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1. Me acuerdo una vez, hace mucho tiempo, que me quedé dormida en el sillón viendo televisión. En la madrugada bajó mi mamá las escaleras y me encontró hecha ovillo frente a la tele prendida. “¿Por qué no te vas a acostar?”, me preguntó, y yo abrí los ojos y la vi en el pasillo, y por un segundo no entendí de qué me hablaba; aún me encontraba en la duermevela, en ese estado donde no se entiende bien a bien qué está pasando, y mi cerebro no lograba comprender gran cosa. La veía pero no sabía quién era, sino hasta que me incorporé, la vi mejor y le dije “ya voy”, y al decirlo tuve la sensación de que no conocía en lo absoluto a esa persona que me miraba, y que esa persona tampoco me conocía a mí.
Sentí miedo.
¿Cómo podría no conocer a mi mamá? ¿Cómo podría parecerme una desconocida en ese momento? A partir de entonces me sentí en otra parte, en un lugar más bien nebuloso donde no soy parte de nada y soy incapaz de reconocer las caras de las personas que he visto toda mi vida. A veces todavía, cuando charlo con ella y le tengo tanta confianza y siento que no hay mujer a la que quiera más en la vida, recuerdo que hubo un segundo en el que me pareció una absoluta desconocida, como si hubiera sido abducida por los extraterrestres, me hubieran borrado la memoria, y me hubieran insertado en la casa de una familia desconocida, a la que no hubiera visto nunca.
Es horrible.
Siempre tengo esas pesadillas donde soy Nicolas Cage en Padre de Familia, y en una realidad alterna despierto como parte integral de una familia que no conozco y tengo que fingir que soy “el papá”, que sé dónde está la repisa de las medicinas, dónde guardan las toallas y cómo se toma el café en esa casa.
Es, se los digo, horrible.

2. Cuando estaba en Buenos Aires fui al MALBA a ver una exposición de Andy Warhol que iba a cerrar en unas semanas. La primera vez que pasé, mientras hacía mi recorrido por la Recoleta con Nicolás, el chileno del que he hablado antes, había una fila enorme que me hizo renunciar a entrar ese día. Fui después, un miércoles por la tarde, y la fila le daba la vuelta a la manzana. Me dije que no había tiempo y, abnegadamente, me formé.
Ya saben eso de que Buenos Aires es la capital de la moda.
Me di cuenta de que tenía frente a mí la fila más larga de fashionistas de la historia: todos los sujetos estaban en sus veintes, tenían peinados a la moda, zapatos curiosos y ropajes excéntricamente combinados. Todos hablaban con su acentito porteño y leían libros de Dostoyevsky mientras fumaban sus Lucky Strike.
De modo que me quedé paradota mientras los veía y conté porteños hipsters en la cabeza hasta que, hora y media después, fue mi turno de entrar.
Lo hice, vi las obras, me reí un poco, fui al baño, regresé, leí cosas, y me salí. Cuando iba cruzando la avenida Libertador, una muchachita me detuvo. Me preguntó si me podía sacar una foto. Puse una cara de vergüenza y confusión máximas, y cuando le iba a preguntar para qué, se adelantó y me dijo que estaba haciendo un proyecto DE MODA para su clase de no sé cuánto y que le había encantado mi atuendo y que por favor, si no me molestaba, le permitiera sacarme una foto. Así que hice mi más logrado intento de una pose (mano en la cintura, mirada al vacío) y la muchacha me sacó la foto, luego se despidió con un beso y se fue dando brinquitos hasta el MALBA.
Fui dios en ese momento.
No les puedo contar en qué consistía mi atuendo porque eso arruinaría la emoción. Sólo sé que canté una canción de los Bee Gees mientras caminaba para tomar el ómnibus (que por supuesto tomé equivocadamente y donde desde luego me humillé ante todos).

3. También me acuerdo cuando fui al pueblecito ese en Chile, Pumanque, con los universitarios católicos. Me hice amiga sobre todo de una chica llamada Valeria, que tenía una relación tormentosa con su pololo. Me gustó que fuera muy sarcástica y que no moviera un dedo para levantar vigas ni cargar ropa, así que hicimos migas ipso facto. Al día siguiente me encontré en el campamento bebiendo pisco con los sujetos mencionados, y una de las muchachas católicas de alcurnia se sentó conmigo, no me acuerdo de su nombre, pero sí que era extremadamente delgada. Me contó que el “líder” de la expedición era su pololo desde hace poco, pero que ella estaba muerta de vergüenza porque desde hacía dos días no se podía dar un baño. Luego, de la nada, empezó a hablarme en inglés. A mí me dio risa y no dije nada, pero luego noté que los chavales ricos tienen la costumbre de ponerse a hablar en inglés por ningún motivo. Mientras estaba con ella llegaron otros tres que se pusieron a charlar en el idioma de Shakespeare con un acento peor que el de Penélope Cruz y de nuevo me sentí en la dimensión desconocida, una dimensión donde no sabía si era mejor llorar o reír.
Afortunadamente, Valeria llegó y me rescató. Era tan mala leche que aún la extraño.

4. Tengo ganas de abandonarme a la actividad física extrema. Cuando era chica canalizaba mi hiperactividad con peleítas con mi primo Juan: nos aventábamos almohadas, nos dábamos de patadas o corríamos sobre el pasto hasta vomitar la comida. También me gustaba poner un cassette de Ace of Base y ponerme a bailar como desquiciada en la sala de mi casa. Esa sensación de hacer algo idiota hasta sudar para después correr por un vaso de agua a la cocina y bebértelo en treinta segundos es algo que realmente extraño. Todavía de vez en cuando me pongo a bailar como estúpida, hasta sudar de veras, pero no es lo mismo: quiero ponerme a golpear a alguien amistosamente, patear objetos y dar brincos por la calle como si me hubiera tomado una pastilla de éxtasis.
Hace poco veía Little Ashes por la única razón de que sale Rob Pattinson, quien a pesar de ser el hombre más guapo del mundo es el peor actor del mundo, y hay una escena donde él -que la hace de Salvador Dalí, por razones incomprensibles- se pone a golpear unas ramas en la playa con el güey que la hace de Federico García Lorca. Ambos se ven muy desquiciados, empujándose y cayéndose al piso y luego levantándose y arrojando cosas y tropezándose contra las olas. Me gustó tanto esa acción que no sé cómo definir… ¿Pendejear acaso? ¿Andar de hiperactivo sin rumbo? ¿Jotear? Da igual.
Tengo ganas de entrar a una casa y destrozar todo. Me sabe mejor que gritarle a la gente y esas cosas.

5. Aunque estuve cerca de eso hace ocho días, cuando fui a la feria del vino y el queso en Tequisquiapan. No sé por qué se me subieron tan rápido las botellas de vino espumoso, o el chiste ese de “vino… chileno… Maipo… merlots” (lo malo de las bromas internas es que cuando uno las quiere exteriorizar ya no funcionan igual), pero el caso es que amanecí con quemaduras de segundo grado, moretones en las piernas y una vaga sensación de haber estado tirada en el pasto mientras escuchaba a unos muchachos cantar unas canciones de un grupo que odio.

6. Quiero perderme en estos ojos:

Escuchando: Yeasayer: O.N.E.