Anna Karenina

De aquí originalmente.

No se puede adaptar Anna Karenina al cine y triunfar. En el intento está la derrota: ninguna adaptación (que es también una mutilación) puede contener la inmensidad de la novela. Así, todas las versiones estarán defectuosas, se convertirán en resúmenes torpes de una sucesión de hechos, perderán el genio de Tolstoi, su descripción exhaustiva de la psique de cada personaje, la materia verdadera del libro.

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Eastern Promises

Uff. Quería ver algo ruso (como cuando quieres ver algo gracioso, algo profundo, algo sobre solteros y drogas en Las Vegas). Y tuve algo muy ruso, aunque no fuera en Rusia.

En la película, Viggo Mortensen es el chofer ruso (él sí creció en Rusia) de un junior ruso-inglés amanerado (Vincent Cassel, de quien me maravilla esa mezcla de afeminamiento y virilidad y erotismo), hijo del jefe de la mafia Vory V Zakone (Armin Mueller-Stahl, de sangre alemana pero rostro eslavo, con ojos muy azules y piel morena). Naomi Watts es una partera que, a pesar de tener sangre rusa, entiende poco sobre el funcionamiento de la mafia. Esa lección que el cine nos ha enseñado tan bien: nunca te enredes con la mafia.

Viggo Mortensen es un hijo de puta, una estatua que puede moverse. Hay una escena bellísima en la que recibe un nuevo tatuaje (el mapa de la vida de un miembro de la mafia se escribe sobre su cuerpo), y su cuerpo marmóreo (este adjetivo horrendo es, en este caso, ideal) está recostado sobre una poltrona como un David lleno de fibra y músculo.

El aspecto hierático de la cultura rusa y aun de la mafia es hermoso y denso, todo lleno de ceremonias y folklor. Pienso en Brighton Beach, lo más cerca que he estado de Rusia: los anuncios en cirílico, la tiendita que parecía bodega de granos, las señoras con las cabezas cubiertas, el ambiente de un Tepito bien ruso (la piratería a raudales, los señores de los que sospechas que al hablarte te timarían, el ‘caos ordenado’).

Hay orgullo, fascinación y desprecio por la cultura rusa. Nunca confíes en un ruso. La familia es importante para los rusos. Armin Mueller-Stahl se queja: En esta ciudad (Londres) nunca nieva, nunca hace calor. El temperamento ruso moldeado por el clima ruso: extremo, severo y feroz. Tal vez por eso no puede confiar por entero en su hijo, que no fue domado por este clima maldito (las historias de los ejércitos de Napoelón y de Hitler, vencidos por el clima ruso, por Rusia misma más que por sus soldados, me fascinan). En cambio, Nikolai (Mortensen) lo entiende, como se entienden entre rusos.

Y la escena del baño de vapor (tuve pesadillas toda la noche). Viggo, desnudo, peleando a mano limpia con dos chechenos que lo atacan con cuchillos para limar linóleo. Hay algo muy violento en esta forma de pelear, sin armas de fuego. Leí que Cronenberg se enteró que la mafia rusa no anda con pistolas, en caso de que los detengan; por eso tienen esta navaja curveada, de instrumento de carpintería.

Acá Viggo es como un Jesucristo ruso, desnudo y ensangrentado.

(parte con spoilers a continuación)

El twist no me gustó del todo. No sólo queremos que las personas sean como queremos que sean, sino que los personajes sean como imaginamos. Antes de saber que Nikolai era un agente secreto del FSB, lo imaginaba con el mismo destino de las niñas rusas y ucranianas que, llegadas a Europa occidental, son convertidas en prostitutas. Él, en un sicario. Hubiera querido eso, que un hombre rural común fuera llevado a Europa para convertirse en sicario. En cambio, el final al estilo The Departed me pareció poco merecedor. Pero es Cronenberg. Ese beso entre Nikolai y Anna, como homenaje al Hollywood clásico.

Ya quiero ver Cosmopolis. La novela es rarísima y, desde luego, la película lo será también.

 

 

Can Dostoievsky still kick you in the gut?

Este texto del New Yorker:

“Notes from Underground” feels like a warmup for the colossus that came next, “Crime and Punishment,” though, in certain key ways, it’s a more uncompromising book. What the two fictions share is a solitary, restless, irritable hero and a feeling for the feverish, crowded streets and dives of St. Petersburg—an atmosphere of careless improvidence, neglect, self-neglect, cruelty, even sordidness. It is the modern city in extremis.

**

Memorias del subsuelo me trae una imagen: la del individuo ante el ridículo propio. La posición indefensa y vulnerable después de cometer un ridículo monumental.

(para mí sería caerme con una bandeja de comida encima)

Después de estar en la situación desesperada de mostrarte al mundo en tu peor forma (débil, torpe, aplastado, minimizado), ¿qué se hace? ¿Cómo se recoge uno mismo y continúa inserto en la vida, cautivo de la mirada ajena? Lidiar con esto -esta eventual reacción, este probable escenario- es lidiar con la esencia  de uno mismo. Hay espíritus livianos: los que se ríen después de la caída. Hay espíritus elevados: los que conservan su dignidad, la portan con recelo, después de la caída. Y hay espíritus atormentados, como el narrador de Memorias del subsuelo, que ante el ridículo cae más profundo todavía, hasta un punto de no retorno. Un punto donde su dignidad no volverá jamás, donde la vergüenza pública deja de ser circunstancial y lo define, y extermina su ser. En esa reunión con hombres que no lo han invitado, que lo ignoran, hace un berrinche y no se marcha. Permanece apocado en una esquina del cuarto, paseando su miseria, mientras los demás fuman y beben su vodka, considerándolo tan poca cosa, tan irrelevante, que ni siquiera protestan. Ese suicidio social que es en muchas formas un suicidio real.

A veces sé lo que haría en este escenario probable. No lo que me gustaría hacer. Lo que haría. Saberlo es una forma de conocerme a mí misma, de convivir con esa otra persona que soy.

**

Al final del texto del New Yorker, David Denby, el autor, concluye:

You can read this book as a meta-fiction about creating a voice, or as a case study, but you can’t escape reading it also as an accusation of human insufficiency rendered without the slightest trace of self-righteousness. If you begin by grieving for its hero, he upsets you with so much truth of our common nature that you wind up grieving for yourself—for your own insufficiency. “Notes” is still a modern book; it still can kick.

 

 

Este párrafo no me abandona:

De repente sintió el antiguo, conocido, sordo, corrosivo dolor, agudo y contumaz como siempre; el consabido y asqueroso sabor de boca. Se le encogió el corazón y se le enturbió la mente. «¡Dios mío, Dios mío! —murmuró entre dientes—. ¡Otra vez, otra vez! ¡Y no cesa nunca!» Y de pronto el asunto se le presentó con cariz enteramente distinto. «¡El apéndice vermiforme! ¡El riñón! —dijo para sus adentros—. No se trata del apéndice o del riñón, sino de la vida y… la muerte. Sí, la vida estaba ahí y ahora se va, se va, y no puedo retenerla. Sí. ¿De qué sirve engañarme? ¿Acaso no ven todos, menos yo, que me estoy muriendo, y que sólo es cuestión de semanas, de días… quizá ahora mismo? Antes había luz aquí y ahora hay tinieblas. Yo estaba aquí, y ahora voy allá. ¿A dónde?» Se sintió transido de frío, se le cortó el aliento, y sólo percibía el golpeteo de su corazón.
«Cuando yo ya no exista, ¿qué habrá? No habrá nada. Entonces ¿dónde estaré cuando ya no exista? ¿Es esto morirse? No, no quiero.»

León Tolstói, La muerte de Iván Ilich