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Veamos si logro recordar todas las películas desde marzo 16:

Vimos Inherent Vice los pocos días que estuvo en cartelera. Estado alterado de conciencia. Varias personas se salieron a mitad de la película. Los ojos de Joaquin, ¡los ojos de Joaquin! Paul Thomas Anderson. Lo adoro, lo fagocito.

Ya había consignado aquí: Relatos salvajes (que acá también se lee distinto, que sé que en círculos privados se le llama Regatos salvajes, que se le relaciona con el típico lector de Clarín, etc.; no sé bien, todavía no entro en la trama de la política, de la vida social, todavía no quiero entender estas cosas).

Documental en Netflix: After porn ends. Me humedeció… LOS OJOS. Lloré poquito. No hay novedad: la marca del porno, la letra escarlata del porno, el sexo que tienen los hombres, el sexo al que aspiran las mujeres.

(lapso de sequía fílmica)

Fue el BAFICI, el festival de cine independiente de Buenos Aires. Pero conseguir entradas -que son a precio muy bajo- era un triunfo. Escoger de la laberíntica, enorme grilla: titánico. Vi una llamada Faraday, española que parodia el género del terror, filmada digitalmente con “tres mangos”, que es de lo más trash y ridículo y absurdo que he visto. Divertidísima. Asquerosa. Después, al otro día, en un cine de Caballito, vi Love & Mercy, suerte de biopic sobre Brian Wilson, la grabación de Pet Sounds y la cooptación que sufrió, en los ochenta, a manos de su psicoterapeuta (Paul Dano, genial, delirante; Giamatti, malévolo, incómoda y graciosamente malévolo). La recomiendo plenamente.

Otra de Netflix: una alemana, Coffee in Berlin, por la nostalgia berlinesa. Chistosa, fresca (la trama de la película nazi en la que aparece un personaje que es actor es genial). Días después, al llegar una noche, prendí la tele y encontré Las alas del deseo no muy empezada, y volví a verla, y oh, otra vez Berlín y lo hipnótica que es Berlín, y lo hermosa que es esa película (otra aclaración de esas por la dignidad: hace mucho que vivía sin cable, que había olvidado la dicha de encontrar algo bueno sin escogerlo, de dejarse caer en la mansedumbre de la programación del cable).

¿He visto otra en el cine? Creo que no, además del miércoles en la noche: tuve que ir a Balvanera, regresé por Corrientes a pie, comí una pizza y vino en Güerrín (hice amistad con un matrimonio de Santa Fe, muy viajeros) y después entré a un cine a ver 3 coeurs, una francesa que francamente me aburrió un poco pero que al menos brindó la oportunidad de admirar la belleza masculina de Charlotte Gainsbourg (me encanta, me encanta, esa mirada tan impenetrable) y la belleza poética de Catherine Deneuve. Antes de eso había ido a ver qué había en un cine que está frente a la plaza de Congreso, donde ponen puras argentinas: no llegué a tiempo para ver una llamada Choele en la que sale aquel hombre tan hermoso que es Leonardo Sbaraglia. Tal vez después. Pero el asunto es que disfruto mucho ir a estos cines que son en verdad cines, que ponen la programación en una tabla de Word impresa en una hoja de papel que se pega o coloca afuera del cine, que algunos tienen reseñas de periódicos locales igualmente pegadas en las puertas (pensar que acá se toma todavía en cuenta la reseña del diario, que la de teatro es importante por la gran oferta, etc.), que sus salas son de una elegancia decadente altamente seductora.

Ah, otra noche llegué y prendí la tele: vi un pedazo de una francesa, Amor y turbulencias en español. Bleh, chick flick gala sin filo. Le cambié a iSat y alcancé el último tercio de una llamada Untitled, no entendí bien si sátira o mirada seria sobre el arte contemporáneo (tenía partes muy chistosas, creo que era comedia, aunque con momentos geniales como, por ejemplo, cuando un artista veterano le dice a un extrañísimo -como siempre- Adam Goldberg: an artist must find meaning in the process). Cuando se acabó empezó Cumbres borrascosas, pero la última versión fílmica, una que no había visto, aquella famosa donde Heathcliff es un HOMBRE NEGRO. Esa novela es tan fundamental para mi alma que no dudé en verla y sufrir nuevamente, pero al parecer me quedé dormida antes de la muerte de Catherine. Chale. Lo que vi me gustó mucho.

Cierto, cierto, también vi Ex machina, por recomendación de Luis Reséndiz, una tarde que le di play y no me levanté de la silla y la vi así, extrañamente, sentada en el escritorio. No me gustó mucho, la verdad. Como siempre, una gran idea que los involucrados echaron a perder o resolvieron de manera poco satisfactoria. Pero la vi por Oscar Isaac, actor del que proclamo posesión absoluta debido a la hipsterez de haberlo amado desde que lo vi en Agora, la de Amenábar, en 2009.

Vi la mitad de un documental llamado Beyond clueless, escrito y dirigido por un güey/chabón que sigo en Twitter, Charlie Lyne, quien humillantemente nació en 1991. Está bueno, deconstrucción de la high school movie que por fin me hizo entender una referencia de la única del género que jamás vi: AM I A BET, AM I A FUCKING BET?

Teatro, todavía no he ido. Veo los carteles de las obras, me paseo por las taquillas, sopeso, pero todavía no sé qué ver, no he tenido chispazos de espontaneidad, valentía o inteligencia. También, tal vez después.

A continuación va la parte vergonzosa del presente post. Un ejercicio catártico de confesión y búsqueda de redención.

Justifiquémonos. Digámonos: ahora estamos leyendo tanto, tan obligatoria y metódicamente, tan elevada y sentidamente, etcétera, y además llevamos una vida diríase que de persona en soledad, que pues OBVIAMENTE será posible dedicar el tiempo libre a retomar una costumbre que, aunque la gente no lo crea, aunque la gente se muestre escéptica, aunque la gente mediante charlas en fiestas y otras actividades me contradiga, no se poseía desde 2011: ver muchas series de televisión. De manera que he dedicado algunas horas (nuevas justificaciones: domingos, hora de la comida, antes de dormir, alguna tarde de sábado, alguna otra de domingo) a ver las siguientes series televisivas:

Terminé la temporada 5 de Portlandia, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. Algunas veces he fantaseado con escribir algo serionsón sobre ella, eventualidad que conllevaría la enorme dicha de volver a ver todos los capítulos con espíritu analítico. Pero a la vez la sola idea me deprime y cansa.

Terminé asimismo la temporada 4 de Girls, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. También. Además esta ocasión tuvo cosas cercanas, me proporcionó gratas carcajadas, me confirma mis altas opiniones sobre Lena Dunham.

Me puse al corriente con la temporada 5 de Louie, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. O sea, estas tres series cada vez están mejor, son geniales, chistosas y agudas. No nos desgastemos buscando adjetivos. Louie además está dando risa de nuevo, porque la última temporada fue una meditación demasiado dolorosa sobre asuntos dolorosos, que recuerde. Sin dejar de ser dolorosa todavía, maldito seas, Louie C.K. Y además esta vez nos dio, en un capítulo justamente llamado Untitled, la mejor representación de un sueño/pesadilla que yo había visto desde Paprika (qué asco reciclarse los tuits) en el que, de paso, se planteó aquella idea de la muerte como un regreso a la nada, al estado inanimado del que partimos. Louie es filósofo comediante.

Como el resto de la población que mira series, terminé Mad Men. Curiosamente, a pesar de los postitos que le he dedicado en la vida, esta vez no logro sacar nada en claro, no me sale escribir sobre ella. Tal vez después. Si no, de todos modos se están escribiendo cosas muy buenas sobre ella, para qué agregar sobrantes.

Estoy viendo Game of Thrones. Cada vez se pone más intensa. Yo leí los primeros tres libros y ya no tuve disciplina para seguirle. La serie ya me rebasó salvo en lo que pasa al final de A storm of swords y que estoy esperando ansiosamente que suceda. Sus buenos momentos no paran y es la única serie en la que una frase como “the dwarf lives until we find a cock merchant” es perfectamente plausible.

A veces veo algún episodio de Bob’s Burgers y me encanta (¿hay mejor personaje que Tina?), pero avanzo lento. No he retomado Twin Peaks, que estábamos viendo en México. Vi un par de episodios de Garfunkel & Oates y me gustó bastante (mujeres chistosas: POR FAVOR), pero me entristece ver que duró solamente ocho capítulos.

Llegamos a Unbreakable Kimmy Schmidt, la serie que me hizo desear escribir este post. Desde aquellos años de 2011-2012, yo no me había aficionado a una comedia cortita, tradicional, tipo NBC, tipo The Office o Community. No he logrado terminar Parks & Recreation, por más que me encante Amy Poehler, creo que todavía más que Tina Fey. Tampoco, por lo mismo, he logrado avanzar una sola temporada de 30 Rock. Ésta no se me antojaba, la verdad, aunque fuera creación de Fey. Pero un día que tenía migraña y cruda horrible, un domingo helado y gris, puse un episodio en lo que comía. Dije: a ver. Y el dolor y la dejadez me fueron llevando, llevando, y de pronto ya me había fletado seis episodios de corrido. Hace mucho tiempo no caía en el famoso binge watching. Fue un oscuro reencuentro con mi yo de 2011.

En la semana la terminé. Después, me tuvo pensando algunos días. Por un lado, está llena de brochazos gordos, como sketches (Titus sacando un billete de -1 dólar del cajero, etc.) y bromas escatológicas o pretendidamente satíricas sobre raza, dinero, sexo… Por otro, el ritmo es trepidante, cada línea de diálogo está cargada con un chiste y Ellie Kemper es una actriz archisimpática. En medio: la serie nunca olvida que la base de su historia es el secuestro de cuatro mujeres por un megalómano que las mantuvo encerradas durante quince años en un bunker bajo tierra. Lo que impresiona es la manera de hilar algo tan trágico e inquietante con una comedia. Esa combinación. Los momentos en que ciertos fragmentos no dichos de su vida emergen (I have to use the filth bucket, erm… the powder room o cuando un irreconocible Martin Short, cirujano plástico, revisa el rostro de Kimmy y se sorprende porque, por un lado, no tiene rastros de exposición solar y, por otro, tiene very distinctive scream lines). Se trata, finalmente, de sobrevivientes de abuso y violación. Después no supe bien qué pensar de que el secuestrador maldito terminara siendo Jon Hamm, una parte de mí pensaba que aquello trivializaba el acto (¿qué mujer no piensa: sí, Jon Hamm, enciérrame en un bunker durante quince años y abusa de mí repetidamente?), pero después me hicieron ver que sí, que esos personajes tienen que ser seductores, que de esa forma dominan. Y, ay, Tina Fey y su peluca. Yo no puedo negar la cruz de mi parroquia y que la amo.

En resumen, esas son las cosas que he visto desde marzo 16.

Actualización: hoy pude ver Choele en el cine de Congreso, llamado Gaumont (es un Espacio INCAA – Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales). OCHO PESOS. Bonita y por momentos lenta estampa del interior argentino. Premisa buena: especie de triángulo amoroso entre puberto, su papá quien es a todo dar, y una mujer joven. Al salir, larga larga larga caminata.

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Mi problema del café II

Tengo café. Tengo café. Pero al principio no tenía café. Aún ahora, ¿tengo café? Tengo uso de una cafetera. Tengo unos cuantos gramos de café. ¿Pero tengo solucionado, de verdad, mi abastecimiento de café? No, claro que no. Eso nunca es posible. El café siempre faltará. El café disponible a todas horas es una entelequia. Digamos que, por ahora, tengo café. Estoy salvada (pero, ¿por cuánto tiempo?). Los primeros días fueron duros. Vivimos experiencias difíciles, algunos dirán: intolerables. Por ejemplo, café soluble. Café soluble que de entrada, desde el frasco, tenía azúcar. Luego, un saborcito raro en los cafés de los cafés. A veces. Culpo a una persona en específico por el desarrollo de esta idea: el café de mala calidad, por el agua y los granos. Luego: culturas del café distintas. Los tamaños discordantes. Americano en pocillo. Inexistencia de la leche deslactosada, a lo mucho: descremada. La omnipresencia del café con leche. La bomba gástrica del café con leche. La progresiva y definitiva elección del café doble en todo intercambio comercial. Café doble siempre. NEGRO. O está bien, con leche -descremada- apenas. Estas sutilezas tipográficas deben manifestarse en la voz, al pedirlo. Conocí el café en bolsita, en bolsita. Como un té que se hacía negro en la taza. Malo no. Extraño. Pero sólo por cómo se llegaba a él. No repetí. Tuve un Dolca después. No era el Dolca canela que protagonizó algunas anécdotas de mi carrera universitaria. Duró poco. Después me armé de valor y me hice de mi café y me aventuré a utilizar la cafetera que tengo disponible. Y entonces la luz, la felicidad ilusoria de una abastecimiento perpetuo de café. Pero luego, como escogí un tipo fuerte y también porque me complica repetir el asunto del filtro y el cálculo y el agua dos veces al día, pero sobre todo porque, a pesar de necesitarla, no deseo abusar de la cafeína, compré uno soluble. Para la taza segunda o la tercera. En apariencia, tengo café. Este pensamiento me guía y me ilumina y me da fuerzas.

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4:26 am

No aclaremos, una vez más, que todo lo escrito aquí se escribe al aventón. A vuelapluma. No es vanidad, es advertencia. No debería ser así, pero así es. Un espacio poco serio. Un sitio de desahogo (público, qué horror). Ahora, por la distancia, amenaza con volverse un refugio, un vertedero de cartitas al viento. Se genera el problema de la voz adoptada que, al final, deforma. Pero ya qué. Ahora me quema escribir lo siguiente.

Estaba por la madrugada trabajando concentradamente, por primera vez en mucho tiempo (no he dejado de callejonear, de mirar por la ventana con gesto estúpido, de dormir y tener unos sueños complicadísimos, saturados de significados evidentes). Traía los audífonos puestos, pero en los breves silencios distinguía, de pronto, voces, conversaciones a gritos, risas. Mi ventana, en un segundo piso, da a la calle, a un cruce de calles. Un barrio céntrico. Además aquí los colectivos pasan toda la noche, lo cual me parece encomiable. Por eso de madrugada es común ver a grupos de amigos o hasta a personas solas caminando, de regreso de la fiesta. Bueno, a veces escuchaba que pasaban. Normal, pues. Terminé o no terminé sino que le puse punto final al trabajo de ese día, pues ya era tarde, casi las cuatro, y tenía que levantarme temprano. Entonces me acosté, ya sin audífonos, abrí una novela (que terminé hoy, no me gustó) y me puse a leer. Y a medio párrafo escuché gritos, el clásico boludooooo y cosas así, que decidí ignorar porque es común que la gente se emocione cuando bebe y que los argentinos se digan boludoooo entre sí, etcétera. Pero los gritos subieron de tono, se escuchaba todo violento y yo, pensando que podía ser una pelea entre novios y que de ser así debía llamar a la policía (alguna vez nos pasó algo similar en la Narvarte) o tal vez sólo movida por el morbo, me asomé por la ventana. Entonces vi a un grupo de hombres que venían arrastrándose por la calle. Veamos. Pensemos. Ah, es tan difícil rebobinar la memoria. Había dos, jóvenes, altos, rubios, con las camisas desabrochadas, que de inmediato me remitieron a un par de mirreyes. Y un gordo en bermudas, moreno, sin camisa, con una panza enorme que se le desbordaba. En el justo momento en que me asomé vi a a uno de los mirreyes darle un puñetazo al gordo y vi, en primer plano, cómo éste cayó como tabla sobre una coladera. Como tabla. Como una puerta que derriban de una patada, rígida y cuan larga es. El knock-out definitivo.

El mirrey lo pateó en la cabeza. Le dio una patada con saña. Nunca había visto algo así, un acto de tal crueldad en vivo. Pero ahora, conforme le doy replay a la escena, o quizá mi mente la ha reajustado a mi conveniencia, veo que el mirrey estaba tan borracho que hasta su patada fue torpe y tibia. No sé. Pero después de eso aparece otro mirrey, otro gordo. Sobre el paso de cebra se pelean. De esas peleas donde se abrazan y se jalonean. Pero lo más terrible era el gordo de las bermudas. Seguía ahí tirado. Era una escena con muchos componentes, mis ojos iban del jaloneo al hombre tirado. Y una voz desde un ángulo que yo no podía ver gritando: lo matasteee, está muertooo.

Hay una comisaría a treinta metros, pero no parecían darse por enterados del alboroto y la tragedia. Entré en desesperación. Desperté a W. No escuchaba mis toquidos. Aún no tengo teléfono argentino y no sabía a qué número de emergencia llamar. Por fin apareció, medio dormido. No me expliqué bien. Pero repetía lo del muerto. Y ah, el impulso centrípeto: no quería que estuviera muerto. Rezaba porque no estuviera muerto. No quería haber sido testigo de cómo mataban a un hombre. No. Lo pedía en lo más hondo. Esos videos del policía que recibió la bala en metro Balderas, del hijo del Perro Aguayo: NUNCA LOS VEO. No deseo ver, voluntariamente, el momento en que un ser humano pierde la vida (y no entiendo y hasta desprecio un poco a los que sí). Mi interés egoísta era ese. Me maldije por haber estado despierta, por haber visto lo que no tenía que ver. Necesitaba desver. Pero antes, tenía que ver. Ya no había marcha atrás. A esas alturas ya habían llegado algunas patrullas. Adriano me dijo que me durmiera y yo dije: sí, sí, apaguemos las luces, que no sepan nada (mi ventanita delatora, el rectángulo amarillo en la negra llanura del edificio). Pero en la oscuridad me puse detrás de la cortina. Los mirreyes hablaban con los policías. El hombre de las bermudas seguía tirado. Yo lloraba o creo que lloraba, pero no salían lágrimas ni nada; había un impulso sucio y vergonzoso de seguir el drama hasta su último detalle, yo que siempre me he jactado de practicar el “anti-voyeurismo” a toda costa. Los policías daban vueltas, se decían cosas entre sí, miraban de cerca al hombre tirado y volvían con los mirreyes. Un chiste, un verdadero chiste. Por fin apareció otro gordo, creo que amigo del primero. Lo vi acercase a él con una camisa extendida. Imaginé lo que pasaría a continuación. Se la pondrían encima. La manta mortuoria. Eso sí no lo soportaría. Me senté en la cama y me quedé ahí unos momentos, durante los cuales me refugié en el teléfono.

Un par de minutos después volví a asomarme. ¡Oh! El hombre ya no estaba ahí tirado. No había manta mortuoria. ¿Era ese, sentado en el vano de una puerta? ¿Limpiándose con una camisa? ¿Abrazado del amigo? Lo peor de todo es que no sé. Esto podría ser un final relativamente feliz, si mi memoria y mis capacidades de observación no se encontraran tan menguadas. Yo creo que sí era. No puede ser que en el breve momento en que me alejé de la ventana lo hayan cargado -se notaba pesado- y llevado a otra parte. Pero entonces, ¿cómo revivió de pronto? Mientras tanto, los mirreyes seguían hablando con los policías y en algún momento se separaron, se dieron las manos y los mirreyes se alejaron por una calle, creo que hasta riendo. Al gordo que se limpiaba con la camisa lo ayudaron a caminar y él y su amigo se fueron siguiendo a los policías.

Puedo explicarme que el hombre cayó como cayó no por un knock-out fulminante sino de puro y llano borracho. Que el mirrey le dio esa patada en la cabeza con ganas pero estaba, también, tan borracho que apenas fue un golpe burdo. Que en algún momento él y su amigo le dieron dinero a los policías. Que los policías se llevaron a los gordos -unos raspas, unos quéimportan, unos ciudadanos de segunda o tercera clase- a la comisaría, para zanjar el asunto. Que había visto una obra entera en dos actos. Un día en que, por cierto, había leído este artículo: “Crime-Weary Argentina Sees More Mob Violence and Vigilante Killings”, en que había vuelto a pensar en las violencias semejantes en su estructura, pero discrepantes en sus manifestaciones, de Argentina y México.

Ay, Latinoamérica querida.

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Lo extraño de todo es que, tras una noche inquieta, poco reparadora, hoy fue un día magnífico, ordenado, lleno de novedades, de una caminata de horas y horas, de ver cómo las calles iban cambiando, los edificios y los estilos arquitectónicos, los olores y los comercios, y la luz y el cielo, y otra vez la quise mucho, la amé como nunca, a la rara Buenos Aires.

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Suipacha y Arenales

Tres de abril. ¿Es viernes, es sábado? Es viernes. Difícil saberlo mientras camino. Las calles están vacías o depende: la mía, las aledañas, la 9 de Julio y la Libertador están vacías; las peatonales del microcentro, no. Pero ahora, de madrugada, ya es sábado. Es que empecé esto hace rato y luego me detuve. Sí, postergo escribir, me da miedo y pereza, pero además es otra cosa. Entrar a una librería, a cualquier librería, y abrir un libro, cualquier libro -una portada bonita, un título interesante, un nombre vagamente conocido- y encontrar una frase muy buena, un trozo de prosa notable. Hace un rato me sentía como borracha, drogada, la mente trastornada, aunque el cuerpo -algo inusual- muy bien, un leve dolor de cabeza nada más. El estado alterado era psíquico. Había una coreografía, todo era una escenografía. Rima, pero sin intención. Algunos me miraban, algunos ojos reparaban en mí, me sentía como Leonardo DiCaprio en un sueño ajeno, las manifestaciones del inconsciente tornándose, si no agresivas, por lo menos pendientes de mi presencia. Vagué en busca de cafeína. Terminé donde ya sabía que iba a conseguirla: el Starbucks enfrente de la Plaza San Martín. Dos violencias subterráneas: dejé mi libro y mi café -grande, helado, lleno de azúcar- en el sillón y la mesa, respectivamente, en lo que iba al baño. Al volver no estaban. Me alarmé. Anoche, al despedirnos, Alén me dio algo más para seguir instalada en el efecto Levrero: Irrupciones. ¿Y me lo habían robado tan pronto? Pero después un empleado me hizo señas de que otro de ellos los tenía, mi café y mi libro, el primero en su bandeja de garrotero y el segundo en la mano. Me los dio entre disculpas y luego, cuando ya me había sentado y empezado a leer, prosiguió con sus disculpas. Seguí leyendo. Seguí leyendo. Maldito Jorge Mario adictivo. Otro empleado fue a recoger unos vasos y se puso a una distancia de mí y se inclinó y me revisó con la mirada: debió pensar que estaba dormida. Cruzamos miradas y él dio un saltito torpe hacia atrás y se fue de inmediato. Raro. Todo era raro. Salí y todo era raro y yo me sentía rara. Me eché en el pasto, con la mochilita puesta en los hombros pero haciéndola de almohada. Era tan fresco bajo la sombra. Algunos grupos pequeños sentados en el pasto, unos niños que corrían, otro que se enojaba e iba a sentarse con ostentosa indignación en el borde del parque y una adolescente que iba a buscarlo y lo cargaba y me enternecía: anoche soñé, otra vez, con mis hermanos, con mis sobrinos, con mis papás. Bajaba un avión de pronto, luego otro, luego otro, seguramente hacia el aeroparque. Yo pensaba que en la Narvarte los veía muy cerca. En el pasto había muchas aves, palomas en su mayoría pero también unos pajaritos redondos y grises con alas color verde limón. Llegó otro niño pequeño y empezó a corretear a las palomas y éstas volaban rápidas antes de que se acercara pero luego bajaban de nuevo, no muy lejos: al parecer había muchas migajas y otras sobras entre el pasto. Pensé otra vez en ellas, seguro es por la influencia Levrero; pensé en que deben tener buena vista, tal vez no como las águilas, pero al menos con un ángulo cercano a los trescientos sesenta, lo que les permite anticipar los movimientos del perseguidor. El perseguidor. Pasó un maleante. Ya les voy a decir siempre maleantes. Como el que intentó llevarse mi bolsa hace unos días, en esa misma plaza, mientras yo dormitaba o hacía como que dormitaba. Ganas de rodar. Como un niño que se metió los brazos dentro de la playera y estuvo a punto de rodar pero su mamá empezó a regañarlo por tantas pavadas. Después, al salir de la plaza por el otro lado, donde hay una galería fotográfica sobre personas con síndrome de Down, en la que se aclara que tienen síndrome de Down y no son Down, lo que me hizo recordar el breve documental que vi en Migraciones sobre una empleada que tiene síndrome de Down, a quien luego reconocí platicando con sus amigas en otro edificio de Migraciones, vi al niño botando su pelota. Qué luz. Qué tarde. Si tuviera una cámara en los ojos. Si otros pudieran ver… Si J hubiera podido ver… Otra vez la culpabilidad, más bien siempre, en el fondo de la mente, y a veces por oleadas. Me zambullí en el microcentro. Veía mi reloj cada tanto, no sé por qué, para qué. Se me está haciendo tarde para algo, ¿pero qué? ¿A dónde tengo que ir, dónde me esperan? Perder el tiempo de nuevo. Perderlo, derramarlo, lanzarlo lejos. Diluirlo. Pensé, con egoísmo, en la ventaja de vagar en soledad. Los paseos a dos cabezas son maravillosos en tanto intercambio de impresiones, de descubrimientos repentinos. Pero es una democracia. Exige acuerdos. Propósitos en común. La soledad es más modesta, menos eficiente. Pero este obedecer los deseos más improductivos puede volverse peligroso. Por ejemplo, caí en Galerías Pacífico. ¿Por qué, si ahora debo ir todas las semanas? No sé, no había observado sus murales bien. Descubrí otra área de comida rápida, con opciones que no tenía en cuenta. Hice anotaciones mentales. Subí las escaleras. Luego recordé que había querido entrar a husmear en la librería Cúspide. Bajé de nuevo. Husmeé. Subí otra vez. Salí a la calle. En la peatonal Florida iban a empezar a bailar tango, un señor de pantalones anchos y pelo totalmente blanco, y una señora con un vestido muy sensual y de brillitos. Dije: veré. No he visto nada de tango desde que llegué. La grabadora no cooperaba, la espera se extendía. Por fin empezaron, el viejito se equivocó muchas veces. El viejito. Qué palabra tan fea. Entonces dije: no, y me fui. Di otra vez muchas vueltas, ya fuera del microcentro, explorando las calles y esquinas aledañas, todo semivacío, aquella luz celestial que caía sobre las fachadas palaciegas, afrancesadas, manchadas de humedad. Recordé mi lugar común de la noche anterior, en relación a Buenos Aires: una señora vieja y decrépita que en su juventud fue muy hermosa, que te seduce muchísimo cuando no te hace mierda la vida. Como el personaje de Grandes esperanzas. Una cosa así. Un lugar común. Yo no me acostumbro todavía (a la libertad, a la facilidad). Hay pocos autores mexicanos en las librerías, esa es la verdad. Paz, claro. Rulfo, claro. Y poquito más: a veces Monsiváis, a veces Poniatowska, mucho Mastretta y Laura Esquivel, menos de cinco contemporáneos, ¿Fuentes?, Garro (y eso porque la edita Mardulce), Villoro. Y párale de contar. Ahora no recuerdo más, a lo mejor hay. Hace cinco años yo compré uno de García Ponce en El Rincón del Anticuario, justamente. No he ido a librerías de viejo. Puras de nuevo. Cúspide, Ateneo, Eterna Cadencia (por casualidades he terminado en esa zona de Palermo varias veces). Hace calor. Hay mosquitos. Me da comezón. Creí que el otoño había llegado, lo creí hace unos días, pero fue un espejismo. De todos modos sé que luego voy a extrañarlo. Vendrá el frío y se pondrá feo y voy a sufrir. Ya voy a ajustarme. Ya voy a terminar de escribir mis pendientes. Ya voy a establecerme. Todavía no logro acostumbrarme.

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Buenos Aires, 24 de marzo

Tengo miedo hasta de escribir y no sé. No sé qué depara hoy. Igual ya es tarde y es feriado, la ciudad medio vacía, ninguna posibilidad de avanzar con los trámites -que se han ralentizado, pero no hasta extremos ridículos, un recordatorio de los tiempos rioplatenses, pausados, con calmita-, algunos vagos deseos de buscar un sándwich de bondiola en la Costanera, ganas de sentarse en un café -o mejor, en un parque- y leer. También he postergado esta entrada, que he escrito en la cabeza con miedo, sin adelantarme a las frases, que después no salen o parecen metidas con calzador. Aunque es tarde es de mañana y J todavía duerme y por fin algo de paz y silencio en el departamento (Balvanera, vecinos ruidosos, el trajín de Rivadavia).

Otra vez dejarse ir y escribir como salga. Antes tenía pensado continuar enumerando mis desgracias burocráticas, mis aventuras entre ridículas y lamentables, que después suelo contar con algo de gracia y que siempre arrancan risas o por lo menos sonrisas. Creo que incluso lo haré, en desorden. Que la PGR no me dio la carta a tiempo, sospecho que a propósito -en ese momento estaba segura de que me torturaban por placer y sadismo-, que hubo feriado en México y fui ayudada (siempre soy ayudada) a apostillarla, pero hasta el martes; que tuvo que ser enviada en un sobre UPS hasta Buenos Aires, pasando por Kentucky y Miami y São Paulo, y llegó el viernes, con una breve estadía en el 2do. I, en lugar del 2do. L donde nos hospedamos, por un breve error de Benja, que trabaja en el edificio, retrasándome todo y produciendo otra más de mis características angustias. Aquel viernes chusco tras la humillación y la espera en la PGR, el intento en el Diario Oficial de la Federación de avanzar el trámite, el banco que no era el banco, intentar sacar dinero de un cajero, ¡mi tarjeta expiró en febrero!, una carrera al Ixe de la Torre Mayor, el consuelo de la eficiencia, vueltas y vueltas con zapatos que me hacían doler los pies, el turno h448 en un Bancomer donde iban por el 23, la espera en una silla, en estado catatónico; las fotos 4×4 (los ojos rojos y chiquitos, la boca chueca, el pelo lamentable), el metrobús en ventana; la oficina; después María y las charlas con María, una de las cosas que más voy a extrañar; la caminata por Coyoacán, un café y una tarta de plátano, ¿qué haré sin esas conversaciones y esa manera de pensar a dos cabezas y esa comprensión que descubrimos tan recientemente, a pesar de conocernos desde los quince años, pero sólo de vista, ella en el grupo 5 y yo en el grupo 6, sin sospechar el lazo que nos unía? Esa noche, en casa, vimos A most violent year (¡Muy buena! Soñé con ella). Después, la fiesta, la amenaza de lluvia, (antes) la búsqueda de un proveedor de lonas (la breve reflexión sobre la Sección Amarilla, el declive de la Sección Amarilla y la lenta desaparición de los oficios), la llegada de los sujetos de la lona a las 6:50 am (pensé que “bluffeaban” cuando dijeron que llegarían a las siete de la mañana), los preparativos, mi garganta ardiente, Fanny, Carla y Tania llegando de Querétaro, el principio flojo, los grupos que no se mezclaban, y yo sin angustia como sería lo usual, sin desplegar hasta la extenuación mis dotes de anfitriona, lo que me hizo sospechar lo que luego se volvió evidente, que no estaba dentro de mí del todo, y después las cosas fueron encajando, la fiesta dio un giro, hubo excelente música siempre, no paró de sonar aunque el acuerdo da hasta las tres de la mañana, a nadie le importó y creo que todos se divirtieron, yo tomé vino o derivados del vino, no me caí, no tropecé, bailé y bailé y reí y en alguna ocasión lloré, y dieron las siete a eme, un sueño ligero y alcohólico, aquella mañana con J, con Carla, con Tania, con Fanny, con María, hasta con Frost que había quedado medio desmayado en el sillón, y la Ceci que estaba divertida con nuestra plática, los tacos Manolito, las horas que se escurrían sin que nadie pudiera detenerlas, la llegada sorpresiva -y adorada- de mis papás, mis hermanas, Loló, Leo y Tita, más tarde Elsa y Rafa, las lágrimas contenidas, esa separación que me envolvía, que me hacía actuar en consecuencia y ser yo aunque por dentro no me reconociera, y me buscara, y pensara que todo le estaba pasando a alguien que no era yo y, por lo tanto, decidiera retrasar o postergar los sentimientos.

Un día de viaje. El cansancio y el temor. El calor asfixiante de Buenos Aires. El reencuentro con una Buenos Aires que reconocía (de manera neuróticamente precisa: hasta los kioscos y las fachadas de los edificios) y que a la vez me mantenía afuera, pero tal vez no era la ciudad sino yo misma, la enfermedad que al fin se había instalado en mi cuerpo, lo que ponía una pared invisible entre el mundo exterior y el interior. Sí que idealicé esta ciudad, claro que lo hice, y al caminarla otra vez y reconocer sus inevitables hostilidades (las de toda ciudad) y pasar por lugares recorridos antes, recordé cosas que yo había mantenido más o menos ocultas de mí misma y que era necesario sacar a la superficie. El primer día habremos caminado más de veinte kilómetros, bajo un sol que calcinaba. Pero entre los trámites y los pendientes, que iba sorteando o redistribuyendo para días venideros, entramos en algún momento a la famosa Eterna Cadencia, y entre todos los títulos que anhelaba encontrar tan a la mano, hubo uno que pareció llamarme, un cliché o un lugar común, dirán algunos, porque es un autor que “todo mundo está leyendo” o “todo mundo quiere leer”, y porque sus libros son difíciles de conseguir en México. Lo pagué, leí un poco en un café, leí un poco en la noche, y al día siguiente amanecí con fiebre. Más tarde se nos fue la luz, no había aire acondicionado, nos metimos a un cine de Corrientes (al que yo ya había ido, hace cinco años), vimos Relatos Salvajes, reímos y nos desesperamos, ¿qué más hicimos ese día? Llegamos tarde y seguíamos sin luz, y a la luz de las velas leí más, y al día siguiente todavía sin luz y ahora sin agua, ¡sin agua a más de treinta grados!, la piel pegajosa, el malestar, la incomodidad; una noche caminamos por Rivadavia y luego Avenida de Mayo hacia San Telmo; San Telmo no era como yo recordaba, estaba más sórdido y solitario que antes, cenamos en un café notable, un bife sin mucha emoción, y otra vez la fiebre, la presión baja, mi carta que no llegaba, la angustia del trámite migratorio, la angustia monetaria, una tira de pastillas (fuerte, con seudoefedrina) que nos recetó una excelente empleada del Farmacity, cuyo entusiasmo y seriedad agradó mucho a J; el entresueño, otra excursión a Migraciones, a través de Retiro, otra zona igualmente sórdida, una avenida incruzable, los claxonazos y los gritos de los camioneros y los informes informales (cacofonía) a la entrada del edificio y una pelea en un estacionamiento del Buquebus y advertir el choque de un trailer que se le fue encima a varios automóviles, y entre todo, en medio de este quilombo, leer en la novela que pareció llamarme en mi primer día en Buenos Aires:

 

De modo que, valiéndome de la imagen del perro para rellenar el discurso vacío, o aparentemente vacío, he podido descubrir que tras ese aparente vacío se ocultaba un contenido doloroso: un dolor que preferí no sentir en el momento en que debí sentirlo, pues estaba seguro de no poder soportarlo, o por lo menos de no tener tiempo para irlo soltando lentamente de un modo tolerable. Porque el 5 de marzo de 1985, a primera hora de la tarde, subí a ese coche que me llevaría “definitivamente” a Buenos Aires, y el 6 de marzo de 1985, a las 10 de la mañana, debería comenzar a trabajar en una oficina en Buenos Aires. Y debería comenzar a adaptarme a la vida en otra ciudad, en otro país. No había tiempo para sentir dolor y opté por anestesiarme.

Ese acto de anestesia fue una operación psíquica consciente, a la que en ese momento llamé “bajar la cortina metálica” y un poco más tarde llamé “psicosis controlada”: una operación de negación de la realidad, que básicamente consistía en decirme repetidas veces: “No me importa dejar todo esto”. 

(Mario Levrero, “El discurso vacío”)

 

Esa idea de la postergación de sí mismo es la que me había acercado o interesado sobre Levrero, cuando apareció en mi radar. Tenía que ser así para alguien como yo que suele postergar hasta lo más ridículo, como leer un correo, por manía, por temor y por cobardía. Frecuentemente decido “no pensar” en las cosas, guardarme para después el momento de afrontarlas, de sentirlas con su intensidad debida, y luego pasa que nunca las saco, se quedan enterradas, incómodas, un pendiente abstracto de mi lista interminable de pendientes.

Las cosas con Buenos Aires mejoraron. Salimos con Vainilla, a un ‘boliche’/fiesta gay cerca del Planetario: vislumbré brevemente las posibilidades de la vida nocturna porteña. La luz y el agua volvieron. Empecé a leer un libro de Puig que estaba en el departamento, adecuado, al menos por el título, “The Buenos Aires affair”. Vimos a Jordy y a María, el acento y las palabras y las anécdotas de casa. Conocí a más gente por ellos, fui viendo que no estaré sola (y además nunca estoy sola, siempre me las arreglo al respecto), me reconcilié aunque por momentos, caminando por la noche, me volvía una sensación puramente infantil: alguna vez, de menos de seis años, pataleé para que me dejaran dormir en casa de unas primas y cuando mis papás se fueron me entró una angustia muy honda y lloré y lloré y quise que me llevaran a mi casa; afortunadamente mis tíos no me hicieron caso y aprendí a economizar el sentimiento.

Sentí que tenía que seguir leyendo a Levrero. Había sido un consuelo. Quería leer, sobre todo, otra cosa que fuera como un diario, un tipo de escritura al que no dejo de regresar últimamente, y me enteré que tenía un escrito similar de su tiempo en Buenos Aires. También, juro por Dios, soñé con Burdeos, una ciudad que conocí no sé si por casualidad, en 2013, en uno de los viajes fabulosos de la revista, aunque para mí en ese entonces era Bordeaux, no podía dejar de imaginarla y verla así, nadie me dejaba pensarla como Burdeos. Estuve poco pero después me dio por decir que era una ciudad tan bonita como París, pero mejor: sin turistas, sin ríos de gente, sin basura, sin precios exorbitantes. Eso, por supuesto, es una mentira grande que ni yo misma creía, pero que igual abonaba al deber que nadie me impuso de volverla turística y deseable. Burdeos, entonces, volvió. Y un domingo que por fin concedimos entrar en esa otra famosa librería porteña, El Ateneo Grand Splendid, adquirí esa edición doble de “Diario de un canalla” y “Burdeos, 1972”, que Levrero escribió en diferentes momentos, movido por “dos aventuras vitales”, explica su editor Marcial Souto en el prólogo, “una por amor y otra por necesidad”.

Terminé ambos antes de dormir. En el primero Levrero intenta autoconstruirse de nuevo, después de haberse vuelto un canalla, de claudicar de la vida de artista, viviendo con las comodidades que le da -por primera vez- un trabajo de oficina y un “nido de lujo” (con bienes antes impensables como una ‘heladera eléctrica’), en la corrupta Buenos Aires de los años ochenta. Registra el periplo de un gorrioncito (Pajarito) que aparece en su departamento de Balvanera (ah, Balvanera) y que debe aprender a volar, a huir, a integrarse a los miles de gorriones que sobrevuelan la plaza de Congreso (ah, Congreso) aunque “íntimamente, será un ser distinto; el padecimiento de su infancia lo dejará marcado para siempre”. El otro son los recuerdos que le llegan a Levrero en las largas noches insomnes de 2003, un año antes de morir, sobre los tres meses que pasó en Burdeos viviendo con una francesa que conoció en Montevideo, Antoinette, y su pequeña hija Pascale. Un Burdeos que se recupera, en la mente de Levrero, recortado e impreciso, un Burdeos que imagino más aburrido que el que yo conocí, y más peligroso, por lo que dice del puerto y de los márgenes del Garonne, ahora transformados en un paseo peatonal en el que los bordeleses patinan, pasean a sus bebés y toman vino durante los raros días soleados. “¿Tendría que no haberla amado para serle útil? Pero ¿cómo se hace para no amar a Antoinette?”, escribe en una parte que me conmovió mucho.

Creo haber leído por ahí que él escribía para recordar. La larga tradición de escribir para recordar.

Sentía, hasta este momento, que la última noticia que tuve de mí fue durante la última llamada a la PGR, cuando se me quebró la voz (una.vez.más.). Sigo recuperándome. Sigo buscándome. Y es en el diario público (que me da pudor y a la vez no, evidentemente) que encuentro algo de lo que soy y que permanece agazapado, aprisionado en un cuerpo que camina, camina, suda, se afiebra, tose, come y bebe. Pero falta todavía mucho más.

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Burocracia / Angustia / El cuerpo descompuesto

Me aplasta. Escribo este largo, largo, desorganizado, neurótico post, que sale como tecleo y sin revisar (ejem), como un desahogo.

Hago mis trámites con cierta diligencia, amparada en la ignorancia, descubriendo que pude ser -tal vez, siempre se puede ser- más expedita, pero los pendientes, los trabajos pendientes, los freelances pendientes, los pendientes emocionales, familiares, personales. No: he sido expedita.

Tengo hasta fin de marzo para obtener la visa de estudiante, que sólo se puede tramitar en territorio argentino. Recibo notificación que amenaza con cancelar la beca cuya solicitud y tramitología, a mediados del año pasado, me dejó úlceras, insomnio, noches enteras en vela, logística que involucró una carrera contra el tiempo emprendida en Buenos Aires por Alén, firmas, papeles, hojas, una clase interrumpida para una firma, un sobre DHL urgente, y por acá, envíos desde mi facultad de Ciencias Políticas y Sociales en Querétaro, peregrinaje a la UNAM, escritura densísima de un protocolo largo, ojeras, dolores, angustias, una espera de meses en la que jamás dejó de dolerme la panza, esa tensión neurótica entre el sí y el no, el por qué sí y el por qué no, el verdadero principio de incertidumbre.

Después, otra vez, la angustia. ¿Dan la visa sí o no? ¿En cuánto tiempo entregan el documento? Nadie sabe nada, los mails no son respondidos, las llamadas indican que los informes sólo se responden por correo o en persona, un turno asignado hasta el 26 de marzo -podrían ser más meses-, un intento de cancelarlo, para pagar uno urgente, 1,500 pesos argentinos, sin éxito. Llamadas y mails infructuosos al consulado, a la sección de estudios, a la universidad, a la DNM. Conclusión: ni puta idea (tengo en claro que: la residencia precaria la dan al momento, el DNI tarda meses y la visa no sé si exista siquiera, ¿pero acaso los de acá entenderían esto? ¿Que allá todo funciona diferente, que su embajada no expide visas y que allá no tienen sentido de la urgencia y que ni ellos mismos conocen sus procedimientos o son reacios a explicarlos y que las cuadradas reglas de este lado, quizá, deberían abrir cancha, dar aire?).

Y, por acá, apostillar todo, en diferentes oficinas, en tres entidades (mi vida siempre está dividida, fragmentada, y ahora agregaré una división más), con diferentes precios y diferentes rangos de espera. El descubrimiento de requisitos que no puedo cumplir en el momento, porque mi familia no vive aquí, ¡porque estoy dividida! Más angustias, más sentimientos de ser lentamente engullida, devorada, por ese monstruo de la burocracia, con sus tentáculos invisibles, sus trasgos de corbata, sus requisitos, sus líneas de captura, sus números de registro, de turno, de asignación.

La carta de no antecedentes penales. Los diez días hábiles que, contados, tenían que resultar en hoy. La apostillada que tarda 85 minutos, pero hasta la una de la tarde. ¡Y resulta que no está! Mañana, quién sabe. Parto el lunes, con cita para el Instituto de Reincidencia argentino el martes, para obtener la carta de allá que no podré obtener sin la carta de acá. (Tras lo cual, idealmente, tendría que ir a una comisaría a solicitar que un policía verifique que vivo en la dirección que daré, pendiente que alegremente, Airbnb mediante, pude resolver ayer; después, esperar a este policía durante 48 horas -sin salir- para obtener un comprobante de domicilio argentino. Para, después, acudir al turno urgente (¿que lograré tramitar?) en la Dirección Nacional de Migraciones, en avenida Antártida, con mi inscripción a la universidad hecha, si logro hacerla el día anterior, en la sede Viamonte, a pesar de no contar -aún- con un seguro internacional de salud.). Ay, otra vez mis previsiones se derrumban, mi tinglado se desmonta, los consuelos que me cuento a mí misma, los pensamientos optimistas y tranquilizadores, la conmiseración que por momentos me hace exclamar: ¿por qué?, ¿qué tuve que hacer diferente?, ¿qué hice mal?, ¿en qué paso me equivoqué, en dónde fui irresponsable, dejada, voluntariamente lenta e insensata?

¿Ven ese tópico de la literatura rusa sobre la burocracia? En nuestra cultura latinoamericana está muy arraigada. Y es curiosa esta relación: viví cosas similares en mi estadía en Buenos Aires hace cinco años, cuando me robaron la cartera en el “subte”. No ese día, que tuvo tres horas perdida en un locutorio, llamando a mi casa, a Banamex, a Ixe, a Visa y Mastercard, cancelando tarjetas y solicitando repuestos para el extranjero, con dinero prestado por el chileno que conocí en el hostal y con el que paseaba ese día y sobre el que terminé escribiendo una  historia que nunca le mostraré, por mala onda. No ese día sino los días siguientes, con mi número de folio, y mi expediente, y mi contraseña, y mi nombre completo, llamadas eternas a los bancos y a las marcas de tarjetas de crédito, con sede en Miami; esperando faxes, mails, un sobre DHL con una tarjeta de repuesto sin NIP que casi no me servía para nada, agotando los cien dólares de emergencia que llevaba, comiendo manzanas y empanadas y vasos baratos de vino, y a pesar de todo disfrutando la ciudad intensamente, caminando sin dinero, descubriendo que no importa allá que casi no tengas dinero, una de las razones por las que no guardé rencor sino al contrario.

Si he de atarme a esa ciudad, será siempre a través de un penoso proceso burocrático.

Pero además las despedidas. El peso emocional de la partida. El dolor inconmensurable de esto. Me repliego, tengo mis crisis, me quejo con todo mundo, la panza me duele, me duele, no hay momento en que no me duela, y empieza a dolerme la garganta, la presión se me baja hasta el inframundo, el cuerpo somatizado, traicionero, que ni aguanta nada.

Entonces: ayer. Una queja más, un pobrecita de mí más. Es que es extraño cómo todo en mi vida tiene una rara simetría, señales misteriosas y anuncios. El post anterior, recuperar (¿por qué, de dónde vino el impulso?) aquella entrada anodina en un diario que yo tenía, una Moleskine roja gordota que no logré llenar, sobre una tarde en que se me bajó la presión en un bazar y me arrastré a un restaurante para obtener una Coca y pensar que no, que no quería desmayarme, como la única vez que me he desmayado, que fue en el primer Corona, durante los Pixies. Y la semana pasada fui a Querétaro, a apostillar mi título y certificado de calificaciones. Y mientras me los entregaban y demás, paseé por el primer cuadro de la ciudad, una ciudad que yo amé muchísimo, que anhelé también muchísimo, en la que fui feliz, como en el principio de toda relación, y de la que luego quise separarme, cuando empecé a ser miserable en ella. Pero mientras caminaba recordaba sólo lo bueno, mis andanzas adolescentes y juveniles, pensaba en lo bonita que es esa ciudad, en lo bien que se deja caminar, y llegué entonces a una parte del jardín Corregidora, con sus mesas de restaurantes al aire libre, y tuve el recuerdo de la primera vez en la vida que se me bajó la presión. Como a los diecisiete años. Y es algo que comentaba ayer con J, quien también sufre de presión baja. Si recordaba la primera vez que se le bajó. Cómo es una sensación que no tiene precedentes, un exabrupto del cuerpo: el mareo, el dolor de cabeza, la náusea, la taquicardia, mucho sudor frío que te escurre por el cuello, desorientación total. Algo como un estado alterado de conciencia. Cuando me sucedió -era viernes, de noche, yo caminaba yendo a no sé dónde- no entendía qué me pasaba y la desesperación, la intuición del desvanecimiento cercano. Después, con el tiempo, empiezas a detectar cuando tienes la presión baja, tu cuerpo se cuadra, reconoces las alarmas, es cierto que la Coca Cola es milagrosa -pero por las sales, me dijo un doctor, no por el azúcar.

Así, desde el domingo yo reconocía que tenía la presión baja, pero ayer, diversos factores entre los que hay uno que me culpabiliza totalmente, confluyeron en un momento en el que me encontraba encerrada en un vagón de la línea verde, repleto, detenido por la lluvia, sin aire y caliente, incomodidad que yo estaba sorteando muy bien porque estaba embebida en un pasaje de “La pasión según G.H.”, de Clarice Lispector, sintiendo incluso que la atmósfera agónica que me rodeaba (los rostros exasperados de todos los que íbamos en el vagón) era la ideal para rozar la angustia y el vacío de la escritura de Lispector, cuando llegué a la parte donde la narradora describe a la cucaracha que la hará vivir una experiencia de disociación, de escisión de su ser, o quizá todo lo contrario, de reconocimiento propio, escrito todo con una densidad que me hizo cerrar el libro con asco y angustia:

Y he aquí que descubría que, pese a que era compacta, ella estaba conformada de capas y capas pardas, finas como las de una cebolla, como si cada una pudiera ser levantada con la uña y, pese a ello, aparecer una capa más, y una más. Tal vez las capas fuesen alas, ella debería entonces estar hecha de capas y capas finas de alas comprimidas hasta formar ese cuerpo compacto.

Y entonces, al cerrar el libro, al ver que faltaban dos estaciones, sentí de inmediato que la presión se me estaba bajando, de manera vertiginosa y fulminante. Empezó el mareo, la náusea, el dolor, el sudor helado (como cubetadas de agua fría), el corazón palpitando, la vista borrosa, la boca seca y después el miedo y lo que me obligo a pensar: no, no, no, aguanta, aguanta, dos estaciones más, dos más, como James Bond tras haber ingerido veneno, concentración y fuerza, y sed, una sed atroz, y nada dulce, ni un dulce en mi bolsa, y entonces plaf: a negros. Dejé de luchar. Mi cuerpo mansamente se desconectó, colapsó, hizo corto circuito y caí de pronto en una negrura que no era un negro absoluto, sino como café, ámbar, donde todavía pude sentir que mi cabeza estaba golpeando con el tubo. Un descanso. Después sentí que me levantaban, como si me despertaran de un sueño pesado. Eran unos señores. Me sentaron en un asiento (ah, si me lo hubieran cedido antes…) y me preguntaron cómo estaba y yo balbucía que necesitaba algo dulce. Después, cuando se hizo como un círculo, apareció la figura milagrosa de un estudiante de medicina, con su bata inmaculadamente blanca y su mochila, y empezó a hacerme sus preguntas idiotas, de rigor, de estudiante que no sabe lo que es una urgencia: ¿eres hiper-tensa, tienes diabetes, estás embarazada?, para demorarse en buscar una paleta -de pollo rostizado- en su mochila y todavía preguntarme si la quería, y yo sintiendo que sobrevenía un nuevo desmayo y extendiendo las manos para que me diera el maldito dulce ya.

Cuando logré salir en Miguel Ángel de Quevedo fue nuevamente una lucha subir las escaleras, además me dolía el estómago, tenía un cólico de origen incierto, sentía que iba a azotar otra vez. Llegar al puesto, buscar el dinero, pedir la Coca, hacer la operación de pagar, correr hasta las escaleras, tirarme en un escalón, dar un traguito, dos, sentir el aire frío sanador, sentir cómo poco a poco, con cada minuto, cada respiración y cada trago de agua negra del imperialismo, el malestar se disipaba, quedaba un mareo y un dolor de cabeza atroz, tenía fuerzas para cambiarme de lugar al otro escalón pegado a la pared, donde pude recargarme, y así fui recuperándome y observando lo que me rodeaba, a la muchacha del puesto de calcetines y al muchacho que vendía audífonos, que eran hermanos o novios, y a las personas de los otros puestos, y cómo hablaban, qué se decían, que iban a comprar un café, de qué tamaño lo quieres, compraron unos puerquitos de anís, le ofrecieron a un anciano que estaba en el otro escalón, con su sombrero abierto para las limosnas, ¡me ofrecieron un puerquito!, me volví parte de la escena, me mimeticé con el ambiente, volví a experimentar esa sensación rara de permanecer detenido en un sitio de tránsito, y cómo se observa y registra a los que pasan rápidamente, y ahí estuve, recuperando el color y esperando, hasta que J llegó por mí, entramos a la avenida y, unos metros adelante, ¡chocamos!

Pero no fue grave. Y, de todos modos, era adecuado: una ciudad desquiciada bajo la lluvia. Después fuimos a la reunión, a la amada reunión de todos los miércoles, y yo bebí un poco de vino -con precaución- y comí panecitos y otra vez fui aleccionada, debo dejar la angustia atrás, dejar mis preocupaciones y mi estrés, y yo dije sí, eso debo hacer, y me dormí temprano y no recuerdo ni qué soñé, y desperté con dolor de cabeza y me dispuse a acudir a la PGR, pero al llamar me informaron que no está mi carta y quién sabe si mañana esté y si no está entonces yo no sé qué va a pasar.

¡No sé nada!

*colapsa*

(toda esta angustia, todo este estrés, que si yo fuera una clase distinta de persona seguramente no me preocuparía, seguramente lo haría a un lado, para respirar una vez más, el lunes que lleguemos por la noche, una bocanada de aire porteño)

 

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“Algo que pasó hoy” (hace cinco años)

Arreglo mis diarios, los dejo acomodados y en relativo orden, pero no son diarios sino otra cosa, cuadernos con entradas de diario pero también listas de pendientes, anotaciones de entrevistas y apuntes de otras cosas.

Una entrada de 2010:

Algo que pasó hoy.

Venía caminando por Londres (ojalá fuera Londres, Inglaterra, pero era Londres, colonia Juárez), cuando encontré un bazar de antigüedades. Como me gustan mucho, me metí a curiosear. Encontré un mueble redondo, un cilindro en realidad, que apenas me enteré es una cantinita. Era idéntico a uno que teníamos y que mi mamá cubría con un horrible mantel de terciopelo verde con flecos dorados. No sé qué se hizo de él, seguro mi mamá lo tiró a la basura en uno de sus ataques de limpieza.

Verlo me trajo muchos recuerdos. A veces lo usaba como casa de Barbies, una de esas casas extrañas de los setenta, futuristas entonces y obsoletas ahora, con muros redondos y ángulos raros.

La parte de arriba, que funcionaba como tapanco, era el dormitorio de Barbie. Tenía una funda de Nenuco que yo siempre vi como colcha/sleeping bag de Barbie, era rosa, con lunas y estrellitas que brillaban en la oscuridad. Abajo estaba el área de estar, donde Ken y sus amigas la visitaban. No lo recuerdo. Tal vez la usé poco para Barbie y más como espacio habitado por los muebles miniatura de Polly Pocket, que me encantaban. Jamás tuve una Polly Pocket. Sus habitantes eran los monos de plástico que salían en las cajas de Sonrics, de Balú a la familia Simpson completa.

Luego se me bajó la presión. Lo sentí enseguida. Suele pasarme en bazares, será porque son sitios cerrados y sofocantes, llenos de vejez y olor a húmedo y a decrepitud.

Empecé a sudar copiosamente, a pesar de que antes de entrar tenía frío. Pregunté cuánto costaba el mueble y luego salí dando tumbos. No quería desmayarme, como en los Pixies. Es preocupante. Debo ir al doctor.

Tenía que conseguir una Coca-Cola. Llegué hasta Dinamarca, donde está la glorieta. Me metí al que parecía un café. Era un restaurante.

Pedí una Coca light. En el baño tenían la “Hola”.

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Lunes, 6:18 p.m.

Acabo de caerme. Entré descalza al baño, el piso estaba mojado, mi pie patinó, me di en la rodilla, en los dedos, en las pompas. Intentaba escribir aquí: la angustia. Que es física (taquicardia, sudor frío, respiración entrecortada). Ahora estoy en Polo, en mi cuarto. Debo escribir un texto, avanzo con lentitud. Hay buen clima desde hace unas semanas. Aquí hasta hace calor: la luz de la tarde entra por la ventana, me siento abochornada. He aplazado la angustia. Pero es mentira, es otra de las mentiras que me he dicho a mí misma (como esa de que me es fácil desprenderme de las personas). En realidad es fácil tomar la decisión, cualquiera puede con eso.

Hay amenazas latentes, la posibilidad de perder lo que anhelaba. Después: trámites, llamadas, correos, solicitudes, firmas, copias. Visitas. Idas y vueltas. Compromisos. Lo que ya no voy a hacer. Lo que ya no va a suceder. Dar por hecho que yo cambiaré, que los demás cambiarán, que los sentimientos de ahora serán reemplazados por otros.

Insomnio. Otra vez esos sueños: el tsunami. Una ola que arrastra el agua desde las orillas, que deja la arena a la intemperie, que se alza como un edificio y después, sin más, azota. Un jardín sin plantas, varios bichos arrastrándose por las paredes. Más trámites, más compromisos. Muchos consejos, muchas palabras bienintencionadas.

Me ha recordado: siempre tuviste facilidad para el llanto. Todo, hasta eso, lo más mundano, me lleva a las lágrimas. Pero no siempre son lágrimas frívolas. Llorar el sábado, con J. Abrazarnos y por momentos olvidarlo y volver a ser felices, y aferrarse a lo que tenemos. Ser fuerte es volverse insensible. Entrar en la angustia, envolverse en ella, respirar a través de ella: que me despierte por las noches, que me haga repasar las caras, decir en mi mente lo que ya no voy a decir, ni en persona ni por escrito; respirar mal y sentir este ardor en las mejillas. No sé qué nota final darle a esto, de dónde surge el impulso de escribir una entrada acá. Mis diarios están llenos.

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Dominicana tres meses después

Yo estuve de malas en República Dominicana, estaba casi siempre de malas, poco participativa y callada, no tengo que verlo ahora (ahora que escribo, por fin, el texto al respecto); lo veía entonces, me daba cuenta y me odiaba por eso, y me decía: ya cálmate, pon buena cara, agradece todo, intenta hacer amistad, hablar más, entender lo que pasa no desde adentro sino al menos en el intento del afuera. Comimos en un restaurante muy bonito en un mall lujoso en el Santo Domingo que yo no sentía que fuera el verdadero Santo Domingo, yo quería ver más, caminar más, estar menos atada al hotel y a las pasarelas, pues iba a la semana de la moda y a diario había eventos en el hotel mismo donde nos hospedábamos, de cara al Caribe pero sin entrada al Caribe, lejos de la ciudad colonial y los primeros asentamientos, la ciudad más antigua, Santo Domingo, Prudi, las aventuras de Prudi, Montse tan dominicana, tan agradablemente dominicana, con todo y sus miamol. Así, en este restaurante de nombre francés, yo comí un carpaccio que me cayó mal y me produjo gastroenteritis, o al menos eso creí y me hundí más en mi mal humor y en mi separación. Fuimos a los Altos de Chavón, maravillosa y admirable escuela de diseño, con los estudiantes internados ahí mismo, dibujando figuras y esculpiendo en palapas con ventiladores, y una réplica de ciudad mediterránea pero con vista al caudaloso río Chavón, después más carretera, hacia Punta Cana, todo hermoso y exótico, y sin embargo yo desfallecía en mi asiento, empapada en sudor frío y con grandes malestares, seguro una sanción por mi actitud y por lo poco que participaba y me dejaba estar, ni siquiera el mar, ver el mar, donde aquel día no se podía nadar por las algas, lograba calmarme, hasta la noche que nadamos en una especie de cenote dentro de un club residencial privado, en el que nos movíamos con nuestra nueva amiga en carritos de golf, hasta entonces me sentí más yo y dentro del momento, en el cenote de agua helada y poco profunda y transparente. Al día siguiente nadamos menos de una hora en la playa de un all inclusive en el que no nos hospedamos, en el punto donde el Caribe confluye con el Atlántico, en aguas turquesas y delicadas como las de Tulum, o Cancún, pero tibias, muy tibias. Después, otra noche, de regreso en Santo Domingo, yo me escapé del hotel y de la pasarela y salí por una avenida, y caminé por calles que podrían ser el oriente del D.F., puentes peatonales y coches que echaban lámina, y bardas pintadas con el logo del PRD, Partido Revolucionario Dominicano, y muchos Wendy’s, McDonalds, Burger Kings y KFCs, pensar: ¿así pasaría con La Habana, es esto lo que le habría sucedido a La Habana? (aún no cabía el pensamiento de que esto podría pasarle a La Habana). Llegué a un bar con karaoke, cerca de una universidad, donde había un grupo grande de estudiantes, tomando ron y cervezas, cantando  éxitos lo mismo de Juan Luis Guerra que de Paulina Rubio; yo los veía, sentada en una mesa, tomando mi cerveza Presidente, hasta que uno de ellos se acercó a mí, me preguntó de dónde era, si española o de dónde, le dije que no, que mexicana; me dio un cigarro, era gay, por cierto, ninguna posibilidad de ligue, y así acabamos hablando de temas políticos, del narco como nueva actividad en República Dominicana, y hasta de las reminiscencias trujillistas, y de esto y aquello. Volví al hotel y a mis responsabilidades, y a confirmar que soy vaga, que tengo que vagar, que no puedo estar confinada, que algo se puede descubrir, incluso cuando se viaja así, con todo dispuesto, con todo acotado, cuando uno va de prensa y deja que le descubran en lugar de descubrir a solas. Otra tarde, en un cigar club, un puro dominicano, un buen ron dominicano, y volver a pensar en el comercio dominicano que se beneficia del embargo, vendiéndole a manos llenas a Estados Unidos, recibiéndolos en sus playas y casi nunca en su capital, extraña capital, bella y contradictoria capital, la ciudad más antigua del continente, la primera en casi todo: un sábado, el sábado antes de irnos, por fin pude caminar mejor su centro, tomar su cerveza y comer sus empanadas de lambi y su chivo ripiado y luchar con la paleta helada de chinola (maracuyá) que se me derretía en las piernas, haciendo un mejor intento (todavía insuficiente) por conocer a las otras reporteras, hablar más con ellas sobre su vida y mi vida y participar nuevamente del mundo. . .

1:44 pm

Para escribir un texto, así sea sobre la semana de la moda en un país del Caribe o un restaurante o un episodio de TV y sobre todo si es algo serio o narrativo, debo prepararme mentalmente, hurgando dentro de mí y haciendo espacios en los desórdenes de mi cabeza, como si me entrenara para un maratón o dispusiera los ingredientes para una receta difícil, postergando y angustiándome, que es parte de la preparación, juntando frases sueltas, datos e información, lecturas previas y preparatorias, y relacionadas también, y no relacionadas de igual forma, y todo es por el miedo, el puto miedo, que me da escribir.

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(entrada escrita en dos minutos, ay, cruel paradoja)
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Lo extraño

Otra vez una coincidencia que califica como extraña.

Había estado pensando en Damian, mi amigo del internet telefónico, prehistórico, de quien escribí un post hace cinco años, en mi otro blog. Ahora que lo releo, dolorosamente (¿quién se aguanta a los 23 años?), me da pudor lo cursi, lo torpe, lo un poco ridículo. Pero es necesario volver a él, para entender el asunto con Damian.

El pensamiento se hizo más intenso después de leer el cuento de Mariana Enríquez que compartí en la entrada anterior, “Verde rojo anaranjado”. Creo que no había leído en literatura reciente, además con tanta belleza y sencillez, un tratamiento tan certero sobre las amistades fantasmales de internet. Este fragmento en especial:

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Internet en los años noventa era un cable blanco que iba desde mi computadora hasta la ficha del teléfono, cruzando la casa. Mis amigos de internet se sentían reales y yo me angustiaba cada vez que se cortaba la conexión, o la electricidad, y no podía encontrarlos para hablar de simbolismo, glam rock, David Bowie, Iggy Pop, Manic Street Preachers, ocultistas ingleses, dictaduras latinoamericanas. Una de mis amigas estaba encerrada, me acuerdo. Era sueca, tenía un inglés perfecto –yo casi no tenía amistades argentinas online–. Tenía fobia social, decía. No recuerdo su nombre. No puedo recuperar sus mails, quedaron en una máquina vieja. Desde Suecia me enviaba documentales en vhs y cd imposibles de conseguir fuera de Europa. Entonces no me preguntaba cómo hacía para llegar hasta el correo si supuestamente no podía salir. Quizá mentía. Los paquetes, sin embargo, llegaban desde Suecia: no mentía sobre su locación. Conservo las estampillas aunque las cintas de los videos ya se llenaron de hongos y los cd dejaron de funcionar y ella se desvaneció para siempre, un espectro de la red, y no puedo buscarla porque no recuerdo su nombre. Me acuerdo de otros nombres. Rhias, por ejemplo, de Portland, fanática del decadentismo y los superhéroes. Teníamos una especie de romance y ella me mandaba poemas de Anne Sexton. Heather, de Inglaterra, que todavía existe y que, dice, siempre me agradecerá haberle hecho conocer a Johnny Thunders. Keeper, que se enamoraba de jovencitos. Otra chica que escribía poemas hermosos que tampoco puedo recordar, salvo algún verso malo, “my blue someone”, por ejemplo. Mi alguien triste. Marco se ofreció a recuperarlas por mí. A todas mis amigas perdidas. Dice que el encierro lo volvió hacker. Pero yo prefiero olvidarlas porque olvidar a la gente que solo se conoció en palabras es extraño, cuando existieron fueron más intensas que lo real y ahora son más distantes que desconocidos. Les tengo un poco de miedo, además. Encontré a Rhias por Facebook. Aceptó mi amistad y yo la saludé muy contenta pero ella no contestó y nunca más hablamos. Creo que no me recuerda o me recuerda poco, vagamente, como si me hubiera conocido en un sueño.

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Yo pensaba así de Damian, mi amigo Damian, alguien que sólo conocí en palabras pero que mientras existió fue más intenso que lo real. Tengo recuerdos de conversaciones, de tardes gastadas en estas conversaciones; de lo que yo hacía, aparte, durante chats que se prolongaban más de lo debido y se alternaban, con una velocidad de 56kbps, con las páginas que yo visitaba entonces (mundoyerba.com), con los discos que escuchaba en Winamp, con mis otras conversaciones de Messenger (amigos de la prepa, en su mayoría). Recuerdo aquella Compaq Presario y sus salvapantallas, mis carpetas y sus .docs, mis devaneos en Paint.

Recuerdo a varios integrantes del HIMclub, que congregaba a la Europa periférica, algunos gringos (recuerdo a una chica de Virginia, que usaba lentes), un par de australianos, cuatro o cinco mexicanos (entre ellos Helena, a quien conocí en un concierto de HIM, ojos grises enormes, delineados de negro siempre, cuya amistad conservo).

De entre todos ellos Damian sobresalía por la densidad de su presencia, a pesar de ser ésta puramente espectral. Alguna vez su realidad se trenzó con la mía, cuando me llegó el paquete con 48 dvds rotulados con la letra de su madre, las pruebas físicas (la rosa del sueño) de su existencia paralela.

Pero yo me había resignado a nunca encontrarlo: el post era una carta de despedida, el proyecto de llamarlo quedaría inconcluso. Así tenían que ser las cosas.

Pasaron casi tres años de aquel post. En verano de 2012 empezó a seguirme en Twitter un hombre de Southport, Inglaterra. Lo he buscado entre mis followers: @rmcooksey. Otra cosa extraña: no actualiza esta red social desde 2009. No hay tuits dirigidos a mí. Vamos a pensar esto: que, al seguirme, al ver que era de Southport, decidí seguirlo enseguida; que no hubo necesidad de hablarnos en público pues iniciamos, de inmediato, un intercambio de mensajes directos.

(dudo de esta versión)

Este hombre, llamado Richard, me dijo que conocía a Damian y que había visto mi post. Confirmó que Damian seguía viviendo en Southport, con sus papás. Entonces seguía vivo, al menos. Richard, en cambio, vivía en Oxford, ¿con su esposa, con sus hijos? Ya casi no recuerdo nada de esto, algo más que guardé en cajoncitos provisionales de la memoria que no volví a abrir. Richard iba algunas veces a Southport y prometió conseguirme el nuevo correo de Damian.

¿Fue así? ¿O, más bien, dijo que le daría mi correo a él? No lo recuerdo con exactitud. Los huecos en mi memoria se ponen en mi contra. Me convierten en la narradora poco confiable, en la loca que narra sus memorias, lo que explicaría la extrañeza de más adelante.

En agosto de ese año fui a Europa, al fin.

Tal vez sí me dio un correo. Tal vez sí le escribí antes de ir.

Tal vez no.

No recuerdo nada porque no escribí nada, no dejé pistas escritas para mí misma y no se lo conté a nadie; además, en la vida real, analógica, se producían acontecimientos de naturaleza intensa y arrolladora, que me distraían de lo residual, lo fantasmal.

Me fui. Y sucedió que una noche, en un hostal de Berlín (un hostal limpísimo, blanco y minimalista, parecido a un hospital), a oscuras porque ya era de madrugada y todas dormían en el cuarto, abrí mi correo de Gmail en mi teléfono.

Tenía un correo de Damian.

¿Qué recuerdo de ese correo? Que había encontrado mi post también, un par de años antes. Que lo había pasado por el Google Translator. Que le había dado muchísima pena. Que todo bien, seguía viviendo en Southport. No había más qué contar.

En el sopor, en la sorpresa, en la ansiedad, le escribí muy escuetamente que estaba en Berlín, que iría a Londres, de hecho, aunque no esperaba que quisiera verme.

Unless…

Que, de todos modos, le escribiría bien bien cuando regresara a México.

No me respondió. Fui a Londres. Estuve más de una semana allá y casi no pensé en él. ¿Volví a escribirle? ¿Le di la dirección del hostal de allá? No me acuerdo.

Algunas veces él hacía el viaje de Southport a Londres, muy raras veces, sólo para algún concierto: Glassjaw, HIM, Bon Jovi, 3 Colours Red…

(ahora puedo ver que Damian también era un hikikomori)

Volví a México. La rueda de la vida empezó a andar otra vez. Nuevamente fui una mala amiga y pospuse de manera indefinida aquel correo, que me angustiaba.

Hasta que no sé cuándo decidí que iba a escribirle. Coincidió con el hecho de que Romina, una de sus amigas argentinas, me agregó a Facebook. Hablamos de Damian. Le conté de su breve correo. Me pidió encarecidamente que se lo compartiera, para escribirle a su vez.

Busqué, entonces, aquel correo.

Y nada.

Busqué todas las combinaciones. Busqué en mi teléfono y en web. Busqué en mi antiguo correo en Hotmail. Peiné mis correos enviados y recibidos durante julio, agosto, septiembre, octubre de 2012. Nada.

No tenía nada.

Damian nunca me había escrito y yo había soñado que me escribía.

O me había escrito y de alguna manera, una manera que no imagino complicada para él -un hacker amateur formado por el ocio, como el hikikomori del cuento de Mariana Enríquez-, había logrado borrar el mail enviado. Había eliminado toda evidencia de comunicación. Había decidido que no quería que lo contactara, o lo había decidido tras una larga e infructuosa espera.

Esto pasó más de una vez. Este descubrimiento de la nada. Una cosa extraña. No le respondí a Romina ni le expliqué el asunto, simplemente me hice la tonta. En momentos de ocio, cuando la idea aparecía en la mente, intentaba nuevas combinaciones de búsqueda. Y siempre el mismo resultado.

No, no lo imaginé. Recuerdo la pantallita del teléfono, el correo, los latidos del corazón, cómo escribí: ahora estoy en Berlín. Ahora me encuentro en Berlín.

También lo he buscado en lo público, fuera de los espacios privados de internet. Pero Damian no ha dejado rastro o si lo ha dejado también ha sido fantasmal: su distintivo NewBornNebula en algún foro de internet, su registro electoral, un perfil en Twitter escrito en ruso. Una presencia online marginal. Un pionero del 1.0 que decidió, por elección, no integrarse al flujo hiperneurótico del 2.0.

Y ahora esta época, el 2015 que corre.

El fin de semana fui a Polo, estuve con mi familia. El domingo tomé el autobús de regreso.

En el camino oscureció. Yo escuchaba música y pensaba.

Llegué a la terminal, tomé el metro. De nuevo fui pensando, ¿qué más hacer? Este asunto extraño, más que el pensamiento puro y concentrado de Damian, me producía otra vez una ligera inquietud. Salí de la estación Eugenia con la firme resolución de escribir todo esto en el presente blog. El misterio sin resolver.

Lunes.

Llego a trabajar. Abro mi Gmail. Un mail con el encabezado: “Damian”.

Leo: Hello I found ur blog and I don’t speak Spanish. U did write Farewell my friend about Damian. Is he dead??

Una coincidencia extraña, un presagio funesto. Como si lo hubiera invocado.

El remitente: Eric Swahn. Sueco. Su perfil en Google Plus, un salto nostálgico a la era de HIMclub: metalero nórdico, de pelo largo, con una playera de In Flames.

Nos mandamos varios mails esa mañana, después de aclararle que, al menos que yo sepa, Damian no está muerto. En uno Eric explicaba: I just knew him over the net to I think from dc++ but then we ripped CDs on mIRC and other stuff but then  he just dissapeared, I have tried to contact him over the years, i had 5 email addresses or so to him but no answer. If I remember right I found him on MySpace maybe 2006 or so but he never answered there either. I tried to find him after I read your blog and I only found this.

Cotejamos pistas y señales, hablamos de la posibilidad de borrar mails enviados (él cree que sólo es posible si ambos usan Outlook), encontramos su última actividad, en un foro de Bon Jovi, dijimos: qué extraño, qué triste, ¿por qué?, para llegar, sin decirlo, a la misma conclusión.

Damian se ha desvanecido.

Como si lo hubiéramos conocido en un sueño.

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Mi mano

Empezaba con un taxista que me llevó a la terminal de autobuses uno de los últimos días de diciembre. Ya estaba oscureciendo. Pero me hizo la parada. Una última clienta, lo que saliera, eso dijo después. Cara buena onda, de mi edad. Amable. Me llevó a otro lado y me esperó. Después, cerca de la Alameda, hizo una llamada telefónica, que yo intenté no escuchar, no por desagradable sino porque, en parte, prefiero enterarme lo menos posible de la vida de los demás pero también, en parte, me gusta el husmeo siempre y cuando transcurra en una penumbra asegurada, y ese husmeo era demasiado fácil, demasiado puesto en bandeja. Yo no quería escuchar pero él hablaba tan fuerte que era imposible no escuchar.

Le decía a su interlocutor que lo acababan de tracalear, que fueron 900 pesos, que un pasajero, que traía una pistola. ¡Te lo juro por Dios!, respondía a la incredulidad del otro. Era convincente y era conciso, pero también, extrañamente, ameno. Su historia entretenía. Si quería enterarme más, era difícil adivinar con quién hablaba. Le decía “dile a tu hija que ya se vaya a la casa” (¿papá, suegro?), pero a la vez le reclamaba por doscientos pesos que le debía, directo y descarado, como se trata a los amigos. Las dos posibilidades hacían trabajar la imaginación (era amigo de un hombre mayor con cuya hija se casó, o pretende a la hija menor de un amigo que fue papá muy joven) (la suposición realista apunta a que se trata con su papá de ese modo porque él es quien trabaja y mantiene la casa, y por tanto el encargado simbólico de vigilar a la hermana, a la que trata con cierto autoritarismo que podrá verse como macho pero que es también un desesperado instinto de protección hacia una adolescente habitante de un territorio marginal -digamos la zona metropolitana del Estado de México-, por ende víctima potencial de violación o asesinato).

¿Cómo se llamaría este chavo (este taxista, este hombre, esta persona, este ser humano)? Cuando terminó su llamada me miró por el espejo retrovisor (se le veía la frente, las cejas, los ojos, la nariz, parte de la barba; sin embargo toda la atención la robaba su mirada, que invitaba a la risa pero no a la desconfiada que producen otras personas, que aunque no quieran tienen una expresión como de burla; ésta no, ésta era una mirada inteligente y a la vez simpática). Me preguntó “¿Cómo ves?”, dando por hecho que había escuchado su conversación. Y así empezó a contar la breve anécdota: recogió a un hombre por Arcos de Belén, lo llevó a la colonia que está del otro lado de la Narvarte, entre el Eje Central y Tlalpan, una colonia más o menos fronteriza. Fueron 70 pesos según el taxímetro y el pasajero le pagó con un billete de doscientos. El taxista, como no halló suficiente cambio en las monedas que tenía al frente, bajó la visera y expuso, así, todos los billetes del trabajo del día, o sea, cerca de 900 pesos. Entonces el hombre le enseñó la pistola desde atrás, le preguntó ¿crees que es de juguete?, sacó la mano por la ventana y lanzó un disparo al aire. Y ya, qué quedaba. Le dio todo el dinero.

La historia era dramática pero él la contaba con tanta seguridad que con cada palabra se hacía verdadera, no daba pie a la duda. Era la cuarta vez que un pasajero lo asaltaba. Describió lugares y montos de las veces pasadas, y agregó detalles que dolían, como que ya hasta había hecho planes con ese dinero, que había decidido no trabajar al día siguiente pero que ahora tendría que hacerlo, que ya se iba a su casa pero me vio y decidió llevarme, y todo era triste pero a la vez cómico, una anécdota chilanga agridulce. Después siguió hablando y yo seguí dándole cuerda, y así me contó que alguna vez se había subido un “viejito” al asiento de adelante, que a los pocos metros de avanzar empezó a toquetearlo, a buscar bajarle el cierre, a lanzársele encima, y a quien respondió con un puñetazo en la cara al que el viejito, a su vez, contraargumentó con un síiiii, síiii, pégame máaaas. Muchas risas. Después estaba otra señora que lo mismo: se había subido en el asiento de adelante y, en pleno Circuito Interior, empezó a desabrocharse la blusa e intentar abrir la de él, diciéndole sooooy mujer, no me rechaceees. Aquí había un factor de peligro novedoso: la presencia de una patrulla más adelante. Si la señora se ponía a gritar, semidesnuda, ¿quién iba a creerle a él? Complicados intentos de convencerla de que se bajara. Más risas. Finalmente llegamos a la terminal y el taxímetro marcó 80 pesos. Yo le di 100 pesos y no solicité cambio.

Me subí al camión. Me dormí. Casi al llegar a Polo leí en Twitter que Gerardo Deniz (Juan Almela) había muerto. La noche anterior, después de acostarme, había leído tres poemas suyos, y uno en especial (CAPRICHO (en estado de ebriedad)) me impresionó y me tuvo pensando, y en la mañana, en la casa, retrasando lo más posible mi partida inminente, alargando mi momento de soledad y distensión, apunté en mi diario cosas sobre ese poema y sobre Deniz y también sobre otros temas, y luego se oscureció un poco y salí y tome aquel taxi.

Al llegar a Polo, camino a mi casa, había un gatito muerto en medio de la calle, uno de esos anaranjados de rayitas blancas.

De madrugada pensé en mi mano y en lo que tocaba. Después pasaron más días y conté lo del taxista, y al contarlo, como la figura del burro en el rompecabezas que los personajes aburridos de Los Simpson descubren subrepticiamente, empecé a ver que quizás nada era cierto, lo de la pistola que no es de juguete ni el viejito masoquista ni la señora que no quiere que la rechaces porque es mujer, sino un truquito fácil, prenavideño, el choro que busca una propina extra, más que merecedora, por la historia y por el engaño, y por la posibilidad de la verdad que encierra, y por aquello que me hizo pensar y, ahora, escribir.

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Al día siguiente le tomé una foto a la casa donde viví de 1992 a 1996, la casa de mi abuelita Aurora (bisabuela, en realidad; mi abuela murió en trabajo de parto). Metí la mano por un vidrio roto de la entrada y saqué la foto. La cochera en subida, de azulejo rojo; el pasillo con sus columnas falsas; las puertas que daban al corredor; el jardín descuidado. La casa entró en litigio, está semiabandonada. Tenía dos jardines. El que estaba a la entrada, con caminitos y diseños romboidales, tenía un zapote y una higuera en las dos esquinas, y un tejocote, un árbol de mandarinas (unas mandarinitas minúsculas, insignificantes, que yo arrancaba antes de que estuvieran maduras), y una granada, y muchas plantitas que mi mamá siempre cuidó y luego, la mayoría, se llevó a la casa actual. El otro jardín era más salvaje, estaba atrás de la casa y tenía un cuarto de adobe y láminas, con triques y muebles rotos, y otra pileta, y mucha hierba que crecía sin orden alguno, pero también un manzano (con unas manzanas muy verdes, siempre verdes, aunque estuvieran maduras, que había que preparar en dulce o eran incomibles), y un chabacano (mi mamá hacía una mermelada caliente con los chabacanos, y no he probada nada igual jamás), y un durazno y un aguacate. Ese jardín ya no existe. Ahí están ahora las casas de mis dos hermanos, que aniquilaron el terreno abierto y cancelaron el acceso a esa otra casa. Ese espacio separaba lo viejo de lo nuevo (nuestra casa actual).

Ahí permanecen algunos muebles y pertenencias de mi abuela. Durante algún tiempo, antes de las construcciones, yo aún entraba. Estaba todo incluso acomodado como en casa “normal”, sala, comedor y recámaras puestas, pero con sábanas encima, todo cubierto de polvo, con cajones vacíos pero, por ejemplo, trastes en los muebles de la cocina. Una verdadera casa del terror, de atmósfera pesada y trastornante. Yo me metía, como siempre, para hurgar, miedosa y a la vez valiente, un turismo hacia lo perturbador que me atraía. Y muchas veces me hice a la idea de que había alguien detrás de mí respirándome en la nuca, o que me veían desde un punto ciego, o que me perseguían a una distancia milimétrica, moviéndose detrás de mí como sombras. Muchas veces salí de ahí corriendo, pero nunca tras abandonarme ciegamente al terror, momento al que yo en realidad le tenía más miedo que al causante mismo de ese miedo, pues significaba el punto de no retorno. En cambio trataba al miedo (El Mal) con respeto, dándole su lugar de ente siniestro al que conviene no perturbar, y me alejaba de la casa lentamente, sin darle la espalda, sin dejar de repetirme pensamientos calmantes y falsamente optimistas, hasta tocar un punto de seguridad (por ejemplo, la bardita que indicaba el confín de nuestra casa, el patio donde ya empezaban las cosas con vida: la ropa tendida, la lavadora, nuestra puerta, etc.), en el que por fin me liberaba y gritaba.

Pues bien, después de sacar esa foto, pasé varios días en casa de mis papás, debajo de pesadas cobijas pues rozábamos los cero grados, casi sin salir de mi cuarto, y por momentos yo sentía que aquella casa me llamaba. Ha sido el escenario permanente de mis pesadillas. ¿Cómo es posible que algo tan cercano, tan cercano físicamente, se convierta en un espacio inaccesible, lejano, cuya apariencia ya ni siquiera logro recordar? Estuve maquinando la forma de entrar y hasta el momento más conveniente, tendría que ser una hora anodina, las dos de la tarde, el sol en lo alto, ningún elemento que pueda conducir los acontecimientos hacia lo ominoso…

Hasta que el domingo, último día que pasaría en Polo, fueron a visitarme y la oportunidad se puso, esa sí, en bandeja. Mis amigas de la infancia son Laura, Leticia y Araceli, hermanas (las primeras dos son cuatas, la tercera es un año menor). Vivían atrás de mi casa, nos conocimos a los ocho años, nuestras aventuras infantiles llenarían muchos documentos Word. Esa mañana llegaron Araceli, Lety y su novio, Sebastián. Les dije de mis planes y enseguida se interesaron, pues aquella casa también marcó sus vidas, también las atemorizó, también se volvió un espacio mítico de su infancia. Convencí a mi hermano de usar una escalera y saltarnos por la azotea, y todo fue torpe y accidentado, como cuando teníamos esa edad y a veces yo no podía bajarme de los árboles o de las azoteas, y mi hermano llegaba y me bajaba, pues es muy alto.

Y así fue que volví a entrar a esa casa. El jardín arruinado, lleno de yerbajos. La pileta invadida. El zapote seco, la higuera también. Lo único que sobrevive, por si nos quedaban dudas de su naturaleza correosa, es el tejocote. Entramos a la casa, a los cuartos empolvados, remendados, una obra negra a medias;  a los (antes) amenazadores cuartos viejos, nidos y heces de cacomixtles, el ropero con el espejo que me daba miedo. En un rincón Lety se escondió y cuando yo pasé ella aplaudió y yo grité. Subimos a la azotea, a las cúpulas. A esa otra casita, independiente, sobre los cuartos viejos. La puerta hacia el establo de mi tío, al que íbamos por leche. ¿Es esto realismo mágico? No, así fue todo. Así vivíamos. Encontré platitos y una taza de juego de té de mi abuela, que robé. Vimos la higuera, siniestra. Sebastián, con su acento chileno simpático, dijo que la higuera conectaba dos mundos, el de la vida y la muerte. Un portal. Mi hermano dijo que sí, que se rumoraba que ahí en la higuera salía el diablo, la bola de fuego. La miramos mucho rato. Intenté juntarlo todo en la memoria, asegurarlo de alguna manera. Pero no se puede. La tierra ha quedado erosionada.

 

 

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El Mal

Otra vez ganas de escribir, sin temas ni ideas, ni nada qué decir. Y con obligaciones laterales de escribir otras cosas, como siempre. Tengo ideas para esto, temas que me interesan actualmente, sí, pero los desecho. Ahora no, ahora no. No estoy preparada. Esos debería escribirlos con tiempo y dedicación. Entonces. Veamos. Qué he estado leyendo. Cuentos, muchos cuentos. Me encantan los cuentos. Son estructuras cerradas, piezas diseñadas para la relectura. Cambian. Nunca son la misma. Pienso en lo laborioso de un cuento. Cada palabra pesa, la extensión obliga a plantear y replantear, a corregir en busca de la impermeabilidad. ¿Flujo de conciencia, intento de flujo de conciencia? Bueno. Me molesta cómo escribo acá, siempre me ha molestado. Te agarras de lugares cómodos, de disposiciones que funcionan. ¡Ash! Pero los cuentos. Los cuentos no son postitos. Los cuentos no son textos ligeros, fruto de la flojera, la impaciencia o la ansiedad. Los cuentos son pequeños monumentos. He estado leyendo y releyendo muchos cuentos. Y otras cosas. Poesía, también. De Marosa, Rilke y Deniz, últimamente. Y cuentos de García Ponce, de Abelardo Castillo, de Silvina Ocampo, de Aira, de Bolaño, de Inés Arredondo, de Felisberto, de Luisa Valenzuela, los primeros de Vargas Llosa, los últimos, extraños, siniestros de Cortázar (Verano, qué terrible, qué siniestro, el caballo, los cascos del caballo, la niña que sueña en la camita de la casa de campo, la pareja y sus reproches, la violación, la separación de las almas). El carrito. Pfff, espantoso. Se lo conté a J “en vivo” y en la última frase volteé lentamente la cabeza e hice un tono de voz grave, lo más grave posible, y conseguí con esto su terror y su miedo. Me encanta asustar a la gente. Es un talento que descubrí a los doce años, cuando venía caminando una tarde por una calle de mi pueblo con mi vecina, con quien estudiaba la secundaria, y al pasar junto a un establo, en uno de cuyos muros sobresalía un cuerno de toro grandísimo, le inventé que ése era el cuerno del diablo y que así se le invocaba y que la leyenda contaba…, y luego llegamos a su casa y nos sentamos en la sala, y como no había nadie, yo seguí inventándome historias de terror sin reírme nunca y mirándola fijo, y ella se asustó tanto que me decía “ya no me veas, ya no me veas”, y aunque yo ya quise pasar a otra cosa y hablar de temas graciosos y hasta me estuve riendo, ella ya no soportaba ver mis ojos, decía que mi mirada era muy penetrante y de miedo, entonces más la miraba yo y la asustaba sólo mirándola, y así descubrí que hay gente muy miedosa a la que resulta muy placentero asustar. Otras veces he amagado una posesión diabólica de cuerpo presente o sugiero atmósferas de miedo y misterio o deslizo comentarios sobre apariciones y espectros o hago cosas que yo sé que a la gente miedosa le dan miedo, y la verdad es que me regocijo en ese miedo y obtengo un placer perverso de él. Yo quise ser como mi cuñado que un día nos contó una historia de una mujer que se aparecía en un bordo y que cuando levantaba la cabeza te dabas cuenta que no tenía cara, historia que él nos contaba con voz indiferentísima y sin gestos o expresiones, y que por eso asustaba, creo yo.

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Javai-í III (última parte)

¿Será mejor la distancia? La distancia -el olvido- lo cubre todo de embuste, de falsificación. Pero queda, por el tiempo transcurrido, el miedo trillado a perderlo todo. Además he venido escribiendo este post a lo largo de un mes. Lo he abandonado y retomado muchas veces. Será mejor desprenderse ya de todo esto.

Veamos: el martes a mediodía volamos a Hawai’i, la isla más grande del archipiélago, a la que suele llamarse la Big Island para diferenciarla del estado mismo. Es tan grande que todas las demás (que son 137 en total) no colman ni la mitad de su territorio. Esto también lo fuimos aprendiendo poco a poco: primero hay que saber que las cuatro islas principales de Hawai’i son Maui (a donde las ballenas llegan a reproducirse durante invierno, por lo poco hondo de sus costas); Hawai’i (la enorme, la húmeda, donde está el volcán Kilauea y otros); Oa’hu (donde se encuentra la capital, Honolulu) y Kauai, la más antigua de ellas, repleta de acantilados, volcanes y accidentes geográficos, la que imagino más frondosa y exótica y sobrecogedora, y la única que no conocimos.

Dejamos, pues, el ambiente playero de Maui para llegar a la parte este de la Big Island, que en todas las islas se trata de la zona más húmeda. El cielo estaba gris, cargado de agua. En el aeropuerto de Hilo (prácticamente idéntico al de Maui, y también monopolizado por Hawaiian Airlines, que controla casi la totalidad del transporte aéreo en el archipiélago) nos esperaba Jim Carey, el guía y chofer, que ya casi ni bromea sobre Jim Carrey, de tanto que se lo han de sobar cada dos minutos, cantando con un ukulele. Este señor Jim Carey era muy chistoso. Usaba, como obliga el sector, la típica camisa hawaiiana de flores y tenía bigotote, pelo blanco, la piel muy roja. Era de Minnesota o cerca de ahí.

Primero fuimos al Centro Astronómico ‘Imiloa, que tiene un museo y un planetario. Esto me gustó. Ir a Hawai’i a museos, lo atípico de esto, lo que nos daba para pensar. Nos recostamos en el planetario a ver videos y aproximaciones visuales del nacimiento de las islas, que no son sino volcanes submarinos que emergieron del mar formando montañas y planicies, que se encontraron y amalgamaron con otros volcanes en el camino. Qué cosa tan impresionante, ¿no? Por eso la insistencia de que nada se le parece. En las islas es palpable el ascendente de la naturaleza, de las formaciones geológicas, de la pequeñez ante el infinito torrente del tiempo.

Después fuimos al Kilauea. A los caminos de lava solidificada. Al parque nacional que es tan grande que se recorre en coche, por carreteras que luego, viniendo de la “civilización”, dejan atrás casas solitarias, de estilo californiano, una planta, su porchecito, madera, colores pastel apagados; y Wal-Marts y Home Depots y Walgreens y la infraestructura comercial que es ubicua en todo el territorio gringo. La vegetación que crece de la lava. Otro paisaje lunar, o quizá de Plutón, o de Neptuno, piedra negra que revela entre sus intersticios manchas y franjas azules, moradas, irisadas, tornasoladas.

Los volcanes hawaiianos se llaman “de escudo”, pues no crecen hacia arriba, como los cónicos a los cuales estamos acostumbrados, sino que están achatados y se extienden como una plancha. La lava escurre de los lados: “llora”. El cráter principal del Kilauea se encuentra junto a un centro de visitantes con fotos, trozos de lava en capsulitas, tienda de regalos. Hay una fumarola en medio de una gran circunferencia, acordonada. De su centro brota el humo vaporoso, gris, constante. Jim Carey nos llevó a un pedacito de pasto que escapaba del cordón, donde se tenía mejor vista que en el mirador. Luego insistió en sacarnos fotos de turista: fingiendo que soplamos delante del humo, por ejemplo, como los que detienen la torre de Pisa con la mano o sostienen, entre el dedo índice y el pulgar, una pirámide o la torre Eiffel. Le hicimos caso, posamos para la foto.

Dormimos en un hotel integrado al parque nacional, a pocos metros de la fumarola. Por las ventanas del restaurante, en la noche, se veía claramente que el humo no es gris sino naranja o rojo incandescente. Ahí se acostumbra apagar todas las luces cada 45 minutos, para que los comensales admiren su resplandor. Ninguna cámara podría reproducir la intensidad de sus colores. Mientras tanto hablábamos con el tibio, manso, callado Ross, de la oficina de turismo de la Big Island, donde están haciendo campaña para que ya no la llamen la Big Island, concepto que según ellos remite a caos y tráfico, y se recupere el nombre simple de Hawai’i. “La Hawai’i original”. Las alusiones a las oficinas de turismo hermanas, su rivalidad apenas disimulada; cada isla quiere ser la única isla, cada isla promete lo que la otra no tiene.

Luego estaban Carlos (¿o Víctor?), de Roswell, Nuevo México; y Charlie (¿Charlie?), de Oakland, California, y con todos era la misma historia, los casos (y las pruebas) se amontonaban; es difícil venir a las islas y escapar de su hechizo, de su magnetismo poderoso.

Visitamos las Akaka Falls, escuchamos las historias de Jim Carey, que antes de empezar preguntaba siempre do you want to hear a storyyyy? y al principio nos reíamos mucho y decíamos que sí, que claro, pero al cabo de muchas veces de repetir el numerito terminó por confesar que esto era protocolo de la compañía, preguntar si la gente quería escuchar dichas historias, en realidad leyendas de la mitología polinesia hawaiiana, que trataban, por ejemplo, sobre Pelé, la diosa del fuego, la danza, la ira y los relámpagos. Pero en una ocasión yo me quedé dormida y cuando desperté escuché la mitad de una en la que él, Jim, era el protagonista, junto con su esposa: al salir de un parque nacional se habían encontrado con una misteriosa mujer que les pidió un cigarro; como la esposa fumaba, se lo dio; luego sucedió algo que me perdí pero que sugería que la mujer había desaparecido, o nunca había estado ahí, en fin, que Jim y su esposa lo tomaron como una aparición de Pelé, dándoles permiso de permanecer en Hawai’i. Eso me gustó.

En Hilo, durante un rato, cada quién se fue por su lado. Entré a algunas librerías, difícilmente había algo interesante, pero era entretenido mirar. Luego me metí a un café, Hilo Shark’s Café. Tenían muchos sabores de breakfast smoothie y lo atendía un rubio de ojos azules, bronceado, altísimo, seguramente un surfista ex mainlander. El menú estaba escrito en un pizarrón con gises de colores y en todo lo ancho de un muro estaba el dibujo de una mujer, mezcla de pin-up y hula girl, con su lei y su ukulele, los brazos tatuados, malabareando un coco, un café y unas antorchas. Detrás de ella, un volcán echando humo.

Más tarde, en otro restaurante, comimos con muchas prisas una exquisita e irrecuperable hamburguesa vegetariana que tenía arroz, frijoles, taro molido.

Vino otro vuelo, en la última hilera, sin ventanillas disponibles, en un avión repleto.

Por fin llegamos a Honolulu, la segunda o tercera ciudad con más tráfico de Estados Unidos; autopistas arriba y abajo, muchos rascacielos, algunos poco interesantes; el enorme puerto, sus restaurantes y oficinas, y por allá, al pasar velozmente en el vehículo, la base naval de Pearl Harbour. Un hotel grande, cómodo, a caballo entre el boutique y la cadena. Mi ventana daba a un estacionamiento de muchos pisos.

Waiki’ki. Una noche perdidas, Gretell, Arcelia y yo, en los laberintos de la marina, en las calles del hotel ciudad Hilton (con miles y miles de habitaciones), luego de regreso al bar del hotel, un speakasy bastante bonito, con aire acondicionado helado; una cerveza regional: Bikini Blonde Lager; un cover de Drunk in love a cargo de un dueto hombre y mujer, interesante todo, pero el cansancio, la noche, la agenda que no se daba un respiro.

Una mañana fuimos al otro lado de la isla de Oa’hu, la North Shore. Nos detuvimos en una antigua plantación de piñas, ahora convertida en una especie de parque temático con súper integrado, en el que todos los productos son de piña, tienen forma de piña, remiten a las piñas. De ahí viene el Pineapple Express.

Más adelante, en una playa de surfers, nos metimos al mar por segunda vez. Una playa pública, al pie de la autopista. Aguas tibias y cristalinas, como las del Caribe. De pronto pasaba un coche viejo, un Mustang despintado, un Lexus jodidón, visiones extrañas en Estados Unidos, donde la norma es cambiar de coche apenas el uso se note. Los manejaban surfistas.

Comimos un shave ice, un raspado con los colores del arcoiris, en un lugar llamado Matsumoto’s. Después hicimos una parada en un food truck cerca de los criaderos de camarones. Una mujer estaba sentada junto a la ventana donde se ordenaba. Cincuenta años, tal vez cuarenta, piel tostada, con cicatrices, pelo recortado a mordidas, ojos azules intensos. Hablaba sola, su boca profería palabras y sonidos desarticulados, que escuché con atención, sin lograr comprender nada. De pronto había frases completas, pero casi todo eran gruñidos, ruidos guturales, una risa macabra. Fuimos a sentarnos a una mesa de madera, con bancas, y ella fue a sentarse en un extremo de la misma mesa, mirándonos. Comimos bajo el yugo de su mirada. Se lee exagerado, el yugo de su mirada. Pero era un yugo, una opresión palpable. De pronto hacía ademanes de tomar nuestras papas, nuestros refrescos, y si alguna los desviaba de su camino, su voz cavernosa lanzaba fuck you ladys, fuck you ladyyyys horrorosos, que caían como plomo. Finalmente le fui acercando cosas y ella se apropió de ellas con manos escurridizas, como de animal. Luego alguna hablaba y ella volvía a reír con su risa burlona y ultradiabólica. Pero lo interesante fue cuando, al subir al autobús, mirándola por la ventanilla, ella sintió el peso de nuestras miradas y nos miró también, primero mascullando insultos, luego súbitamente risueña, y al final haciendo con una mano la seña del aloha.

Christiana comentó que muchos brasileños, cuando visitaban Hawaii en los sesenta o los setenta, en busca de sus olas, acabaron en un malviaje de ácido y nunca volvieron a su país.

Fuimos al Centro Cultural Polinesio, adyacente a la universidad BYU. Es una especie de parque temático, dividido en “villas” que representan las principales naciones polinesias: Fiji, Tonga, Tahití, Nueva Zelanda, Samoa… En cada villa, estudiantes de esos mismos países, la mayoría con becas proporcionadas por la universidad, representan costumbres, artefactos, diferencias lingüísticas, etc., en un formato agringadísimo, entre el stand-up y el cabaret. La maestría gringa en materia de entretenimiento. Así, Kap, un estudiante de artes visuales de Samoa, demostraba en un show de micrófono cómo los hombres samoanos, que eran los encargados de preparar los alimentos, extraían la leche del coco, hacían fuego, etc. Todos reíamos con ganas. (encontré un video de él, de su envidiable maestría para el stand-up).

Al final vimos una obra/musical (en su sitio: think of Broadway, then add flaming knives), llamada Ha, “aliento de vida”. Muy bonita. El protagonista va saltando simbólicamente de isla en isla, una por cada temperamento y momento vital, para cerrar el círculo entre la vida y la muerte.

Lo que me gusta sobre Hawaii, como potencia cultural y económica de Polinesia, es su voluntad de integración con la región. El último estado de Estados Unidos. Pero no es Estados Unidos. El archipiélago en medio del océano, con un pasado tan remoto como peculiar, está separado del continente y de todo lo que lo liga a él. Existe con las otras islas. Me hizo pensar en Latinoamérica, en una Latinoamérica oceánica.

(casi olvido: tomamos una clase de surf, cerca de Waikiki; todo mal, todo mal, y después de eso comida hawaiiana auténtica, mucha carne de cerdo y de salmón, y el taro en puré llamado poi, y jugo de liliko’i, la maracuyá de allá)

Al día siguiente fuimos al Bishop Museum, el más antiguo y grande de Hawaii (fundado en 1889), con una colección de artefactos pertenecientes a las dinastías reales, pinturas, prendas de ropa, hasta animales disecados (aclaración: no hay víboras en las islas, esto las convierte en mi representación del paraíso, y sin embargo entré, confiada, a la sala de animales, sin temer ni esperar nada, y en la primera vitrina estaba una larga y cabezona embalsamada, ¡ay!, las llamo, las llamo, siempre vienen a mí).

El guía, también orgulloso descendiente de hawaiianos, nos mostró el Kāneikokala, una efigie de piedra y basalto, descubierta por un hombre en Kawaihae, que la soñó (le pedía que la retirara del frío, que la llevara a un sitio cálido). Llegó al museo en 1906 y cuando recientemente, por remodelación, quisieron cambiarla de lugar (tal vez afuera, donde sintiera más calor todavía), la figura había echado raíces tan profundamente que fue imposible desprenderla de donde estaba. Eso también, como muchas otras cosas, me gustó. Me hizo pensar. Le dio más matices a mi ensoñación.

Y ya sólo queda, en Honolulu, cuando fuimos a hacer tiempo a un mall en lo que llegaban unos amigos de Christiana, brasileños afincados en Hawaii. Era sábado a la hora de la comida, hacía tanto calor, yo tenía tan poco dinero, tan nulo propósito, que vagué por los pasillos techados y luego los semi-abiertos, integrados con el estacionamiento, hasta dar con un Barnes & Noble, donde no compré ni leí nada importante, sino que me puse a hojear las People y otras por el estilo. Un mall viejo, aburrido, fétido, la verdadera cara de Honolulu, la ciudad de la que no se escribe, que no se promociona, donde los adolescentes en patinetas o en transporte público llegan a encontrarse con otros adolescentes, entran al cine y comen en el hacinada área de comida, el sitio de encuentro de una parte de la clase trabajadora, de la verdadera población de Hawaii.

Comimos después de esto, a horas de tomar el vuelo de regreso, en un restaurante cerca del puerto. Se descorrieron los últimos velos de la intimidad. Después nadie quería irse y, aunque nos separamos brevemente en el aeropuerto, por nuestras rutas diferentes, ya en las salas de abordaje fuimos a despedirnos de Andi y enfrentamos con resignación el regreso a tierra continental, a la insulsez.

Arcelia me cedió su asiento, junto a la puerta de emergencia, porque estaba en el pasillo, que yo siempre requiero (si es un vuelo largo, porque ay, la vejiga). Era vuelo nocturno, seis horas hasta Phoenix, mucho espacio para mis largos pies, oportunidad invaluable para dormir… y: la perilla del aire acondicionado estaba rota. Y el aire acondicionado, frío más bien helado, salía de ahí en fuertes remolinos que me despeinaban y lentamente me fueron amoratando. ¡Oh, lo que sufrí! La sobrecargo, preocupada por mi ficticia historia de una neumonía recién contraída, recorría el pasillo y volvía cada vez con peores noticias: que no sólo vendían las cobijitas sino que ya no tenían ni una, que no había un solo asiento disponible, que no sabía qué hacer… Hasta que, pasada la medianoche, apareció con una botella de plástico rellena de agua hirviendo y me dijo que la apretara contra el estómago y me hiciera ovillo. Ay, no poseo tolerancia hacia el frío, ¡absolutamente nada! Ahora mismo escribo con dedos entumecidos. Intentar dormir, perder la conciencia, en esas condiciones… A veces me levantaba y caminaba por el pasillo, donde todos dormían, felices y despreocupados, y yo entraba al baño ¡y lloraba como una niña! Y volvía al frío, a la lenta tortura… Llegué a Phoenix con las extremidades agarrotadas, la botella fría entre las manos y un arrastrarse hacia donde hubiera café y un poco de sol. Qué clase de regreso. Del paraíso cálido al frío artificial.

Después México, después The Descendants, los leis que aún permanecen en espera de que los devuelva a otro tipo de tierra, el anhelo, la erosión de la memoria.

Hace unas semanas vino Andi y volvimos a reunirnos. Recordamos anécdotas del viaje y hablamos de otras cosas.

 

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Javai-í II

Pero yo no había terminado el texto. Me faltaban, calculaba, unos tres o cuatro párrafos (incluyendo aquel donde, a mi juicio, debía estar el “chispazo final”, la “conclusión demoledora” o, al menos, en un par de líneas, la idea general del texto). De todos modos disfruté del luau que nos dieron en Kā’anapali Beach, pues caía el sol, había buena comida (un cerdo entero asado, “estilo luau”; muchos tipos de pescado, el puré de taro llamado poi, etc.), abundantes mai-tais, música y bailes. Los bailes eran dulces e hipnóticos. Me dijeron que los Hula dancers eran estudiantes de una academia de por ahí; había dos, una muchacha de pelo larguísimo y un cejoncito de gesto chistoso, que sobresalían, que brillaban. Resultaba fácil perderse en sus movimientos, cadenciosos, miméticos con aquello de lo que se canta (el movimiento de las olas, del viento, de la luz) y hasta eróticos, un erotismo libre de todo tabú. Mientras tanto Andi nos contaba cosas, nos venía contando cosas desde la tarde, y la razón por la que sabía tanto sobre Hawaii me gustaba (ella es argentina). Para ganarse la cuenta de Hawaii en Latinoamérica, había tenido que hacer un examen teórico, dificilísimo, para el que debió memorizar geografía, historia, leyendas, infraestructura turística, logística de viajes, etcétera. Sacó, de los 80 puntos requeridos, 99 limpios. Llevaba un mes allá y sabía mucho sobre las islas, pero también iba descubriendo nuevos aspectos cada día, y para mí era como asistir a un proceso de reconocimiento, ¡de enamoramiento incluso!, de una persona con un lugar. Alguien que nos traducía todo lo que veíamos y que a la vez vivía un proceso personal e íntimo, de conexión profunda con una cultura, que es eso, un lento enamoramiento, un enamoramiento que me gusta, que encuentro familiar.

También es triste reconocer la razón del luau. Esa bienvenida o “introducción” amigable a la cultura hawaiiana, fabricada para los gringos del mainland, que llegan a las islas como si llegaran a un país extranjero. La manera en que la cultura netamente polinesia ha sido interpretada para su mejor comprensión. El aire de cabaret tropical en el ambiente.

¿Y qué? De cualquier manera es bello. De cualquier manera te dejas seducir.

Pero a las nueve ya cabeceaba.

Además, a las dos de la mañana llegaría una camionetita por nosotras para subir al Haleakalā, donde observaríamos el amanecer. A LAS DOS DE LA MADRUGADA.

Subí al cuarto, me eché agua en la cara, me senté en la mesa junto al balcón (el “lanai”), y me puse a escribir. No sé cómo escribí. No sé de dónde salió. Los ojos se me cerraban. Pero estaba acorralada. La obligación y la urgencia, sin embargo, me soltaban la pluma. Un párrafo, luego dos, luego tres, luego el cierre que imaginaba, sin florituras, y el anhelado punto final. Envié el texto cerca de las once, me dormí dos horas con la luz prendida, y me desperté con un cansancio tan bruto que hasta alucinaba bajo la regadera.

Pero estaba libre, al fin. Podía entregarme a Hawaii. Aquello me animaba, hacía menos intolerables las muchas horas despierta.

Andi nos había recomendado “pedir prestada” la cobija de la cama, pues en la cima del Haleakalā las temperaturas descienden bajo cero. ¿Pero qué tomé yo? La colcha. Una colcha que mediría unos tres metros. Que hice bola y arrastré hasta la camionetita, donde ya iban algunos turistas desmañanados.

(Además de Arcelia, Gretell, Andi y yo, iba también Cristiana, una periodista brasileña que llegó en un vuelo posterior).

Pues fuimos. El chofer hablaba y hablaba por el micrófono; de chistes, de Hawaii y de su propia vida. Su historia era la misma de casi todos los que se emplean en la industria turística hawaiiana: un mainlander que vino de vacaciones y no se quiso ir, o que al volver al continente hizo todo lo posible para mudarse a Hawaii de manera definitiva. Al principio puso el aire acondicionado y yo me envolví en la colcha y me quedé dormida; luego el calorcito en el ambiente (era la calefacción) y las curvas me despertaron. Miré por una ventana y vi el extremo de una carretera estrechísima en las faldas de una montaña, y abajo, muy abajo, como si voláramos en un avión, lo verde, lo café, las luces, el borde redondeado del mar.

Bajamos de la camionetita y nos golpeó un viento helado. Había ahí, detrás de un mirador, un cráter. En una hora amanecería. Nos quedamos sobre piedras grandes y afiladas, mirando los colores cambiantes del cielo. Claro, la gente hablaba. La gente sacaba fotos. La gente se reía. Pero de todas maneras era un espectáculo bellísimo y contrastante; la luna llena seguía arriba, a nuestras espaldas, y debajo de ella había una mancha blanca apenas dibujada entre bruma azul, que descubrí después era su propio reflejo sobre el mar, a esa hora del mismo color del cielo.

La alineación de las estrellas, dos puntos brillantes en el horizonte. Las figuras geométricas que formaban las nubes, pintadas de negro, semejantes a cordilleras. El naranja, el morado, el rojo sangre, el azul. La corona amarilla; los haces de luz, gruesos y perpendiculares, como en los diseños japoneses. ¡Un canto hawaiiano! Un súbito momento de silencio. Mirar a Andi, adivinar lo que pensaría. Una mainlander (una far-far-away-lander) que acaricia el proyecto del exilio.

Después vagamos entre los caminos, el observatorio y los miradores de la cima. Yo arrastraba, como una cola de novia, mi colcha sucia de tierra.

Un paisaje lunar. Un frío atroz. En pleno Hawaii.

Me gustaba eso. Me gustaba todo lo raro.

El resto del día lo pasamos en Maui; comimos, paseamos, nadamos en la playa enfrente del Kā’anapali y al romper la tarde nos subimos a un barquito con estructura de canoa polinesia, que atracaba en la playa y al que había que subirse desafiando las embestidas de las olas. Allí arriba tan sólo recorrimos el contorno de Maui, observando las islas de Moloka’i y Molokini a lo lejos. De la primera, santuario de aves donde, en los mil ochocientos, en el reinado de Kamehameha IV, los leprosos eran enviados para suicidarse entre los acantilados. Molokini, la más pequeña de las islas de Maui, con forma de media luna. Otras que no veíamos: Lanai, una isla privada (el 98% le pertenece al fundador de Oracle). Hay un Four Seasons allí. Kaho’olawe, una isla “prohibida” en la que se hicieron experimentos con armamento. Hay una lista de espera de tres años, para limpiarla. Como voluntario. Otra isla, un nombre que escribí mal en mi cuaderno, en la que viven los descendientes de la realeza hawaiiana, en aislamiento.

Ya me había contagiado de este virus. Esta cosa. Hawaii.

A las ocho de la noche subí a dormirme. Dormí de corrido hasta las seis de la mañana. Desperté descansada y de buen humor.

Desperté, creo, feliz.

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