Señales

Lo raro ocurre todo el tiempo. Entré al sueño y ya no salgo de él. Ahora reúno notas para otra cosa; sin embargo, la compulsión de registrarlo todo, de capturarlo mediante la escritura. En la semana, entre otras cosas, cayó a mis manos un texto llamado Hall of Mirrors: muy extraño, los temas en que había pensado, no sólo la compulsión del registro sino también de la confesión, la moral cristiana, la identidad desdoblada en el espejo, la ida hacia la nada (¡y Lispector, recientemente redescubierta allá arriba, en el neoimperio, como epígrafe colosal!), el sujeto, todo el tiempo el sujeto. Hasta la otra idea, que me formulé de broma y luego se tornó un motivo, sobre la duplicidad de Géminis. En fin.

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 To the sham of the self-same, I say, let it burn. Reduce me to ashes, to (no)thing, to no(t) one—unintelligible, incalculable, multiple, luminous. Loose me to my fathomless depths. Drown out the dictums of truth and listen to my “other tongue of a thousand tongues” sing. Bask in my mis/recognition. Melt my flesh into my reflections, not out of inevitability, but with a playful and perverse purpose, a refusal to make sense. Write me so as to never be read.

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Un viernes por la noche fui a la Plaza San Martín y encontré la pendiente de césped tapizada de motas de algodón. Bolitas de algodón por doquier. De noche. Yo venía con un café en la mano y pensé de lejos que era basura, porque también había basura, pero luego me senté y vi que no, que era como la pelusa del diente de león. Los árboles mudan, la primavera acecha. Había luna llena, grande, blanca, dolían los ojos al verla. Frío: tolerable. De pronto apareció un muchacho vendiendo sus poemarios: era un poeta de Rosario, Bruno ¿Caraccio?, que acababa de presentar su libro en Buenos Aires. Traía la poesía con él.

Demasiadas señales aquella noche, demasiadas coincidencias en la lectura que yo hacía de la ciudad. El primer olor de Buenos Aires, el olor de cuando la conocí: a aparato de aire acondicionado. Muy extrañamente, la ciudad retornó al año 2010: el mismo sentimiento, las mismas impresiones, todo parecido o casi igual aunque yo ya no soy esa persona. Además la ciudad no ha cambiado su faz salvo por los carriles del metrobús en la 9 de julio, y los hombres que ofrecen cambio cambio cambio (dólares, euros y reales) en algunas calles del centro: hasta el trovador de la Plaza Francia, cuyo mail es elquecantaenlaplazafrancia@gmail.com, sigue cantando en la Plaza Francia. Pero si la ciudad parece la misma de hace cinco años, ¿qué será en otros cinco? Vengan, vengan a Buenos Aires, como a La Habana en estos últimos meses de extravagancia y anomalía, que al rato, cuando la cosa se neoliberalice, se nos aplana.

(tan distinta a la ahora Ciudad de México, que nunca es la misma, un camaleón de muchas caras, irreconocible en cuestión de meses.)

Otra noche de la semana anterior, que por fin hizo calor y pude ir a sentarme a una banca de dicha plaza, agradecí que Buenos Aires fuera ciudad nocturna, que se ajustara con mis ritmos y me permitiera callejonear a horas indebidas, pero también lamenté otra cosa, inescapable: que soy mujer, que no puedo ser noctámbula vagabunda, que debo inventarme motivos, propósitos: ir a fumar un cigarro, uno tras otro, para no dar la impresión de estar esperando algo ni dar pie a ser abordada, permanecer con la mirada baja y los audífonos en las orejas, a pesar de que, más sí que no, aparezca de algún rincón un hombre, siempre un hombre, solicitando un encendedor o un cigarro.

(“No todos los hombres”, justo)

Una patrulla. La patrulla que en los barrios ricos protege las pertenencias de otros, que en los barrios bajos vigila a los otros, va de caza.

(Conocí la mítica Villa 31. Pero: después.)

En el Gaumont había una fila de cuadras para entrar a ver El Clan, de Pablo Trapero (la vi otra noche, en la sala más grande, laberíntica, como de sueño, del Premier). Peregrinaje por librerías. Decenas de señales, de lecturas íntimas. Dos sábados tan extraños, muchos personajes y experiencias novedosas, tesis y antítesis, el sol y el frío, la distensión y el viaje, diversión y deber. En uno de estos sábados, al despertar, encontré un mail de un fantasma que creí inhallable. El misterio se agranda, me dice que hay algo que quiere preguntarme.

(una mañana me encontré a alguien en el subte, entre tantas combinaciones.)

Un sábado anterior pasó algo extraño también: por la tarde tomé una siesta, soñé que caminaba por la 9 de Julio, de noche, a la altura del Teatro Colón, y que iba con otra muchacha, una desconocida, desagradable para mí dentro del sueño, con la que se discutía el asunto de ir a la cafetería Vesubio. Y en verdad yo estaba ahí, en aquellos ambientes vaporosos, sin sonido ni lógica, de los sueños, y al despertar fue como atravesar un pasaje, prender y apagar una luz, ya no distingo una conciencia de la otra, y entonces fui, con el cuerpo, al Vesubio: un lugar interesante, anticuado, con buenos helados y bifes de chorizo, desde 1902.

(hice el trayecto como en el sueño, pero con luz diferente.)

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