Este párrafo no me abandona:

De repente sintió el antiguo, conocido, sordo, corrosivo dolor, agudo y contumaz como siempre; el consabido y asqueroso sabor de boca. Se le encogió el corazón y se le enturbió la mente. «¡Dios mío, Dios mío! —murmuró entre dientes—. ¡Otra vez, otra vez! ¡Y no cesa nunca!» Y de pronto el asunto se le presentó con cariz enteramente distinto. «¡El apéndice vermiforme! ¡El riñón! —dijo para sus adentros—. No se trata del apéndice o del riñón, sino de la vida y… la muerte. Sí, la vida estaba ahí y ahora se va, se va, y no puedo retenerla. Sí. ¿De qué sirve engañarme? ¿Acaso no ven todos, menos yo, que me estoy muriendo, y que sólo es cuestión de semanas, de días… quizá ahora mismo? Antes había luz aquí y ahora hay tinieblas. Yo estaba aquí, y ahora voy allá. ¿A dónde?» Se sintió transido de frío, se le cortó el aliento, y sólo percibía el golpeteo de su corazón.
«Cuando yo ya no exista, ¿qué habrá? No habrá nada. Entonces ¿dónde estaré cuando ya no exista? ¿Es esto morirse? No, no quiero.»

León Tolstói, La muerte de Iván Ilich

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  1. Siempre me gustó “La muerte de Iván Illych”, por todo lo que tiene de fábula y por todo lo que tiene de novela moderna. Siempre sentí esta novelita como un consejo de abuelo sabio para todos: “No seas idiota, no hagas como Iván”, y al mismo tiempo al releerla veo todos los pequeños detalles de arquitectura narrativa, de construcción de los personajes y de elementos simbólicos que la hacen trascender a una simple moralina. En particular recuerdo que Iván es continuamente importunado, pero en definitiva salvado, por su criado, un muchacho rústico como solo puede serlo un ruso y que viene a simbolizar esa Rusia telúrica, al mismo tiempo bruta y redentora, de la que Iván en todo su afrancesamiento había luchado por escapar siempre. Abandonado por su familia a su suerte, el único que se preocupa por él, aunque más no sea por una mezcla de deber y barruntos de caridad cristiana, es un “mujik” disfrazado con la librea que él mismo Iván le obliga a usar. 

    Esto me hace acordar vagamente a una película de Bergman que tiene mucho de Tolstoi y más aún de Chéjov, que se llama “Gritos y susurros”. Es sobre una mujer que se está muriendo en su casa de campo, y sus dos hermanas menores, demasiado frías, crueles o débiles como para que realmente les importe. Es invierno, es Suecia, tanto afuera como adentro de la casa todo es gélido e inhumano. La única que la acompaña en su final y se apiada de ella, a pesar de sus años de tiranía, es una mujer del campo, su criada, que la abraza antes de morir. 

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