03:50 am

Otra vez el bloqueo y el blog como excusa. Yo había logrado ser productiva y entregar mis traducciones y realizar mis lecturas y mandar mis correos y terminar pendientes y, en suma, hacer mis deberes. Pero entonces, desde el jueves, una desidia o un bloqueo o un miedo o unas ganas de no tener que escribir y demostrarme cosas o demostrárselas a otros, o ni siquiera eso, porque no es tanto una demostración como otra cosa. Pero quién sabe qué cosa. No se me habían olvidado en absoluto las madrugadas porteñas, con cierta ansiedad, echando un incienso tras otro, un té tras otro, con la pestaña del Word parpadeante, con la Vista Previa a tope de pdfs abiertos, con mis cuadernos abiertos y ojos dibujados en los márgenes, y con todo esto encima. De qué sirve saber que las circunstancias son distintas, que el lugar es otro y estoy más contenta, que ya no tendría que hacerme cargo del dolor ajeno y lidiar únicamente con el propio, que sigo extrañando a J y al gato, que sin embargo he conocido personas, hombres y mujeres, y he sostenido encuentros sexuales con hombres y mujeres, pero que al final acá estoy, a solas, frente a la pantalla, ventilándome en mi blog.

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Quiero recordar Uruguay. Tengo mis entradas de diarios, los recuerdos todavía frescos, las observaciones que, al formularlas, me parecieron dignas de ser fijadas. Pero no ha habido el tiempo, las horas pasan y siempre algo urgente, necesario, impostergable. O quizás no he querido enfrentarme con el recuento porque ya pasó un mes y el sentimiento se ha transformado. Sin embargo, otra vez, Uruguay me dio todo. Sol y caminatas por la rambla y conversaciones y el sentimiento de que ahí el ritmo es otro, las preocupaciones son otras, el entendimiento es otro y es posible conocer a los demás y dejarse conocer.

¡Aquí todo ha pasado! Mi realidad es tan distinta ahora. Pero mi entrada al sur comenzó en São Paulo: una caminata por la Paulista, por el parque Ibirapuera, donde tomé una larga siesta sobre el pasto húmedo, y luego los contornos de Higienópolis. Traía la expectativa encima y el cansancio y la desorientación, y la dificultad del idioma que no tuve la delicadeza de aprender durante las clases que tomé por un año. Entonces, el factor de la incomprensión y las gracias del entendimiento. Mis contactos con Brasil han sido breves, me dejan el misterio abierto para después. Ahora mis recuerdos se decantan por los detalles de una cotidianidad intensa: las vehementes charlas de las personas en el metro; la fondita donde comí una feijoada que mezclé torpemente en el plato que no era, y las risitas de los camareros; el adaptador en un kiosco de revistas y el Ibuprofeno en una farmacia; y la chica del Starbucks (cafeína + internet + batería para el celular, me justificaré) que me preguntó de dónde era, y ¡ah, las telenovelas!, y Thalía pero ya no tanto, por su edad, Verónica Castro. Y después el intento de volver por transporte público, al tanto de que no sería posible: era paro de transportistas y la manifestação reptaba por la Paulista, clausurada, y el metro era un caos, y muchas estaciones estaban cerradas, y me dijeron que en un hotel salían autobuses al aeropuerto, y el señor botones me dijo que seguro no pasaría, que tomara un taxi, y me recomendó a un taxista, y tuvimos que ir a un cajero el señor taxista y yo, y nos hablamos a señas y con palabras similares, y reímos, y me invitó de sus chicharrones, y llegamos rapidísimo al aeropuerto, y lamenté mucho perder tanto dinero, y esperé y tomé un café y crucé a pie a la otra terminal y ahí, cansada, tomé el vuelo a Montevideo a la medianoche.

Mi llegada a Uruguay me sangró, en más de un sentido. Accidentes que me recluyeron en mí misma, descalza en la arena suave de la playa de Pocitos, en la última fila de un cine para ver Elle, que me provocó arrepentimientos, y luego el reencuentro con ChL (Chica Linda, Levrero dixit), y su mirada y su sonrisa, y un cigarro en el atardecer de la rambla para sopesar los acontecimientos. Después una caminata hasta el faro, mientras anochecía y pasaban corredores del maratón, las piedras y el agua, y un colectivo en Punta Carretas, y llegar para, cansada, salir otra vez en sábado a la noche de rigor: con Gabriel y Marcelo los brasileños; María la uruguaya, y Stefan el polaco, que es marinero (me-estás-jodiendo) y su barco sigue estacionado indefinidamente en Piriápolis, dice, porque el capitán es un flojonazo que no se decide a partir y se la pasa leyendo en cubierta todo el día. Y así iniciamos ese peregrinaje nocturno tan montevideano, salvar las cuadras pequeñas, de ciudad provincial, y adivinar la movida por el enjambre de jóvenes insultantemente cool afuera, fumando y tomando cerveza, de pie o sentados en la banqueta (la vereda) y mucho bo, y mucho ta, y mucho sabelo, y pila de palabras uruguayas más. Y así bailando, tomando, buscando la fiesta como nos dijeron una vez, más caminando que reventando, más riendo con tus amigos en busca de una cosa que encontrando la cosa, que es el verdadero sentido de salir por la noche en Montevideo. Primero, en Isla de Flores, una banda excelente de algo entre synthwave y punk y shoegaze, en el patio de una casita que hacía las veces de bar, y donde en algún momento los músicos empezaron a tocar los primeros acordes de I wanna be adored, y de pronto se detuvieron, y varios a mi lado: “Tocáaala, booo, termináaala”. Pero no la terminaron.

Luego, un DJ en otro bar. Luego, una fainá nocturna callejera, al estilo rectangular que es el uruguayo, y de una exquisitez insuperable (las calles seguían hervidas de gente en busca de fiesta, o saliendo de la fiesta). Y, finalmente, el objetivo de la noche, el antro llamado Phonotheque, del que María sabía que es un sitio donde todos sangran de la nariz, y es cierto: jamás había visto tal consumo de coca, de merca, rampante y a la vista, mientras bailaban el house atascado de The Mole, en el sofá donde descansaban un poco para seguir, al que se acercaban para comprarle a un tipo y meterse más, y donde me dormí alrededor de una hora, de 6 a 7 de la mañana aproximadamente, para seguir bailando, y luego salir, a las nueve o más, con el sol blanquísimo sobre nuestras cabezas, un vampirazo de rigor. A un par de cuadras ya estaban montando los puestos de la feria de Tristán Narvaja, y nos comimos las primeras tortas fritas de un señor muy amable que, mientras freía, me dio ocasión de mirar las antigüedades, y reír por los comentarios del vendedor de pelo largo que, al verme, repetía “buena noche, ¿no?, buena noche”. Y reír de nuevo entrada la mañana, los cinco, amigos para siempre durante una noche nada más, sentados en la banca donde, se informa, el día 24 de abril de 1925 Einstein conversó con el filósofo uruguayo Carlos Vaz Ferreira.

El lunes, soleado e incluso caluroso, un peregrinaje a Prado y su jardín botánico y su pequeñísimo jardín japonés, y por la tarde ChL. Y el martes el accidentado viaje a Cabo Polonio, retardado por los incidentes que ya se me habían vuelto habituales, una primera parada necesaria en Rocha, donde caminé un poco y luego me senté en una placita a comerme un helado de naranja, y un perro callejero, negro y canoso, vino a echarse a mis pies, y luego se subió a la banca y más tarde a mis piernas, y metió la cabeza en mi mochila y se quedó dormido, y yo lo acaricié con mucho cariño y extrañeza, y después hasta me siguió a la terminal, donde otra vez se echó a mis pies. Llegué a la entrada de Cabo Polonio de noche, y ya estaba saliendo el camión descubierto apto para las dunas que entra a la reserva, y un chico subió conmigo, Shajar, israelí de ojos tiernos, y al llegar al centro de la aldea, entre las linternas de los dueños de hostales que llegan a reclutar viajeros recién llegados, seguimos a Sabrina, una francesa de piel achocolatada y sonrisa enorme, originaria de Vichy, que nos llevó a una cabaña de pescadores frente al mar que me convenció porque, en el silencio, el único sonido era el de las olas del mar.

Ahí ocurrió un portento: Sabrina nos mostró el mar y dijo: “¡Miren, plancton!”. Y al momento recordé aquella escena de The Beach en que Françoise le muestra a Richard, con las mismas palabras, los filamentos de luz en el agua, y también que entonces me pareció que aquello eran efectos especiales y nada posible en el mundo real. Pero esa noche me di cuenta de que era verdadero. Que la espuma de las olas fosforescía y cuando lamía la arena dejaba un rastro de luminarias. Nos acercamos a empujar los granos con los pies y descubrimos que ahí se incrustaban, fulgurantes, las noctilucas, una palabra tan bella para algo que yo no conocía y no creía que fuera verdad. ¿Hay fotos? No se puede. Aquello queda grabado en la memoria y nada más.

Sin embargo lo que mi descripción no logra, quizás lo dé esta foto -un tanto exagerada- robada de un artículo de Andrés Rieznik en Clarín, donde describe su fascinación cuántica por el hermoso Cabo.

Shajar y yo fuimos a cenar chivito y, al volver, tomamos cervezas con los otros del hostal: Álvaro, un español con las historias más graciosas y extrañas, que siempre coronaba con un largo “espectaculaaaar”; Mathiu, un belga que hablaba perfecto español con perfecto slang; Santi y Agustín, dos cordobeses de ciudades distintas que se conocieron ahí y parecían amigos de toda la vida, y Clara, una alemana de Bavaria que nos miraba con cara de confusión ante nuestro castellano repleto de acentos. Después Sabrina nos llevó a un boliche (antro o bar en rioplatense), en la noche clarísima de Cabo Polonio, pueblo que no tiene electricidad, ni calles, ni manzanas, sino caminitos de arena que hay que salvar con ayuda de la linterna y algo de suerte. Y este boliche famoso era una casa como en obra negra, cubierta de unas enredaderas macizas que, según dijo Sabrina, son de una flor que genera alucinaciones y cuando está madura produce, en quien está sentado ahí, sensaciones raras. Y ahí, iluminados por velas, rodeados de las enredaderas, tomamos un licor de arazá, fruto típico de la zona, mientras yo seguía instalada en mi me-estás-jodiendo-Uruguay, con estos lugares sacados de una película, sazonados además con detalles peculiares como que el dueño era un señor ciego, cuya presencia a esa hora no creí posible, hasta que fui a pagar y el hombre canoso, ojiazul, detrás de la barra con velas, fue sacando los billetes de una caja mientras le preguntaba a un tipo de barba a su lado de qué denominación eran.

Al día siguiente me levanté temprano para emprender la caminata a Valizas, y de último momento se me unió Santi. Mi preferencia por la soledad me hizo dudar, al principio, del ofrecimiento, pero luego me pareció bien porque fuimos tomando mate y charlando de tonteras, caminando con muchas dificultades sobre la arena durante dos o tres horas, encontrando de pronto cadáveres de lobos marinos que habían llegado a la costa a morir ¡e incluso el cadáver de un pingüino!, hasta las piedras enormes y el cerro que divide ambas poblaciones, y los descansos momentáneos de charla espontánea, y luego cruzar el arroyo que, a esa altura, nos llegaba a las rodillas y nos acarició con su tibieza los pies fatigados. En Valizas, más urbanizado (¿ruralizado?) que Cabo Polonio, comimos en una parrilla un baurú (parecido al chivito, pero con chocloarvejas) (es decir, elote y chícharos) y charlamos con los dueños y su perro (otro personaje) sobre el partido al día siguiente entre Uruguay y Brasil. Luego volvimos por las dunas, hermosas pero muy arduas de escalar, y tras mucha caminata que nos hizo sudar y sudar, llegamos a la playa, conscientes de que nos anochecería caminando y no traíamos linterna. Así fue: el sol fue apagándose y pronto quedaron solamente las noctilucas y la luna y las estrellas más blancas y más intensas que he visto en mi vida, una vía láctea un poco falsa, debo decirlo, como de planetario, como pintada a mano, que iluminaba con su resplandor nuestro camino. El último tramo, descalzos, mirábamos anhelantes la luz del faro, pero la distancia se hacía larga y larga, mientras más caminábamos más lejos se hacía, y metíamos los pies en el agua, cuyas olas fuertes a veces nos llegaban a los muslos y de pronto, peligrosamente, nos halaban de más.

Llegamos exhaustos al hostal, y de nuevo el círculo de conversaciones con Sabrina y Mathiu y Shajar y Álvaro y Clara y Marcelo el montevideano que cuidaba el hostal en temporada, y vino y cerveza y un arroz que preparamos Agustín, Santi y yo con un sobre para sopa Quick porque nos dio pereza hacer la excursión nocturna al veintiúnico almacén de Cabo. Marcelo dijo que tenía la llave de otro boliche que sólo abría en temporada alta, y allá fuimos: un salón sucio y olvidado, con una mesa de billar al centro, y un vino que nos compartíamos sin distingos. Nunca más nos veríamos de nuevo, ni siquiera intercambiamos nuestros perfiles de Facebook porque la falta de internet y electricidad lo eludía, y era perfecto así, y era perfecto estar tan presentes, tan en el momento, sin distracciones electrónicas ni la espera o la curiosidad por lo que ocurría del otro lado de una pantalla.

Al día siguiente nadé en la otra playa, en el agua que al principio me pareció fría pero en la que de repente me zambullí sin pensarlo, un piso de arena resbaloso y engañoso, que a veces bajaba y subía, olas suaves y viento que, al salir, secaba con un soplido. Caminé entre unas piedras musgosas y tras un patinazo me rebané tres dedos de los pies, que me sangraron dramáticamente: otro incidente, otra herida-recordatorio (la noche anterior, al salir del boliche, en la oscuridad, me estrellé la rodilla contra una reja y se me formó una costra monumental). Después: el faro, los lobos de mar, grupos enteros que dormían a aleta suelta bajo el sol, en piedras lejanas e inaccesibles, indiferentes ante la mirada de los turistas que, maravillados, los mirábamos detrás del cordón.

El autobús de regreso a Montevideo estaba sobrevendido y no alcancé lugar. Una española -cuyo nombre nunca supe- estaba en la misma situación, y así nos fuimos dando ánimos, a veces sentadas en el piso, luego en asientos desocupados que, en la siguiente parada, ya se habían ocupado, durante las cinco horas de trayecto. Y aunque llegué muy cansada a Montevideo, y tomé un colectivo que me dejó en la 18 de Julio y Ejido, en la plancha de la Intendencia observé con agrado las hileras de personas mirando el partido Brasil-Uruguay en una pantalla gigante. En el hostal, lo mismo. A pesar de mi cansancio, salí con un muchacho que puso música en un lugar guapachoso llamado La Rusa, y volví ya tarde más dormida que otra cosa.

El viernes todo cambió. Pero ahora es más difícil escribir de ello, las cosas han cambiado y se han endurecido o desvanecido. Pasé la tarde en la rambla y en Playa Ramírez, los amigos tomando mate, o los solitarios leyendo libros, o los niños en patines en el cuadrado de skate, y la pareja de Rosario a la que le saqué fotos. Los dos hombres que nadaban en la playa, muy lejos de la orilla, que me inspiraron deseos de nadar también. Después el amor de vacación, y las risas de Paysandú, y el dolor de las heridas físicas amortiguado por las caricias, y caminar de la mano otra vez, después de tantos meses, y la comparsa, y la caminata hasta Aires Puros y Prado, y la pizza y la cerveza, y escalar una pendiente y cruzar un puente prohibido y obtener vistas panorámicas, idílicas, de la ciudad. Mi último domingo montevideano fue perfecto, no exento de la ansiedad de la víspera del viaje. Aunque lo peor que me ha pasado (¿es lo peor, en verdad?, ¿podré, pronto, escribir de ello?) empezó en Montevideo el año pasado, mis recuerdos de esa ciudad eran bellos todos. Pero volver a Buenos Aires suponía un problema mayor, y enfrentarme al lugar donde me perdí a mí misma. Pero no fue terrible. Buenos Aires, por fortuna, no ha sido terrible.

Fotos que no llegaron a la red social Instagram:


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Encoger el cuerpo en la Ciudad de México

Una mano que no alcanza y un pie que se dobla, un cuello crispado y un golpe que se vuelve rutinario. Un desplazamiento que para ejecutarse denigra el cuerpo. Publicado en 2015 por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, Encoger el cuerpo. La tarea cotidiana de transportarse en la urbe pretende ofrecer un estudio sobre la manera en que el cuerpo se adapta a las condiciones de transporte de la Ciudad de México, pero su falla principal radica en que trabaja con percepciones. Si bien al inicio se presentan categorías como habitus, de Bourdieu, que da cuenta del esquema de acción y participación del individuo y la colectividad en el campo social, y proxemia, de Hall, que organiza la aplicación de los sentidos para distinguir espacios y distancias, el grueso del trabajo se centra en las encuestas aplicadas a 589 usuarios del transporte público durante el mes de octubre de 2010. Pocas veces se vuelve a estos conceptos, y el libro se concentra en enlistar tablas y porcentajes de respuestas a preguntas como ¿Considera que los asientos son adecuados para su persona? El problema es que, tal vez por la condición de la aplicación de la encuesta –durante el trayecto– o por el habitus mismo de los encuestados, las respuestas son tímidas, indulgentes a veces, y no son capaces de pintar el panorama verdadero de malestar emocional y corporal que implica trasladarse en la segunda zona conurbada con el mayor número de población del planeta, “cuyo monto es superior al que contienen, por sí mismos, 75% de los países del mundo” (p. 15).

A pesar de lo anterior, el trabajo de José Íñigo Aguilar Medina aporta datos valiosos a la discusión en torno al transporte público, sobre todo al hacer énfasis en que se trata de una cuestión de clase, supeditada al capital económico, cultural, social y simbólico del individuo. Obligarlo a realizar traslados en vehículos inadecuados, sostiene Aguilar Medina, “se convierte en una más de las acciones discriminatorias, e invisibles, que los habitantes de esta región deben asumir con resignación y de manera cotidiana” (p. 18).

El traslado en la urbe se divide en dos categorías: público y por tanto masivo, o a bordo de vehículos privados, que sin embargo “siempre hacen uso del espacio público” (p. 14). Este último, aunque mueve un número menor de usuarios, ocupa el 70% del espacio destinado a las vías de comunicación.

El análisis cubre los servicios ofrecidos por el metro, el metrobús, el tren suburbano, el tren ligero, el RTP (Red de Transporte de Pasajeros del Distrito Federal), la pesera (en sus modalidades de microbús y camión), y el trolebús. De ellos, el peor valorado es la pesera por sus pésimas condiciones ergonómicas y mobiliarias. El metro, a su vez, es el transporte predominante y el que mejor define la locomoción dentro de la Ciudad de México, pero uno de los más difíciles por sus condiciones de hacinamiento, sobrecupo y número de incidentes, entre los que la riña y el robo se encuentran en primer lugar.

Una parte importante de Encoger el cuerpo se encarga, precisamente, de estudiar el cuerpo de quienes se transportan en la ciudad: así, la media de estatura en los entrevistados es de 1.63 metros de estatura y 67 kilos, con el 48% de ellos con sobrepeso y sólo 1.2% por debajo de su peso. Sin embargo, de nuevo quizás por el carácter presuroso y poco profundo de la encuesta, la mayoría dice encontrar adecuadas las condiciones estructurales de los vehículos, sean estas escaleras, altura de pasamanos, asientos, pasillos y puertas. Hay que resaltar, por ejemplo, que el metrobús es el peor valorado en su sistema de puertas, que “arrollan a quienes se encuentran en su paso” (p. 78.) También que, teniendo las condiciones para hacerlo, Aguilar Medina haya decidido no llevar su estudio a una discusión sobre género, y cómo se diferencian las experiencias de traslado de hombres y mujeres.

El motivo de viaje del 38.8% de los entrevistados es por trabajo y, por estudios, del 24.4%, lo que hace suponer que se trata de viajes constantes, rutinarios, diarios: el 33.8% cambia de vehículo en dos ocasiones, mientras que el 4.1% y el 1.4% hace 4 y 5 transbordos, respectivamente. Es evidente que la mayoría de los usuarios elige el transporte por rapidez y conveniencia, y que por lo general busca la ruta más corta, pero la capacidad de elección es exigua: se usa lo que hay. Si “el traslado representa la coexistencia efímera en un espacio reducido y móvil, muchas veces agresivo” (p. 116), la adquisición de un vehículo privado responde a la necesidad de evitar la vejación que presupone viajar en colectividad.

Aunque Aguilar Medina concluye su libro con el extraño recordatorio de que la postura corporal modifica los niveles de testosterona y cortisona (una posición encogida por más de dos minutos aumenta la producción de cortisol, la hormona del estrés, mientras que una posición expandida aumenta el de la testosterona, “la hormona del poder, de la seguridad, del sentirse bien”), es fundamental volver a uno de sus argumentos iniciales: el de la necesidad de vincular de manera urgente, tanto en la Ciudad de México como en el Estado de México, las políticas públicas de vivienda y transporte. Que transportarse desde la periferia no sea sinónimo de un menoscabo a la dignidad del cuerpo que, a diario, se desplaza para trabajar, estudiar, recrearse y, en una palabra, vivir.

Encoger el cuerpo. La tarea cotidiana de transportarse en la urbe
José Íñigo Aguilar Medina
Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2015

 

Publicado originalmente en La Brújula de Nexos.

Soy una feminista enojada

He estado pensando, otra vez, en el feminismo. Y aunque he estado pensando en él -en ellos, en los feminismos- con frecuencia en las últimas semanas, a raíz de diversas polémicas y sucesos, es poco lo que he logrado articular, salvo ideas sueltas que no puedo zurcir y que dejo así, abiertas, distendidas, flotantes.

No todo, pero algo comenzó con el texto de Valeria Luiselli en El País, “Nuevo feminismo” (un singular que en principio, como ya se ha apuntado, abona a la desconfianza). Sí, me escandalizan los bostezos y la burla, pero sobre todo aquella noción de que una idea tenga que intercambiarse por una postura, como si una postura no fuera una idea y un pensamiento, como si todo -incluso, el rechazo mismo a la ideología- no fuera ideología. “Pensamiento complejo” básico: todo es ideología. Y, sobre todo y de manera más peligrosa, aquéllo que abjura o descree de la ideología.

Lo otro que leo es un rechazo a la terminología feminista. Lo que solían ser categorías para pensar y plantear los feminismos posibles -heteropatriarcado, descolonización, interseccionalidad, deconstrucción- se ha convertido, al uso, en mero slang y, en el peor de los casos, en memes. La trivialización de las categorías es decepcionante, abona a la ridiculización y la mofa, hace pensar en un movimiento, una causa, una “tribu” que no aspira a lo universalista, que excluye a quien no es ducho con los términos, o que exige una adscripción cuasirreligiosa. Y por eso dan ganas de revitalizar el lenguaje, infundirle nueva vida a las palabras. Pero éste es un momento en que los términos se vacían de su significado, y la consecuencia de la crítica a Luiselli -que fue de lo tibio a lo imbécil y lo inteligente: una crítica variada que no deja de ser eso: una crítica esperable, necesaria, saludable, normal– lo confirmó de la peor forma: se le llamó censura, linchamiento quema de brujas.

Pero hay otra cosa en la que he estado pensando.

Recuerdo mucho que en el prólogo de Ensayos impertinentes de Jean Franco, Marta Lamas dice que si bien se acepta como feminista a quien se asume como tal (como sucede en una identidad sexual como la bisexualidad, tan trivializada últimamente), hay distintas formas y grados de serlo. Y precisamente en ello he reflexionado a últimas fechas, en la necesidad de asumir un feminismo diferente, enojado.

Jessa Crispin acaba de publicar un libro con el título provocativo de I am not a feminist. En la reseña de la New Yorker:

The point of “Why I Am Not a Feminist” isn’t really that Crispin is not a feminist; it’s that she has no interest in being a part of a club that has opened its doors and lost sight of its politics—a club that would, if she weren’t so busy disavowing it, invite Kellyanne Conway in.

(La cuestión de “Por qué no soy una feminista” no es, en realidad, que Crispin no sea una feminista; es el hecho de que no tiene ningún interés en ser parte de un club que ha abierto sus puertas y ha perdido la perspectiva de su política: un club que, si ella misma no estuviera tan empeñada en rechazarlo, invitaría a Kellyanne Conway.)

Creo que Crispin apunta a la misma necesidad de revitalizar las palabras: que ya no es posible llamarse feminista cuando marcas como Dior y Taylor Swift han cooptado el término para su explotación comercial, cuando su estética se ha transformado en mercancía y, al igual que un término repleto de tantos significados simbólicos como linchamiento, puede usarse a la ligera, sin implicaciones reales, sin compromisos políticos visibles.

Pero algo dentro de mí no está del todo de acuerdo con esto: como Benjamin, creo en el potencial revolucionario de la cultura pop. Y sin embargo me resisto al feminismo de chocolate de Zara, de Buzzfeed, de Beyoncé, de Twitter y sus figuras de sololoy que explotan sus convicciones políticas para llevar agua a su molino, que repiten consignas y canibalizan experiencias y discursos. Trato de entender, entonces, a los que se disocian del feminismo porque lo asocian a dichas figuras repelentes, pero de todos modos no puedo evitar sentir, ante sus abismos intelectuales, ante textos tan perfectamente idiotas como éste, algo en el estómago, una náusea, un sentimiento de injusticia extremo, como cuando éramos niños y veíamos expresiones fulgurantes de racismo en el cine.

Pienso entonces que no es un nuestro trabajo hacerles el pensamiento más digerible a quienes prefieren vadear las aguas superficiales de la discusión, y que no necesitamos más ese feminismo dulce e inofensivo. Me interesa, por eso, la postura de Crispin: contradictoria y encabronada, hipercrítica y beligerante, radical en cuanto a su rechazo por la dinámica capitalista de tajo. En su conversación con Madeleine Davies en Jezebel, ésta le dice:

“Self-care” is another one of those ideas that’s been bastardized. It started off as an Audre Lorde philosophy that addressed the struggles of activist women of color and now it’s applied to, I don’t know, getting a blowout. 

And pedicures.

(El “autocuidado” es otra de esas ideas que se han trivializado. Empezó como una filosofía de Audre Lorde que se enfocaba en las luchas de las mujeres activistas de color y ahora se aplica a, no sé, un tratamiento capilar.

Y pedicures.)

 

E Indiana Seresin, en un texto en The Harvard Advocate contra lo que algunos creen que es el “nuevo feminismo” (en itálicas, en comillas, todo con pincitas), que en realidad es una demoledora reseña sobre un libro de Kate Zambreno, Heroines, sobre esposas, escritoras y figuras (o no) del modernismo, dice:

There need to be standards for what counts as valuable writing, just as there need to be standards for what counts as valuable feminism.

(Es necesario que haya estándares para lo que se cuenta como una escritura valiosa, tal como es necesario que haya estándares para lo que cuenta como un feminismo valioso.)

Por eso vuelvo a las ideas pendencieras, no del todo agradables para ese remedo de feminismo que busca volvernos amigos de nuestros enemigos, de Crispin en Jezebel:

It’s just that now, the people who are actually very regressive and retrograde are embracing the word “feminist,” whereas in the second wave, you had mainstream women’s culture refusing to use the name, horrified by the name, and actively getting in the way of the feminist movement.

(Es sólo que ahora, gente que en realidad es reaccionaria y retrógrada está adoptando la palabra “feminista”, mientras que en la segunda ola, la cultura popular femenina se rehusaba a usar el término, se horrorizaba de él, y bloqueaba enérgicamente el movimiento feminista.)

Creo, entonces, que no se trata de las mujeres y los hombres que no saben o no les interesa conocer lo que son los feminismos, sino de los que se asumen feministas y “aliados”, y convierten un movimiento político en una preferencia, una cualidad, una aptitud o, incluso, una esencia. Y los que celebran a los -oh, perdón por el terminajo- falsos profetas y contribuyen a la bastardización de lo que tanto trabajo ha costado construir. Porque nos matan, nos golpean y, encima, se orinan en nuestro pensamiento. Yo sí quiero tomar mis cartulinitas, destaparme el torso y asustar a los que prefieren una protesta pacífica, buena onda y recatada. Quiero estar enojada y que ese enojo se reconozca. Y si no, si lo que me sale es escribir, opinar, pensar, contribuir, como dice muy sabiamente Gabriela Damián, hacerlo con imaginación compasiva.

 

 

Falsa Boda, falsa experiencia

“Me enteré por Facebook, una amiga me invitó. Me interesó, me pareció algo copado, innovador, que estaba bueno. Tengo 24 años, soy del 91. Había ido antes a una boda de verdad, de mi familia. ¿Qué me parece esta fiesta? Hubiese preferido que pusieran la música antes. Soy soltera. No he conocido a nadie interesante todavía. Y no sé si conozca a alguien. Ojalá.”

Habla Karla E., una de las asistentes de Falsa Boda Argentina. Estamos en un salón de Palermo, amplio, con un jardín y un pabellón grande donde han colocado la barra de bebidas y al DJ. Son casi las dos de la mañana y el lugar está a reventar.

Guido G. y Agustina Z., de 1987 y 1991 respectivamente, dicen que se enteraron por unos amigos que trabajan en la página que imprime las entradas. “Quisimos venir porque pensamos que había mucha barra libre. Pero no hay mucha en realidad. Lo más molesto es esto. Vinimos todos con pareja, todos de novios”.

Falsa Boda es un evento multitudinario en el que una pareja de actores finge casarse y celebra con bombo y platillo en un salón de fiestas decorado para la ocasión. Cientos de asistentes pagan una entrada de aproximadamente 40 dólares y con ello tienen acceso a snacks y bebidas de una barra libre. La idea es simple y funciona, tanto que ya se han organizado bodas falsas por toda Argentina e incluso en Rusia, gracias a una amiga de los creadores que, antes de casarse, quiso tener un simulacro de boda. Hasta el momento, dicen, han creado 72 fanpages mundiales, ya que muchos les han copiado la idea, y han atraído la atención de medios como la BBC, Univisión y Telemundo. (Como nota al margen, encuentro en internet la página de The Big Fake wedding, creada en Atlanta, Estados Unidos, en 2008. Se parece mucho a Falsa Boda, aunque su objetivo son parejas a punto de casarse que, durante esta falsa ceremonia, conocen y califican productos para su propia boda, desde servicio de catering hasta diseño de peinados).

Según los fundadores de Falsa Boda Argentina, la idea surgió de un grupo de amigos de La Plata, una ciudad universitaria a unos cuarenta minutos de Buenos Aires. Ellos, que trabajan en una empresa de logística de eventos llamada Trineo Creativo, pensaron que sería interesante organizar una boda a la que todos, que fuera del trabajo no tenían relación con una pareja a punto de casarse, pudieran asistir. Este es el mito de origen de Falsa Boda, que explica su repentino éxito en las prácticas amatorias de los millennials. “Ahora la gente es más liberal y no cree directamente en el casamiento; cada vez hay más divorcios y en nuestra generación el concepto del amor ha ido cambiando. Hay causas económicas, muchos factores externos, que condicionan esta tendencia”, dice Gastón Gennai, miembro fundador.

2.  El año pasado el INEGI publicó estadísticas sobre matrimonios y divorcios en México, que indican, según la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (Enadid), que en los últimos años ha habido un aumento de la población que vive en unión libre y, por tanto, una disminución de la casada. El segmento de solteros representa el 29% de la población de 15 años en adelante, y, entre los separados, viudos o divorciados, 7.2% son hombres y 16.9%, mujeres.

En Argentina, el Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas de 2010 informa que las uniones consensuales han crecido en los últimos veinte años y abarcan el 38.8% de las parejas que conviven. Los matrimonios, en cambio, han disminuido un 21% entre el censo de 1991 y éste. Y otros datos judiciales, recabados por el periódico La Nación, sugieren que en Buenos Aires hay, actualmente, un divorcio por cada dos matrimonios.

Al menos estadísticamente, es un hecho que las personas no se casan tan frecuentemente como antes. ¿Cuál es el allure, entonces, de un evento como Falsa Boda? Para Gennai, vestirse de gala obligatoria y levantar un ligue posible es fundamental (sin la mediación de un instrumento digital como Tinder). La posibilidad de asistir con un grupo de amigos a un evento al que en otras circunstancias no asistirían juntos. El sentirse parte de un proceso que surge en redes sociales, y que sigue de cerca la historia falsa de la pareja a casarse. Y la barra libre, que en mi experiencia me consiguió, con muchas dificultades, un trago cada cuarenta minutos.

3. Se ha repetido que los hábitos financieros de los millennials se han transformado radicalmente respecto de los de la generación anterior. En lugar de automóviles o créditos hipotecarios, los nacidos entre 1980 y 2000 desembolsan en experiencias. En este sentido, Falsa Boda es una fiesta que promete un excedente de sentido, una experiencia que emula otra y que es, por sí sola, una experiencia distinta. “La gente está podrida de ir a los boliches, chocarse con la gente; acá hay la oportunidad de que hay helados, malabaristas, un show de improvisación, música, se complementa todo y eso nos ayuda a nosotros, Trineo Creativo, a crear más cosas cada día”, opina Gastón.

4. Tras media hora de fila, entramos al salón de fiestas. Hay charolas de sushi en algunas mesas, y en la barra unos diez bartenders preparan de cinco o seis opciones de coctel: con flores y esencias, mint juleps y Manhattans, bebidas elegantes en lugar de las margaritas y piñas coladas que una esperaría encontrar. Las manos se multiplican, la espera se alarga. En el patio, los novios –que esta vez son artistas circenses– se sacan fotos y luego se dispersan. Una amiga y yo nos sentamos en un sillón a conversar mientras dos tipos nos miran, indecisos de sacarnos plática o no. A cierta hora de la noche, sin ánimos de bailar, tomamos un taxi y nos vamos de la fiesta.

5. Otra de las razones a la que los chicos de Trineo Creativo atribuyen su éxito es que el millennial promedio difícilmente ha asistido a una boda de verdad. O ha ido a muy pocas. Mi edad se sitúa en el segmento generacional aludido. He asistido a cuatro bodas de amigos cercanos. Una de ellas fue una ceremonia sui generis en la que los novios leyeron sus votos y varios amigos leímos fragmentos literarios en lugar de litúrgicos. Las lágrimas, con su primer beso de casados, fueron inevitables en algunos casos. ¿Será que una boda es emocionante por la alegría que produce una decisión ajena? Hay personas que difícilmente se juntarían para asistir a una, pero siempre hay una razón de carácter sentimental para que se convoquen unos y no otros. Vestirse de gala, conocer gente, comer y beber gratis son ventajas menores frente a sentimientos que no logran pasar de moda, como la emoción y la ternura. Y sin pagar boleto de entrada

 

Publicado originalmente en Letras Libres

El adentro afuera

Me llevó algún tiempo descubrir el juego o la clave en el título de Transparent. Trans-parent. Un padre transgénero. Lo que era obvio para muchos, al conocer la trama, para mí no lo era del todo: hasta entonces había leído de manera unívoca, lineal, la transparencia de asumirse, de salir del clóset. Volverse transparente, llevar al afuera lo que en el adentro se reafirma de manera contundente. Sarah, hija de Maura, al enterarse por accidente de la nueva identidad de su padre, pregunta cándidamente si eso significa que ahora se vestirá siempre de mujer. “No”, dice ella, “toda mi vida he tenido que vestirme de hombre”.

Entonces esta identidad no es nueva sino elegida, no preexistente pero sí capaz de remontarse a la infancia: Maura, antes Mort, es una mujer lesbiana en el cuerpo de un hombre (y por ende con sus privilegios), confinada durante años a practicar un cierto travestismo a puertas cerradas.

Con tres temporadas bajo el brazo, Jill Soloway y Amazon Studios han acumulado varios premios (en la última entrega de los Emmy, donde arrasó, Jimmy Kimmel bromea: “Transparent nació como un drama pero se identifica como comedia”) pero no son ellos o su prestigio sino otra cosa lo que despierta y mantiene el interés: se trata de un retrato familiar y más aún de un retrato familiar judío, que lidia con las políticas del género y la identidad, y es capaz de tejer una red de correspondencias entre la solución final de la cuestión judía y la identificación queer. Los tres hijos de Maura –Sarah, Josh, Ali– practican, tarde o temprano, alguna forma de sexualidad por fuera de la norma heterosexual: Sarah llega al altar, pero no consuma su matrimonio con su exnovia de la universidad; Josh incurre en una aventura con Shea, una transexual amiga de Maura; Ali descubre sus pulsiones lésbicas y tiene una relación primero con Syd, su amiga de años, y luego con Leslie, una poeta y académica varios años mayor que ella. La misma Ali intenta escribir un ensayo (después incluso una tesis) que plantee paralelismos entre la experiencia del ser judío –la exclusión, la ritualidad, el apego a la comunidad– y la de ser queer, el “trauma original” que los Pfefferman arrastran, una familia judía berlinesa que disfrutó, mientras pudo, la apertura sexual de la República de Weimar.

Quizá se trate de un atributo más de la intuitiva actuación de Jeffrey Tambor, pero es un hecho que Maura no es una mujer fácil: no hay en ella concesiones ni explosiones de emotividad, sea ira o llanto, sino un manejo contenido, incluso misterioso, inaccesible, de los sentimientos. En ella es posible ensayar un argumento de revolución lingüística, que es a lo que Soloway apunta, entre él, ella y la ambigüedad no del todo bienvenida de un término como moppa, que es el que sus hijos eligen para referirse a ella, hasta que Maura exige ser llamada madre y abuela. Esto sirve para revalidar la conocida tesis de Judith Butler de que el género es un acto performativo que se vale de un discurso público y social. Si la identidad es un constructo, este adentro afuera es lo que la sociedad califica como el “otro”, lo que expulsa y repele (en un baño, una mujer se horroriza ante Maura, quien es “claramente un hombre” que “traumatizará” a sus hijas adolescentes). Puede ser por esta razón que los flashbacks sean interpretados algunas veces por los mismos actores, como la Ali joven y la abuela Rose, que son habitadas indistintamente por Gaby Hoffman (Ali) y Emily Robinson (Ali de doce años). Estas rupturas, aunque infrecuentes, marcan el ritmo de Transparent, que de pronto mezcla líneas del tiempo y personajes (una Ali niña intenta impedir que un hombre bese a la que ella será años más tarde), juega con los espacios y deja historias inconclusas, evanescentes, flotando en el aire.

Transparent es una serie extraña que sigue a personajes extraños –a veces desagradables, que sin embargo son entrañables– y las miserias y alegrías de una familia que en lugar de encontrarse colisiona. No es un paradigma de la lucha transgénero, y no busca serlo, aunque muestra sus derrotas y búsquedas, esa área gris donde la estilización del cuerpo no imita otros cuerpos sino pelea por una concomitancia entre alma y exterior. En el segundo país con más asesinatos de personas transgénero en el mundo, la historia de Maura puede parecer banal y sin embargo vale la pena asomarse al mundo interior de una mujer que defiende no solo ante sí misma sino ante su familia su transparencia verdadera. ~

 

Publicado originalmente en Letras Libres

Comentarios televisivos

Este año, que ha sido el peor, me evadí felizmente con televisión. Las mejores nuevas series que vi, desordenadamente, fueron las siguientes:

High Maintenance – Un tipo reparte marihuana a domicilio en una bici en Nueva York. Su clientela es gente rara y ocurren situaciones graciosas, y hay humo y sol y parques y un perro que se enamora de su paseadora y la busca por la ciudad entera y luego es adoptado por una banda de punks que lo llaman Grandpa y es éste, creo, el episodio más sublime del año 2016.

Transparent – Una obra maestra queer, judía, californiana, muy blanca, feminista, a veces cínica, a veces extraña, con una cortinilla de inicio que siempre me conmueve, no sé por qué, y Jeffrey Tambor. Jeffrey Tambor como Maura Pfefferman, mujer transgénero. Y su familia de excéntricos, de la que ella es el centro gravitacional, a la manera de Arrested Development. En Letras Libres de enero escribí algo más largo sobre ella.

Atlanta – Donald Glover se llama Earnest, de manera muy wildeana, y vive en Atlanta, Georgia, y Atlanta -la Atlanta negra, callejera- es la presencia más importante de la serie. En algún momento alguien se aparece en un club con un carro transparente y luego atropella a otra persona y hay un video casero de eso. También sale un Justin Bieber negro y un episodio entero es una parodia de un talk show donde sale un puberto negro cuya identidad verdadera es un hombre blanco de 35 años.

Search Party – No negar que Alia Shawkat con el peinado que usé durante el primer semestre del año me atrajo como un imán. Alguien tuiteó que es todo lo que Girls quiere ser y no es, lo cual es una mentira, porque no se parece a Girls salvo en los personajes alienados, de veintipocos, que viven en Nueva York y son graciosos porque son tontos y no se dan cuenta de que son tontos. Dory se propone encontrar a Chantal, una ex compañera de la universidad desaparecida, y su involucramiento se complica y la pone en peligro, y al final el resultado es escalofriantemente estúpido y falto de sentido y deja en el espectador una sensación fría, irreconciliable, desamparada.

The Girlfriend Experience – Es muchas series y muchos géneros y no estoy segura cuál en realidad. Es una hermosa y distante estudiante de leyes que empieza a trabajar como una escort de lujo, y persigue un misterio y un caso de corrupción en la firma donde hace su pasantía y se hace pedicure y faciales y viste elegantes camisas y faldas entubadas y su rostro es sublime y su mirada lo atraviesa todo y es muy lista y hay como una amenaza constante a su alrededor para destruirla. Sobre el sexo y el deseo y el fetiche y el dinero, y erótica y gris y oscura. Riley Keough es un hoyo negro y una droga, y llegar al final de su historia te deja en la perplejidad más grande.

Crazy Ex-Girlfriend – Carcajadas infinitas con los números musicales (es un musical, y yo adoro los musicales). La diversidad y, digamos, perdedorez de sus personajes me recuerda un poco a Community, excepto que aquí es una abogada “rota por dentro” que intenta por todos los medios conquistar a su ex novio de la adolescencia Josh (quien es de ascendencia filipina y tiene un amigo al que llaman White Josh) y se muda a West Covina, California, y allá tiene una nueva mejor amiga que vive a través de su vida romántica y un jefe que descubre que es bisexual y una vecina cool y un pretendiente y una enemiga llamada Valencia. Y todos bailan y cantan. No me quito de la mente:

Sexy Getting Ready Song

https://youtu.be/hkfSDSfxE4o

Group Hang

https://youtu.be/elrDmZxtLtU

y

Boy band made up of four Joshes

https://youtu.be/RPw6sCTh9Q8

Rachel Bloom es excelente.

One Missississippi – Escuché el stand-up de Tig, vi su documental en Netflix y, ahora, la versión novelada de su vida. Ya soy experta en su cáncer, su enfermedad intestinal, la muerte de su madre y su ruptura amorosa. Una mujer de humor muy raro, deadpan, apenas alza la voz, tiene una mirada muy inteligente y concentrada, con su arruga en la frente; se atreve a mostrar el resultado de su mastectomía, sus temas son difíciles y oscuros pero contados con mucha ternura.

Nuevas que vi que me interesaron mas no me arrebataron:

Better Things – Pamela Adlon (“Sam”) y sus hijas, en un formato Louie: fragmentos, escenas descoyuntadas, flechazos, jonrones, relaciones familiares disfuncionales.

Love – Me reí, me pareció honesta en la miserabilidad de sus personajes centrales, me gustó la Los Angeles sucia y barata, que muestre sus puntos con cierta sutileza, ironía y mala leche, me gusta Gillian Jacobs.

Easy – Me pareció buena, interesante, la vegan cinderella espectacular, aburrido el de los hermanos cerveceros, chistosón el de los mexicanos fresas, poético el de la actriz nadadora (Gugu Mbatha-Raw, la otra estrella del capítulo estrella del año, San Junipero) y la posibilidad de soñar, otra vez, con Chicago.

Sensitive Skin – La que hasta ahora conocía como la nueva de Kim Cattrall. Su resumen en Wikipedia: Davina is a woman in her 50s who works in a gallery who has recently moved from the suburbs into an apartment in downtown Toronto with her neurotic husband Al, a pop-culture critic. She finds it difficult to adjust to life as she gets older, worried that her looks are fading and she has done nothing of substance with her life. Gracias a que me metí a Wikipedia, acabo de espoilerearme la segunda temporada. Bien. Lo mejor de esta serie es el esposo Al, Don McKellar (gran descubrimiento). Y Toronto.

Mención especial:

Black Mirror – Este año vi por primera vez Black Mirror y al fin entendí las referencias al primer ministro y el puerco. Creo que la primera temporada es la más perfecta y, como todo el mundo, que San Junipero es un episodio casi casi poético. Pero no suelo especializarme en los géneros de la imaginación, como la ciencia ficción y la fantasía, lo cual lamento pero a la vez me hace pensar que consumo, así, sus obras más acabadas, sus coronas verdaderas.

Series antiguas:

Girls – Aquel episodio donde Marnie se encuentra con su ex novio Charlie, quien ahora es una persona totalmente diferente, medio siniestra, y luego pasan un día y una noche juntos, pasando aventuras raras, es un sueño filmado, hay una presencia fuertemente onírica a lo largo del capítulo, que se recorta limpiamente de los otros, como si lo ocurrido detentara el estatuto de lo improbable o lo prescindible. Además, Shoshanna en Japón. Shoshanna enamorada de Japón, y luego cansada de Japón. El momento en que Hannah descubre lo que pasa entre Jessa y Adam. Girls es refinada, inteligente y divertida.

BoJack Horseman – Me encantó la primera temporada, me encantó la segunda, el episodio bajo el agua, la asexualidad de Todd, los caballos galopando en la pradera, Secretariat, todo eso.

Unbreakable Kimmy Shcmidt – No recuerdo mucho de esta temporada excepto reírme mucho otra vez.

Game of Thrones – Otra temporada llena de sangre, hielo, fuego, dragones, etcétera.

Narcos – El año pasado me tardé meses en terminar la primera temporada. Esta vez la consumí rápida, intensamente. Adoro a Pedro Pascal y adoro Colombia y el acento y la cara de Wagner Moura y los acentos logrados de los mexicanos que interpretan colombianos, pero no los que ni siquiera se esfuerzan -como Bichir-.

Club de Cuervos – Hugo Sánchez, el “hola, prim”, los elotes con mayonesa, el Potro, el “a ver, de qué chillan”, la fiesta en Acapulco, el acento norteño fresa, perdón, me carcajeé mucho y muy largo.

La serie que no me gustó:

Stranger Things – La vi casi por disciplina (¿se puede ser disciplinado en la pereza?). No me interesó, no me produjo nada, me aburrí bastante, su mezcla de géneros apenas me interesa y encuentro mayor satisfacción en otros productos que explotan la nostalgia por los ochenta.

Relleno:

Gilmore Girls – Un comentario para los nuevos episodios de Gilmore Girls:

(qué horror: pensar que mi hermana y yo veíamos cada capítulo en Warner, que la abandoné alrededor de la quinta o sexta temporada, que volví a verla en Netflix y me quedé en la tercera y ya no quise avanzar, que alguna vez me reí y me interesé. Pero: es un gusto conocer a la Rory fracasada).

Mr. RobotAlaíde me prestó la primera temporada en DVD y llegué al capítulo cinco y no he continuado.

Orange is the new black – ¿Este año fue que nos mataron a Poussey?

Portlandia – Favorita. La macrohistoria de una ciudad entera. Las historias de Nance y Pete, de Nina y Lance, de Candace y Toni, de Dave y Kath, del mayor, de los ecoterroristas, de los goths.

No terminé: Horace & Pete, The Get Down

Quiero ver: You’re the Worst (corrección: vi dos y jamás quiero volver a ella). Terminar: Broad City. Empezar: Insecure.

Corolario:

En el diario de Alejandra Pizarnik me encontré con esta frase:

La televisión es un estupefaciente inofensivo para burgueses introvertidos.

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14 de diciembre 12:58

Llevo muchas semanas no con un sueño recurrente sino con una condición recurrente dentro de mis sueños. Adentro me duelen las piernas o no puedo caminar. Me duele insoportablemente levantar el pie, flexionarlo, bajar o subir escaleras. No camino: me tambaleo. ¿Es la cama, es el estrés? No alcanzo las notas, no doy los golpes adecuados. No me muevo adentro con libertad. Despierto con un frío atroz. Sostengo interacciones extrañas, inadecuadas. Me acompañan durante el día. Pero es el asunto de los pies el que me inquieta. Perdí una capacidad ahí. Hasta los sueños eróticos están filtrados de violencia.

 

Hay una planta en mi oficina que atiendo. Pero creo que no la miro en realidad desde hace mucho tiempo. Miro a mi izquierda, hacia la ventana, a los edificios de la Roma, una casucha en un techo donde hay un perro y una señora que siempre está lavando o tendiendo ropa, un anuncio despintado del que sólo sobreviven las palabras “informes aquí”, un cielo recortado que a veces es gris, a veces azul, a veces rosa y violeta, a veces negro. ¿Cuánto tiempo sin mirar la maceta? Hasta hoy que entró mi jefe y dijo, con sorpresa, que se estaba muriendo. La planta. Entonces volteé y la miré marchita, toda ella marchita, hasta las hojas que, otoñalmente, se habían vuelto rojas, carnosas. La había olvidado. Como me he olvidado.

 

 

18:18

Uno de esos atardeceres azules de nubes naranja salvaje. Debo pensar o repensar en la cuestión sexual. Resolver ese tema. Concretar la escritura. Acostumbrarme a lo nuevo, a lo olvidado. Reincidir. Abandono a un tiempo libre pasivo, narrativo. El tiempo más real es irreal. Deseos transformados. Fracasos y victorias. Lenta, incesante, obstinada rutina. La incapacidad de expresar algo que no puede ser, todavía, formulado.

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Octubre 12

Sólo una vez he intercambiado el pasaporte con otra persona, para comparar y compartirnos los viajes, y en el suyo lo más interesante era Grecia y en el mío no sé, aunque tengo mucho más sellos que él. Pero soy más grande y he tenido suerte.

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MOML

Ver fotos. No puedo detenerme: las miro y me lastimo. Extraño todo, los momentos felices, incluso los infelices. No puedo sostenerme, el recuerdo me arrastra en su marea. Sufro profundamente, sufro de una manera distinta a todas las veces que sufrí, con nuevas honduras, nuevos abismos.

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Nariz

Siempre he tenido muy buen olfato pero ahora se me ha vuelto más intenso y esto es una especie de condena. En la ciudad abundan los malos olores. Cuando llueve las alcantarillas rebosan, y en las calles de la Narvarte y la Condesa se levantan los humores de la orina de los perros que se detienen a descargarse en cualquier sitio. En el metrobús, un señor algo mayor despide una acidez indescriptible de sudor. Manteca, grasa reciclada. Dentro del metro, rumbo a La Raza, todos sudamos y boqueamos el poco aire que circula dentro del vagón. Un perfume dulce, excesivamente dulce, se desprende de una mujer que camina muy lento. Llueve, llueve todas las tardes. Lodo, un desagradable olor a tierra mojada (no es la tierra mojada del campo, del bosque, sino el lodo citadino, manchado de aceite de automóvil). El olor que ciertas personas desprenden, que no pueden controlar, que lastima mi nariz pese a mí misma y las consideraciones que pueda o no sostener respecto a ellas. Ya no quiero que mi nariz funcione (tan) bien. Quiero ser como el asesor colegiado Kovaliov que despertó un día sin nariz.

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Jueves 21:51

Trabajo. En oficina. Dentro de una oficina que tiene paredes, ventana y una puerta. De la mañana a la noche. En espera de retomar lo que se interrumpió abajo, en el Sur.

Mi bombilla uruguaya se quedó en Buenos Aires. Mi yerba brasileña. Y mi ropa, que al fin me mandarán por correo. Una caja con mis prendas. Algunos libros. La actualización de mi vida en este momento.

 

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