El tañido de una flauta

Gracias a los cargos diplomáticos que ha desempeñado en variadísimos países del continente europeo, Sergio Pitol (Puebla, 1933) es un escritor cospomolita y -si se quiere- elitista, complejo, altivo. No es para menos y en su obra es aún más notable: en alguna nota del año 2003, escrita por el autor –acreedor en meses pasados al premio Cervantes de literatura– para su diario personal, Pitol dice que en sus obras abundan los intelectuales, los artistas, los personajes inescrutables. Es cierto: en El Tañido de una Flauta (1972) los protagonistas son un director de cine, el que recrea la historia en dos días, y un pintor, cuya vida ha sido inmortalizada por el cineasta japonés Yukio Hayashi. Ambos, la película japonesa (titulada, insoportablemente para el primer hombre, como El Tañido de una Flauta) y la novela entera, recrean la vida de Carlos Ibarra, el hombre que termina en desgracia, miseria y en una paradójica aceptación de estas fatales circunstancias.

 

En realidad la historia es simple, y como Pitol ha enunciado preferir, inconclusa. Un director mexicano, cuyo nombre jamás es revelado, viaja a un festival cinematográfico en Venecia y ahí, en alguna proyección oficial, le es dada la perturbadora casualidad de mirar la vida de un amigo suyo retratada en una película japonesa. La película es la biografía exacta de Carlos Ibarra, pintor mexicano con quien ha perdido contacto y cuyo escalofriante y triste final nunca llegó a conocer… hasta que, por supuesto, lo mira voraz y lacerante en el filme. ¿Qué explicación encierra la paradoja? ¿Cuáles los motivos de Hayashi, el director japonés y eminentemente superior al mexicano, para revivir con fría sutileza cada detalle, encuentro y viaje del pintor exiliado? Los cabos sueltos, para Pitol y para el lector conmovido de pronto con la anécdota, importan poco. Las razones existen quizás, pero perduran aún más los capítulos abigarrados de una vida suelta y desvergonzada, de los paisajes y las ciudades, de los personajes y las nacionalidades. No dejan de parecer, sin embargo, pretextos de Pitol para mostrar lo absurdo del intelectual, su esnobismo desmedido, su insensatez e incoherencia. Ambos hombres, unidos por casualidades increíbles en tiempo y espacio (sobre todo en espacio pues, a pesar de ser los dos mexicanos, no dejan de encontrarse en Londres, en Yugoslavia, en París o en calles ocultas en Varsovia), son dos títeres que no logran sobreponerse al vacío de su época. Se enseñan mutuamente a vivir como sibaritas, se enfrascan en larguísimas conversaciones sobre literatura, pintura y filosofía, discuten sus filias y necesidades. Lo ambiguo de su relación es, a ratos, incomprensible. El final de su relación es un hilo muy frágil que se mantiene tenso por las cartas que, luego del bochorno, sólo Carlos Ibarra envía.

 

¿Cómo era Paz Naranjo?, se pregunta el director mexicano, desencantado de todo, mientras vaga por los rumbos más ruines de una Venecia que creyó idílica y perfecta. Después de ver El Tañido de una Flauta, recuerda con una intensidad incómoda al Carlos Ibarra que solía decirle:

 

¿Has advertido en qué cosa indigna pretendes convertirme?
¡Quieres tañerme!
Pretendes conocer todos mis registros.
Deseas penetrar hasta el corazón de mis secretos,
pretendes sondearme, para que emita desde la nota más grave
a la más aguda del diapasón.
¿Piensas acaso que soy más fácil de tañer que una flauta?
Tómame por el instrumento que más te plazca,
pero por mucho que me trates, te lo advierto,
no conseguirás obtener de mí sonido alguno.

 

Paz Naranjo, la mujer que los separó, era una cincuentona enclenque, siempre a punto de partirse en mil pedazos, experimentada y dolida por un pasado (al que, recuerda el protagonista, le dieron tantas vueltas como sus encuentros en Nueva York les permitieron) que no logra evocar del todo y que, por tanto, no comprende. El episodio que los unió, el de la efímera ruptura con Carlos que los orilló a pasar una noche de pasión urgente, fue después recreado por el director en su ópera prima –y vergüenza intelectual–, Hotel de Frontera. Episodio que, infaltable, fue también incluido en El Tañido de una Flauta. Podría encontrarse con Hayashi, se dice, ¿pero entonces qué le diría? ¿Se limitaría a preguntarle cómo había conocido a Carlos, cómo le había referido detalles tan íntimos de su vida, por qué para interpretarlo a él había elegido a un japonecito de finas maneras y talante inseguro? Prefiere evitar el encuentro y vaga entonces por calles atroces, mira una góndola fracturada que de lejos le parece un cisne negro degollado, recuerda a Carlos Ibarra y por momentos lo odia, lo añora, lo extraña, lo recrea a través de una tía desfigurada que en principio fue motivo ficticio de sus pinturas y luego una presencia real y terrible. Se dice que nunca pudo tañerlo.

 

 

La última escena de El Tañido de una Flauta transcurre en una aldea de Macao, mientras que, en la vida real, Charlie terminó destruido en un pueblito en las Bocas de Kotor. Su amigo, derrotado, no puede soportar la revelación horrible de una muerte tan estúpida, tan accidental, tan casual. ¡Carlos Ibarra! ¡El genio que jamás fue profeta en su tierra, el mentor, el lúcido, el viajero! Reducido a un harapiento que, luego de timado por un poeta desterrado de su gloria personal, resbala por un peñasco y muere en la inopia más inclemente. Sin más. Después de darse cuenta que en adelante sería el loco de dientes podridos que mendigaría para comer. Excluido definitivamente del mundo. Y el protagonista piensa, mientras intenta conciliar el sueño ya de vuelta en su cómodo hotel veneciano, que saber otro detalle sobre la muerte de Carlos no cambiaría en lo absoluto el panorama. Y luego la pesadilla. Pero Pitol nunca, durante las más de doscientas cuartillas de la verdadera El Tañido de una Flauta, resuelve el misterio. ¿Y qué importa, después de todo? La vida, ese misterio, es tan inasequible como una flauta. Imposible pretender tañerla.