Otra vez ganas de escribir, sin temas ni ideas, ni nada qué decir. Y con obligaciones laterales de escribir otras cosas, como siempre. Tengo ideas para esto, temas que me interesan actualmente, sí, pero los desecho. Ahora no, ahora no. No estoy preparada. Esos debería escribirlos con tiempo y dedicación. Entonces. Veamos. Qué he estado leyendo. Cuentos, muchos cuentos. Me encantan los cuentos. Son estructuras cerradas, piezas diseñadas para la relectura. Cambian. Nunca son la misma. Pienso en lo laborioso de un cuento. Cada palabra pesa, la extensión obliga a plantear y replantear, a corregir en busca de la impermeabilidad. ¿Flujo de conciencia, intento de flujo de conciencia? Bueno. Me molesta cómo escribo acá, siempre me ha molestado. Te agarras de lugares cómodos, de disposiciones que funcionan. ¡Ash! Pero los cuentos. Los cuentos no son postitos. Los cuentos no son textos ligeros, fruto de la flojera, la impaciencia o la ansiedad. Los cuentos son pequeños monumentos. He estado leyendo y releyendo muchos cuentos. Y otras cosas. Poesía, también. De Marosa, Rilke y Deniz, últimamente. Y cuentos de García Ponce, de Abelardo Castillo, de Silvina Ocampo, de Aira, de Bolaño, de Inés Arredondo, de Felisberto, de Luisa Valenzuela, los primeros de Vargas Llosa, los últimos, extraños, siniestros de Cortázar (Verano, qué terrible, qué siniestro, el caballo, los cascos del caballo, la niña que sueña en la camita de la casa de campo, la pareja y sus reproches, la violación, la separación de las almas). El carrito. Pfff, espantoso. Se lo conté a J “en vivo” y en la última frase volteé lentamente la cabeza e hice un tono de voz grave, lo más grave posible, y conseguí con esto su terror y su miedo. Me encanta asustar a la gente. Es un talento que descubrí a los doce años, cuando venía caminando una tarde por una calle de mi pueblo con mi vecina, con quien estudiaba la secundaria, y al pasar junto a un establo, en uno de cuyos muros sobresalía un cuerno de toro grandísimo, le inventé que ése era el cuerno del diablo y que así se le invocaba y que la leyenda contaba…, y luego llegamos a su casa y nos sentamos en la sala, y como no había nadie, yo seguí inventándome historias de terror sin reírme nunca y mirándola fijo, y ella se asustó tanto que me decía “ya no me veas, ya no me veas”, y aunque yo ya quise pasar a otra cosa y hablar de temas graciosos y hasta me estuve riendo, ella ya no soportaba ver mis ojos, decía que mi mirada era muy penetrante y de miedo, entonces más la miraba yo y la asustaba sólo mirándola, y así descubrí que hay gente muy miedosa a la que resulta muy placentero asustar. Otras veces he amagado una posesión diabólica de cuerpo presente o sugiero atmósferas de miedo y misterio o deslizo comentarios sobre apariciones y espectros o hago cosas que yo sé que a la gente miedosa le dan miedo, y la verdad es que me regocijo en ese miedo y obtengo un placer perverso de él. Yo quise ser como mi cuñado que un día nos contó una historia de una mujer que se aparecía en un bordo y que cuando levantaba la cabeza te dabas cuenta que no tenía cara, historia que él nos contaba con voz indiferentísima y sin gestos o expresiones, y que por eso asustaba, creo yo.
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