El señor Luis

El señor Luis nos llevó a conocer La Habana. El Cubataxi, una camioneta noventera con el logo dorado y las placas azules del Estado, era conducido por Carlitos, que nació en 1962. El señor Luis tenía 13 años cuando triunfó la revolución (anoto: la Revolución). Detrás del vidrio vi grandes trozos de La Habana. La Marina Hemingway, donde están estacionados los yates más lujosos que he visto, con banderas británicas y canadienses en las astas. La Habana nueva, donde hay residencias para diplomáticos y embajadores. Allá, la refinería. Su fumarola cortaba el cielo desde cualquier punto de la ciudad, con fuego en la base de tan intensa. Una refinería casi en medio de la ciudad. Cosa normal. Las calles bellas del centro histórico de La Habana vieja, con edificios recién pintados, calles angostas por las que apenas si puedes caminar entre los turistas, los cubanos, los músicos, los perros. Algunas esquinas miserables, como si las costuras de un vestido remendado aparecieran por descuido. Muchas veces, pasamos por el malecón. Del hotel al centro. Del centro al hotel. Y el mar estaba ahí, detrás del vidrio. El mar caribeño, azul y verde, que jamás toqué (una vez, su espuma nos salpicó los pies en un restaurante privado, con excelente servicio aunque de comida regular, comida mejor que la comida mala y anticuada de los restaurantes estatales, cuyos meseros están todos vestidos de negro y blanco, perpetuamente molestos). Decíamos: qué bueno que hoy no toca estatal.

En Cuba es fácil pensar que todo es cómodo, aunque también es fácil quejarte porque hasta en los hoteles de cinco estrellas, las frutas están pasadas; el huevo, crudo; el pollo, seco, los jugos son de caja y las verduras, de lata. Pensar, con la culpabilidad de tener estas comodidades de las que, ah, es fácil quejarte: qué comerán ellos. El señor Luis. Carlitos. Con sus 400 pesos cubanos mensuales de paga, que no son ni 20 CUC, que no son ni 20 euros. Qué comerán. Qué vestirán. Qué pensarán al vernos ordenando un mojito y un daiquirí y celebrar que hoy no toca estatal.

El señor Luis sabía todo. Qué edificio era cada uno, qué pasó en cada uno, cada detalle histórico, político y social, y a veces hablaba y hablaba y el estupor del clima caliente y húmedo nos hacía perderle la pista, atolondrados por el sueño. El señor Luis era un ángel. Su nariz de bola, su piel morena (su padre era español; su madre, mulata), sus ojos redondos y nobles. El señor Luis fue funcionario de cultura durante muchos años, una especie de viceministro que trataba asuntos con Fidel cara a cara, que fue delegado cubano en cantidad de asuntos oficiales en otros países, México, Leningrado, España, tantos otros. El señor Luis está jubilado desde hace cuatro años, lo que significa que ya no milita en el Partido Comunista. Su pensión: esos 400 pesos. Por un pago en moneda convertible, fue nuestro guía. Nos contó todo. Defendió todo. Se quedaba pensativo cuando se nos salía la frase escapó de la isla y decía que los que estaban pescando junto al malecón, lo que es ilegal, en realidad eran bomberos salvavidas.

El señor Luis estuvo orgulloso de la Revolución. Eso decía. “Los jóvenes no tienen el mismo nivel de comprometimiento que yo”, dijo una vez. Aún no conectábamos como acabamos conectando después, cuando se refería a mí con orgullo como la periodista (deferencia no merecida). Cinco días después de pasear con él, una tarde conversamos sobre el Periodo Especial. Carlitos, con su acento casi incomprensible, se quejaba con la liviandad de espíritu de quien nació en 1962, cuánta tragedia: demasiado joven para presenciar la Revolución, demasiado viejo para pensar que las cosas tendrían que ser diferentes. De cómo no había jabón. De cómo estabas manchado de aceite y no tenías ni jabón para limpiarte. Y a veces, nada qué comer. Lo decía no enardecido, no indignado, solo disgustado. Como quien se queja de que no ha tenido agua en todo el día.

El señor Luis se reía, entre avergonzado y entristecido. Que ahí era el paraíso en los ochenta. Ah, cómo era Cuba ese paraíso tropical prometido. Luego se cayó el muro de Berlín. Luego la Unión Soviética colapsó. Y el subsidio se fue a la mierda. Y vino el Periodo Especial, en que no había ni jabones, y a veces ni comida. Y el señor Luis dijo, en voz queda, y creo que nadie lo escuchó porque ya estaban pidiendo la cuenta y hacía calor y todos teníamos sueño, que él tenía mucha de la culpa de todo lo que estaba mal en Cuba. “Porque yo participé activamente en esto”, dijo. Un mea culpa silencioso, íntimo, más como para sí. “Yo amo a mi país”, me dijo. “Yo amo a Cuba, pero no al sistema”, dijo por último, una confesión extraña y a destiempo.

Un ex funcionario que en otro país viviría en la opulencia y el renombre. Un hombre al que la Revolución traicionó, 54 años después.

 

 

3 comentarios en “El señor Luis

  1. Qué bueno leerte. Yo he estado un par de veces en Cuba (hace como 10, 12 años y luego otra vez, más larga, hace unos 7) y mi impresión ha sido similar a la tuya, una especie de vaivén contínuo. Cuesta trabajo defender o atacar al sistema, sólo queda observar. El trade-off entre libertad e igualdad que se ha dado en la isla es interesantísimo y la única manera que yo encuentro de entrarle con cierta seriedad al tema es a través de testimonios como el de Don Luis.

    Me dieron ganas de volver.

  2. (Digo que es la única manera de entrarle con seriedad porque acceder a documentos y estadísticas medianamente veraces es imposible. Yo intenté hacerlo para mi tesis de licenciatura. Terminé cambiando de tema.)

  3. Justamente leía sobre académicos que han sido perseguidos por consultar estadísticas supuestamente oficiales. Lo único oficial en la isla es el discurso de la Revolución. Me parece un tema complejísimo, que no logras entender ni leyendo (porque todo tiene un sesgo), y ni siquiera yendo, mucho menos como turista, porque siempre habrá una pared entre la ‘realidad cubana’ y el turista, que vive en otra esfera. Qué interesante. Qué chingón que en algún momento haya sido tu tema de tesis. Me encantaría leer los materiales que lograste recoger y escribir.

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