que nunca metes la pata, les dije, siempre se hace, ya sea mala o buena. Comprarles unas galletitas dulces del súper. Les gusta desayunar chocolate Toddy y galletitas. Cargaban, en la mochila, hasta un aceite de oliva. “Te lo agradezco un montón”, me dijo él, cuando les traje queso rallado y unos tomates. Me compartieron su pasta, que resultó deliciosa. Yo necesitaba algo casero. Estaba agotada, mi cuerpo agotado, y mi mente aún peor. Los novios de Luján. Los fijo porque fueron lo más tierno que vi en Montevideo.

EL HORROR VERDADERO

En la feria del terruño (13 de junio, San Antonio de Padua), mi mamá me llevaba un día o una tarde o una noche, ella y yo y nadie más, sin decirle a mis hermanos y hermanas, quienes si iban, iban con sus amigos y amigas, y ellos sí, al contrario de mí, se subían a los juegos de grandes, al Travan y a una especie de martillo de aspecto comunista que te daba zarandeadas de arriba a abajo, de modo que dicha tarde o noche o incluso mediodía, que podía caer lo mismo en un lunes que en un jueves, ella establecía un pacto razonable de juegos (lo cual podía incluir carritos chocones O casa de espantos O casa de espejos O el juego ese de asientos que recorren un circuito, a veces para adelante y a veces para atrás, al ritmo de horrenda música disco) y menudencias (las caniquitas, donde invariablemente sacaba alcancías: una feria codicié hasta la ignominia una de barril gordo de cerveza, amarillo, homeresco, que fue conseguida) y alimentos y bebidas (hotcake con lechera o cajeta y chochitos o garnacha tipo enchilada placera o sope o tamal o, ya poniéndonos bien punks, jarrito virgen tipo Sexo en la Playa o Bloody Mary).

Todo esto era para mí sola, y yo era tan avara como feliz, pero sobre todo feliz feliz feliz. Sin embargo, había una atracción a la que mi mamá siempre entraba conmigo: previsiblemente la casa de espantos, en parte porque no dejaban entrar a una niña de siete (ocho, nueve, diez, once) años sola, en parte porque ella quería, le daban ganas chingao, por morbo si quieres, por su afición a las historias de espantos, por su relación tormentosa con las películas de terror (las ama y las detesta, las busca y las sufre, tiene recuerdos intensos de El exorcista, Carrie, El resplandor en el cine, y yo tengo otros de ella gritando en cine, en películas como Señales y otras). 

Entonces, entrábamos juntas. Caminábamos a la par, el recorrido que cabía en la caja adaptada de un trailer. Me acuerdo de una llorona, un vampiro que nos confundía con su reflejo. Muñecos. Oscuridad y los pasos sobre el aluminio del piso. Alguna pesadilla. Había historias peores afuera, de todos modos, en este pueblo poblado de fantasmas (amado Polotitlán de la Ilustración, sitio del que, insisto, no vengan si no están invitados), por caso en la casa donde vivimos recién mudados del DF, que era de mi bisabuela, llena de crujidos en el piso, movimientos en la cama, apagones repentinos, ruidos de extraña procedencia, sombras y oscuridades, y otras imaginaciones espantosas que me llenaban la cabeza. Pero yo nunca me espantaba de a de veras en la casita de terror de la feria itinerante.

La primera vez que fui a Reino Aventura, cuando todavía era Reino Aventura, con mi hermana Diana y mi hermano Yayel, en una excursión púber en la que debuté, al fin, en los juegos cabronsones, en los altos y rápidos y violentos, fue quizá para vengar mi infancia temerosa. Creo que existen, a la fecha, las dos casas de espantos sixflagueras: la infantil (La Casa de La Llorona, en el carrito eléctrico que va avanzando por un riel, las luces de antro y los muñecos mecanizados), y la de grandes, o no sé si la de en serio, he olvidado los muchos nombres que ha tenido pero todas las veces que fui a Reino Aventura y luego a Six Flags, que fueron muchas, la más reciente (y terrible y decepcionante y clausurante de una etapa de mi vida) en 2013, la visité y la disfruté y luché por sentir, otra vez, el terror genuino de la primera vez, el horror peliculesco y plagado de incertidumbre de la primera entrada, libre de conocimientos de la trama y de lo que nos esperaba.

En aquella primera ocasión, como acostumbran hacer todavía, se formó un grupo de diez individuos, al frente del cual quedó mi hermano, a quien antes del incidente yo consideraba una persona sin la menor incumbencia respecto a los asuntos espantosos y sobrenaturales, una persona firmemente plantada en la realidad o quizá no, quizá no es cierto, simplemente alguien que según yo no creía y por eso no se espantaba: era, a fin de cuentas, la elección acertada para liderar al grupo, pues.

Entramos. Pasillos como de casa, oscuridad, Regan poseída por Pazuzu desde su cama, la cual teníamos que rodear para salir al siguiente “nivel”, una construcción con cemento y madera, algunas esquinas como de calle, con todo y malla ciclónica, y en vez de muñequitos mecanizados personas de carne y hueso disfrazadas: la mencionada Regan y otros que no recuerdo, pero al final Jason y su motosierra y su máscara de hockey, persiguiendo a los participantes lentos entre bufidos. ¿Cuánto duraba aquello? Menos de diez, quince minutos. Y luego emergíamos al sol y a los ruidos de feria y a la gente paseando en shorts y tomando Coca-Cola y a las botargas y a los anuncios y a los souvenirs, y era refrescante y feliz y por eso todos reían.

Pero esa primera vez, con mi hermano Yayel en la vanguardia, luego yo, luego mi hermana y su entonces novio Pancho, y los otros participantes al final, escuché algo que jamás había escuchado: los gritos desaforados de mi propio hermano. Los gritos de un hombre asustado. Ese detalle, los gritos y la comprensión de que él, el líder, estaba tan asustado como los que lo seguíamos, la desolación de atravesar el lance sin resguardos, fue el terrible. También sucedió un momento imposiblemente cómico: en la esquina de Jason, mi hermana se cayó y sólo Pancho y yo nos detuvimos a recogerla, y entre sus gritos y la persecución del enmascarado y el sonido torturante de la motosierra, cuando se levantaba volvía a tropezarse y caer, y nosotros la jalábamos de los brazos y gritábamos con desesperación. Después las risas y los reclamos, afuera, y los nachos con carne molida y queso amarillo que creo que todavía venden, que durante un día sixflaguero (la ropa mojada por los juegos acuáticos, el dinero contado, las vueltas y vueltas entre el pueblo polinesio y el vaquero y el francés) se volvían alimenticios.

Creo que yo tengo un método para transitar por el horror, que consiste en una especie de acorazamiento mental y físico (un bajado de cortina metálica, diría Levrero) gracias al cual, entonces, atravesaba puertas y actores ensangrentados y gritos como si caminara a través de un sendero paralelo, feliz, tranquilo, que por ciertos errores de las dimensiones se empalmaba con éste, caótico y horroroso. Entrar así, con el cuerpo pero la mente en otra parte. Un plup y todo se cierra, lo de adentro se vuelve impenetrable. Me cierro como una concha. Y creo que esto fue lo que hice durante el mes que el cáncer (el existente, el amenazante) nos contaminó las vidas.

Pero también, y de peor manera, es lo que hicimos mi hermano Billy y yo durante esos diez días dentro del Ramos Mejía. Solos, solos, él y yo, confiando sólo el uno con el otro, como única prueba de que nadie más nos diría lo que ya sabíamos. Nadie más. El horror verdadero.

 

 

Sobre el potencial adictivo

Hace falta que alguien te lo diga de frente, alguien que persigue fines similares a los tuyos, que posee el temperamento artístico aunque entonces, durante esos días, el mío estaba por verse, alguien que está en la misma lucha, desde el mismo frente, siempre desplazándose hacia la izquierda. Al volver de la abrumadora Feria del Libro de Guadalajara, donde me dejaron presentarme con ellos debido a las columnillas que tan amablemente me permitían publicar en  El Chamuco, además de editarlos, evento en el cual tuve que hablar en público a pesar de mi acendrado temor a hacerlo, en que me encontré a un par de personas que dijeron leerme aunque yo no sabía nada de ellas, que sin saberlo me acariciaron mi tonta, infantil vanidad, y sobre todo mi anhelo de volver a Guadalajara pero de otra forma, al volver, mientras desayunábamos en un Wings del aeropuerto de Ciudad de México, un chamuco (no diré cuál, pero uno de los fundadores y por tanto de los originales) me habló de frente sobre la cocaína. Yo ni la había probado entonces, pero seguro quería comprobar esos efectos que la cultura pop -o más bien los actores al servicio de ella- nos han representado tan bien. No olvidaré lo que me dijo, dado que su trabajo es de una intelectualidad tremenda, que además involucra rapidez y humor: “Cuando vi lo mucho que me gustaba, lo mucho que me ayudaba a sacar mis cartones, la tiré a la basura”. Fue así, frente a nuestros chilaquiles, entre sorbos de café. No éramos muy íntimos, de alguna forma era mi jefe pero también mi colega. Sus palabras se me quedaron grabadas para siempre. Las dos veces que probé la coca (la “merca”) me lastimó mucho, en el pasado. Pasa que hay un punto de no retorno. Y si escribo esto es porque me inspiró Daniel Link, maestro, en este texto recuperado por Anfibia, “El túnel del tiempo”. Hasta nuestro mejor amigo uruguayo, Esteban, también lo dijo, también se lamentó, “esos chiquilines no sabían nada”. Lo que pasó hace unas tres semanas en Buenos Aires, en un evento electrónico en Costa Salguero, con cinco jóvenes muertos y tres en estado crítico, que habían ingerido alguna droga sintética (quizá éxtasis), cuyo principal componente era veneno. Nadie les dijo nada. Nadie les dijo cómo comprobar su calidad, cómo tomarla. Éxtasis. Jamás lo he probado y no niego las ganas. Mis tiernos sucedáneos eran otros. Tenía que ser en Uruguay, el país donde puedes comprar marihuana de la farmacia (si eres ciudadano). Tenía que ser allí, donde combaten las drogas con buena onda. Tenía que ser ahí, donde comprendí que se es artista sobrio o no se es.

Ninguna sustancia es inocua.

 

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Sobre Vinyl

 

“Nueva York, 1973”, letras blancas sobre fondo negro, y Vinyl ya (da por sentado que) te raptó, porque la promesa de Scorsese ocupándose del Nueva York de 1973 es muy atractiva. Es como si Vinyl se aprovechara del prestigio (¿era un prestigio?) de aquella época, aquella atmósfera, el Nueva York pútrido de los años setenta, para indicar un ambiente y un sentido (ninguna historia situada en esas coordenadas puede ser banal, susurra a medias). Pero la evocación es menos que real, porque parte de otra conocida: la de los años setenta neoyorquinos, construida en parte gracias al cine de Scorsese, por ejemplo en su emblemática Taxi Driver. Y entonces la primera escena de Vinyl trae recuerdos cinematográficos de Travis Bickle en su taxi (a oscuras los jadeos de un hombre, después la cara y el gesto de ese hombre, que toma del pico de una botella mientras está sentado en su automóvil, de madrugada, en un barrio feo), y la satisfacción es incontestable, porque recupera al Scorsese de entonces y lo hilvana al aire al de ahora (Taxi Driver y The Wolf of Wall Street, su última obra mayor, son dos puntas lejanas en una trayectoria, que aquí se intersectan): sus abyecciones neoyorquinas persisten, y sus hombres con dinero, y la violencia y el humor que la acompaña, y sus meticulosos retratos de placeres sensuales logrados gracias a las drogas, el sexo y sobre todo, en esta serie, la música.

Pero es necesario apuntar que ésta es una serie de diez capítulos y que Scorsese sólo dirigió el primero de ellos. Y ese sólo es fundamental, porque anticipadamente mancha el resto de la serie. No profeticemos. Sin embargo, es tan vistosa, tan fundamental, la diferencia entre el primer capítulo y el segundo (entre la primera parte del primer capítulo y el resto de la serie, cuando no hay más prestidigitaciones que puedan raptar o enganchar, cuando lo debido es un interés sostenido, creciente, por lo menos inquietante), que un temprano veredicto es válido e incluso necesario: Vinyl no es Mad Men. Tal como ninguno más fue Joy Division, ninguno Robert Plant, ningún otro Bob Dylan. Aunque lo intentaron. Porque la lección fundamental de Vinyl es que como la música no hay otra cosa, que su placer y su rapto son extremos, que abandonarse a su hipnosis no es ajeno a la mayoría de nosotros, que es incuestionablemente un arte y sólo unos pocos pueden apreciarlo en todo su esplendor, pero que asimismo encontrar esa música, acceder a ella, descubrirla, consumirla, pagarla, es responsabilidad de unos cuantos: record men, dueños de la música (o de su valor en el mercado), que buscarán repetir éxitos, mantenerlos, “darle a las masas lo que quieren”. Y si éste es el principal interés del productor Richie Finestra –encontrar la próxima canción maravillosa, el siguiente éxito, la música que moldea la cultura, lo Nuevo como valor–, el de Vinyl no es muy disimulado: ser la próxima Mad Men. Para ello, elementos derivativos: Nueva York de época (el año en que dejamos de asistir al mundo de Mad Men, una época que quedó en suspenso); un hombre en crisis; una empresa que debe sobrevivir; jóvenes creativos, bajo el ala de Richie, entre los que destaca una secretaria decidida en busca del ascenso; socios idiotas (sin el talento o, en este caso, la sensibilidad musical de Richie); una esposa frustrada en los suburbios; sexo, drogas, sexo, drogas, pero mucha más música, lo cual la salva, y apariciones un tanto paródicas de Robert Plant y Alice Cooper, etc. Pero poco más.

Vinyl supone que describe la pérdida del lugar que ocupaba el rock y la llegada del pop, es decir la pérdida del arte y la llegada del consumo, y lo triste que es esto (vender y destruir artistas, olvidar que “lo importante es la música”). Si en Mad Men había alguna duda sobre el valor del trabajo de Don Draper (después de todo, sólo era publicidad), en Vinyl el sitio del arte, de la música que es “pura” y “real” (adjetivos que emplea Richie para describir a The Velvet Underground & Nico, mientras los mira en vivo), no se cuestiona. Pero aunque observa a los encargados de poner a circular las obras que, efectivamente, moldean la cultura, Vinyl se observa poco desde afuera, no medita en sí misma críticamente, no se reconoce producto televisivo tan pop como lo que hoy se conoce como pop: la entronización del Rock, de la Era del Rock, es un tema fácil, es un gancho fácil, es un tema kitsch por excelencia (ya que Eco volverá a leerse estos días). Tiene un ascendente y no lo logra, no sólo por su incapacidad de capturar, tan bien como lo hizo Mad Men, el discurso ambiguo de la literatura (el cual era uno de sus mayores aciertos), sino porque sencillamente no es una obra nueva, o siquiera un producto nuevo, sino un poco la banda que quiso ser Joy Division, el solista que vendieron como el siguiente Bob Dylan, la obra que estaremos consumiendo en nuestra cuenta de HBO durante varias semanas, quizá años más. Aunque tendrá su virtud: se llama Bobby Cannavale.

Una versión de este texto se publicó originalmente en Vocero.

 

Texto de un Word de febrero

Camina por ahí. Su cara de placer al restregarse contra mí. Los ojitos. Los cierra para decirme que me ama. Le gusta estar en su torre. Permanece despierto conmigo en la madrugada. Come un poco y truena con los dientitos las croquetas. Le gustan las latas de comida, el atún, el pollo, el jamón. Ha probado el arroz. Los chicharrones y la grasa de la carne. La primera vez lo quise alimentar como mi madre a nuestros gatos de pueblo. Es molestón. Se cae algo y quiere jugar con él. Araña. No hay más, no hay mucho más. Ahora acaba de subirse a la mesa, se pone delante de mí, relamiéndose los bigotes, olfatea, camina entre los libros y los cuadernos, a veces le gusta ponerse en la computadora, sobre las teclas, o acomodarse en mi regazo. A veces tiene una mirada satisfecha. Se masturba. Bosteza. Ahora está junto a las camisas por planchar. Se lame el cuerpo. Observa. Yo lo amo, lo amo.

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11:04 Ezeiza

No he escrito en el blog desde enero. Hay una entrada a medias, a la que a veces le he escrito pero que en general he abandonado, veladamente sobre el horror de febrero. Descubro que ahora tampoco hay mucho por fijar. Me encuentro en un asiento de la sala principal de Ezeiza, un sitio al que he llegado a conocer tan bien. Por fin en Buenos Aires, en el primer no-lugar que ofrece. Aterricé de madrugada y ahora espero a María. Fui a dormirme a un largo pasillo en el segundo piso, junto a unos ventanales, donde ya sabía que suelen dormir viajantes en tránsito, varados o indigentes  (un carrito de Despegar.com en lugar de uno de súpermercado). Bebo un americano Havanna tamaño súper. Malo. Ácido. Pasan dos judíos ortodoxos. A mi lado, un ruso cuyo olor me recuerda a alguien que conocí en el sur. Más de 24 horas viajando, pero no me quejo (tal vez sí, tal vez escribirlo, fijarlo, es quejarse). Piloto automático. Hacer lo que debe hacerse. Pero esta vez no bajé la cortina metálica. En el avión vi Inside Out. El lugar de la tristeza. El que es necesario. Pasé otra vez a Bogotá, brevemente. Dos vuelos distintos. Migración, aduana, maleta. Documentar. Una arepa, una espera sin signos. En el otro avión charlé con la vecina de asiento un largo rato, una colombiana. Pasé con ella migración, aduana, maleta. Yeceny, alcancé a ver en su pasaporte. Nos despedimos y jamás volveremos a vernos. Lo que sigue: un signo de interrogación. Espero que feliz.

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La ciudad que vivimos: Buenos Aires y Ciudad de México

¿Qué es el espacio público? ¿Lo contrario de lo privado? ¿El espacio del que todos, sin garantía de propiedad, podemos beneficiarnos? La pregunta original era otra. ¿Cuál es la diferencia entre caminar en la Ciudad de México y caminar en Buenos Aires? ¿Puede compararse la experiencia del espacio público entre dos ciudades? Dos capitales latinoamericanas, desmesuradas, complejas, de configuraciones distintas, separadas por la historia y la distancia, que han intentado fijar su propia valoración del espacio público. Una es demasiado nueva; la otra conserva, como un palimpsesto, las huellas de su pasado precolombino… Ambas son centros financieros, comerciales, culturales, rodeadas de zonas metropolitanas compuestas de localidades dormitorio. ¿Cómo viven los defeños, cómo viven los porteños? ¿Cómo vivimos, todos, las ciudades?

Las ciudades no son cifras sino vivencia. Debo partir de mi experiencia, que es limitada, por eso me acerco a otros y contrasto (me inspira un texto publicado por Claudia Altamirano también en Nexos). En México viví muchos años en un poblado rural de 9,000 habitantes, Polotitlán de la Ilustración; después en Querétaro, la ciudad con la mejor calidad de vida según sus propios habitantes, y en varias zonas del D.F. (de la Prado Churubusco a Panteones, de la Juárez y la Roma a Coyoacán). Vine a Buenos Aires temporalmente, a estudiar un posgrado y terminar algunos proyectos, al tanto de que tarde o temprano debo regresar a mi ciudad. Esa ciudad que durante los últimos tres años me pareció inhabitable, lo declaro sin rodeos.

Lo que yo vivía lo viven millones todos los días. Lo aceptan, lo asumen. Pero no dejan de sufrirlo. Trasladarme de la Narvarte a Palmas, donde trabajaba, me tomaba tres horas diarias ida y vuelta: camión-metro-camión, en unidades repletas durante horas pico. Diez kilómetros aproximadamente, que en automóvil habrían cambiado poco y en bicicleta son impensables o temerarios. Antes de las ocho de la mañana toda interacción social había estado marcada por la agresión: de choferes, de pasajeros y por inspiración propia, pues en el metro es común ser testigo y participar en actos de violencia entre usuarios. Tiempo para pensar (para lamentarse) entre empujones, insultos, arrancones, claxonazos. En mis horas libres, en fines de semana, no visitaba parques, caminaba poco, me acoracé de la ciudad y dejé de participar en ella. El afuera no existía más. Vivir para refugiarse en la casa, en el adentro.

Daniel Burnham, el urbanista que reconfiguró la caótica Chicago de inicios de siglo XX, escribió en su ya famoso Plan of Chicago que, así como un execrable entorno urbano inspira lo peor de las personas obligadas a habitarlo, uno que fuera grandioso, “que expresara los valores de la civilización y el orden”, inculcaría dichos ideales y traería a la luz lo mejor de cada persona. Es una idea conservadora, binaria y quizá simplona, pero creo en ella.

La movilidad es parte del uso que le damos a las ciudades. Mi experiencia, hay que reconocerlo, era privilegiada a pesar de todo: vivía en una zona central y me desplazaba a una que, si bien un tanto inaccesible, estaba comunicada con el resto de la ciudad. ¿Cómo viven los demás sus traslados? Francisco Salmerón, diseñador editorial, excompañero de trabajo, vive en Bosques de Morelos, Cuautitlán Izcalli. Durante cinco años ha trabajado en la zona de Palmas-Lomas de Chapultepec. Entra a trabajar a las ocho de la mañana, con una tolerancia de quince minutos: si acumula tres retardos a la quincena le descuentan un día. “Antes, para poder llegar a mi trabajo temprano, me levantaba a las 5:15 am y a las 6:05 tomaba una combi que sale a una cuadra de mi casa y llega a la México-Querétaro; ahí pasa un camión que llega directo a Lomas de Chapultepec, pero era muy feo venir por esa ruta porque me asaltaban muy seguido y el camino era largo. Este camión hacía hora y media en la mañana, más la media hora de la combi, en total hacía dos horas para llegar en la mañana”.

“Al principio me dormía para pasar el rato, pero con el tiempo los asaltos ya eran tan frecuentes que viajaba espantado. Los asaltantes se subían a la siguiente parada de donde yo tomaba el camión: regularmente son dos personas, que se suben, pagan su pasaje y en un tramo de tres minutos sacan la pistola, te piden la cartera y el celular. Me asaltaban cada dos meses, hasta que opté por tomar una ruta más segura pero con más transbordos: tomaba la misma combi pero ahora llegaba hasta el suburbano de Lechería. Ahí tomaba el tren hasta la estación Fortuna, que son unos 15 minutos; ahí cambiaba a la estación Ferrería de la línea roja del metro (Rosario-Martín Carrera), me iba a Rosario y ahí cambiaba a la línea anaranjada, para bajarme en Auditorio. Y de ahí el camión que va a Palmas. Era mucho transbordo pero era más seguro. Lo único que sufría era los empujones y los arrimones”.

“Así duré un año. Después mi hermano entra a trabajar a Santa Fe y, buscando opciones de transporte y rutas en internet, encontró a una persona que se anunciaba transportando gente de Cuautitlán Izcalli a Santa Fe. Lo mejor de todo es que este chofer vive muy cerca de mi casa, así que me recoge en la avenida y me deja justo en la puerta del trabajo. Mis horarios, ahora, son así: a las 5:45 am me paro, me baño y me visto, salgo a las 6:15 y el transporte pasa por mí a esa hora. Se va por el segundo piso y me deja en Palmas a las 7:15. Hago tiempo durmiéndome o adelantando trabajo”.

“En la camioneta caben unas 17 personas pero no se regresan todas porque tienen distintos horarios. A mí me cobra, ida y vuelta diario, 1,650 pesos al mes. Si sólo pagas ida son 1,200. Salgo de trabajar a las 5:30 pm, me espero un rato y a las 6:40 aproximadamente, dependiendo del tráfico o la lluvia, voy hacia donde me recoge. De regreso baja de Santa Fe por Virreyes y pasa por mí frente a la Fuente de Petróleos. Ando llegando a mi casa como a las ocho de la noche”.

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¿Quiénes son los encargados de configurar las ciudades? Incluso los urbanistas que transforman las ordenaciones citadinas, como Burnham, no han logrado evitar que toda ciudad guarde otra dentro de sí, la de los excluidos, los barrios guetoizados, la experiencia urbana lejana a la propiedad, el consumo, lo verde, lo recreativo. La modernidad es la experiencia de la urbe, aún en el caso de un habitante de entorno rural, que mantiene siempre una relación de dependencia con la metrópoli (la existencia de mi pequeño pueblo, Polotitlán de la Ilustración, no puede pensarse sino en relación con su cercanía a San Juan del Río o incluso a Querétaro, a pesar de que sus límites políticos lo marquen como entidad mexiquense).

Un personaje paradigmático de la modernidad es el flâneur, que va errando por la ciudad para descubrirla. El hombre de la muchedumbre. Que asiste a las galerías parisinas para mirar y… comprar. Nuestro repudio a la creación del corredor comercial Chapultepec nos ha obligado a pensar en esto, cómo la propiedad –el dinero– atraviesa nuestra experiencia de la ciudad: un espacio público verdadero no exige consumo.

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Romanticé Buenos Aires. La primera vez que la visité, tras un periplo sudamericano, era febrero: nunca olvidaré la impresión que me causó aquella ciudad en pleno verano austral. Lo verde. El calor húmedo. El verano dislocado, invertido. La atmósfera ligeramente festiva, vacacional. Había conocido, un poco antes, tres capitales latinoamericanas: Quito, Bogotá y Caracas, y otras ciudades y pueblos más pequeños de sus respectivos países. En contraste, Buenos Aires me pareció moderna, excesiva, cosmopolita. Una abundancia de parques como yo no conocía, en los que la gente se asoleaba (mujeres en bikini en la vía pública: una visión insólita para una mexicana) y pasaba el rato sin hacer nada, tal como, según sabía, me habían contado, hacían algunos europeos durante sus breves veranos.

Esta vez, llegada desde el D.F., reconozco que la modernidad mexicana ha adoptado los modos del norte, cierta cultura del servicio y del consumo, un modo a lo yanquique en Buenos Aires ha penetrado menos. “Estados Unidos está tan lejos como Europa”, me dijo un argentino una vez, al fin y al cabo. Pienso, entonces, en aquellas ciudades estadounidenses organizadas alrededor del mall como en nuestros pueblos de herencia española la vida se organiza en torno a la iglesia. Los negocios en Buenos Aires están atomizados: giros comerciales acotados, compras en pequeño y a pie, y hasta cines que persisten solitarios, con sus nombres originales, desligados de la lógica de la plaza y el combo. Otro modo de vivir el afuera, con un ritmo marcado por las diferencias estacionales: al invierno frío y ventoso le sucede una tímida primavera, un poco de sol, y luego un verano tropicalesco, abrasador, por momentos asfixiante. Apenas el clima lo permite, las calles se colman.

Lo que más me atraía de Buenos Aires, además de sus librerías y programas académicos, era la posibilidad de vivir en una ciudad de dimensiones caminables. Liberarme, en parte, del transporte público defeño. Caminar. Sus plazas, parques y áreas verdes. Disfrutar del afuera.

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Estoy sentada en la pendiente de pasto de la Plaza San Martín, un sábado de septiembre. El barrio de Retiro condensa Buenos Aires. Hay sol, hay viento frío. Encuentro a mi alrededor parejas, niños descalzos, perros, amigos que beben mate y se sacan fotos. También hombres, adolescentes e incluso niños desposeídos, que se acercan a esta plaza a dormir sobre cartones o directamente sobre el césped.

Sobre la alfombra de césped hay motas blancas de algo parecido al algodón. Es la floración de los tilos, árboles grandes, añosos, que acompañan a los palos borrachos, las magnolias y los gomeros que verdean la plaza, una de las tantas diseñadas por Carlos Thays, paisajista francés, naturalizado argentino, nombrado director de parques y paseos en 1890. Más de 70 parques en Buenos Aires llevan su firma. Además, trajo numerosas especies extranjeras a la ciudad, trazó barrios y cultivó huertos, calculó floraciones de distintos colores según las estaciones y en su honor se nombró el jardín botánico… En un breve artículo sobre su legado, Loreley Gaffoglio lo llama “alquimista de la belleza”. A días del equinoccio de primavera, estoy pensando en Carlos Thays.

Hay una lata de cerveza tirada, decenas de colillas de cigarro y legajos de un periódicoClarín que sobrevuela la plaza. Leo un balazo al azar: “Para el Gobierno y los privados, hubo un repunte de la economía”. La vista siempre termina cayendo en la Torre de los Ingleses. Tras la guerra por las Islas Malvinas, su nombre oficial es Torre Monumental. La plaza misma que la alberga, antes Plaza Britania, lleva ahora el nombre de Fuerza Aérea Argentina. Es melliza de la San Martín, pero allá hay poco pasto, pocas bancas. Adyacente a la estación de ferrocarril de Retiro, se trata ya de una “zona brava”: sus márgenes hacen las veces de paraderos de autobús.

Si miro a mi derecha me encuentro con el perfil del Kavanagh, inaugurado en 1936, entonces el rascacielos más alto de América Latina (120 metros de altura, puro hormigón, espigado como la proa de un barco). El piso 14, el que habitaba Corina Kavanagh, es ahora un departamento de 726 metros cuadrados valuado en seis millones de dólares. Pese a sus 105 departamentos, este emblema del art déco es peculiar por un detalle: carece de estacionamiento.

A la Plaza San Martín la rodean edificios de distintos estilos: la mole de cemento y vidrio del Sheraton, la Torre Pirelli, la sede argentina de American Express (que donó las escaleras de cemento que descienden por la plaza) y varios edificios de departamentos de la escuela Beaux Arts que abunda en Buenos Aires, las fachadas afrancesadas que le ganaron su reputación de la “París de América”. Muy cerca de aquí está el expalacio Anchorena, ahora Ministerio de Relaciones Exteriores, un edificio academicista, de estilo borbónico, construido a principios de siglo. En aquel entonces el barrio recién había acogido a las familias adineradas que huyeron de la fiebre amarilla, de San Telmo y la zona centro.

En uno de sus textos más conocidos, La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica (1939), Walter Benjamin nos dejó un pensamiento breve y sencillo sobre la arquitectura: su recepción, la relación entre sujeto y obra, “se da por partida doble: por el uso y por la percepción. O mejor dicho: de manera táctil y óptica”. Toda forma artística está destinada a transformarse o desaparecer, pero la necesidad humana de habitación es permanente: contemplamos los edificios no con recogimiento, como quien se abisma en una obra, sino por acostumbramiento, distraídamente y, lo más importante, en colectividad.

Veo, a lo lejos, una grúa. Un edificio a medio erigir, la promesa de una nueva faz urbana. Yo sé que el Río de la Plata está cerca, detrás de las grúas, pero es imposible verlo. Buenos Aires creció dándole la espalda al río. También sé, ahora por experiencia, que detrás de la estación, detrás de las vías de tren que parten de Retiro, se encuentran los bordes de la villa de emergencia más emblemática de Buenos Aires: la Villa 31, uno de los primeros asentamientos irregulares de la ciudad. Es popular en ella la labor del padre Mugica, de la Teología de la Liberación, que en 1974 fue asesinado por la Alianza Anticomunista Argentina. Hoy es la villa más penetrada por organizaciones sin fines de lucro.

Una vez entré, acompañada. Pienso, en esta parte, en algo que escribe Josefina Ludmer en su meditación sobre escrituras contemporáneas en nuestra región: “Las ciudades brutalmente divididas del presente tienen en su interior áreas, edificios, habitaciones y otros espacios que funcionan como islas, con límites precisos… Se puede entrar: tiene límites pero está abierta, como si fuera pública” (Aquí América Latina, una especulación: 2010). A la villa no se va: se entra. Siempre con alguien de su interior. Los vecinos cuentan anécdotas sobre el ahora papa Francisco, cuando llegaba de visita a la villa, con su maletín negro y en colectivo, pero su leyenda no roza siquiera la de Mugica. La mayoría de sus habitantes son inmigrantes de países limítrofes: Paraguay, Bolivia, Perú… La pequeña Latinoamérica, la llaman, mientras relatan los proyectos inconclusos para urbanizarla, envolverla en un túnel “verde” y hacerla menos visible, menos incómoda.

Hay otra Buenos Aires, más grande, que suele esconderse.

A pocas cuadras de aquí nace la avenida 9 de Julio, según los argentinos la más ancha del mundo (hay disputas al respecto). En 2013 se inauguraron los carriles del metrobús, pero sin metrobús, en realidad carriles exclusivos para 11 líneas de colectivos (que aquí llaman “bondis”) y que, según datos oficiales, redujeron en 40 minutos el tiempo de viaje de unos 240,000 pasajeros. El experimento, de inspiración defeña y bogotana tiene un antecedente: los primeros carriles del metrobús se abrieron en 2011 a lo largo de la avenida Juan B. Justo, entre los barrios de Liniers y Palermo. Como en el D.F., es un sistema en constante expansión.

Pienso que yo vine a Buenos Aires a caminar. Que ésta es la ciudad que yo habito, la que buscaba. Bajo mis pies es pequeña, manejable, sus coordenadas delimitan una existencia fácil y afortunada: en el fondo todavía soy una turista cegada por el polvo de estrellas que la ciudad tiende, inadvertidamente, sobre los ojos foráneos. No es casual que Buenos Aires nos inflame con los resplandores del flâneur. Por momentos me parece más antigua (o mejor sería decir más anticuada) que el D.F., pero es indudablemente más nueva: su cara verdadera se edificó entre 1890 y 1910, una época en que la opulencia económica se correspondía con la novedosa experiencia de la vida en la urbe. En uno de sus textos críticos clave, Una modernidad periférica (1988), Beatriz Sarlo se refiere a la veloz transformación de la ciudad y su impacto en la cultura argentina, típicamente de mezcla (la segunda ciudad que en el siglo XX recibió mayor porcentaje de migración europea). El elenco de nuevas imágenes y percepciones, el paisaje reconstruido a través de la mirada. “Buenos Aires ha crecido de manera espectacular en las dos primeras décadas del siglo XX. La ciudad nueva hace posible, literariamente verosímil y culturalmente aceptable al flâneur que arroja la mirada anónima del que no será reconocido por quienes son observados, la mirada que no supone comunicación con el otro”.

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Jessica Garbarino es una periodista y editora argentina y hace más de 13 años migró a la Ciudad de México. Vive en la colonia Cuauhtémoc y también trabaja en Palmas. Me interesa la experiencia contraria, el espejo de la vida en ambas ciudades.

“Yo en Buenos Aires vivía en Haedo, una localidad del oeste del Gran Buenos Aires, tren Sarmiento, media hora de viaje y llegás. Ahí viví hasta los 26 años y me tomaba el tren a diario para ir a la facultad y a trabajar. Se me hacía que perdía muchísimo tiempo: una hora de ida y otra de vuelta me parecía un horror… Y ahora es lo mínimo que me tardo si no tomo precaución de salir de la oficina antes de las seis de la tarde o, si no llego temprano, antes de las ocho (con la diferencia de que acá son tres kilómetros y medio de distancia y allá eran 16). Así que esa pérdida de tiempo fue una de las razones que me llevó a independizarme y mudarme a la capital, barrio de Monserrat, calle México. Mientras viví ahí, iba prácticamente a todos mis trabajos caminando, sólo para uno tomaba un colectivo. Iba al cine caminando, de compras, para la facultad me tomaba un colectivo… Me sobraba mucho tiempo cuando me mudé, que usaba para mi calidad de vida: ir mucho al cine, ver seguido a los amigos…”.

“Estoy casada con un mexicano y mis hijas nacieron aquí. Mi primera impresión al instalarme acá fue que Buenos Aires era una ciudad mucho más caminable, con un sistema de transporte amigable, organizado. Algo que, fuera del metro, no encontraba acá. Los camiones desvencijados me llenaban de pavor al principio… Recuerdo contarles a mis amigos por mail que un día el chofer iba viendo tele y que era bastante común que trajeran un periódico abierto sobre el volante y que le fueran echando el ojo. El punto es que cuando vine a vivir a México yo no sabía manejar. Nunca lo había necesitado. Con el paso del tiempo y la llegada de las hijas, aprender a manejar se hizo imperativo. Algo que tuve que encarar aunque no lo disfrutara, me llenara de susto y me diera colitis durante un año, hasta que le agarré un poco la mano. Sigo sin disfrutarlo y si tengo que ir a lugares que no conozco, a veces prefiero tomar taxi…”.

“Siempre digo que si hubiera buen transporte público, cómodo, puntual, que no cambie la ruta porque al chofer se le antojó o que sepas bien dónde para (un servicio público en forma, vamos), yo no usaría el auto para ir a trabajar, y me evitaría el gastadero de dinero que cuesta estacionar todo el día para nada. Pero en una época en que lo intenté (las obras en la Fuente de Petróleos y la instalación de los parquímetros nos complicaban la vida) encontré que era realmente complicado hacer un trayecto tan corto y tan directo como el que me llevaría de Palmas al Ángel. Para empezar no hay nada directo. Hay que caminar varias cuadras hasta Periférico, y algunos días los choferes deciden no pasar por abajo del puente, entonces hay que agregarle unas tres cuadras más hasta pescarlos más adelante. Ese camión te deja en Auditorio y ahí hay que tomar otro (más fila) o de plano ir hasta Chapultepec, que de ahí a mi casa son otras 10 cuadras… De hecho, mi auto no circula los viernes y padezco esto cada semana. Es una locura pensar que es el mero centro de la ciudad y que esté tan mal conectado, que las rutas no sigan más lógica que la de cobrarte la mayor cantidad de boletos posibles.

Luego hay un camión que va por Masaryk, por el cual opto a a veces, pero los choferes son maleducados e irrespetuosos y cada vez que me lo tomo me lleno de coraje. Nadie les controla que traen el volumen de su música a niveles que hacen doler los oídos. O que van a dos por hora esperando que se llene el camión (te tardas el triple), etc, etc.”.

“Si hay algo que extraño y que envidio de otros países es la calidad de vida que te da que los traslados sean sencillos y que puedas aprovechar el tiempo en cosas más agradables. Mi esposo trabaja hasta Santa Fe, los mismos 16 kilómetros que hacía yo cuando vivía con mis papás, y resulta que si no quiere estar al volante más de dos horas, tiene que salir de casa antes de las 7 am… y nunca logra regresar antes de las siete de la tarde (eso es cuando llega temprano). Entonces llega un punto en que vivimos para trabajar, de lunes a viernes no podemos hacer otra cosa (a veces no alcanza a ver a las niñas más que 10 minutos en el desayuno). Llegan los fines de semana y nuestro principal objetivo es no mover los autos. Y acá viene quizá una justificación de por qué tantos extranjeros amamos vivir en la Cuauhtémoc, en la Roma o en la Condesa… Son colonias muy caminables, que se parecen un poco a lo que estamos acostumbrados, y que disfrutamos básicamente los fines de semana”.

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En charla con amigos mexicanos, en Buenos Aires, pregunto qué disfrutan más de vivir aquí. Dos de ellos, Jessica Jaramillo y José Juan Zapata, son norteños, de Monterrey y Torreón respectivamente. La respuesta de ella es inmediata: “Sentirme segura: al caminar siento menos inseguridad de la que sentía en Monterrey. Además, me encanta que haya plazas por todos lados y espacios verdes, y que la gente los use. Allá te prohiben “pisar el césped” y si te ven acostado, llega el policía y te corre”. José Juan: “Me gusta de Buenos Aires su arquitectura. Su mezcla de edificios y avenidas muy europeas, junto con edificios nuevos y a veces horribles. El caos: lo lindo y lo sórdido mezclado. En general, es una ciudad muy vivible. Buen transporte, tranquila”. Un amigo argentino, Javier S., participa: “A mí lo que me gusta es que es una ciudad grande pero fácil, y me siento cómodo conociéndola toda y recorriéndola. Me gusta tener mis sitios y negocios preferidos”.

Pero mis amigos se dedican a lo mismo que yo, llegaron a Argentina por motivos similares. Entonces repito el experimento con una comunidad virtual, el grupo de Facebook de mexicanos en Buenos Aires, donde paisanos cuelgan ofertas, hacen preguntas, discuten temas y en general comparten la experiencia, tan distinta y a la vez tan parecida, de la migración. Las respuestas son similares. Javier R.: “Creo que la estrellita de Buenos Aires es el transporte público. A pesar de la escasez de las líneas del subte, los colectivos son maravillosos, seguros y funcionan las 24 horas”. Pits S.: “Al llegar, una de las cosas que más me llamaron la atención fueron los parques. Hay un interés por la recuperación de espacios verdes, los vecinos colaboran con la vigilancia y la limpieza de las zonas. Me parece que para los porteños es importante tener este espacio de recreación, ya que lo consideran un derecho más”. Thabata P.: “En los últimos años la ciudad ha tenido una inversión en políticas de movilidad, como el metrobús y las bicisendas, pero ha dejado de lado el mejoramiento de líneas de subte y hay fallas en la conectividad con el conurbano”. Antonio D.: “Creo que sus banquetas tienen mejor diseño, son más uniformes y eso ayuda a las personas que usan sillas de ruedas”. Carlos B., con una queja: “Hay muchas cacas de perros en las calles de Buenos Aires. Siempre pisas una porque no hay cultura de recoger desechos de perro”. Y un colofón, de Marisa B.: “Es la primera ciudad donde me puedo mover en bicicleta. Es muuuy divertido”.

Pienso: ¿Me estoy dejando llevar? ¿Me estoy engañando? Sin duda hay una Buenos Aires menos amable, más complicada, aquella que inicia en los márgenes y succionahacia el centro. Por eso charlo con dos habitantes del conurbano, la zona metropolitana de la provincia de Buenos Aires que circunda la llamada CABA (Ciudad Autónoma de Buenos Aires).

Marcelo Peralta es profesor de letras en el Instituto 83, un terciario, en Solano, que pertenece a Quilmes Oeste, y en la Universidad de Varela, en la misma localidad. “Para mí venir de provincia a la ciudad es un quilombo, y volver peor. Son viajes de dos horas. Tomo la línea 148 del colectivo que me deja en Constitución, y allí hay subte. Y después hay medios alternativos, combis y taxis colectivos por ejemplo. Están saliendo todo el tiempo y tienen parada libre, o sea que si no está la policía te paran en cualquier esquina. Para las zonas periféricas es difícil viajar, porque no hay muchas líneas de colectivos y se tardan mucho tiempo. La 148 hace una hora y algo más, y nunca voy sentado. A mí la capital no me gusta, las veredas son muy chicas, estás chocando con la gente todo el tiempo. Yo laburaba acá en el centro, para venir me tomaba el 585, y para todo tenés que esperar un montón. En provincia hay otro ritmo, más tranqui”.

Federico Salvá vive en Villa Madero, en el partido de La Matanza, y da clases en una escuela privada judía del barrio de Belgrano-Colegiales. Lo primero que me dice: “La ciudad llega hasta donde termina el subte. Hay zonas que, aunque el subte llegue, ya es provincia, como la E que llega al bajo Flores, en el límite entre Mataderos. Las líneas de colectivo van subiendo de número mientras más se adentran en provincia: si ves una que es más de 100 ya preocupate. Mi rutina: me levanto a las 6:20, camino 12 cuadras y me tomo el 63 que viene casi vacío porque ahí empieza su ruta, me voy durmiendo tranquilo, golpeándome la cabeza, hasta el colegio. De viaje neto será una hora y media, una hora cuarenta. Después de trabajar voy a la maestría en el microcentro (Centro Cultural Borges) y ahí tengo varias horas vacías, siempre me quedo con la duda de qué hacer, si vuelvo a la casa apenas me daría tiempo de llegar, lavarme la cara, tomarme un café y volver. Entonces me quedo acá dando vueltas, caminando. La ciudad la camino toda. En Belgrano tomo la línea D del subte y casi siempre me voy a la biblioteca del profesorado Joaquín B. González, cerca de la Facultad de Medicina. Después en la noche me tomo el 132 hasta Caballito, que tardará unos 40 minutos, y de ahí el 103 que llega hasta mi barrio, otros 50 minutos”.

En 2009 se implementó la tarjeta Sistema Único de Boleto Electrónico (SUBE), que funciona indistintamente para el subte y los colectivos. A pesar de la propaganda sobre sus bondades, Marcelo y Federico se muestran escépticos. “Antes el gobierno le daba subsidio a las empresas para que no aumentaran el precio del boleto, como decirles: “invertí, poné más unidades”, pero en realidad no renovaban los colectivos. Pusieron la SUBE y cambiaron el sistema: ahora subsidian el boleto y todo está registrado electrónicamente, así controlan bien cuántos pasajeros hay. Las líneas son de empresas grandes que compran recorridos: vos tenés los de capital que están cuidados, tienen choferes encamisados, todo. Compran una flota de colectivos y los que van quedando los mandan a los recorridos de la provincia, y ésos se caen a pedazos porque son los que descartaron acá, los que ya no funcionan. Y hay menos subsidio y por lo tanto te sale más caro. Si querés pagarlo con monedas te sale el doble. En provincia el mínimo recorrido son cuatro mangos. Y seis y pico el más caro”.

Termino mi ronda de entrevistas con una porteña, Daniela Peez, que da clases de portugués, es intérprete simultánea, hace performance y danza, y por sus ocupaciones recorre varias zonas de la ciudad en un mismo día. “Vivo en Montserrat. Depende el día hay veces que tengo que ir al microcentro y puedo llegar caminando o tomando un colectivo o el subte, pero depende del trayecto; a veces el centro de Buenos Aires está muy trabado el acceso y los tiempos cambian por obras que están haciendo, nunca sabés. Ayer, por ejemplo, tuve que ir a Boedo, porque tengo un trabajo un poco precarizado, voy a dejar planillas o buscar un cheque, y de ahí fui a Chacarita; a mediodía fui a Correo Central, que es línea B hasta el final, y de ahí me volví a la Paternal, y luego a la Recoleta. Yo creo debí haber pasado tres horas viajando. Hay zonas que no están conectadas. Mi trabajo no es un solo lugar, no son las ocho horas juntas, y mi desafío es que quede cómodo. Yo prefiero moverme en colectivo, pero, como mi tiempo vale plata, voy en subte entre semana. Cuando vuelvo de noche me tomo bondi. Me gusta más, descanso más y por otra parte después de las diez de la noche ya no hay subte”.

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Semanas después, en noviembre, es un domingo en la Plaza de Congreso. Ahora vivo en el barrio de Montserrat, cuyo trazo me recuerda al D.F., a colonias como la Narvarte o la Doctores. Aloja varias iglesias y su límite se recorta en el tramo de la Avenida de Mayo donde se encuentran el café Tortoni al que iba Borges y el dantescoPalacio Barolo. Carece de parques pero a 20 minutos se encuentra esta plaza, con algunas jardineras, paseos de grava y bancas, sede de protestas multitudinarias y otros actos políticos. Por fin hace calor y los vecinos abarrotan las jardineras: la tonalidad de la primavera es el morado de los jacarandáes. Pienso que hasta en los parques las clases se dividen: hay un tramo familiar, lleno de niños, donde desentonaría. Camino en busca de un espacio libre y por fin, frente al cine Gaumont (por ocho pesos, todo el cine nacional), me siento entre jóvenes que beben cervezas, o mate, y fuman marihuana. Anoto a las personas que veo, de una variedad distinta a las de Plaza San Martín: en las bancas, charlando, señores de abrigo y sombrero, del tipo intelectual pobre o por lo menos poco holgado, que suelen verse flaneando por Buenos Aires; también hay personas de la tercera edad, que en la ciudad caminan por todos lados; inmigrantes peruanos y bolivianos, indigentes, mujeres tendidas en mantas que hablan por teléfono…

Una recomendación de la Organización Mundial de la Salud, recuperada por varios estudios para ciudades del presente, establece de 10 a 15 metros cuadrados de área verde per cápita. Resulta una medida engañosa: Buenos Aires no cuenta con más de dos metros por persona (al 2012 los espacios verdes corresponden al 4.5% de la superficie total de la ciudad), mientras que la Ciudad de México alcanza un promedio de 5.3 metros y el equivalente a un 20% de su superficie. El asegún es otro: que dichos espacios sean accesibles, cercanos a los vecinos, usables y bien repartidos. En el D.F. la delegación Miguel Hidalgo, donde se encuentra el bosque de Chapultepec, reparte 12.6 metros cuadrados por habitante, mientras que en Iztapalapa apenas se llega a un metro.

Leo las noticias de México y todas me parecen trágicas: 10 ciclistas muertos y 12 lesionados en lo que va del año; en cinco años los traslados metropolitanos requerirán 6.5 horas según la Coparmex; el próximo año el sexto bróker mundial en bienes raíces destinará 600 millones de pesos para construir 51 centros comerciales en todo el país; las negociaciones torcidas para levantar el corredor Chapultepec no dejan de salir a la luz… Dos amigas me hablan del estado de la Ciudad de México: una vive en París desde hace cuatro años, pero de su última visita me habla con tristeza de la ciudad que sobreviven sus papás y sus hermanas, de lo cansados que nota a los amigos por sus traslados. Otra, vecina de Coyoacán, me habla con amargura del metro, de las horas perdidas en llegar a zonas como Polanco o el centro, del tráfico que produjo Oasis Coyoacán en un cruce de por sí complicado, el de Miguel Ángel de Quevedo y Universidad, del que Bernardo Ibarrola escribió con agudeza: “en nuestra ciudad los oasis privados siguen apareciendo a costa de los infiernos públicos”. Yo no debo ir lejos para sentir en carne propia la tragedia de la movilidad capitalina: en julio de este año mi papá fue atropellado por una combi en la Jardín Balbuena. Sobrevivió de milagro, tras una larga estancia en el hospital.

Una confesión: no fue sino hasta las marchas por Ayotzinapa, el año pasado, que volví a experimentar la apropiación del afuera, que me volqué a las calles del D.F. con un sentido distinto del traslado, y que mientras marchaba con otros cuerpos a través del Paseo de la Reforma, por Bucareli, Juárez y 5 de Mayo, no dejaba de pensar en la belleza espectacular de nuestra ciudad. La miraba con nostalgia y con dolor, es cierto. Pensaba en la historia que guarda en sus obras arquitectónicas y monumentos, que son también los testimonios de la barbarie como sabía Benjamin; en las destrucciones sucesivas que ha sobrevivido, y en su faz siempre cambiante, siempre camaleónica. Ahora, en esta ciudad que es joven, que me encanta y que es benigna con la vida que deseo llevar por ahora, que carece de horizonte porque su terreno es plano y la rodea la llanura, a diferencia del valle de México que en días despejados nos deja admirar los volcanes, ahora, aquí, pienso en mi ciudad sin nombre, Distrito Federal, Ciudad de México, jamás CD MX, a la que inevitablemente volveré y a la que amo y admiro y a veces detesto, y pienso en lo que han hecho con ella los encargados de configurarla, mejorarla, extraerle algún provecho. Creo que la ciudad es de quien la usa, de los que la vivimos. La Ciudad de México es nuestra. Merecemos otra Ciudad de México.

Publicado en La Brújula de Nexos.

Colores

Le había contado él, y ella me contó brevemente, mientras bajábamos unas escaleras, que a un amigo suyo una novia que tuvo le enseñó a distinguir nuevos colores. Unas montañas se divisaban en la ciudad alemana donde nació, que él percibía grises. Ella, que era pintora, le demostró que eran lilas. Y él pudo verlo. También, desde hace muchos años tengo una playera que yo veía gris. Pero cuando empecé a salir con J se refería a ella como mi playera café. Y yo decía no, es gris. No: café. Etcétera. Después traté de verla con otros ojos, con otras ideas, y en mi alma seguía viéndola como gris, la combinaba como gris, en mi mente se proyectaba, hacia afuera, como gris. Pero hace poco entré al catálogo de la tienda y comprobé que la llaman tri-blend-coffee. Es café. Es café. Otro abrigo que tiene ella, yo lo veía negro pero después me enteré que es azul. Por último, ayer J me regaló un termo con una tapa amarillo encendido. Dijo que le gustó la mezcla de colores, pero yo vi el metal del vaso café, por lo que pensé, débilmente, “¿es interesante combinar el amarillo con el café, que son colores terrosos, gubernamentales y/o bancarios?” Pero luego, por otras cosas que dijo, comprendí que el café era morado, un magenta guindoso que hacía un contraste metálico (ensoñador) con el amarillo.

 

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Adentro

Leí Ornamento, última novela del autor colombiano Juan Cárdenas, publicada este año por la editorial española Periférica. En su catálogo una constelación de raros, poco difundidos o traducidos, de izquierdas o de posiciones poco centrales, pero también algunos clásicos o que en nuestra tradición se leen como tal. Varios latinoamericanos, también. Algunos incluso jóvenes. En la biografía de Cárdenas, nacido en Popayán en 1978, residente en España durante varios años, se informa que se trata de “uno de los jóvenes autores latinoamericanos con más proyección del momento”. La frase dice poco y a la vez podría referir a cualquier otro escritor, no a Cárdenas. En mi caso, lo descubrí en un intercambio de mails con el escritor mexicano Emiliano Monge en la revista digital Traviesa. En sus mails, escritos entre la mudanza y los viajes de Quito a Bogotá, Cárdenas piensa (escribe) el clima político de Ecuador (“La cultura es el gran talón de Aquiles de los gobiernos de izquierda. Y Ecuador no parece ser la excepción, a pesar de las verdaderas proezas que Correa ha hecho en materia de educación. De todos modos, confío en que de aquí a unos años Ecuador se convierta en una referencia a nivel regional.”), de su participación en discusiones y espacios de arte, del potencial revolucionario del entretenimiento popular, de literatura y escritores, de la herencia del barroco, de Latinoamérica.

La inteligencia de Cárdenas me cautivó. La mirada política. Latinoamérica. Yo tenía que leerlo, alguna vez. Finalmente leí Ornamento, que adquirí en una parada exprés en Bogotá (Periférica tiene buena distribución en Latinoamérica, pero el fetiche…).

La trama, apenas leída, resulta interesante. Número 1, número 2, número 3, número 4, voluntarias para examinar los efectos de una droga recreativa que funciona únicamente con mujeres. El científico que diseña la droga y las monitorea. La hacienda colonial transformada en laboratorio diseñada por un arquitecto calvo muy elegante. El diseño de estados de ánimos, el diseño ecológico y el diseño del mundo. El arte. La gracia. La novela transcurre en Colombia, en Bogotá, pero la ciudad, como los personajes, aparece sin nombre. Una frase atribuida a Hernán Cortés se repite: “Quitar los ídolos y poner las imágenes”. El resto, el sobrante. El ornamento. El significado.

No sé si es cierto que Cárdenas es uno de los autores con “mayor proyección” del momento. Sé que me gustaría que así fuera. Que Ornamento se leyera masivamente. Que se disfrutara y se pensara en ella. Que se mirara, en colectividad, con la comezón o la intuición o la certeza o la apasionada negación de estar frente a una obra verdadera.

 

 

¿Pero escribe contra algo o alguien Cárdenas? ¿Sería posible que yo lo leyera si, en vez de publicar en una editorial española que puede encontrarse, aunque con dificultades, en países de habla hispana, Cárdenas hubiera publicado Ornamento en alguna editorial independiente colombiana? ¿Y sin internet habría llegado a su escritura? Hay problemas que se me plantean pero los más importantes, al menos los más interesantes, son los que Cárdenas se planteó al escribir, que se discuten en su obra. Se escribe contra el mercado y la literatura falsa, contra las novelas de tramas, contra el lenguaje convencional, la ideología hegemónica, pero desde dónde y cómo, Latinoamérica es una periferia sólo si se admite que hay un centro, sin embargo seguimos leyendo literatura publicada por editoriales, no podemos acceder a todas, hay una ordenación del mundo que se traslada a nuestros consumos estéticos, no es posible dejar de preguntarse también esto, además del valor de las obras, y de lo poco que significan algunas ideas, algunas aglutinaciones artificiales, movimientos que no son movimientos, sus criterios estéticos no son determinantes únicos, por eso me resulta difícil la idea el escritor que lucha desde afuera, un outsider, y cuál de todos los afueras, sin duda Cárdenas se opone a la literatura fácil y al mercado, a una tradición cantada en otro lado, la explotación de un tema o un estilo, las novelas sin ideas, sin inteligencia, sin erudición, pero entre todos esos problemas, creo, la literatura, la gracia y el significado todavía importan mucho más que lo demás. Cárdenas no es un outsider. Hay que leerlo para saberlo. Él está adentro. Al interior mismo de la literatura.

(en dossier Versus, Vozed)

Subida a México (tl;dr)

Lunes, 30 de noviembre, 6:29 am. No logro dormir. Yo quería escribir aquí esta noche, pero no terminé, no me dio tiempo, sucesos anodinos inesperados, pensé que el sueño me había derrotado, tuve mucho tiempo los ojos cerrados, exhausta, mi cuerpo exhausto, pero no logré ir al otro lado, no atravesé el pasaje. Ansiedad, miedo, nerviosismo (café cargado, de tardenoche; Speed, bebida energética poco recomendable, tiempo después). No arreglé mi maleta, no terminé mis pendientes. Debo ir a buscar una cosa al rato. Después, aeropuerto. Siete horas en Lima, sin entrar a la ciudad donde nunca llueve. Miguel, nuestro amigo peruano, quien me alojó en la verdegris Lima, la barrancuda Lima, con su familia y sus amigos y su vida, pocos días hace unos años, irá a México a fines de diciembre, de todos modos. Luego: Bogotá. Instrucciones para llegar a casa de mis amados Maria y Rafael, tras cinco años de no verlos. Eran novios entonces y ahora están felizmente casados. Recién casados. En realidad esto empezaba diferente, otra idea. Tengo miedo de no volver. Y de volver. No es tan peculiar lo que yo siento. Es la experiencia del migrado (del migrado feliz, hay que admitirlo). He sentido la necesidad de fijar los acontecimientos de estos días, las aventuras. Quizá sí tengo una interioridad alterdirigida, como observó Paula Sibilia. Debo construirme hacia afuera, por la escritura pública que aquí es como dejar el diario sin el candado. Ya pasaron días de aquella madrugada. Sigo escribiendo en diciembre, en el D.F.

Desde el jueves 26 de noviembre las horas se apresuraron. Una noche húmeda, el cielo blanco de tan cargado. Fue entonces que empezó el affaire amistoso (descubrí que a veces se tienen, como los románticos o sexuales: aventuras y momentos felices con personas que llegan y se van abruptamente). Las cosas que vi. Sentí. Platiqué. Reí. Brinqué. Cómo brincan aquellas brasileñas, Mar Selly y Jhenifer. Retorno a estados infantiles: bromearnos, molestarnos, asustarnos, jalonearnos, golpearnos tanto que el domingo por la noche, cuando llegamos a Montserrat tras bosques de Palermo, Jardín Japónes, Costanera Sur, reserva ecológica, Río de la Plata, paraguayo con pareja de Luján, nubes, río, buquebús a Uruguay, inmensidad, niño que fue mi amigo (“Señora, no meta los pies que el agua está contaminada”, “Pues ya ni modo” y más tarde, cuando me preguntó de dónde era, y le dije, y le pregunté si sabía dónde quedaba, él dijo que en la Concaf y yo le dije que no, que estaba en América pero hacia el norte,  y el niño: “Pero yo lo vi en el Fifa World Cup 2014 que está en la Concaf”: conversación con él, un gran niño argentino, y malo para tirar piedras que hicieran circulitos, a diferencia del joven adulto que tiraba piedras mientras su novia lo miraba), tras esa caminata calurosa en un camino pantanoso, los pelirrojos que todo el día vimos (el pellizco de la buena suerte que, para mi mala suerte, instauré), el tereré, el atardecer, un hermoso atardecer, el río, las aguas sobre el río, el oleaje, un grito repentino, “oooola”, y después una ola, que nos empapó y se llevó mis tennis, el cielo apagándose durante la larga caminata para salir de la reserva ecológica, el calor que sigue en la oscuridad, la feria en la Costanera, un puesto ahí, de tarjetas con significados de nombres, me pasa siempre como Bart con Bort, hay parecidos pero nunca el mío, extrañamente me encontré, Lilián, de origen latino, “la que es pura como un lirio y es simpática con toda la gente”, un maestro de Geografía en la secundaria ochenta me lo había dicho, que significaba “mujer graciosa”, de todos modos es posible, tengo muchos amigos pero no soy simpática con toda la gente, hay alguna que me enerva, pero es cierto lo otro, lo he pensado, que me adapto a todas las personas y con cualquiera hago amistad, si está destinado y si no, no; después los puestos, las artesanías, los objetos inútiles, el ruido y el calor de tantas personas, niños que jugaban futbol, parrillas olorosas y humosas, Puerto Madero, caminata hasta la Casa Rosada, el bondi que nos dejó en Congreso, caminar por Entre Ríos, el súper, un domingo soleado, por la noche despejado, el último en rigor en Buenos Aires, después, cuando llegamos por la noche, y la Jhen se fue a su departamento a limpiar y hacer de cenar para nosotras, como cada quién hizo para las otras, su pollo strogonoff me supo a gloria, mientras nos preparábamos para cruzar de la calle Estados Unidos a la calle Carlos Calvo al 1600, yo me di un segundo, añorado baño, con la piel marcada por el sol y los músculos cansados de tanto caminar, y el cuerpo agotado de una noche de trabajo, tres horas de sueño, tras las cuales, por la mañana, Jhennifer nos tocaba la puerta e instaba al cumplimiento del deber, del plan estipulado, que yo respeto y observo, como el viernes por la noche que comimos enchiladas con los Zapata Jaramillo, evento acordado y planificado, el regreso en el 12, Entre Ríos confundiéndose con Eugenia, los planes y la concreción de esos planes sociales, entonces el domingo, por la noche, la felicidad de recargar fuerzas y después cruzar una calle y prolongar la reunión, la charla, el tiempo compartido, alegría que he tenido esporádica pero intensamente en mi vida: mis amigas Leticia, Laura y Araceli, hermanas, que vivían en la calle atrás de mi calle en Polo; el tiempo que, en Querétaro, viví en La Hera a cuadras de la casa de Fanny; los cortos meses que María fue nuestra vecina del departamento de abajo en Coyoacán, esa amistad que no tiene punto y aparte sino una sucesión de puntos y seguidos, de verse a horas y deshoras, domesticar la vida en conjunto, ir de un lado a otro como de cuartos en una casa, dónde vamos a comer esta vez, platicar, pasar el rato, ayudarnos y acompañarnos y echar relajo y no hacer nada, brincar y golpearnos; en ese baño dominical nocturno descubrí moretones y raspones y heridas que eran el mapa del affaire amistoso que en su expresión más pura se disolvía en conductas infantiles, pero infantiles profundas, del kinder y los primeros años de la primaria, cuando el cuerpo se involucraba entero en la amistad, y había patadas, carreritas, abrazos espontáneos, coscorrones.

Lunes 30 de pendientes. El shopping Abasto y el McDonalds kosher, la charla con Facundo y Ayelen y Meir, y las cosas que pasaron mientras tanto y que yo observaba, y anotaba, no puedo quemarlas ahora pero la señora nacida en Cape Town, criada chilena, rubia, un poco racista, sin embargo chistosísima, que llegó a comprarle una hamburguesa a su hijo a quien visitaría esa noche, en otro país, con la que hablé de restaurantes judíos, “en tal restaurante la comida es buena, pero el servicio está para la mierda, para la mierda, y a ver tú -a Meir- dime dónde puedo conseguir alfajores kosher”, para ser fijada aquí y no en otro lado, y después el subte, y Corrientes y el Obelisco, y escuela y usos latinoamericanos de Barthes, y la ponencia del amigo F.: leer al mundo como un texto. Como un texto. Regresé a pie a Montserrat, con el café grande que más tarde, aunado a la taurina, me daría insomnio y conatos de ataque de pánico, pero entonces, aunque cansada, disfruté de la caminata y el clima caluroso y los pensamientos y la despedida poco apresurada, y el anaranjado del cielo crepuscular, y en la calle México leí en un cartel la palabra sangre, y en un telo (un motel) vi a un hombre y una mujer de la tercera edad, modestos pero elegantes, pagando en el mostrador, y en la calle Estados Unidos pasé por el restaurante dominicano llamado Quisqueya al que siempre quise ir pero nunca lo hice. Una noche inesperada, de muchos matices; Dani descubrió un jazmín en una maceta, hablamos de temas místicos pero aunque empujé hacia allá, por lo de la flor que no floreaba en años, no se replicaron las reflexiones de la noche anterior, cuando estuvimos platicando, Jhen, Mar Selly y yo, y compartimos experiencias familiares, migratorias y de todo tipo, y hablamos de los espíritus de los perros y los gatos y cómo reconocen las almas o el estado de las almas (afuera del Jardín Japonés conocimos a una pitbull cariñosa, llamada Alma) y luego de la luz y la oscuridad y del bien y el mal y en un momento de conversación sombría entró un insecto horrible al departamento, una especie de alacrán con alas; yo me acordé de un texto de Bifo Berardi sobre el papa Francisco que Guillermo Núñez me había compartido, que compartí otras veces, les mostré la foto que me hipnotiza, de los cuervos atacando a las palomas, y después charla derivada, la tradición popular en Argentina, la exclusión y el elemento corruptor, el oasis que son las personas, la familia, las cruces que se van cargando; y esa noche reímos, charlamos, lloramos y jugamos sobre la cama con los perritos, Mallu y Hachi, y Mar Selly se quedó dormida y la Jhen (nacida en 1996) me contó su historia romántica, de final agridulce, con un argentino del conurbano que conoció en Tinder y sobre la que conjeturamos juntas; después nos dormimos y despertamos tarde, de vuelta a Estados Unidos y tras baño y recalentado salí otra vez a la calle (primera parada: subte Carlos Gardel). Después las hamburguesas kosher. Después el mundo como texto. Después la caminata. El jazmín. El ataque de pánico. Mail. Amanecer. Un breve y accidentado sueño.

Martes, 1 de diciembre. Arreglar maleta. Arreglar caja porteña. Una última comida, con feijão. No pensemos en esto, en la despedida. Debía ir a recoger un encargo a la calle Venezuela al 3900, y antes dificultades financieras, planes be de emergencia, cajeros cercanos, pero a las tres en punto (eran 2:58) los apagaban y les ponían dinero, quedarían una hora inútiles, el policía argentinísimo del banco, la señora que tardaba mucho tiempo, hacía una operación y otra, contaba y guardaba su dinero, la angustia chusca, merecida, por hacer todo a la mera hora y aventureramente y confiando en una estrella inmerecida. Fui por el encargo y regresé. Hacía calor. Ya no me pondría sentimental. Apenas pude tirar las cajas y bolsas de basura. Ecilla, transporte a Ezeiza. Ecilla, agradables coincidencias: carioca migrada a Buenos Aires hace 21 años más o menos, se enamoró de un argentino, sus hijos son argentinos, su acento es argentino, pero ella es brasileña, nacida en la misma cidade maravilhosa, y Brasil, su cultura, su lenguaje, su calor, su rareza habían sido la atmósfera del último mes. Por eso era bello ser llevada, con dulzura y comprensión, por ella que había vivido en México en el año 1989: en el D.F., en Acapulco, en Monterrey, recordaba todo con alegría, con emoción, con nostalgia; sus impresiones de la Ciudad de México a tramos devastada por el terremoto; el terremoto de verdad que padeció en el Radisson Acapulco, las impresiones incontaminadas que conserva de Acapulco: las luces de la Costera y los boliches, la felicidad y la juventud, una primera experiencia laboral en el ramo turístico, amigos y atardecer, los tacos al pastor y los cocteles de camarón; su forma de regresarme, de devolverme.

Creo que me dormí rumbo a Lima. Y en Lima, en su aeropuerto, ya había esperado allí, llegada y salida de Sudamérica, una romantización latinoamericanista, todavía es el gran puerto de América Latina, los acentos de Centro y Sudamérica y el Caribe se entremezclan, me acosté en una sala al azar, en un vuelo que iba a Santa Cruz, Bolivia; me tapé con la chamarra y puse la cabeza en mi mochila, y temblé un poco por el aire acondicionado, y no logré dormirme, y caminé y caminé y me comí un envuelto de pollo con salsa criolla de paquetito, y una Inca Kola, y vi los cinco autores estelares del estante de libros de su Britt Shop: Vargas Llosa, Bryce Echenique, José María Arguedas, Jaime Bayly, Santiago Rocangliolo.

Desenchufé el cuerpo a Bogotá. Antes de las siete de la mañana el avión descendía sobre las verdes, frondosas, agrestes montañas colombianas, también un país de sierras y cordilleras, la necesidad de la montaña plenamente aliviada. Eso fue el miércoles 2 de diciembre. Pero hace unas frases que escribo en Polotitlán, de madrugada, con mucho frío. Ayer saqué la cabeza por una ventana y vi estrellas demasiado nítidas, brillantes y espectaculares, no había visto unas así en todo el año; pero hoy otra vez está opaco. Mi hermana dice que hubo lluvia de estrellas (domingo 13 de diciembre). Los días pasan y los detalles se olvidan más y más, pero no importa, es inútil pelear con el deseo, la compulsión: no me importa lo largo y lo aburrido, el exceso de detalles.

En El Dorado: guardaequipaje, subir arrastrando la maleta reducida a 27 kilos por el elevador, el cajero, los miles de pesos colombianos, los buenos recuerdos de los ceros múltiples, la negociación con el guardaequipajero, el arreglo de la mochila para el día y medio en la ciudad, el tinto grande y el espeso jugo de lulo, el inicio del trayecto en Transmilenio a Cedritos, una hora y media aproximada de viaje, con cuatro cambios de autobús, un baño público (500 pesos), instrucciones que seguí al pie de la letra, una de ellas: en el punto más alto de un puente peatonal caminar hacia las montañas; un local debajo de aquel puente, antes del último autobús desde el que logré ubicarme gracias a las rampas de skate, un “guardabocas” de fresa o membrillo, la ruta por SITP anaranjado, una ciudad con problemas similares al D.F. pero con voluntad de ordenar su sistema de transporte público, más bicis en las calles, cerros y verde rodeando la ciudad, una modernidad interrumpida, yo recordaba el ladrillo rojo de los edificios bogotanos, algunas marcas y anuncios de comida, caminé perdida por el barrio, con la mochila perforándome los hombros; avistamiento de dos Oxxos, orientación posible gracias a las carreras y las calles numeradas; llegada al departamento, a los gatos, Mau y Moe, una siesta larga, reparadora, un baño hirviente, caminata en busca de un jugo, de lo que fuera: en una panadería-fonda uno grande de moras, que tomé en dos tragos. Después pasé a una tiendita y compré una Pony Malta y un Postobón de manzana, color rosa. Regresar a aquel país, por fin. La primera vez un mes en Colombia, siempre me digo que lo conozco casi todo, de Ipiales a Barranquilla, pero no es cierto, falta tanto, y ahora, con más ganas que antes, lo habito menos de treinta horas.

Más tarde: la amistad. La conversación. El paseo en bicicleta. En la tele, Santa Fe y Huracán se disputaban un partido de futbol, Colombia contra Argentina, el sabor colombiano en Argentina, más Colombia que México en Argentina, las frutas y la arepa de queso con mantequilla y sal, en un puesto a algunas calles, la cena (bici), las fotos de la boda, Buga en fotos, el hermoso valle colombiano, un capítulo de Pablo Escobar, un cansancio pertinaz. Sueños recortados. Jueves 3 de diciembre. Un baño. No había desayunado papaya en varios meses. Tengo una fijación por las frutas colombianas. Despedida de mis amigos, despedida de Mau y Moe. Mochila. Más pesada, con curubas, feijoas, lulos y mamoncillos, y otros encargos. Caminata a la parada. Chica (guapa, alternativa) que leía una novela de Laura Restrepo (¿cuál?) en el 18-3, anaranjado, atravesando la séptima carrera al pie de un cerro verde, y coches, y tráfico, y puentes, y edificios, sentada en el piso, de pie, otra vez en el piso, durante hora y media. La señora del jugo en estación Universidades, pero váyase con cuidado, el acento cantado que se me va pegando, se me va montando, el eje ambiental, la librería Lerner, Cárdenas y González, las frutas sobrantes en una bolsita, para regalar, una caminata a solas que yo había dado en compañía hace seis años, con Maria, con Rafa, con Andrés y Lina, con el alemán, del Museo del Oro a la Plaza Bolívar, era enero, también había un arbolito de Navidad, grande, en medio de la plaza; yo tenía veintitrés años.

Operé milimétricamente, calculé los minutos, fui concentrada y eficiente, cargué la mochila con resignación, muchos kilos amarrados a la cintura con un cinturón extra que me distribuía el peso, para entonces todo me dolía, cuatro días de esfuerzo físico, déficit de sueño, en realidad eso también me daba miedo, la noche de la crisis, someterme a un viaje tan cansado sin haberme preparado para ello; pero de todos modos caminé, di unas vueltas, saqué unas fotos, luego ya ninguna, solamente contemplé, caminé unas treinta cuadras por la séptima peatonal, llegué a la estación subterránea del Museo Nacional, recorrí todo el andén, volví sobre mis pasos y me adherí a la fila del K86, daban la 1:35, yo tenía que estar en el aeropuerto a las 2:15 a más tardar, tenía que recoger maleta, redistribuir con mochila, arrastrarla por todo el aeropuerto en un carrito, debía pesar menos de 25 kilos, la revisión exhaustiva, la fila de migración, el oloroso, finísimo café con los últimos 60 mil pesos, que perdí en algún momento entre el avión y aduana (las frutas, envueltas en aluminio, ocultas entre la ropa, descubiertas por la tal Senasica, que revisa con rayos equis los vuelos procedentes de Sudamérica únicamente), el agua llamada Renacer, la búsqueda de la sala, en un mezzanine, solitaria, mexicanos, el acento, la encuesta del Ministerio de Turismo, el vuelo, la lectura, el cansancio, el atardecer, el sueño, la agitación.

Todo lo demás es mío, es otra cosa. No alcanzo a registrar, ya no hay forma, queda fijado sin ser fijado. Nuevamente el afuera es diferente, retomé una vida social diferente, atiborrada, diciembre y popularidad por la distancia, reuniones, fiestas, cenas, visitas, conversaciones, no he visto a todos, ¿cuántos son los míos?, bastantes, por lo menos alguien en cada vida nueva, sin duda allá -ahora es allá- tengo una vida, más modesta, menos sociable, pero una vida, que me ha fragmentado una vez más, debo recomponerme, fui trasplantada, aquello ahora es el pasado, un post escrito de manera intermitente durante tres semanas, todavía se siente poco tiempo, rebobinarse al invierno, otra vez un invierno, calor y sol escasos, apenas empezaban, luces de la Navidad, las luces parpadeantes, la Navidad siempre me deja un poco triste. Hace dos semanas conocí a un niño, Sebastián, que nació el mismo día que yo, 26 de mayo. Le dije que yo soy de 1986. Me dijo, entre otros temas, que él es de 2008. Estuvo mucho rato en la casa y cuando se fue, en el refri, dejó estos versos:

versos

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Domingo 16:13

Todo ha acontecido rápidamente, mi cuerpo siempre está por delante, soy muy lenta, muy lenta, cada vez contemplo más y me involucro menos, amplia vida interior, los hechos son meditados tardíamente, me mudé, cayó el fin de semana del día de muertos, yo tenía muy presente el anterior día de muertos, lo había fijado en un mail (todo este tiempo escribiéndole, en realidad me escribía a mí misma), me había afectado profundamente: aquel viernes tuve que ir al centro histórico del D.F., a la calle Argentina justamente, después me sumergí en Donceles, en las librerías de viejo de Donceles, encontré un libro de Deniz y una edición muy vieja, descolorida, tapas azul cielo, de Las Elegías de Duino; 20 pesos en total, atravesé el pasaje Catedral, con su memorabilia religiosa y su estatua de Juan Pablo II, prohibido tomar foto, la plancha del Zócalo un muégano, las calaveras de azúcar gigantescas, una piramidal ofrenda de muertos hecha de pantallas de televisión, dedicada a Cerati; un festival en su honor, una banda llamada “Rojo marfil”, tocaba Vivo cuando yo crucé. Todo estaba reciente, tomar el Zócalo por asalto, manifestarse donde antes no se permitía. Yo tenía que ir a la calle 20 de Noviembre a recoger el vestido de dama de boda, muchas veces recorrí ese pasaje con mi mamá, de niña, en busca del vestido de reina de la primavera o una crinolina de bailable o la indumentaria de la primera comunión. Me dio tiempo de comprarme unos zapatos leoneses para la boda, así lo marcaba el presupuesto y la preferencia, intenté llegar al metro a través de Madero, empresa que me tomó más de media hora, una barrera impenetrable de disfrazados, familias, parejas, monstruos que cobraban para la foto, extranjeros, despistados, mi celular sin pila. Metro Balderas atascado, tres o cuatro trenes, sin posibilidad de abordaje. Había quedado con J a las 9 en el cine, veríamos la que entonces era la nueva de Woody Allen, no podía avisarle de mi atraso, no tenía efectivo, salí del metro y logré entrar a un cajero, saqué dinero, un taxi rosa se detuvo, lo abordé y llegué al cine y no se había hecho tarde y J sonreía y la película no empezaba y aquello también me producía sentimientos, yo iba a interrumpir esos viernes, cambiarlos por otros.

El día de muertos me pegó. No hubo sustitución. No hubo disfrazados, velas, cempasúchil ni por equivocación, no hubo Halloween siquiera, alguna máscara, una gota de sangre falsa, un poco de juego, un poco de risa, nada, ni lo uno ni lo otro, un fin descolorido, en un departamento nuevo, aquello estaba bien y mal, otra vez el cuerpo por delante, una pelea en la calle, de madrugada: dos parejas; una mujer  que gritaba y gritaba, el otro la sacudía, los amigos los separaban y a veces observaban, los cuatro estaban muy borrachos, de pronto alguien se caía, avanzaban pocos metros y muchos boludos y otras palabras alcohólicas y balbucidas, el domingo: Congreso, la plaza más cercana, el área verde, reflexiones, caminata por el barrio, reconocimiento del terreno, ¿y ahora cuál es el objeto? En medio variadas ocasiones e intercambios sociales, y una enfermedad terrible y horas febriles, poca lectura, poca escritura, lluvia, sol, plantas, horizonte por la ventana, noticias regulares, mexicanos, paisanos, amigos, una niña cejona en el Ramos Mejía, yo llamo a los niños, los encanto, ésta podría ser mi hija, me llenó de palabrerías, que tenía una víbora, en un árbol, junto a su cama, y era karateca, y yo la escuchaba y la trataba como a algunos niños les gusta ser tratados, con mucha seriedad y como si fueran adultos.

Pero me queda una semana en Buenos Aires antes de volver, si vuelvo, si vivo (¿quién tiene garantías de nada?), el próximo año, y siento que no es cierto, que me faltan muchas cosas por hacer aquí, si es posible regresar a lo que extraño y anhelo, y a mi tormentosa relación con el D.F., no me cae el veinte, estoy en negación, otro cambio brusco, mis defensas en el suelo, ¿haré lo que debo hacer y terminaré lo que debo terminar?, me cuesta pensar que ahora estoy aquí y en unos días allá, que otra vez el espacio cambiará, el sol (adiós, sol), el acento, la comida (¡al fin la comida!), los sentimientos, la vida interior, una vez más.

 

Los diarios de…

Yo conozco mi modo de leer y en qué categoría se sitúa mi concepción de la literatura. Pero no puedo cambiarla, es más: no quiero. Algunos libros verdaderamente me han ayudado a vivir. También sé que llevo mis meses porteños (porteños, se me dice, que lo bonaerense atañe a la provincia de Buenos Aires) sumergida en una lectura mística de lo que me rodea que no es otra cosa que un movimiento narcisista, una lectura de mí misma a gran escala (oh, soltería impuesta, soltería artificial). Me curo en salud para confesar que otra vez caí en la lectura letraherida (ay, el Constantino Bértolo que me complicó un texto a la mitad de escribirlo pero también: qué bueno), y puse mi sustrato autobiográfico al servicio de mi descubrimiento, o más bien interesamiento por Los diarios de Emilio Renzi (años de formación), reescritura, edición y quién sabe qué otra cosa más de los diarios del joven Piglia.

O sea, ya sabía del libro. Y me interesó, por el asunto de los diarios. Pero me urgía más, pensaba, el Cómo se escribe el diario íntimo, de Alan Pauls. Todavía me hace falta. Lo que sucede es que hoy entré a una librería Cúspide y en su mesa de novedades estaba el de Piglia, sin el plastiquito, y lo abrí y leí algunas entradas, las típicas de diario, intercaladas con episodios ¿literarios?, ¿narrativos?, y entre todo ello nombres conocidos y admirados, y sitios conocidos y amados, y todo rebosando literatura y lecturas, y total que mientras lo leía hasta el pulso se me aceleró. Hice lo que tenía que hacer donde estaba y luego decidí ir a El Ateneo de la peatonal Florida, donde hay una salita con sillones en la que siempre hay gente leyendo. Fui, con una buena hora para sentarme a leer. También tenían un ejemplar sin plastiquito. Me senté, triunfal, en una silla y, oh: primer misticismo apabullante: en la otra isla (hay dos islas de silloncitos y mesas) estaba sentada una anciana que, sólo en ese momento comprendí, yo ya había visto ahí mismo. Pero quizás la había visto sin verla, porque mi encuentro con ella en verdad consciente fue más bien aterrador: días antes yo venía caminando por avenida Santa Fe, a la altura del subte San Martín y en general de mi barrio y del microcentro, una noche en que me sentía triste, ansiosa, agobiada por mis problemas, cuando se me apareció aquel cuerpo tullido, enroscado, una mujer diminuta con una joroba tan pronunciada que su cabeza ya no podía erguirse, estaba totalmente torcida, su cara paralela al piso, de tal manera que al verla de espaldas era como ver un cuerpo sin cabeza, una deformación vertebral probablemente dolorosa, enquistada, que la hacía caminar con lentitud y sin embargo con plena autosuficiencia y hasta serenidad. Me turbó verla, incluso diría que al principio me espantó, la visión sobrenatural del cuerpo sin cabeza, y después la empatía y el dolor, y luego el movimiento narcisista, y todo esto no hizo más que remover el ánimo lóbrego que esa noche traía conmigo. Enseguida llegué y apunté algo sobre ella en un cuaderno, para fines utilitarios. Pues hoy la vi en la librería, diminuta y arrellanada en su silla, perdida en la lectura como, por supuesto, yo la había visto la primera vez, antes de robarle su dignidad. Seguramente somos (y pronto dejaremos de ser) vecinas. Al menos somos usuarias de la salita de lectura de El Ateneo de Florida.

De los diarios, en aquella hora, hice una lectura a la que tengo tanto derecho como todos, o sea desordenada y al azar, saltándome párrafos, frases y toda continuidad, viajando de 1967 a 1958 a 1963.

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Una semana después -que es cuando continúo esta entrada- tengo frescos muchos pasajes todavía. Aquel donde dice conservar la convicción de que cada día fuera sí mismo, único, portara su propio signo. Sus lecturas apasionadas de Dostoievsky; críticas de Fuentes, García Márquez, Cortázar, Leñero; amorosas de toda la literatura anglosajona; de James Baldwin y  Woolf y Pavese y Proust. Sus discusiones teóricas con Sartre, con Gramsci, sobre el problema arte-vida, la representación, la política, el narrador. Tiene diecisiete años cuando empieza su diario y el volumen se detiene en sus 27, edad crítica para el joven artista. Y a esa edad ya pensaba -y de qué manera- en todo esto. Admirar la claridad de pensamiento del joven Piglia, del joven Emilio Renzi, de Ricardo Emilio Piglia Renzi (otro que, como Jorge Mario Varlotta Levrero, se vuelve el doble de sí mismo: el nombre y el apellido secundario el autor, en uno; el personaje ficticio, en el otro). Asistir con morbo a sus relaciones sexuales y afectivas. Envidiar su voluntad de trabajo, su disciplina. Imaginar aquellas reuniones alcohólicas con Haroldo Conti, con Rodolfo Walsh, con Edgardo Cozarinsky. Encontrarse en sus dudas, en su confesión de que en su vida le ha apostado a una sola carta, en la puesta en crisis de la noción de vocación (¿y qué otra cosa es sino persistencia?), en su enamoramiento de la literatura y sus satélites (otro romántico).

Pero sobre todo proyecté mi experiencia en su experiencia, y me vi en sus andanzas por el barrio de Retiro y la Plaza San Martín y el centro de Buenos Aires, en sus estadías en el café Florida y en otros restaurantes y bares que ya no existen; en su tensa y peculiar relación con la provincia, los autobuses, la capital cercana pero a la vez un tanto inaccesible; en su condición de joven nómada, cambiándose de pensión en pensión, de cuarto en cuarto, cargando a donde vaya su pila de libros, su enorme pila de libros, que se agranda continuamente, pues compra y compra, y malgasta el dinero y a veces se queda sin plata y pasa hambres pasajeras y cuando por fin tiene dinero se sienta en restaurantes y pide un bife con papas fritas. Tuve que mirarme, entonces, en su idealización del héroe sin domicilio fijo. En sus diarios Renzi o Piglia escribe de lo que debe escribir y de sus ganas de escribir; de sus lecturas, de las películas que ve, de sus sueños y de ideas para cuentos. En un fragmento explica que cuando alguien cuestiona un aspecto de sus cuentos sobre el cual se siente completamente seguro, descarta el comentario; pero cuando hacen una mención, o apenas una intuición, por más vaga, sobre algo que a él le causaba cierta inseguridad, ya sabe que debe trabajarlo de nuevo.

En la web de Anagrama se pueden descargar las primeras páginas. Algunos fragmentos de allí:

“«Por eso hablar de mí es hablar de ese diario. Todo lo que soy está ahí pero no hay más que palabras. Cambios en mi letra manuscrita», había dicho. A veces, cuando lo relee, le cuesta reconocer lo que ha vivido. Hay episodios narrados en los cuadernos que ha olvidado por completo. Existen en el diario pero no en sus recuerdos. Y a la vez ciertos hechos que permanecen en su memoria con la nitidez de una fotografía están ausentes como si nunca los hubiera vivido. Tiene la extraña sensación de haber vivido dos vidas. ”


“¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro).
La experiencia, se había dado cuenta, es una multiplicación microscópica de pequeños acontecimientos que se repiten y se expanden, sin conexión, dispersos, en fuga. Su vida, había comprendido ahora, estaba dividida en secuencias lineales, series abiertas que se remontaban al pasado remoto: incidentes mínimos, estar solo en un cuarto de hotel, ver su cara en un fotomatón, subir a un taxi, besar a una mujer, levantar la vista de la página y mirar por la ventana, ¿cuántas veces? Esos gestos formaban una red fluida, dibujaban un recorrido –y dibujó en una servilleta un mapa con círculos y cruces–, así sería el trayecto de mi vida, digamos, dijo.”


“La ilusión es una forma perfecta. No es un error, no se la debe confundir con una equivocación involuntaria. Se trata de una construcción deliberada, que está pensada para engañar al mismo que la construye. Es una forma pura, quizá la más pura de las formas que existen. La ilusión como novela privada, como autobiografía futura.”


“Punto primero, los libros de mi vida entonces, pero tampoco todos los que había leído sino sólo aquellos de los cuales recuerdo con nitidez la situación, y el momento en que los estaba leyendo. Si recuerdo las circunstancias en las que estaba con un libro, eso es para mí la prueba de que fue decisivo. No necesariamente son los mejores ni los que me han influido: pero son los que han dejado una marca. Voy a seguir ese criterio mnemotécnico, como si no tuviera más que esas imágenes para reconstruir mi experiencia. Un libro en el recuerdo tiene una cualidad íntima, sólo si me veo a mí mismo leyendo. Estoy afuera, distanciado, y me veo como si fuera otro (más joven siempre). Por eso, quizá pienso ahora, aquella imagen –hacer como que leo un libro en el umbral de la casa de mi infancia– es la primera de una serie y voy a empezar ahí mi autobiografía.”

 

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Entonces pienso en el yo como relato, en la necedad y la ilusión y la ingenuidad de pensarse escritor, y sobre todo en mi biografía lectora remota, la de la niñez y la adolescencia: pienso en aquella tarde en Polo en que se fue la luz y durante las últimas horas de la tarde me puse a leer Pedro Páramo, mirando por la ventana la milpa y los cerros, sabiendo que yo misma estaba ahí, en Comala; la primera vez que en un libro de lecturas de la primaria leí a Borges y a Cortázar (y empezó así mi enamoramiento de Buenos Aires); en mi lectura de Ana Frank a la misma edad que Ana Frank tenía al escribir su diario; me miro también, desde afuera, leyendo Cumbres borrascosas, todo Wilde, El país de las sombras largas, las novelas de Jean Webster, ¡Cagliostro!, ¡Sinuhé, el egipicio!, ¡El sombrero de tres picos!, los coloridos volúmenes de El Quillet de los niños que leía y releía obsesivamente, junto con Las aventuras de Tomillo; María, de Jorge Isaacs; Marianela, de Pérez Galdós, mi primer intento de Crimen y castigo. El libro que inauguró mi vida lectora, muy joven: Alicia en el país de las maravillas. Hay mucho más. Libros que encontré en la nutrida, extraña, ecléctica biblioteca de mi papá, un gran lector (y qué suerte tenerlo y, unida a ello, la posibilidad de perderse en estantes repletos, de los que había que rescatar lo literario entre tomos de ingeniería, oceanografía, economía, manuales, almanaques, herbolaria, etc.).

También pienso ahora en la épica del nomadismo. Termino esta entrada, días después de aquel jueves del Ateneo de Florida, en un café de Montserrat, a donde me acabo de mudar (mudanza número 19). Lo único que me interesó durante la mudanza, a lo que no le despegué el ojo, fue mi caja de libros (90% adquiridos en Buenos Aires) y mis cuadernos (más de diez, algunos con apuntes escolares y otros con entradas de diario).

Es cierto que La novela luminosa me ayudó a vivir los primeros meses aquí. Pero ahora debo perderme menos en mis pensamientos y trabajar más. Necesito un nuevo modelo. He accedido intermitentemente a los diarios de Piglia. Pronto me sumergiré por completo.

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