Lo inviable de una comida tan deliciosa

Cuando estábamos en casa de Patton, lo que ocurría gran parte del tiempo en Bogotá, todos nos concentrábamos en una tarea solamente: leer sus revistas SoHo.

La revista parece, a simple vista, un compendio de las mejores cirugías estéticas de Colombia. Una segunda leída, sin embargo, nos deja pensando que los de Letras Libres deberían decantarse por las tetas falsas y ser tan buenos como estos tipos. Creo que, sin exagerar, es la mejor revista que he leído.

En uno de sus números se dedicaron a analizar las razones por las que Colombia es inviable, con tan mala leche que uno tiene que levantarse de la alfombra, aplaudir y hacer una reverencia para su autocrítica voraz. Uno de los artículos hablaba de las comidas colombianas: no hay desayuno ejecutivo que se respete que no incluya una buena tajada de arroz con plátano frito; a la hora del almuerzo, cuando los oficinistas se comen su sancocho y su seco con carne, nada puede ser más entorpecedor que la lenta digestión de los componentes gastronómicos de la comida colombiana. En una palabra: comen como cerdos, y eso desacelera la efectividad de la población activa.

Pero me encanta esa comida para cerdos, aún cuando la mayoría de veces no puedo terminarme todo lo que hay en mi plato (y pregúntenle a mis conocidos, porque yo jamás desperdicio media morona).

En estos días he probado la ya famosa fritanga, el ajiaco con mazorca, las empanadas de carne con papa, las otras empanadas en forma de bola con pollo y papa, el mondongo, la cuajada con panela (que es como un pedazo de plástico -queso- bañado en jugo de caña de azúcar), la arepa rellena de queso (con chorizo o salchicha), la oblea de arequipe y el bocadillo con queso, los “fríjoles”, el jugo de lulo, el chontaduro -una fruta con sabor parecido a la zanahoria- con sal y miel, las almojábanas, y algunos tipos de café, aunque la mayoría son con leche y nada del otro mundo.

A pesar de que he hecho ejercicio como nunca, estoy segura de que estas comiditas me dejarán unos kilos de recuerdo.

Sobre mi aventura en Medellín

Tengo una lección para todos: no hagan dedo (sin albur) (con albur siéntanse libres) en Colombia, porque no lograrán nada, salvo quizás conocer un par de tipos chistosos en el camino: un checador de buses que nos dijo que las mujeres lo perseguían “por su trabajo” y un señor camino a Honda -literalmente, un hoyo de barbacoa, el pueblo más caluroso de todo el país- que nos regaló unos panes rellenos de bocadillo -ate.

Medellín debe ser la ciudad más moderna de Colombia: las cabinas del metro son inmensas y corren audaces por los aires, todos los taxistas son honestos y eficientes, las chicas tienen un ideal de belleza más cercano a Shakira que en ningún otro lado, y hasta hay un parque de los pies descalzos, donde efectivamente puedes quitarte los zapatos y quemarte las plantas en su arena hirviendo -pero es perfectamente factible meterte a las fuentes y usarlas como sustitutos de balneario.

Ayer estuvimos en el cerro Nutibara, el lugar más fresco de toda la ciudad, pues es un bosque. Hoy decidimos poner a prueba nuestra condición física -que probó ser una mierda- y subir los casi 700 escalones del Peñón de Guatapé, un pueblito a dos horas de Medellín donde está el lago más hermoso que jamás he visto.

Estos días en un país tan contrastante como Colombia, donde todo es más cálido y feliz que mis aciagos días en el Ecuador (de donde he sacado la historia más entrañable que pudiera imaginarme), me parecen como un sueño demasiado plácido que alguien más está viviendo. No hay preocupaciones ni temores al caminar por las calles numeradas, saludar a las personas, probar el “ají” en grandes cantidades ante la mirada atónita de los colombianos, y relajarse con una buena cerveza cada dos horas de caminata.

Espero que todo transcurra tan fácil como hasta ahora. Eso, desde luego, si no me secuestran en Barranquilla, la tierra de la chica cuyas caderas no mienten.

 

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I’m felising Bogotaning Hilton (chiste local)

 

Bogotá se las da de ser una ciudad muy ordenada, con calles que parecen coordenadas: calle 123A con carrera 10, 45 con 98, 113d con 5. No hay forma de perderse entre sus avenidas limpias y perfectamente señalizadas, entre las carreras que van de occidente a oriente y las calles que sólo corren de norte a sur. Bogotá es un mapa vivo… hasta que, por supuesto, caminas y das la vuelta en una calle y te topas con un callejón sin salida y todas tus ideas sobre lo viable de la ciudad se vienen abajo. ¿Dónde está tu orden inmaculado, Bogotá? ¡Que alguien me explique cómo salir de un callejón sin salida en una ciudad tan organizada!

 

Lo anterior lo escribí a petición de Maria(), pues después de que hice este comentario mientras caminábamos por el norte, me dijo: “esto lo vas a escribir en tu blog, ¿verdad?” No tenía pensado hacer un comentario tan negativo sobre esta ciudad en la que sólo la he pasado bien. La charla anterior, por ejemplo, fue efectuada mientras nos dirigíamos en bola a jugar tejo.

 

El tejo es, según los colombianos, deporte nacional. Consiste en lanzar una especie de piedra tallada, el tejo, sobre una superficie cubierta con lodo. En el centro hay un círculo trazado, y en cada polo un triangulito con pólvora. El objetivo es hacer mecha, o sea: explotar el triángulo, o mínimo darle lo más cerca al círculo. Todo, acompañado de un “petaco”: una caja con 30 cervezas Águila -patrocinadora oficial de este bello deporte que tiene todo: fuego, pirotecnia, lodo, y lanzamiento de piedra con posible descalabro.

 

Durante esa amena tarde en la cantinita de mala muerte sacamos importantes conclusiones, como que México debería estar en el lugar que ocupa Venezuela (sin ofender a mi camarada), ya que aparentemente somos bien cuates/parceros, nos la pasaríamos bien chido/chévere, todo sería padre/bacano, nos curaríamos la cruda/guayabo juntos, diríamos ay güey/ay marica a discreción y nuestra vida sería un bacanal con cajeta/arequipe, y pozole/ajiaco. Somos el uno para el otro.

 

Área de juego

 

 

El ganador fue, obviamente, el experimentado Patton, pero todos nos divertimos igual. Después cenamos unas arepas rellenas de queso con chorizo, y un Soka de lulo.

 

Valentin, Lina, Andrés, María, Patton et moi

 

En algún momento, una señora borracha se emocionó mucho por la presencia de dos extranjeros (yo creo que más por el rubiecillo que dice cosas como suben-estrujan-bajan), y nos decía que el cielo estaba con nosotros y que Méxicolindoyquerido y que algo sobre Alemania, y nos abrazaba y nos ofrecía su casa y todo fue muy surreal.

 

Dos videos al respecto:

 

Uno

 

Dos

(nótese cómo ya soy una experta en el acento colombiano, hueón)

 

Hoy estuvimos en la catedral de sal, la primera maravilla de Colombia según la intrépida publicidad, en el pueblito de Zipaquirá. También comimos fritanga, de la que mostraré el antes y el después:

Comienza la aventura…

La “gaseosa” Colombiana -de cola roja- también se acabó.

 

Somos unos cerdos, sólo díganlo.

La plaza principal de Zipaquirá, el pueblo que más me ha costado pronunciar a la fecha.

¿Qué sería de nosotros si no pudiéramos burlarnos de los nombres castellanizados de los guías que te muestran los recovecos de las catedrales de sal bajo tierra? ¿Qué?

María y Patton me explicaron qué era una mamona, y que naturalmente hacía este letrero menos gracioso, pero ya lo olvidé.

Estas papas me destemplaron, aunque ellos dicen que son las mejores. Y sí saben a pollo.

 

 

Lo mejor para mí fueron estos amigos que hice en Colombia. Esa noche viendo videos de YouTube a instancias de María y mía -todo Miranda!, Pimpinela, Pandora y Flans-, el gran video del “I’m felising in Cartagening Hilton” (acá), los huevos con bocadillo -sin albur-, que es como el ate; las obleas de arequipe y las cervezas Club Colombia, los paseos como reses en Transmilenio, las lecturas concienzudas de las SoHo de Patton, los desayunos noquea-vísceras de Andrés, mi búsqueda por la esmeralda más grande sin cortar en el Museo del Oro, y todas las risas que compartí con ellos.

 

Esto, y nada más, me basta para llevar a Colombia en mi corazón toda la vida -lágrima rutilante.

 

 

 

Siguiente parada: Medellín.

 

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Bogotá y la aceptación de mi pobreza

Hoy por la mañana llegué a Bogotá. Valentin y yo compramos los boletos en la mañana para salir a las diez de la noche, pasar todo el viaje durmiedo (pobres ilusos) y estar frescos para recorrer la ciudad. Como tuvimos todo el día libre en Cali, y ya la habíamos recorrido, y moríamos de calor, decidimos hacer lo único que una persona sensata haría: ir al cine, el único lugar con aire acondicionado donde podríamos refrescarnos mientras salía el autobús. Vimos Sherlock Holmes y Paranormal Activity. Por cierto: los cines colombianos son todos lujosos, te asignan un lugar y un acomodador te lleva a él con una linternita.

El viaje, por supuesto, fue un tanto incómodo y no dormimos una puñeta. A las cuatro de la mañana, a pesar de ser un expreso directo, el chofer se paró en Ibagué y se comió un sancocho con toda la tranquilidad del mundo. Por fin llegamos a las 9 de la mañana, hechos porquería de perro abandonado.

No necesito decir que nos perdimos, que un californiano hippioso nos dijo cómo llegar a la Candelaria y compartimos el taxi con él, que desayunamos un pastel malo con café tinto, y que por fin me encontré a Andrés Godoy en la Plaza Bolívar -él, fresquísimo. Yo, por lo menos, me sentía un poco desorientada, sin haber dormido, con el cabello enmarañado y la cara de una huérfana a la que han pateado en las hipotéticas bolas.

Después de eso fuimos a dejar nuestras mochilas a casa de Patton, donde conocimos a María(), que aparentemente se divirtió mucho con mi acento mexicano. El resto de la tarde fue verdaderamente encantador: subimos por Teleférico a la iglesia de la Monserrate, y al regresar tuvimos una experiencia cercana a la muerte -ejem- cuando éste se detuvo y se balanceó sobre su eje. Después comimos en Dominó un bistec a lo pobre, que resultó ser todo lo contrario: muy abundante y, por supuesto, muy caro.

Cuando hice cuentas y me di cuenta de que estaba pagando 10 dólares por cada comida, ya en casa de Patton mientras charlábamos alegremente, supe que estaba ocurriendo lo que siempre temí.

Los turistas que he conocido en mi travesía aman ir a lugares que no son para turistas. Mientras más amigable con el turista, más chupabolas sea el lugar, menos les gusta: muchos paisanos como ellos, rubios con sus cámaras en la mano y sus bermudas con flip-flops, muchos bares como “Senior Alacrán Billy” y lugares donde te puedes tomar una cerveza local mientras escuchas música típica.

Todos ellos son como Richard en The Beach: quieren ir más allá, donde la gente como ellos no pueda llegar. Quieren descubrir playas vírgenes, hablar con los lugareños en mal español en pueblitos olvidados por la mano de Alá, quieren subirse a un autobús destartalado y viajar durante 38 horas a través de la carretera más peligrosa del mundo (Bolivia TM), y emprender largas caminatas por zonas totalmente diferentes a los parques nacionales, en caminos apenas hechos por donde sólo pocos han transitado. Quieren ser diferentes. No irían a Cancún, pero sí a Playa del Carmen. No se tomarían una margarita sabor fresa, pero sí un mezcal con gusano. No se acostarían con la dueña del hostal, pero sí con la que hace la limpieza (por supuesto, también exagero sólo para darle la nota jocosa al post).

Y todos ellos, a pesar de sus flip-flops y sus bermudas y sus cámaras en la mano, harían cualquier cosa antes que convertirse en esas parejas de más de cincuenta que viajan con su guía Lonely Planet, contratan tours, están bien asesorados por una agencia de viajes y por una oficina de turismo, y sólo van a lugares donde les den agua embotellada y todos sus alimentos estén endulzados con Splenda. Me dije que yo tampoco sería así, que debía atenerme a un presupuesto limitado, carecer de un plan estricto y poco flexible, quedarme donde quiera si me apetece, y pedir el eventual aventón para aminorar costos.

De pronto, al convertir los 20 mil pesos colombianos de mi “económica” cena-comida-almuerzo en pesos mexicanos, me di cuenta de que estaba dilapidando el dinero como si no hubiera un mañana. Y tal vez sea cierto, si continúo con esta gastadera.

Hoy, mientras miraba el enorme valle de la ciudad de Bogotá, decidí arrojarme aún más a la aventura. El turismo de guía de viajes no es el verdadero. O tal vez sí… para la gente rica.

Por lo pronto, me acerco a la playa. Nada podría emocionarme más.

And now for something completely different… fotos.

 

 

Vista desde la iglesia de Monserrate.

 

 

Aparentemente, dar el paseíto en llama es la cosa más normal del mundo en la Plaza Bolívar

 

 

Me gusta cómo se ve la bandera.

 

 

Sección de fotos plaquetosas-chistosas:

 

En el baño de señoritas en Ibagué.

 

 

Cartel en la terminal de autobuses de Cali con clara influencia cortazariana: “al subir levante el pie”.

 

 

En esa iglesia sí son modernos y no dan una naranjada por el cambio climático.

 

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Aventura en la frontera / Colombia es lo máximo

Escribo desde un hostal en Cali, Colombia. Se llama Pelícan Larry. A mi lado está un japonés graciosísimo que toma un poco de cerveza mientras me mira escribir. El hostal está repleto de alemanes, a los que no le gusta encontrarse entre ellos mientras viajan por Sudamérica. Todo mundo está tirado en sillones con un libro en la mano, o leyendo su correo, y todos parecemos como muertos, sudando como “chanchos”.

Pero mi verdadera aventura empezó en Otavalo, cuando estaba tomando el autobús a Tulcán. Me hice amiga de un lugareño que me dijo que Cali era peligrosísima, y que no fuera. Me subí al bus con un poco de miedo, pensando en formas de llegar a Bogotá sin tener que pasar por Cali. Una vez en la frontera, un taxista me llevó a Rumichaca, donde hice todos los trámites necesarios en la aduana. Ahí mismo, un rubio bastante tímido estaba en cuclillas haciendo unos dibujos mientras esperaba. Me olvidé de él y crucé a Colombia.

Ipiales no es una ciudad muy linda, así que sólo pensaba en tomar el camión a Cali o Bogotá, y olvidarme. Pero he aquí que, como era un día feriado, no había lugar en ningún bus a ningún lado. Tampoco había aviones. Desesperada, traté de que un taxista me llevara a Bogotá, pero tenía que contactar a tres personas más. De pronto, vi a cuatro extranjeros formados en la fila para Pasto.

Zed, de Australia; Katrin y Valentin, de Alemania; y Matan (!) de Israel. En ese momento nos hicimos amigos y, al no encontrar bus a Pasto, nos quedamos a dormir en Ipiales, en el hostal Belmondo.

Todo el lunes estuvimos viajando: de Ipiales a Pasto, de Pasto a Popayán, y de Popayán a Cali. Unas doce horas en total. Durante todo el camino reímos cuando Matan se quedaba dormido sobre el chofer, o su preocupación por llegar a Bogotá antes del miércoles para tomar su avión a Tel Aviv, donde -oh, los estereotipos- llegará a un bar mitzvah.

Y durante esas seis o siete horas de Pasto a Popayán descubrí que Valentin era el rubio tímido dibujando en la aduana de Ecuador. Nos la pasamos platicando, y eso me distrajo del terror que me provocan las carreteras colombianas: muchas curvas, despeñaderos, y caminos muy estrechos. En Popayán, Matan encontró un boleto a Bogotá, y perdimos a un miembro del grupo.

Finalmente: Cali. Es una ciudad MUY calurosa, moderna, muy amigable con el turista. Esa noche cenamos (yo comí un perro italosuizo-mexicano, con chimichurri, y todos probamos el jugo de lulo). De vuelta al hostal nos encontramos con un montón de alemanes del Pelícan Larry que nos invitaron una cerveza. Al final, los diez resultamos estar hospedados en el mismo cuarto lleno de literas. Saldo: cero ronquidos y cero ruidos sospechosos.

Por la mañana desayunamos un típico desayuno colombiano (creo): huevos, arepas, arroz blanco, plátano frito, lentejas, coliflor y café. Después caminamos por las calles de Cali, donde cada dos cuadras -oh, los estereotipos- algún tipo nos gritaba -a ellos, que son todos rubios- “¡gringos!”, y luego nos ofrecía marihuana o coca.

Fuimos a tomar café colombiano a una cadena, Juan Valdez, que es como un Starbucks exótico. Ahí sólo nos relajamos, ahora con un nuevo integrante, Nicolai, berlinés de rizos alborotados que también viaja solo. Después volvimos al hostal y cada quién revisó sus asuntos en internet. Más tarde fuimos a un supermercado a comprar cosas de comer y una botella de ron que bebimos en la calle. Aparentemente, es legal beber en las calles de Colombia. Para entonces, el japonés ya estaba con nosotros, Masao, y es tan gracioso que creo que hace mucho no me reía tanto (siempre dice “duuuuuude” y canta canciones de los Backstreet Boys entre comentario y comentario).

En la noche fuimos a bailar salsa, pero en realidad nuestro objetivo era ponernos muy estúpidos, lo cual logramos con creces. También bailamos descalzos con poca gracia, y luego caminamos por la avenida sexta de Cali buscando a Valentin, que de pronto desapareció. Hicimos una pausa para comer empanadas, y luego seguimos por todos lados, preguntando por el tipo rubio de ojos azules con una playera amarilla.

 

Zed y Valentin hicieron una apuesta a ver si el segundo podía pasar todo el día sin fumar (jamás había conocido alguien tan adicto). Perdió, claro.

 

 

Nos dormimos a las 5 de la mañana charlando con un tipo de Nueva Órleans que venía de Bogotá. Hoy por la mañana no podría estar más cruda.

Este post fue escrito en dos tiempos. Hace unos minutos, Zed, Katrin y Nicolai se acaban de ir. Los primeros, a Medellín. El segundo, a la zona cafetera. Quedamos Masao, Valentin y yo. El japonés chistoso va a Popayán, y nosotros a Bogotá. Al pensar en las doce horas de camino en autobús, crudos, sólo me dan ganas de morirme.

Estos días con ellos han sido excelentes, y me han enseñado algo que nunca pude aprender en México: a relajarme. Cuando conocí a Zed primero en la estación de autobuses en Ipiales, yo estaba preocupadísima porque no había autobuses y no quería quedarme a dormir ahí. Pero él sólo me dijo que dejara de preocuparme y que me dejara ir. Estos tipos que pasan tantos meses de su vida viajando, sólo por el placer de hacerlo, ven las cosas con más calma de la que yo jamás he tenido. Quién diría que tenía que hacer un viaje tan difícil para aprender esta lección.

 

 

 

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Desde Otavalo, Ecuador

Ayer temprano, después de comprar víveres en una tiendita de La Pampa, Martín, Arturo y yo nos encaminamos al volcán del Pululahua. Mi idea, un tanto de guía turística amistosa con el gringo, era ir al TelefériQo, pagar 7 dólares por subir a la punta, sentir mareos repentinos y luego bajar como si nada. Ahora que lo veo, no era un plan muy excitante.Para ir pedimos aventón, porque yo sólo traía 50 centavos en el bolsillo. Luego descubrí dos dólares en mi cartera y pudimos subirnos a un camioncito (al que me he acostumbrado a llamar “bus”). Cerca de la una de la tarde, después de cruzar la exacta mitad del mundo (aunque, según tecnología GPS avanzada, la verdadera mitad está a unos trescientos metros de donde está el monumento), nos bajamos en una especie de comunidad. Subimos una cuesta no muy empinada, pero por supuesto yo estuve a punto de escupir mis vísceras, y llegamos al mirador. Ahí había coches con gringos que, luego de viajar unas dos horas desde Quito, se asoman por el barandal, dicen “oh, qué lindou, qué preciousou”, y se regresan a su hotel.

El Pululahua es un volcán activo, pero en el cráter hay algunas casas y un hostal. Desde el mirador se puede ver un camino recto al que sólo se puede llegar bajando por un desfiladero al costado del volcán. No creí que fuéramos a hacer eso, pero de pronto nos encontrábamos bajando la vereda llena de piedras resbalosas, y yo sólo pensaba “nomamesnomamesnomames”. Era evidente que no podría hacer ese mismo camino de subida, pero igual los seguí como si nada.

El cráter por dentro es hermoso, y por supuesto, no es nada como nuestras mentes educadas por la televisión creen. No hay lava ni piedra volcánica ni hollín por todas partes. De hecho, es una meseta muy fértil, donde se cultiva de todo (hasta maíz). Es un placer caminar por la vereda, con los volcanes alrededor, como si se estuviera sumergido en una maqueta.

No he podido subir mis fotos al internet, pero ésta es la exacta vista desde el mirador. El camino delgado que se observa a la izquierda, rodeado de árboles, fue el que seguimos hasta cruzar el primer volcán.

Encontramos una casa abandonada, y nos quedamos ahí disfrutando del paisaje. Después seguimos caminando, durante dos o tres horas. Nos encontramos a unos caminantes españoles que nos aconsejaron seguir hasta Niebli, una comunidad dentro del volcán. No necesito decir que el objetivo de Martín y Arturo era -y no hay vergüenza en la confesión- encontrar hongos alucinógenos. Me río mucho al pensarlo, porque nadie tenía experiencia ni conocimiento alguno para reconocerlos. Pero, como dijeron ellos, la esperanza muere al último.

Como a mí no me interesaba mucho el viaje, y estaba más preocupada por la subida durante la noche, me quedé esperándolos afuera de una finca. Traía un libro que tomé del librero de Martín, y que en ese momento fue estúpidamente literal: “Bajo el volcán”.

Cuando la bruma bajó, sentí miedo. Miedo del regreso, miedo de caer por el desfiladero durante la subida, de que pasara un lugareño con negras intenciones. Como no me movía de la piedra desde donde estaba, el cuidador de la finca salió a preguntarme en qué estaba.

Fingí el acento tan bien que jamás creyó que fuera mexicana, hasta que mejor se lo confesé (creo que, a pesar de todo, tengo buen oído). Me dejó entrar a su baño, saludé a su esposa embarazada, y continuamos esperando a los zoquetes estos -desde luego, yo ya estaba enojada, porque me juraron regresar en media hora para poder emprender la subida con luz.

Cuando vi a Arturo emerger de la bruma, que para ese entonces ya estaba al nivel del piso, me sentí aliviada… pero luego preocupada otra vez. Sólo me dijo que no encontraron nada y que camináramos mientras hubiera luz (Martín estaba un kilómetro retrasado).

Yo estaba muy cansada, pero sentí que era una carrera contra la luz, así que caminé rápido. Pasamos por señales conocidas: una vaca muerta, un perro muerto (yo dije que nos preocupáramos de veras al encontrar al primer ser humano muerto), y la cruz de una niña que, al parecer, cayó al desfiladero (o sea: el momento para preocuparse).

Fue casi como una señal del cielo, debo decirlo, a pesar de mi escepticismo. Justo al 5 para las siete, con el último rayo del sol, escuchamos una camioneta. Le hicimos la señal del dedo y atrás, con sus cabellos delgados al aire, estaba Martín. “Súbete, loco, súbete”. Al hacerlo, nos recargamos en la puerta de atrás y casi morimos desnucados -oquei, estoy siendo dramática porque para entonces ya estaba angustiadita.

Atrás viajaban tres quichuas que venían desde el lugar más profundo del Pululahua, que para efectos intensos, se llama El Infiernillo. Al alivio del aventón le sucedió mi ya ancestral pánico a las hondanadas. Me la pasé apretando los ojos sólo de pensar que la camioneta se volcaría al abismo, y para colmo el conductor era un cafre que manejaba rapidísimo. Ni siquiera sentía frío (estábamos en una de las partes más altas del Ecuador), ni miedo de que nos secuestraran, aunque cada tanto los quichuas hacían cálculos en voz alta sobre el valor de nuestras cabezas, y luego reían. Nosotros reaímos con ellos, más nerviosa que felizmente, y mientras tanto yo proyectaba qué hueso se me rompería primero y en qué momento perdería el conocimiento.

Tal vez fue un miedo absurdo, pero es el miedo más intenso que he sentido en toda mi vida. El auténtico miedo a morir. Y de pronto todo se sentía tan lejos, mi familia en México, y las tardes agradablemente perdidas viendo Friends, y los frapuchinos con crema, todas las cosas superficiales que a uno lo hacen feliz. Todo en peligro cuando se sube un volcán de noche, con desconocidos que a duras penas hablan español, y el abismo abajo.

Uno de ellos, cómo olvidarlo ahora, tenía cara de gato. No eran tanto los rasgos duros, sino el color de la piel, anaranjado, como si le hubiera caído ácido ardiente. Sin pestañas y con los labios partidos. Cuando las luces de los coches, ya en la autopista, le daban de frente, los ojos se le ponían rojos. Como de gato.

Yo no quería decir que era de México, porque siempre es más conveniente fingir el acento y decir “qué cargoso, había full gente en el volcán, pero todo fresco, loco”. Sin embargo, Martín me delató. El único comentario del cara de gato fue: “Claro, México es más pobre que nosotros”. No dije nada y sólo me reí y traté de no verle esos ojos tan extraños.

Cuando estuvimos en la autopista me sentí mejor. Ya no sentía frío, a pesar del viento mortal. Los quichuas nos dejaron cerca del barrio de La Pampa, al que llegamos con otro aventón (al parecer, hacer dedo es la costumbre más normal por acá).

El camino a casa de Martín me pareció el más feliz, a pesar de que ahí también he sentido mucho miedo. La casa es antigua, la madera cruje, la abuelita es un espectro, cuando hay ruidos extraños Martín se pone nervioso, y apenas dos semanas atrás entraron a robar un arma a través del cuarto donde dormía.

Sin embargo, nos bañamos, cenamos y tomamos vino. Ahí Martín habría de contarme la historia más fantástica e interesante que he escuchado. Ahí todo cobró sentido. Ahí supe a qué había venido al Ecuador: sólo para conocerlo a él, y asomarme un poco a sus abismos, que son más grandes que los del Pululahua.

He sentido tanto miedo esta semana en Ecuador que siento que estoy acabándome la reserva para toda la vida, y eso es bueno. Desde ir a apagar todas las luces por la noche, hasta enfrentarme a su perro, hasta caminar por el centro histórico de Quito y no saber qué metrobús tomar, y caminar de noche sin luz, y tratar de encontrar la entrada a casa de Martín en la noche por el camino rural. Todo ha sido una prueba constante, casi como un cara a cara con mis temores. Estoy segura de que llegaré mucho más valiente a México -y con mejor condición física- de lo que jamás he sido.

Hoy, por ejemplo, fue otra aventura. Para resumir: fui a visitar a Linda Rogers y agradecerle su ayuda, sin saber que me ayudaría de nuevo. Su esposo, Daniel (que luce como el Brad Pitt “joven” de Benjamin Button) me llevó hasta la terminal de autobuses de Quito, donde partí hacia Otavalo.

El camino, para no variarle, fue en una carretera angosta pegada a la cañada. Otro paso en falso y la muerte en autobús. No pude disfrutar ni un solo minuto de las dos horas del viaje, con todo y su película mala sobre la leyenda de Excalibur.

Otavalo es pequeño y nada bonito. Llegué a un hostal que, según mi guía Fodor’s, era barato. ¡42 dólares por una noche! Decidí probar suerte en otro, a pesar de que la dueña -una gringa que no habla nada de español- me dijo que tuviera mucho cuidado, viajando sola, con mi mochila al hombro.

Llegué a uno de diez dólares, feo pero poco atractivo. No tiene desayuno incluido, pero al menos tengo baño propio y una pequeña televisión con cable. Mañana parto a Tulcán, a la frontera con Colombia, y desde Ipiales tomaré un autobús a Cali. Allá me espera una couch-surfera, Lorena Casas.

Los eucatorianos siempre dicen que Colombia es peligrosa. Ante ello sólo digo: más peligrosos su volcanes, y ni quién se queje.

En resumen: las personas que más me han ayudado han sido todas gringas, y eso me recuerda que dos de las personas más encantadoras que conozco son de allá (también “adultos mayores”). El estrés que he sentido toda esta semana lo perderé viendo una película mala en un rato. Empiezo a entender el objetivo de la aventura.

 

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Desde la mitad del mundo

Escribo rápido porque en unos minutos llega Martín, mi anfitrión quiteño, desde el barrio de La Mariscal (que es como su Condesa, llena de turistas, con calles más parecidas a la Verónica Anzures que a otra cosa).

Mi aventura empezó en el momento mismo en que bajé del avión en Quito, ayudé a una niña abandonada en el baño, caminé al metrobús, unos quiteños jóvenes y buena onda me echaron un aventón a la parada del autobús y, desde luego y haciendo honor a mi torpeza, tomé el bus equivocado.

Llegué a una iglesia evangélica en medio de montañas y caminos terrosos. Una señora gringa, Linda Rogers, unos sesenta años y español perfecto, me dejó usar su teléfono para comunicarme con Martín, y como ninguna le entendiera, me llevó hasta el punto de encuentro. Una iglesia en un camino rural lleno de vacas, desolado, que no invitaba mucho a la ensoñación turística.

Linda fue increíble, me dejó su teléfono, me ofreció su cama, y hasta desconfió un poco del chico desaliñado y rubio, apenas 20 años, que fue hasta la iglesia en su bicicleta. Después fuimos a su casa, una auténtica hacienda de más de 100 años de antigüedad, rodeada por la naturaleza.

Su abuelita rezaba una novena en el completo silencio. Martín y yo esperamos en un patio enorme, con vista a las montañas. Después la conocí, debe tener unos 90 años y es la señora más extraordinaria que he conocido. Tiene un sentido del humor finísimo, vivió muchos años en México (cada diez minutos exactos me dice: “Yo conozco más México que vos”, lo cual no dudo un segundo). No escucha bien y anda por la casa descalza, repite las cosas cada tanto, pero es un verdadero placer charlar con ella.

Martín me dijo que en la casa hay una vibra extraña. Me dormí a las 8 de la noche de mi organismo, y no desperté sino trece horas y media después (no había dormido ni ocho horas en tres días). El cuarto en el que me quedo tiene una cosecha, digamos, interesante en el ropero. La cama es de fierro antiguo, muy decimonónica, pero se duerme fantástico. Claro, hasta que en la noche escuché ruidos muy pesados, como de metal cayéndose. Concluí que era Martín y volví a dormir.

Luego sentí un cuerpo acomodándose entre mis piernas, supongo que era uno de los cuatro gatos. Quiero pensar que era uno de los gatos.

Lo bueno que no soy miedosa, porque decidiría no regresar a esa casa donde todo tiene impresa la huella del pasado.

Pausa para sopesar los hechos.

Todavía queda mucho por conocer de Quito, hasta ahora sólo he conocido más bien poco. Quisiera subirme al TelefériQo, aunque Martín y su amigo Arturo sólo ríen nerviosamente cuando les pregunto si quieren ir (dicen que no es la gran cosa). También, desde luego, la mitad del mundo -a 10 minutos de la casa de su abuelita. Y al centro histórico, a la iglesia de la compañía, a algunos museos. Estoy pensando ir a la playa de la Esmeralda, no lo tengo muy claro todavía…

Ésta es la segunda capital más alta del mundo. Sentí el mareo hasta en la noche, después de tomar café en la cocina de la abuelita de Martín. Aún siento estragos, pero ninguno como para preocuparse. Tampoco he probado platillos típicos, y sólo he visto puestos de fritadas, que supongo es como una gordita de carne de cerdo. Pero hay muchos lugares con comida chilena, china, libanesa y hasta mexicana -con el clásico estereotipo del sombrero y los cactus.

Seguiremos informando.

 

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