Hoy mi sobrino mayor cumplió 13 años. Nació en 1998, yo estaba a punto de cumplir los 12 y fue el mejor año de mi vida por muchas razones: él, en primer lugar; yo acababa la primaria y entraba a la secundaria con muchas ilusiones pubertas; estuve en un retiro espiritual (aunque no lo crean) con gente de mi edad en el que me divertí mucho; Mtv pasaba muy buena música entonces (R.E.M., Placebo, Semisonic, The Smashing Pumpkins, Cake, The Wallflowers, Garbage, Fastball y su one hit wonder, The Way); fue el año en que descubrí Friends por accidente, cuando todavía los pasaban por Sony (el primer episodio que vi fue “The one with the fake party”, cuarta temporada, 1998), me desvelaba viendo Nicktoones en Nickelodeon (Real Monsters, Hey Arnold, Rocko’s Modern Life y Pete & Pete los sábados): ver caricaturas en la madrugada era la cosa más surreal, lo más cercano en ese entonces a navegar por internet a altas horas de la noche. Y el bebé, sobre todo el bebé, eso me emocionaba mucho. Había algo en 1998, algo que se ofrecía y se expandía como una onda, como si empezara a descubrir todo por primera vez. Y tal vez lo que descubría eran puros productos para mi consumo personal y recreativo, pero era bueno, era como construir un mundo interior que se nutría a cada instante de todo lo que veía, escuchaba y leía.

Hace rato llamé a Loló (así lo llamo desde que nació, ignoro de dónde lo saqué) para felicitarlo y me contestó una voz de adolescente gangoso, como el granoso voz de pito de Los Simpson. Fue tan extraño. Ahora tiene poco más de la edad que yo tenía cuando él nació y me pregunto cómo será este mundo que se está construyendo con dosis pasmosas de videojuegos y anime. Ojalá que sea un mundo nuevo. Es tal vez la persona menor de edad que más quiero en el mundo. O tal vez la persona a secas que quiero más en todo el mundo.