When a man walks into a room, he brings his whole life with him. He has a million reasons for being anywhere, just ask him. If you listen, he’ll tell you how he got there. How he forgot where he was going, and that he woke up. If you listen, he’ll tell you about the time he thought he was an angel or dreamt of being perfect. And then he’ll smile with wisdom, content that he realized the world isn’t perfect. We’re flawed, because we want so much more. We’re ruined, because we get these things, and wish for what we had.

– Don Draper

En algún texto sobre Mad Men leí que lo que atrae sobre Don Draper es que es un adulto. No es su atractivo físico sino la forma en la que vive, que sea un hombre que fue auténticamente destruido por la vida, por su pasado y por las circunstancias, y sin embargo poco acorazado, poco vuelto un cliché humano. Un hombre que sólo se quiebra una vez en muchos años, para aparecer después con el pelo perfectamente engominado y camisa limpia. Un hombre que trabaja duro para sus hijos, el único tipo de amor que conoce. El encanto que su personaje suscita es esa visión idealizada de nuestros propios padres: el proveedor, el misterioso, el hombre que llega después de las 9 con el mundo sobre los hombros, el tipo que fuma en las sombras.

Creo que mi tema, mi tema de vida ya definitivamente, es la relación padres-hijos. Y al darme cuenta de ello sentí primero que era irónico porque no quiero tener hijos, pero luego entendí que sí los quiero, que no puedo esperar para arruinarle la vida a otro ser humano. O para hacérsela más bella. En el fondo sí deseo cultivar a otra persona, no como una creación sino como una obra independiente de la que uno es parcialmente responsable.

Creo que por eso la tercera temporada de Mad Men me llegó hasta lo más profundo. Esa conversación de Don Draper con el vigilante de una cárcel y cómo éste le decía que todos los que están ahí -violadores, asesinos, ladrones, desfalcadores, cuando menos- culpan a sus padres. Don dice: that’s a bullshit excuse. Y luego recuerda su propia infancia, la pobreza, el amor a cuentagotas, la inseguridad. Me hace pensar que de alguna forma todos culpamos un poco a nuestros padres. Por darnos muy poco o darnos demasiado. Y que ellos a la vez culpan a los suyos. Mis dos papás son huérfanos, siempre pensé que por algo se habían encontrado. Y aunque ellos me dieron todo, me he dado cuenta de que, inconscientemente acaso, los culpo de muchas cosas. Ellos no lo buscaban, no lo esperan, lo hicieron lo mejor que pudieron. ¿No es eso una cosa extremadamente cabrona en la vida? Somos hijos de personas lastimadas y nos convertimos en seres lastimados para repetir la historia.

Y sin embargo, ¿no es maravilloso encargarte de que un pequeño ser se convierta en una persona honorable? En mi otro blog escribí sobre el hijo de Paul Auster, que no salió como se esperaba y lo triste que parecía. Con su hijo recién nacido, Don Draper dice esto: esa persona que está allá arriba, durmiendo, es un completo desconocido. No sabemos cómo será. No sabemos quién va a ser. Y eso es aterrador, pero también es maravilloso.

El final de la tercera temporada de Mad Men es una de las piezas más hermosas que he visto en cine y video.

Mad Men es una serie atmosférica. Más allá de la trama hay todo un estilismo visual, una dirección de fotografía, de vestuario y de escenografía que te hace pensar que cada escena es la recreación de una foto de la época. La luz baja en los restaurantes, la luminosidad de las oficinas, esas escenas donde están bebiendo y todo se ve como a través de esa embriaguez, o fuman marihuana y las cosas se ralentizan… Pero al placer visual se le suma el placer de la narrativa. El último capítulo tiene una escena que me dio escalofríos, por su crudeza.

Ese diálogo entre Don Draper y Betty -esa discusión, más bien- fue como ver salir más de diez años de frustración y rencor. Don Draper, un hombre brutalmente sincero, por fin le dice a su trophy wife lo que debió decirle hace años. Porque -como lo dice ya en la cuarta temporada- el notar que en cuanto ella vio quién era realmente la hizo desenamorarse justifica esa bomba que él le arroja. Pego transcripción entera de esta parte tan hija de puta:

DON Who the hell is he?

BETTY Why do you care?

DON Because you’re good. And everyone else in the world is bad.

BETTY You’re drunk.

DON (cruel and mocking) You’re so hurt, so brave with your little white nose in the air. All along you’ve been building a life raft.

BETTY Get out.

DON You never forgave me.

BETTY Forgave what? That I’ve never been enough?

DON (shouting) You got everything you ever wanted, EVERYTHING. And you loved it. And now I’m not good enough for some spoiled mainline brat?

BETTY That’s right!

DON (his eyes wild) You won’t get a nickel. And I’ll take the kids – God knows they’ll be better off.

BETTY I’m going to Reno. And you’re going to consent and that’s the end of this. DON’T threaten me. I know all about you.

DON grabs her collar and pulls her so their faces are inches apart.

DON You’re a whore, you know that?

(OMG!! El rostro de Jon Hamm en ese momento; antes de eso había sido siempre un hombre como en eterna pose, siempre fumando o mirando furtivamente, pero en ese momento es el bastardo Dick Whitman y eso es POCAMADRE).

***

Los personajes son seres humanos curtidos. Don Draper es como personaje de Faulkner, no del sur pero del midwest, el hijo ilegítimo de una prostituta y de un campesino borracho. Un hombre verdadero, con debilidades y defectos de carácter, que quiere trabajar con sus manos, construir algo. Me fascina esa idea. El honor de un hombre que no se ha manchado las manos trabajando la tierra. Don Draper es un hombre chapado a la antigua: no concibe su valía en la sociedad si sólo ha trabajado con su intelecto, de ahí su necesidad de fundar su propia compañía y completar el círculo del, se lo han dicho tantas veces, self-made man. De la ignominia al éxito. De ver morir a su padre borracho en un establo por la patada de un caballo a sus excelentes modales y relaciones públicas.

O Joan Holloway, otro mujerón. La mirada que le dedica a su esposo cuando la obliga a cantar con el acordeón. Una posible humillación que ella, toda una mujer, convierte en un número seductor y elegante. Pero su mirada. Es la mujer que todo lo puede pero que ha sido golpeada innumerables veces por esa sociedad que aún concibe a la mujer como un objeto inmaculado que debe rendir. Y ella es el epítome de la eficiencia, del saber estar y el saber ser. Sabe darse a respetar estando con hombres pero aún ser coqueta, sabe de etiqueta y de lo dura y bastarda que es la vida.

Tal vez ya no hay personajes así, me pregunto si es la época que nos ha hecho unos pussies. La facilidad de las cosas. Que los hombres ya no sienten que tienen que labrar su propia tierra. En fin. Cuántos personajes tan grandiosos en Mad Men, del revolucionario Paul al comediante Roger al acabado Bert Cooper al refinado Lane Pryce a la talentosa Peggy. Ningún personaje es cliché, ni siquiera Betty, la mujer hermosa y tonta: las escenas donde está a punto de dar a luz, su cansancio de ser madre, joder, es etérea pero puedes entenderla, identificarte con ella.

Además, al empezar la cuarta temporada, como leí en otro texto, la década de los sesenta por fin empieza. Los Beatles, Kennedy muerto. La nueva Sterling Cooper Draper Pryce marca el comienzo de una nueva era en la publicidad. No más lugares comunes, no más clichés. No más “las mujeres sólo quieren casarse” y “este es un mercado de negros”. Lo que está haciendo Mad Men con la historia simplemente no tiene palabras para describirse.

Si Mad Men es toda esta colección de clichés y estereotipos sobre la mentalidad de una época pero justo en la antesala de una revolución social, imagino cómo sería una serie sobre las vidas diarias de, digamos, los franceses antes de la revolución francesa. Sus conversaciones, sus trabajos, el papel de las mujeres y el de los niños, la ignorancia y el barbarismo; una serie donde los protagonistas jamás son libertadores, pensadores o políticos, sólo gente ordinaria, el gran pueblo, ese que no obtiene su tajada en la historia cuando ha pasado más de un siglo, porque antes de eso o vive una historia inmensamente romántica o heroica, o forma parte de los movimientos que cambian el curso de la historia. De otra manera, no interesa en los derroteros de la ficción. En las grandes historias late algo de cambio histórico, pero siempre lejano, como un contexto. Pienso en las series históricas de HBO, los Tudors, Espartaco, ¿acaso podríamos interesarnos en los enredos románticos de un montón de egipcios durante el reinado de Ramsés III o de una chica, lejana a las heroínas de Jane Austen, que viva su propio ascenso en la sociedad inglesa de la época de Enrique VIII? No, tenemos que conocer la historia de los protagonistas. Los reyes y faraones, los poderosos. Los demás no importan, la historia se los tragó. El tiempo los engulló. No existen. Queremos saber de gladiadores, no de estiercoleros. De reyes, no de campesinos. Sólo en épocas recientes, cuando hay todavía un nexo con el presente (mi abuela sobrevive al Holocausto, mi abuelo es migrante español, escapaba de Franco; mi apellido es polaco, mi abuela me contaba historias de la Revolución, tenemos tierras heredades del Porfiriato, etcétera), la ficción se molesta en contar historias de la gente común. Sólo entonces importamos. ¿Acaso alguien se ocupará de nuestras vidas cuando, en cien años, en doscientos años, una obra de ficción se ocupe de la transición del siglo XX al XXI?

Caí en otro hoyo negro. Me enganché con otra serie, como si no tuviera suficientes ya. Empecé a ver In Treatment por recomendación de dos personas que me hablaron siempre de la brillantez del guión. Tenían toda la razón. Media hora de diálogo entre dos personajes, sin flashbacks, sin saltos de tiempo, sin ningún recurso pirotécnico/cinematográfico. Diálogo.

El terreno de la mente me parece fascinante. De no haber estudiado periodismo, de no dedicarme a lo que me dedico ahora, probablemente hubiera estudiado psicología o psiquiatría (aunque sé que no habría podido con medicina primero). La estructura de la psique, neurotransmisores, transferencia erótica, neurosis, desórdenes mentales, inconsciente colectivo. Todo eso es para mí como la fábrica de Willie Wonka. Y en In Treatment aparece a través de diálogos hilvanados casi artesanalmente, todo es sutil, intrincado, complejo como la mente misma. Además hay misterio. No sabes cuál es el problema del paciente, ¿pero cuál es el problema de la gente en realidad? ¿Y a qué vas a terapia en realidad? En el libro de Jung que ya mencioné acá, dice lo siguiente:

Los tratamientos psicológicos alcanzan un fin en todas las fases posibles de su desarrollo, sin que tenga uno la sensación de que se haya alcanzado también una finalidad. Se verifican finales típicos, transitorios: 1) después de recibir un buen consejo; 2) después de haber hecho una confesión más o menos completa, pero de todos modos suficiente; 3) después de haber reconocido un contenido esencial, hasta entonces inconsciente, pero que, una vez hecho consciente, aporta como consecuencia un nuevo impulso de vida o de actividad; 4) después de liberarse de la psique infantil, mediante un trabajo más bien largo; 5) después de haber encontrado un nuevo modo racional de acomodación a condiciones del mundo circundante tal vez difíciles o no habituales; 6) después de la desaparición de síntomas dolorosos; 7) después de un cambio positivo del destino, como por ejemplo un examen, un noviazgo, un casamiento, un divorcio, un cambio de profesión, etc.; 8) después de redescubrir que pertenece uno a determinado credo religioso o después de una conversión; 9) después de comenzar a construir una filosofía práctica de la vida (¡”Filosofía” en el sentido antiguo!)

El lector puede fácilmente concluir a dónde se dirige Jung.

Por eso In Treatment está satisfaciendo todas mis necesidades intelectuales (popof). Digo que es un hoyo negro porque ahora tengo menos medias horas al día productivas. Aunque igual, acaban de cancelarla. Necesitaré ir a terapia para superarlo. Esperen, ya voy.

Por qué no me canso de decir que The Office es la serie más conmovedora y cómica que hay en este momento.

Tienes la temporada 2, episodio 3, The Office Olympics: Michael Scott está a punto de firmar la hipoteca para adquirir su casa, pero se da cuenta demasiado tarde de que el pago será a treinta años y no a diez, como creía. La vendedora le dice que si decide revocar la compra, habrá perdido 7 mil dólares.

Es increíble cómo en un mismo episodio pueden plantear dos historias paralelas (lo que en Friends lograban casi siempre dividiendo al grupo en dos subgrupos, cada uno con un enredo en particular): la primera como un planteamiento serio, de adultos, y la segunda a través de una trama absurda que genera la risa en proyectil.

El dilema de Michael (¿perder dinero o terminar de pagar su casa cuando tenga 70 años?) es aligerado con las olimpiadas oficinistas, un gran pretexto para morir de risa porque las pruebas de atletismo consisten en dar una vuelta al escritorio sosteniendo una taza de café, amarrarse un paquete de hojas a los zapatos y llegar a la meta, etcétera, etcétera. Cuando Michael y Dwight vuelven a la oficina, son condecorados con la medalla de oro y la de plata (hechas con tapas de yogurth y una cadena de clips).

Es tan conmovedor el rostro de Michael en ese momento, ya resignado a pagar la casa. Esos ojos, esas lágrimas, joder, cómo me han hecho llorar a mí también. Porque es la primera vez que veo -en tele y en cine- a un hombre llorar, no por dolor a una pérdida (amorosa, amistosa), no por el orgullo mancillado, no por “algún asunto serio”. Llora por un dilema. Por perder su dinero. Por haber elegido la opción más perdedora. Es un hombre que llora por esa disyuntiva que lo hizo replantear toda la vida que le queda por delante. Un niño que es un hombre que llora.

Dos episodios adelante, en Halloween, Michael está preocupadísimo porque en corporativo lo presionan para despedir a alguien. Y ahí te das cuenta de su calidad humana, pues a pesar de ser un idiota al que nadie respeta, lo que lo atormenta es la idea de despedir a alguien y perder su amistad al mismo tiempo. De hecho, es muy interesante cómo son capaces de mostrar toda la complejidad de un personaje con un par de líneas: cuando Michael le pregunta a Pam a quién debería despedir basado en su rendimiento, Pam dice que no sabe, que ella sólo contesta llamadas, y Michael le responde “sí, y a veces dejas que el contestador lo haga”. Entonces ella, viendo su pequeña ineptitud descubierta por el jefe, ataja halagando su disfraz: eso me encanta porque demuestra que Pam no es una persona totalmente honorable, lo cual sería muy aburrido (además, el halago fácil rayando en el lamesuelismo está presente en todas las relaciones de trabajo).

Cuando al final decide despedir a Devon, la situación es muy incómoda y desde luego Devon sale mentando madres y arroja una calabaza al coche de Michael. Las últimas escenas de este episodio son súper agridulces: la voz de Michael en off hablando sobre sus disfraces en años anteriores con un tono melancólico, cansado, resignado, mientras limpia los restos de calabaza de su coche y maneja a su casa, como esas personas que hablan de temas intrascendentes durante momentos de crisis, sólo para evitar quebrarse en cualquier momento; luego abre la puerta a los niños que le piden trick or treat y lo ves bromeando con ellos, siendo un tipo tan pocamadre que hasta consideras injusto que le pasen tantas hijodeputeces.

Ahí te das cuenta lo solitario que es ser un jefe, lo mal que debía sentirse regresando a una casa de cuya compra ya no estaba seguro. Es que si eso no es conmovedor, yo no sé qué lo es.

Dialéctica en contra del hipster

  • – Todo esto, Jason Schwartzman, Bored to death, Mad men, los Huckabees: estar en Brooklyn y ver a este gente que le ha dado la vuelta al concepto de decadencia. Ahora lo cool es, literalmente, lo cool. Andar en bicicleta, comer comida orgánica, separar tu basura, leer existencialismo, sofisticarte y hacerte consciente de tu entorno y tu planeta. La Condesa y la Roma y Coyoacán, al sur, donde viven los hippies que maduraron y ahora tienen dinero y son profesores de humanidades. Ya odio el término hipster, pero en realidad va de la mano de algo intelectual: no puedes ser hipster si eres un idiota. No son sólo las drogas: es una visión sofisticada del mundo. Lo que preocupa es que estas personas tengan tan bien “digeridas” -aparentemente- estas teorías, pero no propongan nuevas
  • – A eso iba: sofisticada, sí, pero inútil. Muerta. Es el McDonalds de la filosofía. Vas a la Barnes & Nobles, comprás una magnífica edición de Camus por dos mangos, la lées en Starbucks y después vas a tu pisito, regás tu plantita de marihuana y seguís siendo la mierda pretenciosa que eres.

Nunca pensé que lo desearía o más bien siempre imaginé que imaginaría otro futuro para mí, pero últimamente fantaseo muy duro con la idea de vivir en Los Ángeles de la siguiente manera: ser guionista de una serie cómica con el humor más escatológico e irrespetuoso posible, algo como Family Guy para desequilibrados mentales. Tener un empleo en el que sólo tenga que asistir a juntas cada semana y pueda aparecerme en bermudas y con flip-flops mientras me tomo mi frappuccino venti con leche deslactosada light, un empleo para el que me tenga que sentar con un montón de tipos igual de fumigados que yo, todos con el cerebro hecho puré, y escribir chistes idiotas por el puro poder de los viajes compartidos, pelotear cada quién tirado sobre la alfombra entre una densa nube de humo mientras nos acabamos diez cajas de la pizza más cartonuda de la ciudad. Esa clase de L.A. Vivir frente a la playa, estar todo el tiempo pacheco mientras escuchas el Celebrity Skin de Hole y te tomas una Budweiser. Una ciudad donde siempre son las dos de la tarde y vives entre celebridades sin ser una, alguna vez almuerzas en el Ivy y miras con una mirada perdida, detrás de tu ensalada orgánica, las piernas de Cynthia Nixon. Ya saben a lo que me refiero. Ese L.A.

Las aventuras de Pete & Pete y los videos de Smashing Pumpkins moldearon mi forma de ser. Estética de suburbio, lo sé, una porquería. El arte del disparate.

Recuerdo que en mi fiesta de trece años senté a mis compañeros de la secundaria a ver Pete & Pete. Nadie se reía, el humor era demasiado absurdo. Yo no comprendía por qué no les causaba gracia. En momentos así es cuando te das cuenta de que vas a ser una persona muy nerd toda tu vida. Lo bueno de internet y las épocas actuales es que ahora eres cool por eso

Este tuit me dio la idea de un sketch tipo Monty Python:

Entran Graham Chapman (vestido como caballero inglés) (q.e.p.d.) y Terry Jones (vestido como una grotesca mujer, su esposa) (como siempre, pues) a un restaurante muy fino. Eric Idle es su torpe mesero. Les anuncia que ese día hay un buffet especial: comer todo lo que puedan por 20 libras. Graham Chapman, muy flemático él, se dirige a la mesa de la comida, sólo para descubrir que en las bandejas hay puros productos no comestibles: crayolas, papel de baño, pintura para paredes, flores en floreros y un gato vivo (close up al gato, muy Monty Python). Chapman se queja con el capitán de meseros, John Cleese. Cleese, muy correcto, le explica que las reglas del buffet son muy claras: comer todo lo que puedan por 20 libras. Chapman explota: “¡Pero nada de esto es comestible!” (acento londinense marcado). Cleese revira: “¿Acaso no tuvo infancia? ¿Acaso no comió alguna de estas cosas a espaldas de sus padres?”

Aparece Michael Palin, cliente del lugar, mordiendo un ramo de flores, feliz. Se acerca a Chapman y le recomienda los tulipanes, “very juicy”. Antes de que pueda reaccionar salvajemente, Chapman descubre a Jones -su mujer- devorando al gato vivo.

(en la esquina siempre estará Terry Gilliam comiendo crayolas silenciosamente)

El sketch termina con una escena fuera de lugar que nada tiene que ver con el tema, por ejemplo: Chapman envuelto en una toalla, en un sauna, charlando con un Eric Idle disfrazado de relojero, contándole que así fue como comenzó a comer gatos.

Violencia en Game of Thrones

Creo que no podemos ignorar los elementos ajedrecísticos de Game of Thrones. Esta escena, ¿acaso la perfecta simetría podría ser más simbólica? Aún sostengo mi teoría de Varys y Littlefinger como las dos Torres (¿Pero de qué set? ¿A quién debemos creer que juegan? Lord Baelish ya demostró que sólo quiere cogerse a todos los que no lo dejaron jugar; Varys se mira a sí mismo como un hombre de honor que protege la paz del reino, ¿pero qué tan cierto es eso y cómo descubriremos cuáles son sus verdaderas motivaciones?)

Más reflexiones surgidas de mi segunda vuelta al ver Game of Thrones:

1. La violencia. George R. R. Martin, según leo en Wikipedia, dijo algo como esto: quiero que sientas temor por el destino de tu personaje favorito al pasar la página. Nadie está seguro. Un tipo en los foros de IMDB, con esa solemnidad ridícula tan propia de los ñoños de marca (me cuento en el grupo), sentenció: attach to no-one. Nunca sabes quién va a morir, cuándo, ni de qué forma. No hay un solo personaje imprescindible. Todos corren peligro. De eso se trata el juego: you win or you lose. Game of Thrones recupera la crudeza del Medievo: un lugar y una época en la que contabas con suerte si lograbas mantenerte vivo. Donde el mundo es todo una trampa. Mueres en el fuego, bajo la espada, en la nieve, con el pecho sobre la tierra, entre las garras de un animal, en combate o por veneno. Debo insistir en que me recuerda a las novelas de “arma tu propio destino”. Elegías mal y el orco te arrancaba las vísceras.

2. Otra posible inspiración: las novelas y los juegos de guerra. Napoléon. Las retiradas. Rusia en invierno. Robb Stark está probando ser un gran estratega, aprendiendo mediante el sacrificio de sus hombres y la táctica sobre el enemigo.

3. Hay una escena que me da escalofríos. No es la corona de oro líquido sobre Viserys Targaryen ni la decapitación de Ned Stark. No es cuando le cortan la lengua al juglar con un cuchillo caliente ni cuando Drogo le arranca el corazón al insurrecto (por cierto, es lo único badass que hace Drogo en toda la temporada; su final es demasiado humillante, impropio de un Khal). Es la última escena, el sacrificio de la bruja Mirri para el nacimiento de los dragones. Cuando está en la hoguera, grita you will not hear me scream. Por su honor, porque en su aldea es una sacerdotisa. Daenerys, quien ya había dicho que no tiene un corazón gentil, le responde: I will (el personaje de Daenerys me parece increíble, lo que no me gusta es la actriz, que parece sacada de una telenovela de TV Azteca). Entonces, cuando las llamas empiezan a comer su cuerpo, la bruja grita. Transforma su canto en gritos, gritos desgarradores. La piel siempre se me cubre de un escalofrío. El dolor físico es representado tan hábilmente en Game of Thrones que, pese a los dragones y los zombies medievales, todo me parece profundamente realista.

 

Game of Thrones: un insight (con spoilers)

Cada casa y familia en Game of Thrones es un juego de piezas sobre un tablero de ajedrez múltiple. De eso trata la historia: un juego de estrategia, y no de fuerza, para conquistar territorio. Para ocupar el trono de hierro. Dinastías que representan familias que gobiernan en los siete reinos, pero que obedecen a un solo rey. Una posición que, se sabe, puede arrebatarse.

Intuía que George R. R. Martin sería fanático del ajedrez. Y luego leo en su biografía: Martin was also a college instructor in journalism and a chess tournament director.  Y luego leo un poco sobre ajedrez. Que su antecedente directo es el chaturanga, un juego persa. Lucía un poco así:

Al centro, un trono. Imagino a los Stark como las piezas blancas. A los Baratheon como las negras. Y entonces aparecen unos terceros, los Lannister. De piezas rojas como el fuego vivo. Los Targaryen como las piezas color plata. Los Dothraki como las piezas doradas.

La metáfora no termina aquí. Cada personaje es una pieza de ajedrez. Imagino a Littlefinger y Varys como las Torres: donde uno defiende al rey, el otro lo hace con la reina. Los alfiles de los Stark, Arya y Bran (Jon y Robb son los caballos). La reina, con su poder múltiple y rápido (Catelyn en los Stark; Cersei en los Lannister). El rey (Drogo) que cede su lugar a la reina (Daenerys).

Así surgen los luchadores, que ganan mediante su fuerza (Jon, Jamie) y los estrategas, a través del intelecto (Tyrion, Ned).

(Además, ¿no era Littlefinger quien decía que algunos son jugadores y otros, meras piezas?)

Sí, Game of Thrones es un festín para gordos que viven en el sótano de sus padres. Es el mismo público que juega World of Warcraft y se desayunó a Tolkien a temprana edad. El mismo público que leía historias de haz tu propio destino y se convertía en un elfo que debía elegir entre atravesar la catacumba o regresar al puente de los cadáveres colgantes. Es decir, yo también los leía, pero luego crecí. El mito fue superado.

¿O lo fue? Lo que me ha gustado muchísimo de Game of Thrones es su originalidad narrativa. Hay arquetipos (el hombre de honor, el villano desalmado, la lady in distress) pero estos terminan enfrentados a sí mismos. El hombre de honor muere en la ignominia por un precio demasiado bajo. El villano que creíamos desalmado en realidad es un tipo existencialista que asegura que there are no men like me, only me. Y la dama en peligro, desencantada a una edad temprana, observa la cabeza de su padre clavada en una estaca.

Es maravilloso porque, según entiendo, uno incluso acaba amando al rey Joffrey, que triunfa en su caracterización de un casi-eunuco (ni siquiera Varys tiene menos huevos que él) y futuro tirano, como ver en la cristalización de su crueldad el germen de la locura por venir.

Claro: todos los personajes son entrañables, todos guardan otro lado de la moneda. La abnegada esposa de Ned repudia a su hijo bastardo. La heroica Daenerys es una ambiciosa llena de sed de poder. Los tiranos se refugian en la nieve. Los salvajes abandonan a su líder. Lo que está interesante es cómo Martin logró crear una mitología en la que todas las reglas estén intactas, pero logren convertirse en la excepción de sí mismas. Tienes a tu rey, tienes a tu reina, pero no tienes el orden de acontecimientos esperado. Y entonces, lo más interesante de Game of Thrones es que es sutil con la amenaza verdadera. Lo veo un poco, o al menos así me gusta, como la indomable condición humana, vacua y regenerativa, que se envuelve en guerras una y otra vez, fallando y ganando, y fallando otra vez, mientras allá afuera se desenvuelve la ignominia de verdad. Esas civilizaciones que caen en terremotos. Ciudades destruidas por el fuego. Continentes hundidos bajo el océano. La fuerza de la naturaleza, de esa tierra salvaje que hemos pretendido domesticar, imponiéndose con esa cosa absoluta y definitiva. Mientras las piezas de ajedrez se mueven, avanzan, comen otras piezas (que mantienen en su poder: Tyrion con los Tully; Ned con los Lannister) e incluso hace un jaque (un solo jaque, en el último episodio: cuando Sansa Stark está a punto de derribar a Jeoffrey al precipicio, The Hound la detiene; ella hizo la amenaza, otra pieza evitó que el jaque se convirtiera en mate), mientras, digo, estas piezas arman estratagemas, afuera se acercan los white walkers y la noche larga. ¿Entonces quiénes son los héroes y cuál es la verdadera amenaza? Un juego dentro de un juego. A lo mejor, como la nana de Bran decía, el cielo es azul porque es el ojo de un gigante deforme. A lo mejor Game of Thrones es un juego de ajedrez múltiple dentro de otro juego, Dungeons & Dragons. A lo mejor los niveles son infinitos.