Domingo 31

Necesito tomar un autobús. Necesito una carretera. Necesito la sensación de traslado.

Yo nada más aparecí aquí. Dónde queda el sentido -el dolor, el sacrificio- del viaje. DÓNDE.

(he tenido un cierto deseo de ir a Rosario, pero el boleto de autobús a Rosario sale lo mismo que el buquebús a Colonia, Uruguay: mejor ir a Uruguay)

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Extraño las tortillas de maíz. Extraño el sabor -¡y la consistencia!- de los nopales. Extraño las salsas. Todas las salsas. La verde que es mi favorita (pero más la verde cruda, que allá también era una rareza), la tatemada, la de chile de árbol, la roja con cilantro, ideal para tacos de carnitas o barbacoa. Los tacos de carnitas o barbacoa. Los tacos. De todo. Los dorados de mi mamá, con queso y crema de Polo. Los dorados rellenos de barbacoa en salsa verde. Con queso y crema de Polo. El queso y la crema de Polo. Las tortillas de harina gigantescas de Polo. La comida de mi mamá. Toda la comida de mi mamá. Pero sobre todo a mi mamá. Extraño los frijoles. No he encontrado frijoles. Encontré aluvias, las aluvias no son frijoles. Necesito frijoles, tampoco hay para cocinarlos, aunque me tarde un día entero. Refritos, enteros, negros. Negros con puerco, arroz blanco y pico de gallo: mi platillo favorito. Moros con cristianos. O colorados. Recién salidos de la olla: con caldito y queso de Polo. Refritos con longaniza. En una telera. De Polo. A Polo. Una torta de aguacate con queso de Polo. Ay, el terruño: lo que tenemos es nuestro queso, nuestros productos lácteos, no más. Extraño un champurrado, un tamal, una torta de tamal. Cualquier producto de maíz: gorditas, sopes, huaraches, tlacoyos. Una quesadilla de flor de calabaza. Extraño esos tacos chilangos campechanos -con cecina y longaniza, con chicharrón o bistec- con papitas fritas encima. Y una salsa poderosa. Con sal y limón. Al limón verde le llaman acá limón sutil. O lima. Y a la lima le llaman limón. Como los gringos. Extraño la comida de la fonda a la que íbamos religiosamente los de la oficina. Sus salsas, sublimes. Grasoso todo, sí: y qué. Su sopa de nopal. Su sopa de tortilla. Sus enfrijoladas con pico de gallo. Sus enchiladas verdes o rojas o de mole. Sus tortitas de huauzontle: trabajo artesanal desmenuzarlas. Sus albóndigas con un huevo cocido adentro. El plátano macho relleno de queso, frito. Los jueves de arrachera. ¡Ay! Extraño algo que hace mucho tiempo no comía ni siquiera allá: los quelites. En un taco. Con: sí, crema de Polo. Vaporoso. Las espinacas no le llegan. Pero los nabos no, demasiado amargos. Lentejas con plátano. Tamales de dulce. Ya sólo enumero, caigo en la nostalgia de alimentos de la infancia. Ay, no digamos unos chilaquiles con huevo estrellado (también causa gracia eso: el huevo estrellado). Una concha. Pero sin cajeta (los argentinos ríen). Una concha, sí, fantaseo con la costra dulce, arenosa, de vainilla. Y claro, más lugares comunes: el pozole de mi mamá, unos esquites con mayonesa y chile del que pica, unas papas de carrito con salsa Valentina. Se me antojan los mangos y las jícamas. Un coctel de camarón con aguacate y catsup. Una tostada de ceviche. Una tostada de atún con poro frito. Una michelada en un vaso grande con el borde escarchado. Un litro de agua de horchata de avena.

Pero yo cocino. Yo cocino e intento salir adelante.

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Tanto Darío, tanto Darío últimamente, que ya me dieron ganas, también, de torcerle el cuello al cisne.

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26 de mayo + 24 hrs.

Necesitaba llorar. Tenía las ganas, las ganas estaban ahí, pero como un estornudo malogrado, las lágrimas no brotaban. Recordé la catarsis de hace unos meses al ver Plata Quemada. Cristo santo, cómo lloré. Cómo lloré con ese final. Con ese amor. Todo aquello que empezaba a acumularse, que molestaba sin manifestarse, que yo sabía que tenía que ser expulsado pero me resistía a hacerlo, fue sublimado con ese llanto despiadado. Yo necesitaba llorar. Con una película, para más fácil. Pero no llorar como con Dancer in the dark sino más bien como con The English Patient. ¿Pero cuál? Qué difícil escoger para llorar. No pueden ser lágrimas baratas, no puede ser una historia de cáncer o de guerra o de pérdida de ser amado. Revisión concienzuda de Netflix. Nada. Hasta Google. Finalmente una sugerencia, que se concatenaba con las apariciones recientes de Oliver Sacks y sobre todo de esa novela, Awakenings. La bajé. No la terminé. Pero lloré. Lloré con aquellos despertares, tímidamente. Regresé a Levrero y a la Novela luminosa, la que me había despertado el cosquilleo del llanto, y entonces empecé a llorar, a llorar de a deveras, con suspiros prolongados y lágrimas gruesas que me empaparon la cara y me aguadaron la nariz. Yo no puedo. No dejo de pensar esto: a tres o cuatro años de morir, en la lucha constante consigo mismo, en la postergación de su mejor yo, en la esperanza de cambiar sus horarios de sueño y sus malos hábitos y no enajenarse en la computadora y en sus juegos de Golf y de Free Cell y en sus almacenamientos de imágenes eróticas y en la nostalgia por Chl, y con todo lo que falta: limpiar la computadora y el disco duro y los discos zip y la pila de trastes y sus muchas dolencias, ¿y para qué, si habría de morir tan pronto? Maldito Levrero. ¿Qué me has hecho? Pienso en ti como pienso en mi papá y en lo imposible que es para mí leer sus poemas -porque él escribe poemas, que cuelga religiosamente en Facebook- y en cómo suelo sufrir a la distancia y no encarar las cosas y admitir que quizás me he pasado en mi dosis autorrecetada de soledad y que empiezo a sentir eso que, después, él llama “periodo de centrifugación”, en que “algo intangible aleja a la gente de mí”, a diferencia de los periodos de “centripetación” en que ocurre lo opuesto, “se me pega todo el mundo  y no doy abasto para recibir gente”, que, ingenua y egoístamente, ya me tenían un poco fastidiada en México, ver a tantos y tan seguido, y ay, sentirme querida, y no, yo no, yo quería lo otro, yo quería estar conmigo misma, a solas, y lo he logrado, y me ha gustado demasiado, y me he instalado en esta mismidad, y me ha costado o no he querido salir de aquí para encontrarme con el otro, menos con los que más quiero, con quienes sueño todas, absolutamente todas las noches. Por eso necesitaba llorar. Después de aquel llanto, en medio de un insomnio atroz producto de un café que me tomé muy tarde, escribí con letras que se arrastraban sobre el papel, en mi cuaderno “oficial”, en el que he escrito poco y más bien relatos de sueño, pues las entradas diarísticas están repartidas en otros cuadernos, con otros fines, porque así suelo hacer, diseminar la escritura, no dejarla atada a un espacio, y entonces escribí, pues, con letra fea y arrastrada, y emergieron aquellas cosas, otra vez, que yo sabía pero que me negaba a mí misma y que al mismo tiempo no me servían de nada, saberlas no me sirve de nada. ¡Cuánta gente me desagrada, cuántos sentimientos odiosos albergo! Y la infancia, las heridas de la infancia, las neurosis del abandono o de una peculiar forma de exclusión. Pero la semana pasada entré a un café en Suipacha y Corrientes, un café angosto, como un chorizo, con espejos en ambas paredes, de modo que daba la sensación incómoda del infinito; yo me puse frente a la puerta, para no tener que verme ni sentirme multiplicada hasta el infinito, y empecé a leer, mientras tomaba mi café y comía mi medialuna, esa novela de Luisa Valenzuela que tanto trabajo me costó encontrar, El gato eficaz, y el segundo párrafo que pasó por mis ojos decía: “Nada se ve en la esquina de Suipacha y Corrientes aunque todo suceda y la Argentina arda”. Yo creo en el misterio y en la magia. Pienso a menudo en el espíritu afín, y en aquella cosa sobre la literatura que siempre me digo, que permite hacer más vivible lo invivible, y en aquella frase tan bella que la sabia Gaby Damián dijo en una lectura hace un año, hace un año justamente, en mayo (lo escribí en mi cuaderno de los tulipanes): “Me gusta mucho la idea de tender puentes con personas que ya no están. El libro es un médium y nos trae las voces de los muertos”. ¿Pero por qué? ¿Por qué tiene que ser la voz de alguien que ya no puedo abrazar, porque eso me inspira, ganas de abrazarlo? ¿Por qué no hay forma de decirle: sí, dos personas como tú y como Chl se encontrarán en un boliche del mundo, aquí mismo en Buenos Aires, y hablarán de ti de esa forma? (“Ojalá después de que yo me muera, alguna vez dos personas como nosotros se encuentren en algún boliche del mundo y hablen de mí en esta forma”). Ahora no he podido dejar de llorar. Sobre todo cada que pienso, y releo, porque la releo como si fuera algo que, más que memorizarse, ameritara releerse, esa frase: “De todos modos hoy tengo la clara impresión de que ya nadie me ama”.

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El Sur del Sur es América Latina

(reseña en blog Simpatías y Diferencias de Letras Libres)

Luisa Valenzuela, Entrecruzamientos. Alfaguara 2014, 258 pp.

 

Ubicación

“Al argentino lo conocí en México, al mexicano en París, lindo entrecruzamiento”, dice la voz, inconfundible, de Luisa Valenzuela (Buenos Aires, 1938). Pero, celebrada en Estados Unidos y Europa, en Latinoamérica quizá todavía debe ser presentada (ese breve recordatorio que ofrecía Diamela Eltit al atender la internacionalización del Boom: un mapa literario marcado por la ausencia de sus escritoras). Así pues, la obra de Luisa Valenzuela inicia en 1966 con Hay que sonreír, pasa por El gato eficaz, su novela emblemática, publicada por Joaquín Mortiz en 1972 y, entre novelas, colecciones de cuento, antologías y memorias, sigue ensanchándose hasta hoy.

Pero el Boom, ¿otra vez? El pretexto es tentador: Entrecruzamientos (o también: EntrecruXamientos) hila una serie de correspondencias entre Carlos Fuentes y Julio Cortázar que van de lo literario a lo político, de lo biográfico a lo misterioso. Pero es más. Es una memoria en la que Luisa aparece como una lectora dedicada pero también como protagonista de encuentros y conversaciones con ambos autores, dispersos a lo largo de su prolífica carrera literaria y periodística. También, pese a su reticencia por emplazarlo desde lo académico (“no será un trabajo crítico sino uno de espeleología”), se trata de un trabajo de interpretación y de literatura comparada, que vincula a dos escritores a los que no se les suele estudiar juntos. Es, por último, un juego literario, un hipertexto o laberinto espiralado, como le hubiera gustado a Julio, que por medio de fichas con títulos como Fronteras, Deseo, Cristales, Buñuel, etcétera., penetra en los temas de Fuentes (el Tiempo y el Doble) y Cortázar (el borde de lo indecible, el fondo indeterminado de las cosas). En el mejor de los casos, es un libro infinito, un poco como Rayuela, con falsas entradas y salidas, que a todo momento se cuestiona el acto de escribir: “Más que escritura, se está en situación de lectura constante. Toda escritura es un intento de lectura”.

Agua y aceite

Cortázar y Fuentes: uno centrípeto, “volcado al interior”. Otro centrífugo, “lanzado hacia fuera”. Catorce años de diferencia: el mayor, un niño pobre, de padre ausente, nacido en Bruselas y criado en la localidad de Banfield, en el conurbano bonaerense; el otro, de papá diplomático, nació en Panamá y creció en Washington, Chile, Ecuador, Argentina y Brasil. Las infancias de ambos estuvieron rodeadas de mujeres: el argentino, de su madre, su abuela, su hermana y su tía; el mexicano, de sus abuelas, ambas llamadas Emilia (Boettiger de Fuentes y Rivas de Macías). A ambos les sobrevivió una hermana menor: Ofelia Cortázar, de personalidad más bien fama, según Emilio Fernández Ciccio, y Berta Emilia Fuentes, autora de las novelas Cúcuta (2004) y Claveles de abril (2008). Ambos pasaron sus adolescencias en Buenos Aires y a esta ciudad, cada uno poco antes de morir, haría su último viaje. Uno, precoz: a los 29 años publicó una novela monumental, totalizante. El otro, aunque había escrito y publicado, con seudónimo, otros trabajos, ve impresa su primera colección de cuentos a los 37 años.

Ambos con distintos posicionamientos frente a la creación literaria, reconoce Luisa. Carlos, como ciudadano y escritor influyente, hacía públicas sus opiniones. Julio lo hacía en voz baja: Jorge Boccanera lo llamaba “El epistolero” (sus Cartas, editadas por Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriaga, se nos recuerda, constan de 3,037 páginas en cinco volúmenes).

Antes de conocerse, se habían leído mutuamente. “El perseguidor” de Cortázar se publicó por primera vez en 1957 en la Revista Mexicana de Literatura, que Fuentes editaba con Emmanuel Carballo. Al mes de publicar La región más transparente (en 1958), Julio le escribió una carta larguísima a Carlos en la que confesaba su admiración y al mismo tiempo le señalaba que había cometido “el magnífico pecado del hombre talentoso que escribe su primera novela”: intentar incluirlo todo y exigir, con ello, una “cierta abnegación del lector”. Por fin el mexicano lo visitó en París en 1960, esperando encontrarse con un “señor viejo”. “El muchacho que salió a recibirme era el hijo de aquel sombrío colaborador de Sur. (…) Una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos y cejas sagaces”. Luisa agrega: “Imagino el abrazo que se habrán dado”.

Se llega o se parte de sus mentores: Vicente Fatone de Cortázar, su profesor de la Escuela Normal Mariano Acosta, filósofo oriental hoy olvidado (“nuestra memoria intelectual es mezquina”, admite Luisa), quien fue embajador argentino en la India en la misma época que Octavio Paz y cuyos “libros indios” Julio devoró. Fuentes, a los tres años, se sentaba en el regazo de Alfonso Reyes, entonces embajador de Brasil, y muchos años después él terminaría por convencerlo de estudiar Derecho.

Anécdotas

Dos de las mejores transcurren en 1983. En una, Luisa Valenzuela y Carlos Fuentes son invitados a leer su obra en un auditorio neoyorquino. Novecientas butacas vendidas a buen precio. Luisa leerá primero, telonera evidente de la estrella mexicana. Pero Carlos, semanas antes, le propone cambiar la jugada. Inicia así el “North-South dialogue”, un juego de nortes y sures, donde se pone en cuestión lo latinoamericano desde su norte y sur, el México de Carlos y la Argentina de Luisa, pero también se instituye aquel gran sur que empieza donde la Yoknapatawpha de Faulkner termina. El Sur del Sur es América Latina. Lo que se encuentra debajo: el sur es un agujero, es lo profundo: se interna en él. “México y Cusco: los nombres de las dos grandes capitales de la antigua América significaban lo mismo: Ombligo, Centro del Mundo”, diría Carlos. “América: cuando se la profiere en inglés dejamos de existir, y no por sustitución ni por reemplazo. Por aplazamiento”, agregaría Luisa.

También en Nueva York, en el mismo año, Luisa y Julio Cortázar se reunieron, sin saberlo, por última vez. Julio le confió su urgencia de escribir una novela que tenía ya armada en la cabeza, que no había logrado iniciar por falta de tiempo, pero que se le presentaba en sueños recurrentes como un libro impreso y terminado. Al hojearlo en el sueño comprobaba, con enorme alegría, que por fin había logrado decir aquello que había buscado “con cierta desesperación” a lo largo de su obra: el acceso a lo inefable. No le sorprendía en absoluto que, en lugar de letras, aquel libro estuviera compuesto sólo por figuras geométricas.

Hay otras anécdotas, morbosamente deliciosas, como la de la Feria del Libro de Frankfurt de 1976, con América Latina como invitada, en la que “Manuel Puig se alborotaba cuando llegaban las chicas, y las chicas eran Vargas Llosa, que él llamaba Esther Williams por lo disciplinada; Fuentes, Ava Gardner por el glamour; Rulfo, Greer Garson por la calidad; Cortázar, Hedy Lamarr: bella pero fría y remota” (Luisa aclara: Julio era “la calidez en persona”). O la carta donde Julio describe la “gran rejunta latinoamericana” en su casa de Saignon en 1970, donde recibió “a Carlos, a Mario Vargas, a García Márquez, a Pepe Donoso, a Goytisolo, rodeados de amiguitas y admiradoras (y ores)”. O la vez que se encontraron Julio y ella al azar en el Quartin Latin de París, y él: “justo nos venimos a encontrar…”

Sentido

Los libros esquivos en la obra de ambos autores no son, para Valenzuela, Rayuela o La región más transparente, sino la novela inacabada de Cortázar y la última de Fuentes, Federico en el balcón. Luisa escribe del “Águila Azteca” con admiración: el histrionismo cosmopolita de Fuentes, su habla sagaz recuperada por Luisa, parecen sublimarse a la luz de su reformulación de Nietzche: “Todo lo profundo procede enmascarado”.

Pero del “Gran Cronopio Epistolero” escribe con cariño: se incluyen dos cartas muy conmovedoras que Luisa le escribe (“el país es casa tomada”, dice una) y fragmentos del fantasmal Cuaderno de Zihuatanejo, un diario personal escrito por Cortázar en agosto de 1980, que Alfaguara sólo ha publicado en edición “no venal” para sus autores. En él, onironauta profesional, Julio habla de “los sueños de esta temporada” y alude al libro de la geometría.

Las coincidencias no terminan ni en la muerte: para estar cerca de su autonata de la cosmopista, Carol Dunlop, Cortázar se hizo enterrar en el cementerio de Montparnasse. Con César Vallejo, con Beckett, con Baudelaire, con Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, con Maupassant, con Tristan Tzara, con su amiga Susan Sontag, hasta con Porfirio Díaz, las cenizas de Fuentes reposan con las de sus hijos Carlos y Natasha en una esquina privilegiada de Montparnasse. Vecinos eternos, Luisa propone para ellos, en el instante antes de la muerte, el final que deseaban: el encuentro de lo inefable, la escritura del libro de la geometría imposible, para Cortázar; el Eterno Retorno, el diálogo en el balcón con Nietzche, su filósofo de cabecera, para Fuentes.

Escritora del poder, de osada experimentación formal y con una postura política ante el lenguaje, Luisa Valenzuela se asume, ante todo, lectora. Su lectura ilumina la obra de dos autores que no se han agotado, que formaron generaciones enteras de lectores en Latinoamérica y que compartían, como ella, “la consciencia de que sólo la ficción puede darle sentido a esto que llamamos realidad”.

 

Productos audiovisuales

Veamos si logro recordar todas las películas desde marzo 16:

Vimos Inherent Vice los pocos días que estuvo en cartelera. Estado alterado de conciencia. Varias personas se salieron a mitad de la película. Los ojos de Joaquin, ¡los ojos de Joaquin! Paul Thomas Anderson. Lo adoro, lo fagocito.

Ya había consignado aquí: Relatos salvajes (que acá también se lee distinto, que sé que en círculos privados se le llama Regatos salvajes, que se le relaciona con el típico lector de Clarín, etc.; no sé bien, todavía no entro en la trama de la política, de la vida social, todavía no quiero entender estas cosas).

Documental en Netflix: After porn ends. Me humedeció… LOS OJOS. Lloré poquito. No hay novedad: la marca del porno, la letra escarlata del porno, el sexo que tienen los hombres, el sexo al que aspiran las mujeres.

(lapso de sequía fílmica)

Fue el BAFICI, el festival de cine independiente de Buenos Aires. Pero conseguir entradas -que son a precio muy bajo- era un triunfo. Escoger de la laberíntica, enorme grilla: titánico. Vi una llamada Faraday, española que parodia el género del terror, filmada digitalmente con “tres mangos”, que es de lo más trash y ridículo y absurdo que he visto. Divertidísima. Asquerosa. Después, al otro día, en un cine de Caballito, vi Love & Mercy, suerte de biopic sobre Brian Wilson, la grabación de Pet Sounds y la cooptación que sufrió, en los ochenta, a manos de su psicoterapeuta (Paul Dano, genial, delirante; Giamatti, malévolo, incómoda y graciosamente malévolo). La recomiendo plenamente.

Otra de Netflix: una alemana, Coffee in Berlin, por la nostalgia berlinesa. Chistosa, fresca (la trama de la película nazi en la que aparece un personaje que es actor es genial). Días después, al llegar una noche, prendí la tele y encontré Las alas del deseo no muy empezada, y volví a verla, y oh, otra vez Berlín y lo hipnótica que es Berlín, y lo hermosa que es esa película (otra aclaración de esas por la dignidad: hace mucho que vivía sin cable, que había olvidado la dicha de encontrar algo bueno sin escogerlo, de dejarse caer en la mansedumbre de la programación del cable).

¿He visto otra en el cine? Creo que no, además del miércoles en la noche: tuve que ir a Balvanera, regresé por Corrientes a pie, comí una pizza y vino en Güerrín (hice amistad con un matrimonio de Santa Fe, muy viajeros) y después entré a un cine a ver 3 coeurs, una francesa que francamente me aburrió un poco pero que al menos brindó la oportunidad de admirar la belleza masculina de Charlotte Gainsbourg (me encanta, me encanta, esa mirada tan impenetrable) y la belleza poética de Catherine Deneuve. Antes de eso había ido a ver qué había en un cine que está frente a la plaza de Congreso, donde ponen puras argentinas: no llegué a tiempo para ver una llamada Choele en la que sale aquel hombre tan hermoso que es Leonardo Sbaraglia. Tal vez después. Pero el asunto es que disfruto mucho ir a estos cines que son en verdad cines, que ponen la programación en una tabla de Word impresa en una hoja de papel que se pega o coloca afuera del cine, que algunos tienen reseñas de periódicos locales igualmente pegadas en las puertas (pensar que acá se toma todavía en cuenta la reseña del diario, que la de teatro es importante por la gran oferta, etc.), que sus salas son de una elegancia decadente altamente seductora.

Ah, otra noche llegué y prendí la tele: vi un pedazo de una francesa, Amor y turbulencias en español. Bleh, chick flick gala sin filo. Le cambié a iSat y alcancé el último tercio de una llamada Untitled, no entendí bien si sátira o mirada seria sobre el arte contemporáneo (tenía partes muy chistosas, creo que era comedia, aunque con momentos geniales como, por ejemplo, cuando un artista veterano le dice a un extrañísimo -como siempre- Adam Goldberg: an artist must find meaning in the process). Cuando se acabó empezó Cumbres borrascosas, pero la última versión fílmica, una que no había visto, aquella famosa donde Heathcliff es un HOMBRE NEGRO. Esa novela es tan fundamental para mi alma que no dudé en verla y sufrir nuevamente, pero al parecer me quedé dormida antes de la muerte de Catherine. Chale. Lo que vi me gustó mucho.

Cierto, cierto, también vi Ex machina, por recomendación de Luis Reséndiz, una tarde que le di play y no me levanté de la silla y la vi así, extrañamente, sentada en el escritorio. No me gustó mucho, la verdad. Como siempre, una gran idea que los involucrados echaron a perder o resolvieron de manera poco satisfactoria. Pero la vi por Oscar Isaac, actor del que proclamo posesión absoluta debido a la hipsterez de haberlo amado desde que lo vi en Agora, la de Amenábar, en 2009.

Vi la mitad de un documental llamado Beyond clueless, escrito y dirigido por un güey/chabón que sigo en Twitter, Charlie Lyne, quien humillantemente nació en 1991. Está bueno, deconstrucción de la high school movie que por fin me hizo entender una referencia de la única del género que jamás vi: AM I A BET, AM I A FUCKING BET?

Teatro, todavía no he ido. Veo los carteles de las obras, me paseo por las taquillas, sopeso, pero todavía no sé qué ver, no he tenido chispazos de espontaneidad, valentía o inteligencia. También, tal vez después.

A continuación va la parte vergonzosa del presente post. Un ejercicio catártico de confesión y búsqueda de redención.

Justifiquémonos. Digámonos: ahora estamos leyendo tanto, tan obligatoria y metódicamente, tan elevada y sentidamente, etcétera, y además llevamos una vida diríase que de persona en soledad, que pues OBVIAMENTE será posible dedicar el tiempo libre a retomar una costumbre que, aunque la gente no lo crea, aunque la gente se muestre escéptica, aunque la gente mediante charlas en fiestas y otras actividades me contradiga, no se poseía desde 2011: ver muchas series de televisión. De manera que he dedicado algunas horas (nuevas justificaciones: domingos, hora de la comida, antes de dormir, alguna tarde de sábado, alguna otra de domingo) a ver las siguientes series televisivas:

Terminé la temporada 5 de Portlandia, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. Algunas veces he fantaseado con escribir algo serionsón sobre ella, eventualidad que conllevaría la enorme dicha de volver a ver todos los capítulos con espíritu analítico. Pero a la vez la sola idea me deprime y cansa.

Terminé asimismo la temporada 4 de Girls, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. También. Además esta ocasión tuvo cosas cercanas, me proporcionó gratas carcajadas, me confirma mis altas opiniones sobre Lena Dunham.

Me puse al corriente con la temporada 5 de Louie, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. O sea, estas tres series cada vez están mejor, son geniales, chistosas y agudas. No nos desgastemos buscando adjetivos. Louie además está dando risa de nuevo, porque la última temporada fue una meditación demasiado dolorosa sobre asuntos dolorosos, que recuerde. Sin dejar de ser dolorosa todavía, maldito seas, Louie C.K. Y además esta vez nos dio, en un capítulo justamente llamado Untitled, la mejor representación de un sueño/pesadilla que yo había visto desde Paprika (qué asco reciclarse los tuits) en el que, de paso, se planteó aquella idea de la muerte como un regreso a la nada, al estado inanimado del que partimos. Louie es filósofo comediante.

Como el resto de la población que mira series, terminé Mad Men. Curiosamente, a pesar de los postitos que le he dedicado en la vida, esta vez no logro sacar nada en claro, no me sale escribir sobre ella. Tal vez después. Si no, de todos modos se están escribiendo cosas muy buenas sobre ella, para qué agregar sobrantes.

Estoy viendo Game of Thrones. Cada vez se pone más intensa. Yo leí los primeros tres libros y ya no tuve disciplina para seguirle. La serie ya me rebasó salvo en lo que pasa al final de A storm of swords y que estoy esperando ansiosamente que suceda. Sus buenos momentos no paran y es la única serie en la que una frase como “the dwarf lives until we find a cock merchant” es perfectamente plausible.

A veces veo algún episodio de Bob’s Burgers y me encanta (¿hay mejor personaje que Tina?), pero avanzo lento. No he retomado Twin Peaks, que estábamos viendo en México. Vi un par de episodios de Garfunkel & Oates y me gustó bastante (mujeres chistosas: POR FAVOR), pero me entristece ver que duró solamente ocho capítulos.

Llegamos a Unbreakable Kimmy Schmidt, la serie que me hizo desear escribir este post. Desde aquellos años de 2011-2012, yo no me había aficionado a una comedia cortita, tradicional, tipo NBC, tipo The Office o Community. No he logrado terminar Parks & Recreation, por más que me encante Amy Poehler, creo que todavía más que Tina Fey. Tampoco, por lo mismo, he logrado avanzar una sola temporada de 30 Rock. Ésta no se me antojaba, la verdad, aunque fuera creación de Fey. Pero un día que tenía migraña y cruda horrible, un domingo helado y gris, puse un episodio en lo que comía. Dije: a ver. Y el dolor y la dejadez me fueron llevando, llevando, y de pronto ya me había fletado seis episodios de corrido. Hace mucho tiempo no caía en el famoso binge watching. Fue un oscuro reencuentro con mi yo de 2011.

En la semana la terminé. Después, me tuvo pensando algunos días. Por un lado, está llena de brochazos gordos, como sketches (Titus sacando un billete de -1 dólar del cajero, etc.) y bromas escatológicas o pretendidamente satíricas sobre raza, dinero, sexo… Por otro, el ritmo es trepidante, cada línea de diálogo está cargada con un chiste y Ellie Kemper es una actriz archisimpática. En medio: la serie nunca olvida que la base de su historia es el secuestro de cuatro mujeres por un megalómano que las mantuvo encerradas durante quince años en un bunker bajo tierra. Lo que impresiona es la manera de hilar algo tan trágico e inquietante con una comedia. Esa combinación. Los momentos en que ciertos fragmentos no dichos de su vida emergen (I have to use the filth bucket, erm… the powder room o cuando un irreconocible Martin Short, cirujano plástico, revisa el rostro de Kimmy y se sorprende porque, por un lado, no tiene rastros de exposición solar y, por otro, tiene very distinctive scream lines). Se trata, finalmente, de sobrevivientes de abuso y violación. Después no supe bien qué pensar de que el secuestrador maldito terminara siendo Jon Hamm, una parte de mí pensaba que aquello trivializaba el acto (¿qué mujer no piensa: sí, Jon Hamm, enciérrame en un bunker durante quince años y abusa de mí repetidamente?), pero después me hicieron ver que sí, que esos personajes tienen que ser seductores, que de esa forma dominan. Y, ay, Tina Fey y su peluca. Yo no puedo negar la cruz de mi parroquia y que la amo.

En resumen, esas son las cosas que he visto desde marzo 16.

Actualización: hoy pude ver Choele en el cine de Congreso, llamado Gaumont (es un Espacio INCAA – Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales). OCHO PESOS. Bonita y por momentos lenta estampa del interior argentino. Premisa buena: especie de triángulo amoroso entre puberto, su papá quien es a todo dar, y una mujer joven. Al salir, larga larga larga caminata.

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Mi problema del café II

Tengo café. Tengo café. Pero al principio no tenía café. Aún ahora, ¿tengo café? Tengo uso de una cafetera. Tengo unos cuantos gramos de café. ¿Pero tengo solucionado, de verdad, mi abastecimiento de café? No, claro que no. Eso nunca es posible. El café siempre faltará. El café disponible a todas horas es una entelequia. Digamos que, por ahora, tengo café. Estoy salvada (pero, ¿por cuánto tiempo?). Los primeros días fueron duros. Vivimos experiencias difíciles, algunos dirán: intolerables. Por ejemplo, café soluble. Café soluble que de entrada, desde el frasco, tenía azúcar. Luego, un saborcito raro en los cafés de los cafés. A veces. Culpo a una persona en específico por el desarrollo de esta idea: el café de mala calidad, por el agua y los granos. Luego: culturas del café distintas. Los tamaños discordantes. Americano en pocillo. Inexistencia de la leche deslactosada, a lo mucho: descremada. La omnipresencia del café con leche. La bomba gástrica del café con leche. La progresiva y definitiva elección del café doble en todo intercambio comercial. Café doble siempre. NEGRO. O está bien, con leche -descremada- apenas. Estas sutilezas tipográficas deben manifestarse en la voz, al pedirlo. Conocí el café en bolsita, en bolsita. Como un té que se hacía negro en la taza. Malo no. Extraño. Pero sólo por cómo se llegaba a él. No repetí. Tuve un Dolca después. No era el Dolca canela que protagonizó algunas anécdotas de mi carrera universitaria. Duró poco. Después me armé de valor y me hice de mi café y me aventuré a utilizar la cafetera que tengo disponible. Y entonces la luz, la felicidad ilusoria de una abastecimiento perpetuo de café. Pero luego, como escogí un tipo fuerte y también porque me complica repetir el asunto del filtro y el cálculo y el agua dos veces al día, pero sobre todo porque, a pesar de necesitarla, no deseo abusar de la cafeína, compré uno soluble. Para la taza segunda o la tercera. En apariencia, tengo café. Este pensamiento me guía y me ilumina y me da fuerzas.

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