x, 6:23

En el contrato, enunciado en nuestros respectivos discursos amorosos, estaba aquella cláusula o condición o futuro castigo, tras la disolución, del extrañamiento, el estallido de todos los puentes, el silencio sepulcral y la anulación del contacto; advertencia o amenaza que planeaba como un fantasma, claro, detrás de mi reticencia a terminar las cosas cuando debían terminarse, o por lo menos cuando en mí habían comenzado a morir (y siguen muriendo, lentamente, ya que es agonizante, débil, inconstante, tanto mi manera de amar como de extrañar), y no hasta gastar el amor que ella sentía, que a veces se sentía eterno, y que en los meses finales se limó tanto que lo sustituyó un algo desconocido. Vaya, esto se sabía, que debía aceptar sus condiciones, sus hábitos post-amorosos intransigentes, que en nuestro lustro de convivencia atestigüé y constaté; y tras las comprensibles o hasta esperadas recaídas de mi parte, de las llamadas lacrimosas y los intercambios de mails encendidos, tristes, algunos meses después, pasado el año, ¿pasados los dos años?, acepté o he aceptado el nuevo estatus de fantasma del pasado, de recuerdo sin voz, de fotos y documentos digitales borrados y alterados, de innombrable y eternamente ausente, hasta que ella así lo decida, cosa que espero, por varias razones que solo le diré entonces, y entonces reparto anzuelos como éste, como estas entradas de blog que es como si dejara mi diario abierto para que lo lea, como hizo aquel domingo funesto, el domingo de agosto en que se murió Juan Gabriel, cómo lo vamos a olvidar; pero este diario, este blog, a diferencia del otro, lo escribo sin importarme quién lo lea, y bajo el principio del control de la exposición, que al fin y al cabo esa era mi advertencia, mi amonestación, mi amenaza, mi condición, mi castigo o represalia o venganza o traición, sobre todo eso, la famosa traición, tras enredarnos en nombre del amor: escribirte y reescribirte y que ya siempre fueras parte de mi escritura.

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7:54

Había pensado, y luego por eso pensé en Lili Anaz, en consultar el oráculo de las capturas de pantalla, OCP (eloraculo.com.ar), y entonces:

Y ahora, que he recordado esto, al verificar su web el OCP ha dicho:

 

tal vez no todo el internet agoniza.

QQQ

Guardaré aquí textos, videos y similares relacionados con Quisiera Quedarme Quieta:

El cuento “Acapulco” publicado como adelanto en Nexos.

Fragmento de “La Planta” en revista Levadura. 

Hablemos Escritoras podcast con Adriana Pacheco, episodio 158.

Conversación con Ana León para Noticias 22 Digital.

Entrevista con Cristina Liceaga en Escritoras Mexicanas.

Las notas de lectura de Roberto Cruz Arzábal.

Reseña de Ulises Hernández en Escritoras Mexicanas.

En Inventario podcast edición 40 FILOaxaca, Sylvia A. Zéleny e Isabel Díaz Alanís comentan QQQ y Quiltras de Arelis Uribe.

Entrevista con Ángel Soto en suplemento Laberinto.

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Nora de Imaginando Portadas imaginó dos bellas versiones de la portada:

Una conversación con Irma Gallo de La libreta de Irma por Instagram live.

Charla con Pao Gómez por Ig live en su sección “Chismito con mujeres increíbles”.

LecturasNoDesasosiego con Lizbeth Hernández por Kaja Negra.

Charla con Alaíde Ventura en el espacio virtual de Traspatio librería.

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Entre los Libros de la Semana en Aristegui Noticias.

Entre las Tres obras literarias que llaman a la inspiración en Newsweek México.

Una nota sobre el catálogo de Dharma Books + Publishing en TimeOut México.

En el Viernes de Literatura de Sopitas, Elvis Liceaga habla a fondo de QQQ.

También con Elvis charlamos en su programa de Reactor, Partículas Elementales.

En el newsletter de Data Cívica, Mariana Orozco recomienda la lectura de QQQ, igual que este blog, donde se escribe “como en tercera dimensión, hablándole simultáneamente a tu yo, tu súper yo y a tu ello”.

 

 

 

Publicado en .

Toda playlist es una playlist de amor

Pienso que yo viví mi vida. La he vivido lo mejor que he podido, y siempre procurando la experiencia. Me sumergí en High Fidelity por tercera vez. Quiero decir, me bebí a lo largo de unas semanas la tercera -eslavencida- versión de High Fidelity, el libro de Nick Hornby que disfruté enormemente, del que se hizo una película con John Cusack que disfruté enormemente. En la serie de televisión -un nuevo formato que le permite alargar el libro, y también separarse sin retorno de él-, la protagonista es Rob, una joven mujer bisexual, bella y un tanto disfuncional, melómana y esencialmente romántica (ingenua). Otra vez incurrí en la vulgaridad de leerme en ella, de encontrarme en su experiencia, la de una ruptura que no supura, que no sana, que infecta todo nuevo intento de tender un puente con otro ser humano. Y no tanto por un enamoramiento que persista, aunque al principio algo hay de eso, de ese dulce sufrimiento; sino por lo que queda después, esa playa vacía, esa corriente resacosa que lo único que arrastra es un recelo del amor. Una resistencia a sus cárceles. Es tan horrible enamorarse, convivir y luego separarse. Drena tantas energías, ocupa un espacio tan grande en la vida. Es excesivo. Euforia y dolor, placer y hartazgo, felicidad y aburrimiento, posesión y violencia. Quién puede estar dispuesta a enfrentarse con eso una y otra vez, por qué alguien quisiera eso. Por qué consintiera tan fácilmente a prestarse a tal rebase nuevamente.

La playlist o el mixtape es una prueba de amor, un relato de construcción sonora. Toda playlist es una playlist de amor, deformando a Chris Kraus (every letter is a love letter). Rob amonesta: la playlist debe escucharse en orden. Eso ni siquiera debiera ser aclarado. Debe escucharse en orden porque cuenta una historia.

(editado, borrado, corregido).

mdrgd 2:12

Algo muy extraño ocurre con mi blog.

Una plaga de posts hechizos ha terminado por expulsarme de aquí.

Cada noche limpio a mano la suciedad de los intrusos. Cada día amanecen más textos basura posteados en el blog. Research paper por sale. Going out with Japanese women. In some societies, marriage is certainly delayed till all debts are paid. If the wedding party happens sooner than all cash are created, the place is kept ambiguous. The bride really worth custom may have damaging results the moment younger males haven’t got the ways to marry. In strife-torn To the south Sudan, a large number of younger men steal cattle because of this, often risking their…

Conjeturo.

En 2012, cuando creé este blog como continuación e interrupción de La isla a mediodía (creado en 2005 como continuación e interrupción de otro, de url yaestarde.blog.com), me encontraba inmersa en dos relaciones románticas. Al centro de un triángulo amoroso. Al comienzo de una relación intensa y larga sin haber terminado del todo mi relación anterior, igualmente intensa y larga. No quiero decir que sostuviera las dos relaciones simultáneamente, que mantuviera el adulterio a toda regla; me refiero a otras cosas, aunque es probable que… Pero a quién le importan los detalles ahora. Ciertamente a ninguna de esas personas, a ese hombre y a esa mujer a quienes entregué mis años veinte…

Pues yo te entregué mis treinta así que quién está peor le revira Sadie a Leila en The bisexual, cuando la segunda incurre en un reclamo parecido.

Dado que ya no me aman ni yo los amo ya, todo es pasado, es El Pasado, como aquella novela de título perfecto y contenido dispar, aunque este pasado a veces no termine de pasar. PERO ESE NO ES EL TEMA. 

El tema es que en 2012 mudé muy pocas cosas a esta casa (¿esta casa?, esta casa-blog podría estar derrumbada, nuevamente escribo en el TextEdit en espera de recuperar lo que me pertenece) (¿lo que me pertenece?) y por algún error, o alguna decisión estúpida de entonces, sus contenidos quedaron alojados en el servidor de mi antiguo amante. 

Ah, parece que lo he recuperado de nuevo.

Debo mudarme. Me urge mudarme.

0:34

En una entrada de un diario de hace un año me pregunto dónde estaré en un año, “si estoy”. Dónde estoy entonces es un sobreentendido. Luego apunto dónde estaba el año anterior en esas mismas fechas.

Esto no tiene nada de interesante pero la entrada anterior es desagradable y lastimosa a la vista.

“Seas quien seas, sé tú mismo”

Es muy extraño todo, no te diré que no.

Atravieso otro de esos momentos excesivos: las emociones excesivas, desde los dos polos, tiran de mí. En el centro, mi frágil cerebrito. Mi cuerpo adelgazado. Mis deseos interrumpidos.

Busco el silencio, lo busco insistentemente.

Presiento que podría romperme en cualquier momento. Mi mente, quiero decir. Quebrarse, malfuncionar, sacar humito, perderse en delirios al principio divertidos, grandilocuentes, después paranoicos, necesariamente perturbados.

Algunos de los posts hechizos de la crisis bloguil reciente:

Ciertos títulos y contenidos eran ciertamente violentos:

Stop reading this post to the end and go do that now…

That person who you are meet out there is not a robot. That person is an intelligent being and is not expecting you to tell him or her what to do.

If you have anxiety and depression you need a hard and good…

¿A hard and good QUÉ? ¿A HARD AND GOOD QUÉ?


Creo que en otro post no publicado apunté sobre perderse en otro cuerpo, lo necesario de perderse en otro cuerpo…


¿A HARD AND GOOD FUCK?

Publicidad tenebrosa en las navegaciones en modo incógnito.

Fantasmas CLXXX

Otra vez la casa se me llenó de intrusos.

ver. ver. ver. ver. etc.

¡HAY QUE IMPRIMIR! Hay que defenderse de esta tecnología traidora.

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Estoy mirando The bisexual, de Desiree Akhavan, a quien amo y con quien me identifico y en quien me proyecto y con la que me encuentro y de la que me separo. Las cosas que escribe, las experiencias a las que alude, a veces incluso su rostro, me rozan, me son familiares. Miro esta serie, que salió en 2018 y cuya existencia me había pasado de largo, y me río y me distraigo y recuerdo. Siento que la escribió para mí.

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Yo les creo

Publicado originalmente en el marco del espacio Inflexión en Kaja Negra.

 

En marzo de 2019, una ola golpeó el ecosistema cultural mexicano. Ahora, en medio de la pandemia, qué interés puede reclamar volver a esto. Pero debemos hacer un esfuerzo. Kaja Negra, las editoras y las autoras de estas reflexiones hacemos el esfuerzo, así quede como archivo [ver la intervención de Natalia Flores].

 

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Mientras me decido a terminar de redactar este texto, han pasado 67 días desde que inició el confinamiento masivo en México, o Jornada Nacional de Sana Distancia, el día 23 de marzo. Un año exacto después de la explosión en redes sociales de lo que dio en llamarse #MeToo mexicano [por los ecos del movimiento denominado #MeToo, surgido entre actrices y trabajadoras de la industria hollywoodense que denunciaron abusos, violencias y delitos de una gran cantidad de actores, directores, productores y otros pesos pesados del sector].

Aquella ola mexicana, aquella iteración de otros movimientos surgidos en espacios digitales, según la llama Ana G. González en su recuento de los hechos, inició con un tuit. Se trataba de una denuncia, un escrache, una llamada de atención, una exigencia a cerrar filas. En su reflexión de aquel momento, que urde las figuras de la marabunta, la falange y el caracol, Tessy Scholler Presburger argumenta que fijarle un origen al movimiento, a la manera de un «paciente cero», es un ejercicio poco productivo; en realidad, una de las preguntas más importantes pasa, forzosamente, por lo que movió a tantas mujeres a contar historias íntimas, a exponer la violencia en sus vidas.

Hubo algo desordenado, visceral y furibundo en las denuncias vertidas en Twitter y otras redes sociales, producto de una impotencia vital que en su centro es perfecta y legítimamente revolucionaria y feminista: la necesidad de la destrucción purificante, refundante. La denuncia colectiva no era exactamente punitivista –no tenía el poder para serlo– sino que, antes bien, provenía de una desconfianza o hartazgo o desilusión de lo punitivo, de la idea de justicia y reparación. No habría nada de esto pero al menos se señalaría lo velado, lo que se sabía tras bambalinas, lo que nadie decía abiertamente pero tantos, tantas, sabían. Sabíamos.

El escrache inicial, hacia un poeta a punto de presentar un libro jugosamente premiado, buscaba poner de relieve la complicidad, pero también, o así lo interpreté entonces, exigir que pararan los estímulos, los premios, la buena voluntad de los escritores, las editoriales, los espacios culturales, los medios de comunicación. Cuando decimos que golpeadores, acosadores y abusadores siguen publicando con tranquilidad, interviniendo en el campo cultural, lo que denunciamos es una red de complicidades y actitudes solapadoras. 

Como consecuencia de esta ola denunciante hubo castigos sociales: despidos, ostracismo, carreras literarias canceladas. Hubo, incluso, castigos ejemplares. Quizás el punto más álgido fue cuando, tras una denuncia anónima en la cuenta oficial de #MeTooMusicosMexicanos, el músico y escritor Armando Vega Gil cometió suicidio. En el testimonio que lo implicaba, una mujer denunció anónimamente el acoso sexual que recibió de parte de Vega Gil cuando ella tenía 13 años y él, más de cincuenta. Según la nota de suicidio de Vega Gil, que colgó a Twitter, su muerte «no es una confesión de culpabilidad, todo lo contrario, es una radical declaración de inocencia».

Hace un año pensé que estas denuncias, que en muchos casos ponían de relieve la ineptitud y negligencia de las instancias oficiales [del ámbito laboral al jurídico], tenían que ser además una invitación muy concreta a no consumir las obras de violentadores. A no otorgarles espacios de enunciación. Perdonarlos, alentar su rehabilitación, denunciarlos judicialmente donde corresponda: sí. Pero hacernos de la vista gorda ante sus violencias suponía admitir que los daños a las mujeres violentadas eran menos importantes que las contribuciones de sus agresores al campo cultural. Que, si sus daños no alcanzaban a considerarse delitos, eran pasables, olvidables, pertenecientes a una intimidad que no merecía desmenuzarse en público.

Más tarde, cuando se anunciaron resultados de una convocatoria del Fonca con beneficiados señalados en el #MeToo, se me ocurrió que, si no había sanciones efectivas, por lo menos que las hubiera sociales. Y económicas, si hablamos de recursos del Estado. En otras palabras: que el castigo de sus violencias sea la peste. Apestados. Violentadores apestados. La pérdida de su prestigio o su buen nombre, su empleo o sus redes de confianza, sería la consecuencia del ejercicio de una violencia que mina, en las mujeres que la padecieron, su autoestima, su voz interior, su libertad sexual, su posibilidad de tener carreras literarias y autonomía económica.

Era más vehemente, más sesgado lo que pensaba entonces. Pensaba que, vaya, los creadores denunciados tampoco es como que nos hubieran entregado, a cambio, obras mayores. Pero el arte no es una moneda de cambio. 

Nuestro canon, nuestros mapas literarios, están rayados por la violencia, saturados de ausencias y vacíos. Denunciar implica dar nuestra versión, nuestra historia, nuestro punto de vista. Entre personas que escriben, se torna más obvio. Escribimos, publicamos, intentamos crear literatura. Perpetuamos y enquistamos la violencia, o nos resistimos a ella.

En aquel marzo de 2019 estaba convencida de que si hay un motivo para denunciar escritores e intelectuales concretamente era ese. La denuncia es una intervención pública. Una necesaria toma de postura, digan lo que digan. No corren tiempos fáciles. Vivimos en un perenne estado de emergencia. Tenemos que señalar el machismo, tenemos que señalar el racismo, la violencia, el despojo y, en suma, la ideología del fascismo. Condenarlo en privado no basta. 

Cómo pasar de la adherencia ideológica a la militancia

Una mujer que admiro mucho, desde el sur, me recuerda mirar hacia la Comisión de Escrache de H.I.J.O.S., o Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio, colectivo militante conformado por simpatizantes e hijxs de detenidos, desaparecidos, presos políticos, fusilados y exiliados por la última dictadura militar en Argentina. A mediados de los años noventa, esta organización política dio con un método novedoso de denuncia e intervención pública, que se bautizó con la sonora palabra del lunfardo escrache. Desde luego, eran genocidas los escrachados, señalados de modos peculiares [con marchas, actuaciones, recitales y otros elementos espectaculares] en las inmediaciones físicas de sus propias casas, oficinas y barrios, involucrando así a vecinos y conocidos, y confrontando a estos últimos con la realidad de la complicidad y el silencio. Pero hay algo de la práctica –también llevada a cabo con criminales políticos impunes en Chile– que subyace.

El impulso inicial del #MeToo trajo otros. El escrache de escritores pronto se extendió al gremio entero de los intelectuales [que, gramscianamente, habría que categorizar por las funciones que desempeñan socialmente]:periodistas, cineastas, músicos, editores, trabajadores de la cultura.

En la cresta de la ola, la práctica llegó a escuelas y universidades, y se manifestó no en lo digital sino en los espacios físicos donde la violencia se ejerce cotidianamente: los tendederos en que las estudiantes denunciaban conductas impropias, acoso sexual, abuso de poder y diversas violencias de parte de profesores y compañeros. Esta violencia endémica en el sistema educativo es corrosiva, y la manera en que la joven militancia feminista mexicana se ha movilizado en torno a ella es admirable, como puede verificarse en los paros y tomas de diversas facultades y bachilleratos de la UNAM.

La misma Natalia Flores, lo recuerdo, ironizaba en un tuit sobre la opción del #MeToo de los «don nadie»: nuestros vecinos, compañeros de trabajo, hombres que nos violentan de manera cotidiana. Y esto también nos obliga a pensar cuál es la arena de estas denuncias, dónde son los espacios en que se legitiman o en los que hay una incidencia real más allá del quemón dentro del gremio o de una clase social que, sin militancia, no corta la membrana de lo meramente individual.

Nosotras

En las últimas semanas, a raíz del #MeToo, leí algunas reflexiones que parecían dirigir el grueso de sus críticas a otras mujeres, es decir, a las mismas compañeras de lucha. Si bien es una forma de apelar a la autocrítica y exigir una organización más concreta, creo que corren el riesgo de perder de vista el objeto de los reclamos originales. Nayeli García, en Yo acuso, escribió sobre el componente identitario de las acusaciones, basado «exclusivamente en el género». Y ese Yo te creo, que le dispara alarmas. O el texto de Nora de la Cruz aquí mismo, sobre el que hay que volver, que habla de ciertos capitales simbólicos aprovechados por grupos de mujeres privilegiadas a raíz del #MeToo. Leo también el texto que Lucía Melgar escribió hace un año, donde reflexiona sobre las denuncias desde el anonimato: el peso negativo, la incapacidad de organizarse a partir del anonimato, que como desahogo o catarsis, opina, no genera responsabilidad en su denuncia, ni moviliza. 

¿Arruinamos vidas?

A menudo lo pienso. En versiones anteriores de este texto hablaba sobre tres casos en los que intervine, como testigo, cómplice o víctima. Pero era demasiada exposición, demasiado de , de mi vida privada y de mujeres cercanas a mí, y me pregunto con franqueza si vale la pena, si desnudarme así me libera. 

La denuncia, viniera acompañada de un nombre, una voz y un cuerpo, o bien surgiera del anonimato [motivado más por el miedo y la cautela que por el ánimo de joder impunemente a hombres inocentes], parecía irremediablemente acompañada de un desnudamiento. Para desnudar al agresor, era preciso desnudarnos nosotras primero. Para señalar los pecados, había que describirlos, inscribirlos en nuestros cuerpos y nuestra psique.

Me entra la sensación de que, fuera de algunos casos contados, nuevamente fuimos nosotras las víctimas colaterales: queríamos liberarnos, queríamos alzar la voz, denunciar y gritar y exigir, y acabamos peor que antes: expuestas, arrinconadas, culpables

Hace un año, mientras leía a tantas mujeres a la distancia, percibía –y las reflexiones de este especial coinciden en este aspecto– que el #MeToo fue, para muchísimas mujeres, un trance DOLOROSO. Lo fue, sin duda, para las que participaron en él, por proximidad o al interior del ojo del huracán, por perjuicio directo y por relación indirecta. Además, el desvelamiento público de lo más privado trajo consigo, de manera inesperada, una especie de duelo colectivo en el que muchas pudimos reconocernos y encontrarnos en las historias de otras mujeres. En la violencia surgida del amor, de una idea del amor.

Creo, todavía sin saber demasiado en lo que creo, que el #MeToo mexicano se instaló como una práctica que pudo ser reapropiada por grupos diversos de mujeres y que movilizó una gama de resistencias. En ese sentido, celebro su emergencia. Pero en un punto muerto en las discusiones feministas en que tenemos que volver sobre nuestros pasos y combatir desviaciones del proyecto común de emancipación de las mujeres –como los discursos transodiantes, que cada vez permean más y retrasan una organización posible–, estoy de acuerdo en lo que plantea Nora de la Cruz:

Denunciar no es suficiente, ni expresar simpatía por un movimiento; se necesita crear un núcleo ideológico, plantear una agenda política, establecer metas y procedimientos, pero sobre todo, proponer una nueva forma de ejercer el poder. 

Es decir, ¿cómo transformar nuestra adherencia ideológica al feminismo en una militancia activa? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Quiénes

Creo también que, lejos de erigirnos jueces morales, de cancelar carreras, repudiar personas y negarnos a la compasión, esta inflexión nos obliga a insistir sobre temas no superados: que todo arte es político, que toda escritura es una cosmovisión, que nunca está trazada la raya que divide la obra de la persona, ni la teoría de la praxis; que algunos poemas no valen nada, que hay mucha pedofilia normalizada, que entre nosotras sabemos, compartimos, y nos defendemos –hasta con nuestra pluma– de sus violencias. Y aunque muchos de nuestros conocidos hayan hecho como que no sabían, o hayan guardado silencio, nosotras sabemos que no es así. No olvidamos.

En esta lucha contamos con nuestros métodos de defensa, sobre todo con uno que es esencial en toda lucha colectiva: la solidaridad. La sororidad entre nosotras.

Yo te creo, repetíamos una y otra vez, como un mantra, durante la erupción de aquel marzo.

Yo les creo.

Pensamientos desarticulados

Escribo en esta casa, vacía casi todos los días del mes, a la que vengo a trabajar, a leer y a estar sola. Recorro los pasillos. Durante los años noventa, la casa fue sede de un colegio particular de corta duración en los anales de Polotitlán de la Ilustración. Aquí transcurrió mi vida de 1992 a 1998 y aquí, por cierto, adquirí todas las habilidades que ocupo para sobrevivir hoy en día: aprendí a leer, a escribir, a hablar inglés, a usar los procesadores de textos. Aquí fui alentada, estimulada, desafiada y lastimada también, en este sitio recibí las primeras heridas. Recorro la casa, que salvo algunas remodelaciones está casi igual a esa época en que para mí representaba LA ESCUELA. Los salones son habitaciones cerradas con llave, a las que no tengo ni busco acceso; el territorio libre se compone de la estancia donde se ubican la sala con su chimenea, el comedor y la cocina; además de los corredores, el jardín en el que camino por la tarde, pensando; en el que leo, bajo el durazno o la buganvilia, y donde hace rato me encontré a un gato anaranjado majestuoso, de ojos amarillos.

Aquel jardín es tan grande que alberga una cancha simultánea de futbol rápido y basquetbol. La portería-canasta, de fierro, tiene la pintura oxidada y desflecada. Pero el rectángulo de cemento, formado de cuadrados más pequeños, está intacto y solo a medias invadido por la hierba. Al fondo se extiende un tupido bosque de carrizos, las paredes de adobe centenarias, el misterio salvaje.

Allí encontré al gato, en una caminata vespertina. Encontré el hoyo en la barda por el que se mete y luego seguí su paseo; su cabeza atenta, como una antena, perseguía los graznidos de las aves en los muchos árboles del jardín. Pero al volver al corredor, en una pared, vi una lagartija tan grande que parecía una iguana.

Esta entrada lleva meses a medio escribir. No los párrafos anteriores, esos los he forjado con la rapidez con la que mecanografiaba (otra habilidad adquirida en la época a la que me refiero, pero en otra escuela más odiosa, el Plancarte). Sin embargo hace un rato, mientras leía en el sillón de la sala, cada vez más a oscuras, encontré la respuesta de lo que a continuación intento terminar.

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De un artículo que leí hace unos meses en la New Yorker, titulado, aburridamente, “How social media shapes our identity”, sobre nuestro derecho a olvidarnos, a prescindir de la documentación digital –generada unilateralmente, si quien leyere fuere un chaval nativo digital, por sus propios padres– y la ¿máscara azogada? de nuestras identidades en línea, en fin, la idea que más quedó conmigo, la que sigo rumiando, es aquella de que les niñes hoy en día –con sus canales de YouTube, por decir– se han apoderado de los medios de producción. La niñez crea y consume contenidos sin mediación de los adultos.

Y hay algo ahí, algo que me inquieta. La maravilla de contar con audiencia, les niñes creadores. El laberinto del contenido sin supervisar, para quien se pierde en esa fortaleza. Contenidos no curados, contenidos mediocres en su mayoría. El vasto desierto del entretenimiento, y lo cierto es que casi cualquier cosa entretiene. Distrae. Quisiera que mis sobrines descubrieran a Gógol y se carcajearan con sus cuentos, que leyeran una novelita erótica a escondidas, que hojearan los poemas de Sor Juana, y no como ocurre ahora que miran durante horas a un chileno barbón jugar un videojuego, o consumen sagas enteras de GachaLife de la peor calidad. ¡Bah!

Pero:

Ellos y ellas crean. Dibujan, escriben, tocan música. Elaboran sus videos pacientemente, que luego suben a sus canales de YouTube.

Pensar, entonces, en la dimensión ética de cuidar niñes artistas. ¿El deber de alentar sus talentos, y procurárselos, de no solamente celebrárselos sino facilitarles los medios para ejercerlos? Claro que parece lo más lógico. Alentar artistas. Pero, ¿qué se hace con el talento, cómo se lo administra, qué bienestar puede proporcionarle a quien lo cultiva? En pocas palabras, ¿cómo ser artista en esta época, en este país? Entonces siento una comezón molesta, una pregunta simplona que me repta por la piel hasta formarme un coágulo en la garganta. ¿Para qué? No, tampoco es eso. No es solamente eso. Por un lado, para evitar el mal gusto de la retórica de los sueños –abstractos– que se persiguen –se padecen–. Por otro, porque tendríamos que ser capaces de más, de traer un poco de contexto, condiciones materiales, POLÍTICA a la situación.

Pero la pulsión de crear es más fuerte, y si aparece en la niñez echa raíces profundas. Si la legitima el aparato o no, si se transforma en oportunidad de negocio o no, si la crítica la celebra o la ignora, si llega a las masas o si no llega jamás, nada de esto la determina. Si han de crear, crearán. Si han de entregar sus vidas a la creación, que así sea.

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Acá había un párrafo con anécdotas uruguayas, que suprimí. Pero se refería, como Tiranos Temblad, o por lo menos a la manera en que se originó, a lo que denomino la creación por pura onda. Esa circunstancia tan frecuente en Montevideo de cruzarte cada dos por tres con artistas, con músicos, con escritores, con místicos delirantes. Artistas sin audiencia, o con audiencias limitadas. Crear por crear, por lo bonito y lo posible de crear, y de compartir lo creado, sin buscar ni esperar nada más allá del modesto acto de intercambiar sensibilidades, es decir, esa relación entre el que crea y el que recibe, pero también interpreta y disfruta.

Últimamente he pensado en uno de estos sitios ideales del internet, escondidos a plena vista del gran mall-tendedero digital, Archive of Our Own. La lógica de Wattpad, ponele, al que ni he entrado por lo feo que es, y este otro lugar qué ejemplo de limpieza y elegancia, y de ecos revolucionarios. Nuestro propio archivo.

En ese lugar solamente se escribe (y se lee, que es otra forma de escritura). O, más bien, se reescribe. Intertextualidad pura. Cualquiera puede entrar, adueñarse de personajes o tramas o escenarios o palabras o ideas protegidos por la propiedad intelectual, y crear. Crear para otras personas, para su disfrute y su entretenimiento y hasta su placer sexual. Es un intercambio de atenciones: escribir por pura onda, leer por pura onda. Acompañarse. Los puentes entre almas.

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El tema concreto, la duda que me perseguía, sobre qué hacer con mis sobrinas y mis sobrinos, cómo ayudarlos a gestionar su talento, y si es eso lo que debía hacer, si es que debía hacerse algo, se despejó (o agrandó) aquella tarde en la que escribía los primeros párrafos de este post.

No había leído nunca a Natalia Ginzburg y mi amada M me envió Las pequeñas virtudes.

“En relación con la educación de los hijos, pienso que se les debe enseñar, no las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia respecto al dinero; no la prudencia, sino el valor y el desprecio del peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor a la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber”.

Quisiera ir más allá. Quisiera profundizar. La otra noche estuve platicando con mis sobrinas de 10-casi-11 y 12-casi-13. Oh… Al otro día, en el jardín de esa casa, recordaba fragmentos de la conversación y las lágrimas me venían a los ojos. A veces aquí en mi pueblo, en donde puedo vivir con la tranquilidad que en esta época necesito, me siento sola. Me siento intelectualmente sola, vaya. Lo dejaré simplemente así. Entonces, en esa soledad que me procuro, que busco y busco, pensaba que en ellas, en esta cuestión del crear y del no crear, tengo las mejores interlocutoras. Que con ellas puedo hablar de lo que escribo, de lo que quiero escribir, de lo que he escrito. Y ellas, a su vez, pueden hablarme de sus proyectos y hasta de sus deseos de vivir sin proyectos, de elegir no tener la obligación o la deuda que impone la creación.

El hermoso libro de Natalia termina de esta manera:

“Y si nosotros mismos tenemos una vocación, si no la hemos traicionado, si hemos continuado a través de los años amándola, sirviéndola con pasión, podemos mantener alejados de nuestro corazón, en el amor que sentimos por nuestros hijos, el sentido de la propiedad. Si, por el contrario, no tenemos vocación, o si la hemos abandonado o traicionado, por cinismo o por miedo a vivir, o por un mal entendido amor paterno, o por cualquier pequeña virtud que se ha instalado en nosotros, entonces nos agarramos a nuestros hijos como un náufrago al tronco de un árbol, pretendemos vivazmente de ellos que nos restituyan todo lo que hemos dado, que sean absolutamente y sin fallo tal como nosotros queremos que sean, que obtengan de la vida todo lo que a nosotros nos ha faltado; acabamos por pedirles todo lo que puede darnos solamente nuestra propia vocación; queremos que sean en todo obra nuestra, como si, por haberlos procreado una vez, pudiéramos continuar procreándolos a lo largo de toda la vida. Queremos que sean en todo obra nuestra, como si se tratase, no de seres humanos, sino de obras del espíritu.

Pero si nosotros mismos tenemos una vocación, si no hemos renegado de ella o la hemos traicionado, entonces podemos dejarles germinar tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y del espacio que requiere el brote de una vocación, el brote de un ser. Ésta es la única posibilidad real que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación: tener una vocación nosotros mismos, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida engendra amor a la vida”.

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Entradas

Tengo posts a medias. De meses pasados. Empezaba a registrar sensaciones, impresiones, hechos concretos, y luego paraba.

En octubre:

Siento que me espantan. Que quieren espantarme.

Estoy cansada, exhausta. A veces clara, por eso. Porque me canso chambeando. Pero también… lo otro. Los fantasmas. Pasé por un periodo -tuve la impresión- de hipertimia. Luego de una distimia falsamente invernal, a mitad de julio. Llevaba cuatro julios al hilo deprimiéndome, trastorno afectivo estacional (a causa del invierno austral). Más otras dificultades concretas del verano pasado. De pronto: el optimismo, las reflexiones, la creatividad y la seguridad y la voluntad para emprender proyectos amateur en artes nuevas. Al mismo tiempo, fresca disposición social, desenvolvimiento, relaciones sociales.

Ya no sé.

En julio:

Constantemente vuelvo. Pero no quiero ir hacia atrás, sino adelante. No sé si quiero ir adelante tampoco. Necesito el archivo que me permite recuperar la memoria. Año 2016, 2017. Indicarle a Google Maps que la calle Monte Albán, entre Concepción Béistegui y Torres Adalid, colonia Narvarte, ya no es mi casa. Ya no calcules rutas desde y hacia allí. Se acabó. Ahora estoy en otro lado. Condesa, unos meses raros. Y luego otra vez Argentina, un tiempo Constitución, sobre la avenida Entre Ríos, zona pesada por la noche, sin embargo a distancia caminable de la estación de subte y a pasitos de una estación de servicio con kiosco 24 horas, lo cual compensaba. Plaza Garay, que no debía pisarse tras el crepúsculo. Luego, al fin, Boedo. Y fue Boedo por un muy largo tiempo: la avenida La Plata, la autopista 25 de mayo, arteria pesada también, por tramos, sobre todo bajo los puentes, pero no, curiosamente, a la altura de la avenida que nacía en Rivadavia y dividía el barrio que propiamente sería Boedo -con su esquina gardeliana en avenida Boedo y San Juan- del más residencial, homogéneo, barrio Parque Chacabuco (bendecido éste, con todo su aburrimiento, con aquel pulmón tan grande llamado, también, Parque Chacabuco). Habitar un barrio verdadero y vérselas con eso, con las dos o tres rutas de colectivo que te dejan, que te meten en un cuete tras otro, pero también: Pompeya, Liniers, esquinas de Belgrano desconocidas, romances y trabajos en Villa Crespo, la ciudad agrandada y en su dimensión real, esas infinitas caminatas por avenida La Plata de madrugada. Y después San Martín y Viamonte, la ciudad accesible, la libertad total, invierno, fiestas, tabaco de sabores, caminatas, sexo, conversaciones, verano, sudar y tiritar y cocinar y bailar sobre la duela con pedazos desprendidos, flashear y trabajar y pensar y leer y mirar películas y caminar a todas horas, por todas partes.

Cuando empezaba a repasar las aventuras en Los Ángeles, en mayo o junio:

Quiero escribir sobre Los Ángeles. Sobre las cosas que me impresionaron y me causaron gracia. Las diversiones, los momentos elevados, lo sublime: luces, música, velocidad, naturaleza, mar. Los momentos desagradables, cansinos: traslados, esperas, caminatas improductivas que no eran paseos sino como castigos peatonales, el cuerpo atrapado en un vacío grande y hostil y diseñado para el automóvil. Las islas diseñadas para dicho aparato: plazas comerciales que son 75% estacionamientos rodeados de algunos locales semiútiles: dentista, tintorería, tienda de 99 centavos, pupusería fabulosa, licorería, parrilla coreana, Subway genérico y un bar exquisito, o alternativo, o de nicho, o tradicional, o decadente, o latino, o de hip-hop, el género musical que define LA, Leo dixit. Pero también la isla para la isla: las plazas de autopartes únicamente, los mofles de primer mundo que no son tan distintos a los del subdesarrollo, que alienan todavía más, sin su caparazón transportador, al cuerpito humano y su lentitud. Esas plazuelas comerciales al aire libre que abundan en las ciudades semiprósperas del Bajío, por ejemplo, rodeadas de naturaleza igual de serrana, pero en el caso angelino de centros proliferantes y no uno solo denominado histórico, territorio abundante cortado y rayoneado y tejido a la vez por highways de anchura espeluznante. Lo que se sabe, pues. Más otras observaciones y sorpresas.

De las sobras del post de los gatos:

De repente, por la madrugada, escucho maullidos de bronca, esos gritos de guerra que los gatos lanzan cuando están a las puertas de putearse. A veces abro la ventana y grito ¡ALEX! ¡GATOS!, y lo único que alcanzo a ver es una sombra rapidísima que desaparece por la barda y las plantas, hacia la milpa y los terrenos de atrás, atravesados por dos caminos solitarios.

¿Quiénes pelean? Anoche me pareció ver la sombra de un cuarto gato. ¿Hay otros gatos que quieren atravesar ese sitio donde se sirve carne de cerdo y de res, y a veces también granos de pozole cocidos y arroz y huevo sobrante y papas hervidas, ya que leí que los gatos pueden digerir y nutrirse de todas estas cosas?

Unas frases aisladas que hubieran terminado en un exabrupto narcisista:

Desde que me acuerdo, desde que era niña, siempre había alguna persona enamorada de mí, o más bien obsesionada.

Todavía me perturba, si bien momentáneamente me acaricia el ego, cuando en mi pueblo me saludan y me llaman Lilí y saben cosas de mí y están al tanto de mis desplazamientos y hasta un poco al decirlos se echan de cabeza.

Las líneas o puntos a tocar más recientes:

Viene.

Gatos, ruidos, envenenamientos.

Inseguridad, policías.

**

De Missouri, del norte, de las nueces, no hay nada aquí. Pero allá escribí mucho, vigorosamente. A mano, sobre todo. Afuera nevaba y adentro, en la cabina, no teníamos internet. Yo escribía y escribía, y cuando no escribía leía, y cuando no escribía ni leía trabajaba, y como trabajaba más con el cuerpo y el instinto, pensaba mucho mientras trabajaba. Mi cuerpo, cansado, sometido al clima hostil. Además de todo, convivía. Los cuatro primero, mi hermano y su amigo, y mi amigo y yo (mi compañero de la secundaria, que me encontré allá y estuvo unas semanas y luego tuvo que irse, y con quien nos contamos lo profundo y me recordó personas, vivencias que pensé que recordaba pero no las recordaba para nada, no había pensado en ellas en casi veinte años, y en él todo estaba reciente, fijado por la intensidad de las experiencias inmediatas, migrar siendo todavía un niño, a los quince años quién sabe nada, etc.). Luego, los tres nada más, y qué difícil fue, y qué intenso, y qué alegre, a veces, y qué extraño todo, qué lleno de ebulliciones, entre mi hermano y yo, entre nuestro amigo y yo, entre ellos dos casi nunca, y luego: la nieve. Brunswick, el pueblo doble de aquel del que los cuatro habíamos partido, parecidos y distintos en igual medida. Columbia, Missouri. Marshall, Missouri. Miami, Missouri. Mexico, Missouri. Carrollton, Missouri. El caudaloso río Missouri, al cruzarlo por un puente. Jim, Brad, Ethan, Roberta, Kaythlyn. Los güeros. Comer con tortillas y salsa todos los días, y todo lo dulce con sabor de peanut butter. Mirarnos profundamente a los ojos, el hombre con muchos nombres y yo, y unos sueños intrincados, vehementes, a veces demasiado obvios en su simbolismo.

Pero esa lista de arriba es la que ahora quiero pensar. Cuando estaba allá vi en una publicación de NotiPolo que alguien estaba envenenando perros y gatos callejeros en Polotitlán. Hace un par de meses supe de un ajuste de cuentas a una mujer y uno de sus trabajadores que se dedicaban al huachicoleo. Acaban de matar a un hombre en su local y dos taxistas aparecieron quemados dentro de sus unidades. El miedo que acá era de orden sobrenatural, y así se mantendrá, se mezcla con este horror que es estado de emergencia. Ya no he visto a una de mis gatas, las hermanas calicó. Y ahora cuando Alex se acerca al montón de comida, me maúlla y quiere quejarse o expresarme algo, y se va sin comer. ¿Desconfía de nuestra comida? ¿Qué intenta decirme? Tengo que aceptar que la otra gata debe estar muerta. Por la noche escucho otra vez esos rugidos agudísimos, un chillido que me trastorna, que me hace odiarlos. Y a veces, como todas las noches desde que yo era una niña, un concierto de ladridos lastimosos a cierta hora de la noche.

Alex

Respeto completamente al gato Alex porque él ha alcanzado la máxima expresión de su existencia. Él vive libre: su ágil cuerpo de gato recorre el mundo a su alrededor, que es verde y de confines remotos, salpicado de humanos y sus cosas grandes con sus peligros.  Todas las noches le damos de comer las sobras del restaurante. Mucha carne, de cerdo o de res, cocinada pero a veces cruda. Él siempre viene a las once de la noche en punto. Se para junto a la puerta y maúlla. Yo salgo y lo miro: un gato grande y gordo de color anaranjado, con la panza blanca y los bigotes, tensos, muy largos. El tipo maúlla con un tono TAN MANIPULADOR. Tan dulce y rastrero. Tan satisfactorio. Eficaz por eso. Es el canto de la sirena o del flautista que ahuyenta las ratas pero no te destruye después de llamarte y hechizarte y llevarte hacia sí, a menos que consideres esa mansedumbre otra forma de destrucción. La servidumbre voluntaria, que le llaman. Yo lo sirvo y me someto a sus deseos. No pido nada de él; me es suficiente la visión, incluso si es parcial y fugaz, de su cuerpecillo regordete. Disfruto mirarlo y mirarlo nada más, sin hablarle ni exigir su atención; disfruto mirar la mancha blancuzca que se acerca en la oscuridad, y algunas tardes o mañanas advertir las patitas que alborotan hojitas de árboles y plantas cuando atraviesan la barda a gran velocidad.

LOS GATOS ME GUSTAN MUCHO.

Como suele ocurrirle a otros ailurofílicos, encuentro la fisonomía felina altamente agradable. Me dispara, no sé, algo entre la risa y la ternura. Además, y en cierta forma de mayor importancia, los comportamientos de los gatos me despiertan curiosidad, fascinación y respeto. A los gatos los admiro y los envidio, pero también me siento impelida a cuidarlos y alimentarlos como una madre. Convivo con ellos entre la adoración pura y la extrañeza, ya que a todo momento se hacen evidentes, con estos individuos pelusitos, la alteridad y la separación irreparables.

Alex sabe lo que necesita y ha encontrado una forma de procurárselo. Él es todo relaciones públicas: cuando viene y me maúlla con ese tono que ha sabido perfeccionar, cuando me acuerdo de lo que me contaron una vez, que los gatos sólo maúllan para comunicarse con los humanos, nunca entre ellos, entonces yo caigo en su juego y le respondo igual. La relación comercial se camufla entre intercambios afectivos que tal vez, ¿tal vez no?, para él están vaciados de sentido. Su ronroneo me permite especular: él se deja acariciar y rascar la panza y la cabeza y el mentón y la garganta como varios de su especie, y cierra los ojos mucho durante el suceso, señal más o menos clara (pero con ellos todo puede ser equívoco y ambiguo) de que le gusta.

Alex me llama, me envuelve con la rara música de su voz, esa voz que me activa como las órdenes del hipnotista y en otros humanos parece no surtir efecto, es un mero ruido del afuera, el chillido del gato callejero.

Una noche llegó todo puteado, se había peleado con alguien. Estaba sucísimo, con costras de lodo en el pelaje. Y una rajada sangrante en la cabeza. No se dejó tocar. Anduvo así días. Luego vino y  las gemelas de cinco años, mis sobrinas, lo estuvieron acariciando un largo rato, y entonces yo lo acaricié también y en un descuido se dejó limpiar con agua oxigenada. Pero la herida ya estaba cerrada.

El misterio se ensancha, porque Alex no está solo. Según las informaciones que he recabado, el Alex original era el padre, y a éste lo llamaron negando la identidad de aquél: “el no-Alex”. El NoAlex. O Noalex, que suena a medicina contra las hemorroides. Prefiero llamarlo Alex, ¿no es cierto que él ya se ha ganado el patronímico?

Alex, como tantos gatos machos sin dueño, es un semental. Una de sus compañeras es una gata de tres colores: es blanca y es anaranjada y es gris, sin mancha dominante, todo su cuerpo son parches y recortes, como una gatita hecha con las sobras de otros gatos. Mi hermana dice que es una calicó: como las gatas carey, su pelaje tricolor revela el sexo de la gata. Dice Wiki: Los gatos que presentan la característica calicó son casi siempre hembras, que en cada una de sus células tienen dos cromosomas. Leo también que se consideran de buena suerte y que ahuyentan los malos espíritus.

La cabeza de esta muchacha calicó es muy pequeña y ovalada, y sus ojos rasgados son de un gris verdoso y aguachento. Ella es temerosa de las personas y ágil para huir con un salto karateka cuando alguna se le acerca. Alex la llama cuando le servimos, come rápidamente una porción y le deja el resto.

**Días después

Dejé de escribir. Otras cosas, trabajo, situaciones. PERO EL MISTERIO SE HA DUPLICADO, como espejos deformantes. Hay otra gata calicó. Una noche vino Alex y luego vino Ella, y media hora después llegó la Otra, a la que habría tomado por la primera de no ser porque reconocí, vagamente, que las manchas grises estaban diferentes, más grandes y oscuras, y que dominaban el dorso. La panza, abultada. Cargada o recién parida.

CA RA JO. ¿Por qué siempre proyectamos atrapar a Alex y llevarlo a esterilizar? ¿Y por qué no terminamos de hacerlo? Ahora hay otra gata de la buena suerte embarazada, y no sé qué es de la primera, si su madre o su hermana, su gemela de camada, como las gemelas que las descubrieron, y que de alguna forma también son la duplicación de mi cuñada y yo, que nacimos con días de diferencia y nos parecemos un poco y las personas a veces nos confunden una con la otra.

**ALGUNAS SEMANAS DESPUÉS

Interrumpí, por tercera vez, la redacción de este post. Después de los párrafos anteriores había muchos párrafos que decidí suprimir, por aburridos y redundantes. Los copié y pegué en una entrada, que seguramente jamás publicaré, con la clave “gatos sobras”. Igual en todo esto se encuentra el tema del doble.

He querido escribir sobre volver al pueblo. A los gatos de campo. A la vida familiar, rural, sencilla. Los trabajos que efectúo. No estoy en espera de nada, no intento irme, por ahora, a otra ciudad. Ésta es mi base de operaciones. Aquí hay un misterio y quiero penetrar en él, vivir una de mis tantas vidas posibles. Acordarme de caras del pasado y paredes que ya no existen y hasta plantas arrancadas. El cactus órgano de mi bisabuela Aurora rozaba los tres metros, todavía puedo ver cómo sobresale de la barda de adobe. Nuestros árboles frutales: manzana verde, chabacano, durazno, aguacate, zapote, mandarina, pera, higo, granada, tejocote. El tejocote sigue vivo. La casa, ocupada. Ansío volver, habitar aquel departamento independiente con salida a los techos de bóvedas. Paisaje lunar.

Las gatas ya tienen nombre: Perlita y Clarita. Perlita es la intrusa que resultó una fiera y le sisea a Alex y a Clarita y acapara la comida y no los deja comer, y la que más me halaga con la dulzura de su canto y su cola que se trenza en mis piernas. Me gusta vivir aquí. La suerte permitirá volar después.

 

 

Los Ángeles // BTS

Diré que llegamos. Así suele empezarse. Las ruedas chirriantes del avión rasparon la tierra y, otra vez, aquel país, aquella idea. Hace cinco años que yo no entraba a sus fronteras y la última vez fueron islas que son distintas, que son otra cosa. Pero mi viaje no empezó ahí, sino a un costado de la carretera, en el km 133 de la autopista México-Querétaro, con las luces de los trailers y los automóviles encegueciéndome. Anochecía, el día de la partida se me había rebanado en múltiples pendientes, y ahí estaba debajo del puente, con mi mochila en la espalda y mi petaca compacta en el suelo, esperando el autobús que se detuviera para llevarme a la terminal de Querétaro, donde me encontraría con Triquis para tomar el autobús de las diez pe eme hacia León, Guanajuato, y pasada la medianoche abordar un Uber -única opción a esa hora- al aeropuerto internacional del Bajío, en Silao. Semanas atrás habíamos encontrado desde ahí, a una hora irrisoria, pasajes baratos, así que los tomamos. Y en aquel aeropuerto sucinto, tras una espera de horas en salas frías y aburridas donde muchas otras personas esperaban también, dormidas en asientos incómodos o directamente sobre el piso helado y súper limpio (no hay nada qué hacer salvo encerarlo a todas horas, parece ser la consigna), abordamos un vuelo de tres horas que nos depositaría en la ciudad de las estrellas.

Mañana azulada. Palmeras, palmeras por todas partes. Migración, ajetreo. Cambiar, con tarifa desventajosa, unos pesos mexicanos por dólares, en vista de que la hora de nuestro vuelo me impidió efectuar dicha operación anticipadamente. En los pasillos del aeropuerto comentar “por aquí pasó…”, y  señalar lo novedoso y lo conocido y lo gracioso, porque con ella todo siempre es gracioso, y agradable, y fácil. Un trayecto en el autobús FlyAway hacia Union Station. Autopistas de muchos, muchos carriles. La ciudad de concreto. En la estación: los murales. El sol brillante. La señora hermosa, mayor, que nos indicó la dirección de Highland Park. Y en Chinatown creer que nos equivocamos de tren, y bajarnos, y descubrir que creer que nos equivocamos era la verdadera equivocación (fue mi equivocación). Y mirar por la estación al aire libre un estacionamiento repleto de autobuses escolares amarillos, y del otro lado las calles amplias y las estructuras que simulan pagodas del barrio chino, y humaredas blancas salidas de no sé dónde, y las autopistas, y las colinas, y las palmeras, siempre esas palmeras altas y flacas que definen el paisaje angelino. Pero el Airbnb no estaba listo y en Highland Park -demasiado residencial, poco movido a esa hora- caminamos un rato hasta que decidimos volver a Chinatown, a unas estaciones de distancia (nos sentíamos invencibles con nuestra tarjeta TAP ilimitada por unos días), y allí caminamos por sus anchas avenidas y rápidamente encontramos Foo Chow, un restaurante chino que Eileen Truax nos recomendó, famoso porque ahí se filmó Rush Hour de Jackie Chan (el letrero grande desde el otro lado de la acera, Jackie Chan’s Rush Hour was filmed here: a partir de entonces veríamos letreros similares en varios locales y restaurantes, y de las películas más tontas: Jack & Jill, Big Momma’s House, o cosas peores). Estábamos exhaustas, y el local era chiquito y agradable, con un fresco muy lindo en una pared, y a esa hora apenas había unos cuantos comensales, y pedimos pollo a la naranja y chop suey de vegetales, y sopa miso, y té tailandés y té verde tibio, y todo estuvo exquisito y barato y satisfactorio, nuestra primera comida caliente después de viajar toda la noche y toda la mañana. Ah, recuperar fuerzas, cargar el celular en un conector, lavarse la cara, enviar mensajes. Luego, cargando fatigosamente nuestro breve equipaje, recorrer placitas achinadas, entrar a una tienda de fayuca (inciensos, y aretitos, y piedritas, y paragüitas, y dragoncitos de madera), caminar por los angostos pasillos de un mercadito parecido a un tianguis. En un local: Fireeeee. Y reír. Ya pronto, ya mero. Y volver a Highland Park, y buscar la casa de Nick, tras subir una calle empinadísima, pletórica de las típicas palmeras altas y flacas ese a de ce ve, sudando y respirando agitadamente, y al fin encontrarla (antes: preguntar a un muchacho que pasa mirando su iPad, quien de inmediato busca en Google Maps igual que nosotras venimos buscando en Google Maps, ya que a todo esto contar con una conexión 3G constante fue nuestra salvación). Se trata de un chalet en el patio trasero de un dúplex, con jardincito, agradable, soleado, bien decorado, Nick es rubio, ¿de Missouri?, claramente gay, y su perro french se llama Bill, y Bill nos mira y mueve la cola y se mete a nuestro cuarto y husmea entre nuestras cosas, mirándonos con ojos de humano, es simpático Bill, y por fin recostarnos en una cama y dormir de un modo que es más como desenchufar el cuerpo que ya no da más, que está quemado. Un par de horas más tarde despertar, la ducha reparadora, sentirse como una persona nuevamente, y las decisiones prácticas, eso que es tan de viajar en compañía, ¿me llevo suéter o no?, ¿nos dará tiempo de volver tras ese paseo o no?, ¿mochila o cangurera/riñonera, o chamarra de bolsillos amplios?, ¿me llevo las llaves yo o las cargas tú?, etcétera.

(estoy más bien acostumbrada a viajar sola, pero qué agradable fue, qué fácil)

Esa noche iríamos a ver a Negative Gemini en el Lodge Room. Todo se nos había dado tan bien, tan esplendorosamente bien: durante semanas estuve buscando conciertos que cayeran en los días de nuestra estadía, y de pronto me aparecía ella, la solista que había escuchado de manera obsesiva los últimos dos años, cuando descubrí -¿cómo, dónde, por quién?- aquel video semicasero de You never knew en Sofar NYC, con el peinado que tenía entonces, bobcito teñido de negro y con flequillo, una Winona Ryder (¿no es mi modelo, después de todo?) cuyo proyecto -¡ay!- se llamaba Negative Gemini (nos une el signo de Géminis, ¿y lo negativo, o lo que se percibe como negativo?) que hacía un synth pop de toques góticos, ácidos, de pronto progresivos, de pronto deudores del eurodance noventero, o del dream pop dosmilero, que de inmediato me capturó, en casi todas mis playlists está, había soñado con verla en vivo, y de pronto resultaba que daría un concierto a unos PASOS, literalmente a UNOS PASOS, del Airbnb más conveniente para alquilar, por su cercanía a Pasadena y al estadio Rose Bowl, por veinte módicos dólares, es que era de no creerse, de no creerse verdaderamente.

Así que fuimos, a pie, por una cosa. Mirando todo: las rejas de las casas y las casas mismas, con sus colores a veces centelleantes; los automóviles, el bajo número de peatones, la tarde que se descomponía en rosas-anaranjados-amarillos mostaza, luego York Boulevard, restaurantes mexicanos, bares, los infaltables food trucks con BIRRIA y pupusas y pork tacos (ah, esos pork tacos, y esos beef tacos, y esos chicken tacos), gente hermosa y gente diversa y gente como nosotras un viernes por la tarde tomándose una cerveza y exhibiendo vestimenta/peinados/modificaciones corporales cool, y pasar por un EL SÚPER (era un Chedraui, rebautizado EL SÚPER, que a partir de entonces daría pie al meme más memorable o por lo menos más insistente del viaje: pronunciar todas las palabras y frases escritas en español con acento caricaturizado de gringo) (para entonces ya habíamos establecido el código para referirnos a los gringos: bolillos, como suelen decirles los paisanos, del modo en que yo había aprendido con mi hermano, cuando era mojado, que los latinos suelen referirse a las personas de color como morenos, o moyos, para evitar la odiosa sonoridad del negro, tan reconocible, tan odioso, tan insultante) (desde mediodía, en las bancas de la estación al aire libre de Highland Park, habíamos establecido un código lingüístico que respetamos a rajatabla, a fin de proteger y ocultar nuestro discurso, el castellano que en Los Ángeles, de entre tantas ciudades, es tan transparente: cómo nos referiríamos a ciertos grupos étnicos, etarios, sexuales, de los que podríamos hablar impunemente aún en su presencia, sin herir susceptibilidades ni alimentar discursos de odio) (un último paréntesis: ¿a qué genio se le ocurrió bolillo?, ¿acaso porque el gringo es blanco como el migajón y, como el migajón, desechable?, ¿white trash en su forma más acabada? ¿O porque es una palabra difícil de pronunciar si la lengua nativa es otra?, ¿por qué, oh?).

Luego, con el cielo apenas oscurecido, por calles vacías, limpias, casitas con porches inmaculados, volvimos. Pasamos delante de una high school. Entramos a un Seven-Eleven. Llegamos al Lodge Room, en una esquina que volvía a ser ciudad, la entrada por un callejón angosto, y un dude en la puerta con quien bromeamos de una tontería, y no sabíamos que antes de Negative Gemini (nombre real: Lindsey French) estarían Buzzy Lee (nombre real: Sasha Spielberg) y Part Time (una banda que nos recordó otras épocas, otros gustos), y tomamos cerveza IPA y esperamos sentadas, o de pie, riéndonos, aburriéndonos a veces, hasta que salió ella, por fin, y abrió con You never knew y me hizo tan feliz, me llevó a otro mundo, qué extraña diferencia con lo que se vendría al día siguiente, un venue pequeño y amaderado, con candelabros y un paisaje al fondo y luces bajas color violeta y azul, y no seríamos más de 200 personas esa noche, estábamos hasta adelante, sin esfuerzo alguno, tan cerca del escenario que mirábamos los cables de los teclados y las guitarras y los amplificadores, y hasta las pequeñas arrugas del traje que se había puesto ella, color salmón, y que abrazaba su cuerpo bellamente, y muy pronto Body work, favorita total, y Bad Baby y  You only hate the ones you love y  Different color hair (sí, ahora es de un rubio anaranjado, y largo, y suelto) y You weren’t there anymore y Skydiver y Don’t worry bout the fuck I’m doing, pero no, por ejemplo, Virgin who can’t drive (construida a partir del sample de la exacta línea que Brittany Murphy qepd le sorraja a Alicia Silverstone en Clueless), y a un lado una muchacha que de pronto me sonreía, porque bailábamos con entusiasmo parecido, y luego su mano en la mano de otra muchacha, que la alejaba, y la marea de los cuerpos, y notar al baterista y al bajista, los dos tan masculinos, esa vibra sexual entre ellos y Lindsey, y algunos vaporizadores en funcionamiento, veo todavía las caras, ¿por qué conservo detalles tan inútiles?, y los que hablan fuerte y son molestos, y de nuevo perderse, el hielo seco, la nube rosada pacheca, las luces violeta, el drop esperado, en fin, todo lo que esperaba de una noche como esa.

Salimos y caminamos en la dirección equivocada, disfrutando el paseo de todas maneras, y pronto rectificamos. Consideramos comernos una torta de carne asada en un food truck abierto a esa hora, y otra vez rectificamos. Por fin, cerca de la estación de tren, descubrimos que nuestra única opción era una taquería que entregaba los tacos por una ventanita, se llamaba La Estrella y al día siguiente una sucursal compañera nos salvaría, y dijimos bueno-por-qué-no, y fue buena decisión, porque eran tacos ricos aunque con esas tortillas de maíz no nixtamalizado, o nixtamalizado apenas, que están buenas pero no son tortillas-tortillas. Salvaron: su salsita roja potente y su cilantro y su cebolla cruda en cuadritos.

¡Ah, tantos detalles! El sábado tan soleado. Ir otra vez al York Boulevard, en un Lyft conducido por Alex Cole, quien nos escuchó hablando en español y esperó el momento adecuado para meterse a la conversación: rockero italiano que nos regaló una uñilla con su nombre y nos invitó a su concierto el siguiente jueves, al que prometimos ir sin intenciones verdaderas; qué risa, qué personaje tan angelino, y luego comer en el jardincito trasero de Nick, mirando a sus vecinos a través de rejas improvisadas, un viaje anticipatorio, con emoción y preocupación*.

Finalmente nos dirigimos al Rose Bowl. Todo alrededor del estadio era una verbena: food trucks, muchachas regalando postales, islas de mercancía oficial, grupos variopintos ensayando coreografías. Picnic improvisado en el pasto, igual que otras muchachas y muchachos, y señores y señoras, y niños y niñas. Es que siento que debe reiterarse la diversidad de lxs asistentes, es parte esencial de la experiencia. Personas de todos colores, de todos tamaños, de todos sabores. Muchachas musulmanas hermosas con sus hijabs y trajes sastres color rosa pastel, el color oficial de esta era be te ese. Niñitos y mujeres y señores de color, latinxs de todas edades (it’s L.A., baby), jóvenes de ascendencia asiática, armenia, europea; personas con alguna discapacidad física, algún trastorno neurológico, algún impedimento motriz; adultos y adultos mayores en grupitos, no necesariamente como chaperones, van por gusto, con orgullo y sin vergüenza. Muchaches con sus diademas de Mang, de Chimmin, de Cookie, de Tata, de RJ, de Koya, de Shooky. De ot7, como una corona. Con sus playeras BT21 o sublimadas o pintadas a mano, con letreros de lo que se les ocurriera: memes impresos, la foto más tonta de su bias, una frase memorable, de dónde vienen (lejos, de otro estado, de otro país, de otro continente) (en el estacionamiento, camionetas y autos compactos decorados como de recién casados, la aventura bangtan sonyeondan desde Washington o desde Texas o desde ¿¡Chile?!, etcétera).

Nos fuimos a formar a la cola-serpiente, que rodeaba las inmediaciones del estadio en una imagen que, si ahora la veo en mi cabeza a vista de pájaro, se me figura a la de una película que el martes siguiente fuimos a ver en Universal Studios, Us. The tethered. Y eslabonadas a esa cadena humana nos pusimos a hablar nuevamente con nuestra lengua privada, y nos reímos y nos preocupamos* juntas y nos volvimos a reír y tuvimos interacciones con otros seres humanos y tomamos decisiones, por ejemplo ese día Triquis tomó el mando, yo no estaba en condiciones de hacerme cargo y me entregué a ella; esa dinámica se repitió en nuestro viaje: algún día, alguna noche, alguna salida cualquiera, una de las dos se convertía en la responsable, la que manejaría las direcciones -Google Maps, salvador- y guiaría a la otra por norte-sur-este-oeste, a la derecha o a la izquierda, la que se encargaría del dinero y las cuentas, del transporte público -la app Metro, salvadora-, de lo práctico. He descubierto que es la mejor dinámica, mantiene la estabilidad, nadie depende al cien de nadie, cada una colabora y tiene oportunidad de liderar pero también de descansar. Agh, ¡Triquis es la mejor compañera de viaje! (escribo con emoción esto que ya debería publicar, al menos una primera parte, antes de emprender otro miniviaje con ella al D.F. para, claro, la marcha gay y Momoland en el Plaza Condesa y ciertos trámites y asuntos que deben llevarse a cabo en esa ciudad en la que no extraño vivir del todo, como no extraño Buenos Aires tampoco; ahora me encuentro demasiado bien en mi pueblo, redescubriendo la vida en su interior, pero ya escribiré de eso llegado el momento) (seguiré, seguiré, para no desviarme).

*La preocupación mayor: meses atrás, el día que los boletos salieron a la venta, Ticketmaster nos había mantenido en la fila virtual por horas y luego, al intento veintisiete de asegurar dos lugares (los puntitos coloreados del plano digital del estadio desaparecían apenas pasabas el cursor por encima, lo gris devoraba aquellos miles de puntos/asientos que debían durar más, debían ser suficientes), cuando por fin conseguimos sitio en las últimas-últimas filas y empezamos a meter los datos bancarios, limpiamente fuimos expulsadas de la página. Tres, cuatro veces. ASH. La comunidad amante de BTS por Twitter compartía sus triunfos (despreciar sin miramientos a quien ya se agenció buenos boletos), sus amarguras (expresar compañerismo), y algunos consejos: llamar a los teléfonos de Ticketmaster, usar diecinueve computadoras del salón de cómputo de la universidad, conectar laptops, tabletas, teléfonos simultáneamente, en fin: resultaba que estos boletos eran los más buscados del planeta y no duraban ni media hora.  Qué locura. Pero ya estábamos ahí, ¿no? Ya habíamos decidido, unos días atrás, que iríamos a Los Ángeles o a Nueva York a verlos, no sólo por verlos sino también por ir. Por viajar. Por tener un divertimento. Por darse un gusto adulto, por más que el objeto de ese gusto fuera o pareciera decididamente adolescente, y sin embargo de adolescente todo esto habría sido imposible. Y yo no iba a quitar el dedo del renglón. Tras algunas investigaciones, vi que varixs compraban boletos en VividSeats, un sitio de reventa, así que con las sentidas palabras de “si tú saltas yo salto” (porque el vínculo Leo DiCaprio nos une a Triquis y a mí desde que nuestra amistad empezó hace tres lustros en la facu de ciencias políticas y sociales), dimos el mentado salto de fe. El PDF de los boletos me llegó inmediatamente a mi casilla de correo, y al abrirlo, con su anuncio pixeleado de Takis, no dejaba de sentir que aquello bien podía ser una estafa monumental (habíamos pagado, al final, un poco más del doble del precio original) (sí, sí, sí, y no me arrepiento, y al día siguiente del primer concierto se nos retribuiría ese pago, pero ya llegaremos allá) (si es que siguen aquí, ¿siguen aquí conmigo, leyendo estas cosas que dan un poco de pena pero que debo fijar para mí, como siempre, y también para que mi compañera de viaje reviva la aventura y podamos reírnos un poco después?). Luego, cuando días después me llegó un correo informando que el pago del seguro del boleto no se había validado, entramos en pánico. El seguro de veinte dolarucos me daba esa falsa seguridad de que todo operaba como era debido. Entonces nuevamente en los bajos mundos de Twitter aquella anécdota o leyenda urbana o información verificada respecto a la usuaria de VividSeats que, a punto de entrar al concierto, descubrió que sus boletos eran falsos, y la preocupación escrita en mayúsculas y con muchos emojis lastimosos y gifs de lloriqueos por personas que habían hecho uso de sitios parecidos. Sin embargo, tras varios mails con distintos Toms, Jessicas y Andrews de servicio al cliente del sitio, decidimos creer que todo estaba en orden. Nos obligamos a creer que sí, total. Y empezamos a organizar el viaje, siempre con la inquietud de que nos pasara lo mismo que a usuaria de leyenda urbana, tan cerca, tan lejos, Y TODO PARA QUÉ.

La cola-serpiente reptaba por puentes, por grandes extensiones de pasto, por los bordes de un estacionamiento infinito, sobre césped perfectamente recortado, mientras algunes guardias del Rose Bowl pasaban como carceleros preguntando quién no traía bolsa alguna, porque había una especie de fila exprés para los que traían las manos vacías. ASH (entre las especificaciones del estadio se encontraba la de llevar bolsas o mochilas transparentes, requisito que sin querer había cumplido /yesss/). Una rosa roja, hermoso logo oficial, en botes de basura, en postes, en cada cartel. Cruzarnos con personas con las que nos habíamos cruzado antes, e intercambiar deferencias. Y avanzar, avanzar, son casi las seis de la tarde y se supone que esto empieza a las siete treinta. Y después a unos metros ya se encontraban los detectores de metal y lxs guardias, el portal místico, ese pitidito del aparatejo que escanea los boletos y que es deleitable por el triunfo que supone. Pasó primero Triquis. Si tú saltas yo salto. Y el pitido triunfal. Y el mío. Y estar adentro, por fin. Con qué alivio eufórico nos abrazamos. TODO SALIÓ BIEN, DUDE, AHGHR, A HUEVO, ya en la tierra prometida, en el Disneylandia de lxs amantes de BTS.

Seguiré con detalles, no tienes por qué continuar si te has aburrido ya. Las filas largas para entrar a los baños, veinte minutos calculados (unas amigas dándose instrucciones: “entramos, orinamos, salimos corriendo”). Las filas largas para comprar y configurar la ARMY bomb que se activaría conectada a una matriz y al prenderse formaría, con las otras miles de bombs en el estadio, figuras, colores, arcoiris, o titilaría al ritmo particular de cada canción. Las filas largas para la mercancía oficial. Para unos nachos. No, porque pasó un señor vendiéndolas, para una botella de agua, que compramos por diez malditos dólares. Gasto odioso pero necesario. Navegar entre la marea de colores. Encontrar nuestra entrada. Un túnel que varies recorrían entre brinquitos, corriendo y gritando, o con falsa calma, para emerger a la boca del estadio: tanto espacio y tanto sol, las montañas de California, una tarde perfecta, el escenario con mobiliario cubierto por mantas y ¿hay dos panteras gigantes ahí colgando? (y te imaginas a Jin y a Jungkook y a Yoongi gritando WAKANDA FOREVER y, aunque no viene al caso, las panteras ahí tienen, en su capricho, un cierto sentido), y las macropantallas donde pasaban la videografía entera de BTS en orden, entre gritos enloquecidos como si ya hubieran salido ellos, y eventuales anuncios informativos. Conocimos a Viviana, (“como V”, pero su bias era Jin: se sabía por su diadema de RJ) (mira, no te voy a explicar), quien había venido desde Arizona en autobús. Se tardó dos días. Ya se había puesto a platicar con otra muchacha que también había ido sola, desde muy lejos, y como nos escucharon hablando en español hicimos todas conversación, aquel reconocible acento de la comunidad latinaestadounidense. Fui al baño una última vez y, en el pasillo, escuché que en las pantallas pasaban Singularity. MI BIAS, entiéndelo. Mi amado Kim Taehyung con su brazo dentro de la manga de un saco colgado en un perchero, su mano como si no fuera su mano, tocando su rostro como si no fuera su rostro. Hice una cara que seguro fue altamente expresiva, y un muchacho que venía de frente empezó a reírse conmigo, y los dos nos reímos mucho y sin palabras, compartiendo varias capas de significado en el pequeño acto. Cosas así, ¿sabes? Juvenil, inocente, alegre. Y aunque cuando volví la dulce V había tenido un problema con una mujer déspota que tenía el mismo número de asiento que el suyo y que la había obligado a cambiarse a otro sitio, ella no se dejó amilanar y siguió contenta y animada y hasta nos encargó su ARMY bomb, más tarde, para grabar Epiphany, el solo de su amado Jin.

TOTAL. Empezó. Fuegos artificiales. Michael Scott gritando OH MY GOD IT’S HAPPENING (The Office es otro de nuestros fuertes vínculos; todavía nos acordamos, Triquis y yo, de una vez que tardamos setenta y nueve minutos evacuando el Foro Sol al término de un Corona Capital, y cómo los gastamos enteros acordándonos de los mejores momentos de Michael Scott). No sabíamos nada de lo que pasaría. Era el primer concierto del tour. Qué gran decisión, qué buena movida no escoger Nueva York, después de todo, y entregarnos a una ciudad que ninguna de las dos conocía, a pesar de sus contras (no tener exactamente con quién llegar, como sí hubiera ocurrido allá, en la gran manzana donde además habría más transporte público y la ventaja de que ya conozco, el destino me ha llevado algunas, pocas veces; ya no me perdería en el metro, conocería algunos trucos, y a la vez eso lo volvería menos divertido, menos novedoso). Mejor Los Ángeles, primera vez para las dos, primer concierto del tour.

Más pormenores, más capturas de lxs asistentes:

¡Cuando Jungkook voló! Cantaba su canción como si nada y de pronto lo amarran a unos cables y ya está volando sobre el estadio como si cualquier cosa, y mi ansiedad fincada en el tópico de las tragedias-inesperadas-en-la-música-popular (Lennon, Selena, Cobain, como quiera un accidente así sería aparatoso y horripilante y le daría la vuelta al mundo en segundos) me hace no disfrutar del todo mientras el muchacho está en el aire. Pero baja y sigue cantando, muy cancherito. Detalles así, de los que millones se enteraban al instante, a través de numerosas transmisiones en vivo por Periscope y por Twitter, y que luego de ese día ya no serían sorpresa pero para nosotras sí, todo era una sorpresa y un acto inesperado y totalmente nuevo, lo que incrementaba su valor (vaya, llegar y disfrutar sin spoilers). En cada cambio de vestuario, aquellos videítos reciclados del tour anterior que permitían adivinar lo que vendría a continuación, las actuaciones en solitario y ciertas canciones, y sobre todo y lo más importante, daban la oportunidad de sentarse y descansar con dignidad y recuperar fuerzas para la siguiente aparición que nos eyectaba de nuestros asientos como tapón de champaña. Una señora me tocó el hombro para hablarme porque sintió la fuerte necesidad de felicitarme por lo mucho que, SE NOTABA, estaba disfrutando yo el concierto (o sea, bailar y corear lo coreable y no tener una bombita de luz en la mano y sacar muy poco el celular para fotografiar algo). A mi costado estaban unas adolescentes rubias que hablaban como salidas de una cuenta stan de Twitter, con esas expresiones que forman parte del vocabulario kpopero, tipo cuando uno de ellos hace algo muy sensual y se considera RUDE y un ATAQUE, y la de al lado tenía su clásico jersey negro con las letras J I M I N en gigante y fue un placer mirarla derretirse en una mudez  pasmada durante Serendipity (Jimin también es el bias de Triquis: son mutuals). Una fila abajo estaban dos muchachos de ascendencia asiática, uno de ellos con el pelo teñido de rubio, ligeramente parecido a Tae, que agitaban con ardor sus ARMY bombs y constituyeron el mejor ship irl que he mirado. O un hombre que, atrás, gritaba súper fuerte y una señora latina le dijo ME ESTÁS PEGANDO EN LA PANZA y él le pidió muchas disculpas, y quien más adelante, cerca del final del concierto, fue de los más entusiastas organizadores de La Ola®, ya para entonces totalmente amigo de la señora, con la que intercambiaba opiniones de lo que pasaba abajo. También llegó el momento que yo más esperaba y que sabía que me destruiría por completo, a saber, el citado solo de Taehyung, y lo que aparece en el escenario es, ¡¿QUÉ?!, no el perchero con el saco donde él introduciría un brazo que actuaría como autómata, acto con el que venía iniciando su show desde hace meses, sino una C A M A. Una cama colosal, medio vertical, suspendida por cables transparentes, en la que este perfecto ser humano está acostado con los ojos cerrados, un close-up de su bello rostro en las pantallas gigantes, y cuando la canción empieza él abre los ojos al fin y hay como un gemido colectivo en todo el estadio. O sea, la evolución de su representación, de su prestidigitación en el escenario, pasó de la división de su cuerpo en como dos ejes independientes, la dualidad, lo masculino y lo femenino, el fondo al interior de sí que se ignora… a abrir sus pinches ojos. Porque su mirada es ETÉREA y te subyuga y te hace mierda. Ay, no.

Y así, varios momentos geniales, extraños: un show excesivo, ridículo por momentos, que nos privó de cosas (DNA), transformó otras en nuevas, absurdas (Anpanman en juegos inflables que salieron de la nada y que los siete trepaban, a los que se arrojaban, por los que se deslizaban tomados de la mano y muertos de risa), con burbujas y papelitos y corazones digitales dibujados por Namjoon en una lluvia de luces, y Hobi con su traje Dior personalizado y a la medida en el cúlmen de su excelencia, y mirar, cuando nadie lo está grabando, cómo Taehyung se cae aparatosamente al tropezarse con unos reflectores y llega Jimin y lo levanta y él corre para terminar la coreografía y yo OH-NO, y todos -menos amado líder y su IQ de 148- luchan por decir unas frases en inglés, y cualquier cosa que dicen suscita reacciones enardecidas, febriles, y al final hay una voz anónima que traduce lo que ellos expresan en coreano, y es tan bonito y simple e inocente todo, como la alegría de que haya tan buen clima y sea una tarde tan linda, y luego Namjoon dice en inglés frases inteligentes y conmovedoras  y elaboradas con esmero, cada momento del concierto ha sido pensado, calculado, diseñado para generar un estado de ánimo; pero las olas son iniciativa nuestra, una tras otra, divertidas y ruidosas y colectivas, y es triste pensar que pronto acabará todo pero a la vez esa ansia de que acabe de una vez y se convierta en experiencia vivida.

Habían dicho “nos vemos mañana” y a mí eso me desafiaba. Terminaron la última canción, se tardaron mucho despidiéndose, recorriendo todos los pasajes del escenario para repartir saludos, ataviados en sus playeras y sudaderas de la mercancía oficial para que digas TENGO QUE HACER MÍA LA SUDADERA NEGRA CON EL LOGO DEL TOUR QUE USÓ J-HOPE; otra vez fuegos artificiales en cantidad, como si fuera 4 de julio, muchaches llorando a moco tendido por todas partes mientras empezaban a dispersarse en las gradas, y nosotras así de goeeeee, goeeeee, goeeeee, cansadas hasta la médula porque ya no tenemos 22 años aunque conservemos un brillo y un espíritu juveniles, harto juveniles, si quieres.

Logramos salir de las instalaciones del estadio. Caminamos por las calles de Pasadena durante uno punto cinco horas. Nos sentamos en el suelo y yo busqué food en Google Maps, arrancando las risas de Triquis. Vimos que había otra taquería La Estrella algunas calles más adelante, y que en las reseñas alguien había escrito SALSA ROJA ESTA BUENA; convencidas por la vehemencia de su comentario, nos dirigimos hacia allá, arrastrando las piernas. La encontramos. Pedimos asada fries y tacos con todo. Comentamos que salsa roja está buena indeed. Alrededor había muchas ARMYs, una chica súper cool con pelo verde y diadema de Mang, y grupos de amigas, y muchachos, y agua de jamaica, y la promesa, según Google Maps, de que otras cuadras más adelante se encontraba la estación de tren. Fuimos. Bajamos a los andenes. Del otro lado un muchacho orinaba contra la pared y su amigo, al vernos, empezó a justificarlo cómicamente, y el otro se dio la vuelta y pidió disculpas, señoritas, y empezó a decir que su papá era güero pero su mamá era mexicana y que cuántos días nos quedábamos y si le dábamos nuestro teléfono. Nos subimos al tren y se nos pasó la estación por andar tonteando. Esperamos el tren de regreso en el andén el aire libre, tiritando de frío. Pasó. Nos bajamos en Highland Park, ahora sí. Subimos la calle empinada. Llegamos a la casa de Nick, Bill nos olisqueó y volvió por donde vino. Nos tiramos en la cama y yo miré mi teléfono: me habían estado llegando notificaciones de VividSeats toda la tarde, que había boletos para el día siguiente todavía, que estaban de descuento, que fuera a ver. Nos dormimos y yo me desperté a las 8 de la mañana y entré a la aplicación y revisé, y luego esperé un rato a que Triquis abriera los ojos y apenas lo hizo le sorrajé un “Están los boletos para hoy a 40 dólares, ¿jalas?” Triquis parpadeó, confusa y somnolienta, y finalmente dijo: “Jalo”.

Así decidimos que iríamos al segundo concierto. Total, ya estábamos ahí, ¿no? A eso habíamos ido. A mirar a nuestros coreanitos. Pero el día presentaba desafíos. Cambiarnos de Airbnb a uno sobre avenida Melrose, emprender una excursión infructuosa a Hollwyood Boulevard, hacer el largo trayecto de vuelta a Pasadena. Pero y qué. Siempre que nos vemos, ella y yo nos cantamos Foreeever, we are young.

Al menos esos dos días, y los siguientes, cuando pasamos por otros hospedajes, otros barrios, otras aventuras, Venice Beach y paseos pachecos con Leo, Conan y su humor deadpan, karaokes y autopistas de madrugada, almuerzos en cementerios y museos extrañísimos, fuimos young forever.(empiezo, ya, a redactar la siguiente parte de esta aventura jovial).

Marzo 2019 (fragmentos sin tejer)

Abro mi cuaderno azul y encuentro una entrada del 27 de octubre de 2018:

“Nunca dejo de sentir, en Buenos Aires, que estoy en un sitio lejano, muy al sur de todo, y además tan cerca del agua”.

Quiero irme, pero no quiero irme. No quiero irme, pero quiero irme. Y están esas dos cosas. Y, de mis fracasos, debo ver qué gana, qué se salva.

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— Pero el domingo por la tarde que caminaba por Corrientes y luego por esas callejuelas que están hacia Congreso… Fui al cine al Cultural San Martín pero antes de eso pasé a una feriecilla friki otaku, llegué cuando ya estaban casi levantando pero no mames, resultó ser en la sede de la Unione e Benevolenza, que es una asociación muy vieja de italianos genoveses en Argentina, en un edificio del siglo XIX justo en medio de otros edificios puteadísimos, y entrando tiene una sala de teatro hermosa, con plateas y todo, y sobre el escenario una pantalla donde estaban pasando anime. Un palacete esssspectacular en una calle miserable. Esa clase de cosas me fascinan de esta ciudad, que está llena de secretos. Y de jóvenes, porque afuera estaban todos los frikis, cosplayers, góticos, nerdos…

— Ajá ajá, tiene dos caras extremas. En la punta del continente…

— Ahora que vivo en microcentro y luego siento que me lo tengo súper recorrido, nel. De repente hay un edificio todo viejo y horrendo y subes y en el tercer piso hay una tienda increíble de cómics o un restaurante venezolano. Me da una impresión bien tokiota aunque no conozca pero es lo que he leído. Esta cosa de la ciudad vertical y que todo está en edificios. El microcentro está lleno de galerías subterráneas. En una que nunca había entrado de esas donde hay, no sé, una sastrería, una librería de viejo y una de indumentaria gótica, encontré dos tiendas de kpop. Y tipo entras y un chaval punketo de pelo verde HABLANDO DE BTS con su amigo, y también dos amigas otaku bien bonitas, y una adolescente con su papá todo aburrido…

— Suena increíble eso de la ciudad vertical. Me llama cabrón. Y sí, Tokio es así, incluso para abajo, de pronto hay sótanos y pisos subterráneos…

— Pero a la vez quiero volver a vivir eso de irte a un sitio nuevo y adaptarte de cero y todo lo que implica, aunque en un lapso más corto. Encima se viene el invierno y la luz subirá un 50% así que ni poner las estufas será posible. Y me da el SAD muy cabrón.

En artículo de Marcela Rosa Toso, en Blasting News, sobre la Unione…

La sede, sita en calle Juan Domingo Perón 1362 de Buenos Aires (teléfono 011 4372-3015), guarda la bandera verde, blanca y roja, que el legionario Virginio Bianchi trajo desde Milán y que había esgrimido en barricadas de esa ciudad a mediados de 1800 durante cinco días de sublevación.

Imagen de Google Maps

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El viernes en el Feliza tras la marcha del 8M, con breve parada justamente sobre la calle Perón -pero con Callao- en el Espacio Ambigu, que por entonces no ofrecía nada, y luego aventuras en el mencionado boliche, con dos actos artísticos que me encantaron, Karen Pastrana y sus Superpoderosas Crew (esa Carito Samantha cómo baila, eh), y la pieza de las muchachas del colectivo Chica Queen Kong, tan pop y político, caras y gestos inolvidables, la vestimenta neón en esas caras tan argentinas; después: la intensidad todavía juvenil del ligue, felicidad y dolor potenciados; y caminar mucho sobre Santa Fe de madrugada, sabiendo que sería, inevitablemente, una de las últimas veces.

Y luego el sábado siguiente, con el ánimo de la fiesta otra vez, acudir a la tal Sense donde antes se hacía la mítica Whip, en el sótano de la Galería Buenos Aires, Edificio Thompson (la misma donde está la Chikara y la Keroro, k-stores, y la del ejemplo de sartrería-librería de viejo-tienda rockera y ahora, recién vimos en un paseo vespertino, una especie de fonda al estilo mercado mexicano).

Alguna otra noche, por ejemplo una madrugada invernal volviendo de una fiesta en Flores, me bajé del 132 en Paraguay y Florida, y cuando crucé por Córdoba, a la altura de dicha galería me encontré con una escena dantesca: caía una lluvia fría y en la vereda había varios bultos de seres completamente desmayados; en los postes se detenían al menos dos post-adolescentes vomitando mientras que otros tantos miraban sus celulares confundidos, o esperaban el bondi sin sostenerse sobre su eje. Sabía, pues, que en tales fiestas había barra libre del alcohol de la peor calidad, y aquel sábado, con sus debidas precauciones, nos enfrentamos a tal coctelería, y nos amigamos de personas nacidas en 1999 que, al saber nuestra edad, dijeron “muy respetable”, y en el baño había dos chicas y una le decía a la otra que conoció a un partidazo “porque tiene todos sus dientes y eso es muy importante”, y la amiga se reía y le decía que tenía razón, que eso era muy importante en efecto.

Exterior del Edificio Thompson, y entrada al boliche en el sótano. Imagen de Google Maps

Chica Queen Kong su presentación en Feliza el 8M (imagen de su Facebook)

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Tomé todos los trenes. El Roca, el Mitre, el Sarmiento, el Belgrano Norte o Villa Rosa, que sale de la Retiro otra, la estación más vieja y fea, con sus andenes provisionales; también tomé el Tren de la Costa, que va bordeando el río. Tigre, Torcuato, Vicente López, Lanús, Ramos Mejía, San Isidro y Martínez, Liniers, Avellaneda, a donde ellos te llevan, barrios y localidades del conurbano. Y barrios alejados o poco turísticos o demasiado barrios, vaya, a los que me llevó la casualidad o la suerte: Flores, Chacarita, Barracas, Colegiales, Villa Crespo, Villa Ortúzar, Coghlan, Nueva Pompeya, mi Boedo entero, los parques: Parque Patricios, Villa del Parque, Parque Chas, Parque Chacabuco. Y los parques -no confundir parque con parque-, lo verde: Centenario, Barrancas de Belgrano, bosques de Palermo, el rosedal, parque Las Heras.

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Me he dado cuenta de que sólo puedo hablar conmigo misma, de ahí la compulsión de anotar cosas, y hablarme desde el pasado y hacia el futuro. De un correo desesperado reciente: “…Me ha entrado la sensación de que todo lo que tengo por decir, por compartir, por pensar, por discutir, por opinar, por chismear, por expresar, no puede ser depositado en un único ser; que mis pensamientos no pueden ser glosados y compartidos salvo si su contenido se reparte entre varias personas, lo que conlleva a la repetición constante. Entonces ese ser al que va dirigido aquel torrente encuentra su único reflejo posible dentro de mí misma, soy la única que podrá comprender y recibir y expresar todo lo que me ocurra; me encuentro cósmicamente sola y conectada únicamente con mi propio ser”.

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Creo que ya sabía, cuando desmantelábamos el departamento de Jessica y José Juan y la pequeña Nat, que así me despedía. Esa noche que llegó la joven, poco convencional familia que hacía mudanzas en una combi para llevarse los últimos muebles, salimos a Callao y desde Santa Fe se levantaba una bruma blanca y espesa. Esa humedad de Buenos Aires.

Ya hice, acá, otro domingo, un último paseo: de microcentro a plaza San Martín, de ahí a Retiro, Suipacha, Arroyo, Esmeralda, Maipú, Paraguay, Lavalle.

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Mi celular anterior se rompió en México, lo conecté a una toma de electricidad en un café (estaba con mi mamá, ella me hablaba de cómo deseaba sexualmente ¡a Putin!), algo tronó, y luego ya nada fue lo mismo, el aparatejo sufrió un lento colapso. Con el celular que compré de urgencia dejé de tomar fotos, salvo en ocasiones esporádicas. Entonces mis últimos meses aquí tuve que guardar las imágenes en la mente; creo que las fotos me siguen sirviendo para lubricar la memoria, miro mis galerías de años atrás y rastreo hasta las calles por el orden de las imágenes, y ahora casi todo tendré que guardarlo sin su índice, evocarlo sin muletas.

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Otro jueves fui al Colón, nunca había entrado a tal portento arquitectónico, compré un boleto de la actual temporada de la orquesta filarmónica de Buenos Aires de improviso, alcancé sólo de pie, escuchamos la obertura de Fidelio de Beethoven y el concierto no. 3 para piano (Filippo Gamba en el piano), y Scherezada de Nicolai Rismky-Korsakov (solo de violín de Pablo Saraví), y fui tan feliz en ese lapso, en esas dos horas, incluso en el intermedio en que vagué por los pasillos circulares, anticuados, los revoques de aquellas paredes que yo me imaginaba, no sé por qué, en medio de un temblor, ya empezaban a traslaparse las geografías.

Otra noche fui a escuchar a Mariana Enríquez al Cultural San Martín. Reciclaré los tuits porque ya no me da la gana continuar redactando pero quizás los corrija en el proceso:
*La plática, en realidad, se titulaba hermosamente “Cómo me hice escritora”. El San Martín, además, es una joya arquitectónica cyberpunk, muchas escaleras y concreto y mosaicos y luces neón y salas vacías y oscuras.
*Estábamos en total oscuridad, sentados en unas butacas viejísimas, y como yo estaba algo soñolienta porque había dormido poco, a veces cerraba los ojos de más. De repente sentí que un muchacho junto a mí se inclinaba y se me quedaba viendo fijamente, pero no se había movido nada; el sobresalto de la ilusión/espanto terminó por despertarme. ????
*Pero esta atmósfera era perfecta para su charla. Dijo algunas cosas que ya había leído en el prólogo a la reedición de su primera novela, Bajar es lo peor (su adolescencia punketa, consumo de merca rebajada, su amor por rock y el deseo de convertirse en periodista para ser corresponsal en Glastonbury, su vida y sobre todo sus noches en La Plata, el amor por la sexualidad de hombres gay, cómo fue convertirse en una autora precoz y ser presentada en tele y radio como “la escritora más joven de Argentina”).
*Le preguntaron qué situaciones cotidianas tenían el potencial para convertirse en cuentos suyos y ella dijo que cualquiera, y narró cómo esa misma mañana, en su barrio (Flores), se cruzó con una pareja de adolescentes vestidos con remeras de AC/DC a los que siguió durante un tramo y luego, frente a una iglesia, él le dije a ella: “Mira, esta iglesia es re satánica”. Dijo que quizás no lo convertiría en cuento ahora, pero que es una imagen que captó como con una antena y tal vez en el futuro… Me fascinó porque fue como obtener de ella misma, al momento, la imagen de un cuento posible, un cuento muy marianaenriquezesco.

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Ya no fui al Gaumont una última vez, ya no fui (por última vez) a: la Sala Lugones, al BAMA, al Cosmos UBA, al MALBA, a la biblioteca de Congreso, al Parque Chacabuco, a la reserva ecológica, al Planetario, al restaurante boliviano de Liniers, al Ejército de Salvación y el restaurante peruano de allí, Juanita y Paul; a buscar cosas a Once, al Barrio Chino, ya no emprendí caminatas de dos, tres horas, ya no, por ahora, por esta vez, en esta ocasión.

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Hace cuatro años, cuando llegué a vivir a Buenos Aires, leí El discurso vacío. Fue el primer libro que compré, el primero que leí aquí. Por una casualidad volví a leerlo estos días, un broche adecuado. Respecto a los cuatro años que vivió en esta ciudad y cómo afrontó la despedida de Montevideo, Levrero habla de la “operación psíquica consciente” (o “psicosis controlada”), que es en realidad una “negación de la realidad” y que básicamente consiste en repetirse: “No me importa dejar todo esto”.

He podido descubrir que tras ese aparente vacío se ocultaba un contenido doloroso: un dolor que preferí no sentir en el momento en que debí sentirlo, pues estaba seguro de no poder soportarlo, o por lo menos de no tener tiempo para irlo soltando lentamente de un modo tolerable. Porque el 5 de marzo de 1985, a primera hora de la tarde, subí a ese coche que me llevaría “definitivamente” a Buenos Aires, y el 6 de marzo de 1985, a las 10 de la mañana, debería comenzar a trabajar en una oficina en Buenos Aires. Y debería comenzar a adaptarme a la vida en otra ciudad, en otro país. No había tiempo para sentir dolor y opté por anestesiarme.

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Las personas que me despidieron aquella vez siguen allá, serán las primeras que veré, y me gusta pensar que las que estuvieron aquí para despedirme seguirán acá cuando vuelva, de la manera en que vuelva.

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Debo recordarme que los motivos para volver son más importantes que los motivos para quedarme.

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