Each night I bury my love around you

A veces siento que la reedición del Turn on the bright lights es el signo más claro de la decadencia de Interpol: ha llegado el momento, demasiado apresuradamente, de celebrar lo mejor que han hecho. Diez años después: no quince o veinte; así, muy pronto, con otros tres discos que luego no se pueden discernir uno del otro. Ese disco salió en 2002, yo tenía dieciséis años. La primera vez que fumé marihuana me acosté en un sillón y lo escuché, esperando un efecto impreciso. Sin querer, dejé el estéreo en repeat (todavía usábamos los estéreos y los discos), y desperté al otro día sobre el sillón, y había otras personas en mi casa que aún no despertaban, y el Turn on the bright lights se quedó como implantado en mi mente. Es un disco hermoso. Lleno de misterio, de una inspiración que ya nunca tuvieron de nuevo. Es lugar común desdeñar a Interpol, pero tuvieron ese disco, que fue importante. Leía una reseña: one of the most strikingly passionate records I’ve heard this year, escribía y, más adelante, and although it’s no Closer or OK Computer, it’s not unthinkable that this band might aspire to such heights.

No lo lograron, por supuesto. Ahora sólo queda revivir glorias pasadas. Celebrar esa inspiración y esas atmósferas, perdidas después. Qué terrible y qué triste reconocer en uno mismo un genio perdido. Admirar tu ópera prima como si fuera algo ajeno, rebosante de un talento que ahora no existe, o que se perdió.

 

 

Ideas inconexas sobre Argo

1. La tensión. No sé dónde leí que se nota que esta película fue recortada sin piedad (tal vez por el mismo Ben Affleck, o por el editor, William Goldenberg). De modo que nada sobra. No hay secuencias aburridas o innecesarias: todo es como una torre de Jenga que va creciendo, tambaleante, hasta que se deja caer de manera espectacular.

2. Me gustó esto: evadir la tentación de justificar el proceder de Estados Unidos (o: la patria vs el ‘Medio Oriente’, a secas). Sin profundizar, Ben Affleck narra las circunstancias y luego se aleja de ellas, como para no entrar en terreno pantanoso. También, logra que la película trate sobre personas y no abstractos.

3. Teherán. En el (¿la?) Tate Modern vimos la exhibición Air Pollution of Iran  de Mahmoud Bakhshi Moakhar, artista iraní, que consistía en ocho banderas de Irán colgadas en una sala como cuadros, una por cada año de guerra entre Irak e Irán (1980-1988). Todas las banderas estaban contaminadas, teñidas de smog: manchas grises, negras, amarillentas, que parecían pintadas a mano por Mahmoud. Pero el mérito del artista no consistía en su virtuosismo, sino en su concepto: las banderas fueron extraídas de edificios públicos, y las manchas eran reales: Teherán es una de las ciudades más contaminadas del mundo. Era tan simbólico y potente que ahora imagino a Teherán envuelta en una bruma gris, una ciudad mítica de aire espeso**.

4. El primer día del héroe anónimo (el nombre del personaje de Ben Affleck se revela más adelante, como un voto de confianza) en Teherán: los contrastes, los clichés derribados. El Kentucky Fried Chicken fue un detallazo. Por supuesto. Viajar a ciudades remotas implica destruir las ideas sobre ellas, y descubrir la ‘marca de la Globalización o el Capitalismo’ en su interior.

** Hace poco vi otras dos películas relacionadas: la primera, The Devil’s Double, en realidad transcurre en Bagdad y otras partes de Irak. La película es violenta, tiene algunas ridiculeces del cine de acción, pero Dominic Cooper hace un papel doble interesantísimo como Uday Hussein (el sádico hijo de Saddam) y Latif Yahia, el hombre que es obligado a convertirse en su doble o hermano gemelo. La otra fue Persepolis, que no vi en su momento (gran mensa) y de la que tendría que escribir más, después.

–Regresando a Argo

5. Los personajes. Alan Arkin y John Goodman, los bonachones Hollywood lords, están increíbles (cosa no sorprendente). Bryan Cranston, del que igual siempre se puede esperar una actuación maravillosa, sale poco pero está consistente (y logra recordar sus dos personajes más memorables, en momentos indistintos: el adorable Hal y el hijo de puta Walter White). Me sorprendió: Scoot McNairy, el diplomático de los lentesotes con ligeras tendencias pederas, que primero confundí con Mathew Gray Gubler (se parecen montones). Ben Affleck… Ah. Ben Affleck es como esos actores hollywoodenses que uno da por sentado. Cada tanto, nos recuerda su talento y entonces ponderamos por qué no lo tuvimos siempre en alta estima.

6. La cinematografía de Rodrigo Prieto. Ya denle un Oscar.

7. Aquí el artículo en el que está basada la película: How the CIA Used a Fake Sci-Fi Flick to Rescue Americans From Tehran, en Wired.

7. (spoiler) La elipse: durante toda la película, Tony Mendez intenta sacar a personas de un lugar. Al final, logra entrar a otro: su hogar. La última frase es grande y sencilla: Can I come in?

Eastern Promises

Uff. Quería ver algo ruso (como cuando quieres ver algo gracioso, algo profundo, algo sobre solteros y drogas en Las Vegas). Y tuve algo muy ruso, aunque no fuera en Rusia.

En la película, Viggo Mortensen es el chofer ruso (él sí creció en Rusia) de un junior ruso-inglés amanerado (Vincent Cassel, de quien me maravilla esa mezcla de afeminamiento y virilidad y erotismo), hijo del jefe de la mafia Vory V Zakone (Armin Mueller-Stahl, de sangre alemana pero rostro eslavo, con ojos muy azules y piel morena). Naomi Watts es una partera que, a pesar de tener sangre rusa, entiende poco sobre el funcionamiento de la mafia. Esa lección que el cine nos ha enseñado tan bien: nunca te enredes con la mafia.

Viggo Mortensen es un hijo de puta, una estatua que puede moverse. Hay una escena bellísima en la que recibe un nuevo tatuaje (el mapa de la vida de un miembro de la mafia se escribe sobre su cuerpo), y su cuerpo marmóreo (este adjetivo horrendo es, en este caso, ideal) está recostado sobre una poltrona como un David lleno de fibra y músculo.

El aspecto hierático de la cultura rusa y aun de la mafia es hermoso y denso, todo lleno de ceremonias y folklor. Pienso en Brighton Beach, lo más cerca que he estado de Rusia: los anuncios en cirílico, la tiendita que parecía bodega de granos, las señoras con las cabezas cubiertas, el ambiente de un Tepito bien ruso (la piratería a raudales, los señores de los que sospechas que al hablarte te timarían, el ‘caos ordenado’).

Hay orgullo, fascinación y desprecio por la cultura rusa. Nunca confíes en un ruso. La familia es importante para los rusos. Armin Mueller-Stahl se queja: En esta ciudad (Londres) nunca nieva, nunca hace calor. El temperamento ruso moldeado por el clima ruso: extremo, severo y feroz. Tal vez por eso no puede confiar por entero en su hijo, que no fue domado por este clima maldito (las historias de los ejércitos de Napoelón y de Hitler, vencidos por el clima ruso, por Rusia misma más que por sus soldados, me fascinan). En cambio, Nikolai (Mortensen) lo entiende, como se entienden entre rusos.

Y la escena del baño de vapor (tuve pesadillas toda la noche). Viggo, desnudo, peleando a mano limpia con dos chechenos que lo atacan con cuchillos para limar linóleo. Hay algo muy violento en esta forma de pelear, sin armas de fuego. Leí que Cronenberg se enteró que la mafia rusa no anda con pistolas, en caso de que los detengan; por eso tienen esta navaja curveada, de instrumento de carpintería.

Acá Viggo es como un Jesucristo ruso, desnudo y ensangrentado.

(parte con spoilers a continuación)

El twist no me gustó del todo. No sólo queremos que las personas sean como queremos que sean, sino que los personajes sean como imaginamos. Antes de saber que Nikolai era un agente secreto del FSB, lo imaginaba con el mismo destino de las niñas rusas y ucranianas que, llegadas a Europa occidental, son convertidas en prostitutas. Él, en un sicario. Hubiera querido eso, que un hombre rural común fuera llevado a Europa para convertirse en sicario. En cambio, el final al estilo The Departed me pareció poco merecedor. Pero es Cronenberg. Ese beso entre Nikolai y Anna, como homenaje al Hollywood clásico.

Ya quiero ver Cosmopolis. La novela es rarísima y, desde luego, la película lo será también.

 

 

Sobre la actuación

¿Me dicen que la actuación no es una de las bellas artes? ¿Ver a Daniel Day-Lewis durante 158 minutos en There will be blood, ver sus miradas, sus tics, advertir las entonaciones de su voz, sentir algo -bello, horrendo- por un sujeto que está detrás de un pedazo de pantalla, no merece compararse con escuchar una pieza, leer una novela, sentir el peso del mundo?

Me gusta ver a la gente actuar, pero reconocer su actuación, no como algo que tiene las costuras al aire, sino como un oficio que se trabaja, se medita, se presenta de manera reflexionada. No algo que surge con naturalidad. La actuación no puede ser un talento por accidente como a veces, decía Susan Sontag, es la fotografía.

La animación es bella, pero, creo, no tendrá nunca la falibilidad de la actuación de un humano, sus accidentes, sus momentos iluminados. Las experiencias contenidas o puestas al servicio de una emoción. Me gusta ver la cara de los actores, sus arrugas, sus defectos, sus manierismos, reconocerlos después, volver a verlos en el recuerdo y asociarlos con la emoción suscitada por la ficción.

 

 

Una librería de barrio

“Amada y odiada”, dice sobre Elena Garro una reseña dedicada al Centro Cultural a su nombre.

Hay que leer a Elena Garro, primero y más importante.

Ahora no logro recordar dónde leí que Octavio Paz consideraba a Elena Garro la mejor escritora de México.

La figura de una mujer  que vive detrás de las sombras de su esposo, porque este esposo era Octavio Paz, ya siempre fue Octavio Paz, mientras Elena Garro fue siendo Elena Garro con el tiempo solamente.

Ahora hay un Centro Cultural a su nombre, eco sureño del Rosario Castellanos de la Condesa. Que estas dos mujeres hayan sido parte de otro centro cultural (el de la Casa del Lago) hace muchos años, y en él se hayan formado y constituyeran, con otros, con Inés Arredondo, con Juan García Ponce, con Juan José Arreola, con Juan Vicente Melo, una generación denominada por el mismo centro cultural, habla de un esperanza o un memorial.

Ahora sólo (otra promesa) es una librería Educal en el corazón de Coyoacán, pero pronto podrá ser muchas cosas. Sede alterna de la Cineteca (el gran proyecto de restauración del CNCA), foro fotográfico, galería, centro de presentación de libros y conferencias. El techo del auditorio –aún no terminado– es el límite. A lo mejor se proyecta un regreso cultural a Coyoacán, hogar histórico de mentes brillantes, que ha aprovechado mejor que otras delegaciones el concepto de casa-museo.

 Para escribir del Elena Garro imagino un reportaje que tal vez nunca escriba, con algún retrato de Consuelo Sáizar en medio. Para eso tendría que observarla más y hablar con ella muchas veces, y narrar esos encuentros con algún detalle o leitmotiv que aparezca tanto al principio como al final. Seguramente mencionaría que es muy segura de sí misma. Rememoraría la última vez que la vi en un evento, en la ceremonia de apertura del coloquio de Nuevos Cronistas de Indias 2, en el auditorio Torres Bodet del Museo de Antropología. La forma en que interrumpía su discurso cada tanto para saludar, sonriente, a escritores y periodistas en las hileras cercanas al podio. Esta naturalidad. Su visión empresarial: su biografía en Wikipedia informa que, en su gestión, la producción editorial anual del Fondo de Cultura Económica creció de 1 millón a 4 millones de ejemplares y que las nueve filiales del Fondo de Cultura Económica en el extranjero (de Buenos Aires a Madrid) se convirtieron en distribuidoras de fondos editoriales mexicanos.

Dejar una nota al aire, un juicio que tal vez nunca venga.

Este reportaje imaginario contendría una entrevista con Fernanda Canales, la arquitecta del CC Elena Garro. Anticipo ahora que la charla se decantaría por sus influencias arquitectónicas, su visión de integración del entorno con la arquitectura y la importancia del espacio público en la ciudad (acá resistiría el impulso de mencionar algún detalle de su personalidad, dependiendo de lo que concluya de la entrevista, para aportarle un criterio velado al lector). En el párrafo siguiente volvería a algo que seguramente debí decir al principio, en un bloque introductorio. En éste se haría una breve narración del predio y la casona que ahora ocupa el centro cultural Elena Garro en el barrio de La Concepción, y del pleito entre el Comité Vecinal de Coyoacán y Conaculta. Los primeros alegan, y fueron avalados por el Tribunal de lo Contencioso Administrativo del Distrito Federal, que el predio es de uso habitacional y por tanto es ilegal construir una librería ahí.

La escena de la manifestación afuera de la apertura y las palabras de las que se hizo un vecino con Elena Poniatowska (Milenio, 05/10/12)) sería la más chistosa. Vendrían términos jurídicos, los abogados de ambas partes. “Pero es Conaculta”, me dice alguien un día, como zanjando el asunto y pues ya está.

Si se comprobara que los vecinos tienen razón, el centro cultural Elena Garro sería demolido. Demolición. Hay quejas de “afluencia vehicular excesiva” en la zona. Carteles reclamatorios: “Consuelo, los vecinos ganamos. Tu obra es ilegal y la tienes que quitar” (en mayúsculas). Dos o tres policías, que están como en guardia pero también como en espera. Empleados que no pueden responder preguntas sin autorización. Un director nervioso, “es que usted me puede decir que viene de tal medio pero yo cómo sé, se tendría que comunicar a Comunicación Social de Conaculta y ya si le aprueban con todo gusto”. Y es amable. Y se nota que está en apuros, que no quisiera ser tan reticente pero a la vez hay peligros que no deben correrse.

Y entonces una reseña que, para sugerir el asunto pero no sorrajarlo del todo, describe al centro como a la mujer que le dio nombre: “Amado y Odiado”.

 La primera vez que voy es domingo. Hay calles de Coyoacán que nunca he caminado, lo digo sin vergüenza. Presidente Carranza, por ejemplo. Hay una casa en la que vivió el teniente coronel Francisco del Palacio Álvarez, Defensor de la República del Pte. Benito Juárez, dicta el mosaico. Debajo del nombre hay una bandera mexicana surcada por un rifle para arriba y una espada abatida. Sé que la espada abatida (o dos al menos, en condecoraciones) significa una derrota, pero no sé el rifle.

En la calle Presidente Carranza hay casas y puertas y colores, y todo es el Coyoacán de antes. En algún momento aparece la Plaza de la Conchita, una plaza atípica: empedrada, frondosa, cuyo centro de gravedad no es una fuente o un kiosco sino una iglesia antiquísima, la Capilla de la Purísima Concepción. En la página de Fernanda Canales me entero que la rehabilitación de la plaza estuvo a cargo de ella.

En Fernández Leal hay una clínica del Issste, el restaurante Hacienda de Cortés y el Colegio Téifaros. Y sí es Coyoacán, pero de pronto aparece el cuadrado de luz que es el Elena Garro.

Esa primera vez, ya oscurecido, me encuentro a una amiga que es arquitecta. Casi no hay público. Hay una señora con su esposo que compra libros para su hijo y que sonríe mucho y de la que se nota que le gusta leer e ir a lugares lindos. A mi amiga le gusta el diseño del Elena Garro y menciona con enojo a los vecinos quejones (ella también vive en Coyoacán, así que es tan vecina como los otros). Es ella quien me dice que la casa estaba abandonada y que integraron la fachada al espacio, casi idéntica a su trazo original, pero a la vez protegida por las paredes de vidrio. Integración es la palabra clave. En el primer cuadro, dos árboles salen del piso y atraviesan el techo. “Y no está fácil, eh”, me dice. “Es un pedo conservar eso”.

También sabe quién diseñó las lámparas en forma de libro abierto que penden en la esquina del área juvenil y en la escalera de madera (Ariel Rojo, responsable del diseño de otro proyecto Educal, la librería Alejandro Rossi en la Ciudadela).

Continúa la auscultación. Paseamos por la terraza de la fachada original, que es visible desde la calle. Hay dos sillas en cada esquina. Los géneros en los flancos derecho e izquierdo: Género y Obras de consulta. Las mesitas de la diminuta cafetería. Paseamos y opinamos como si el centro mismo fuera una instalación dentro de un museo, que ofrece interpretaciones mientras más se mira. Si la escalera en U es demasiado oscura, si no le faltará iluminación. Afuera, en la calle ya desolada, delante de la hilera de árboles y plantas que enmarcan la construcción, mi amiga, su amiga y yo regresamos al término librería de barrio. En la entrada misma hay un cartel que recomienda llegar a pie y un rack de bicicletas, y entonces hablamos de las bicicletas, que es un tema más interesante, hasta que nos despedimos.

El segundo día que vengo son las 11 de la mañana y hay un fotógrafo sonrientísimo sacando fotos, seguro de prensa. De nuevo me paseo pero ya no observo tanto sino que hojeo libros, tomo fotos, hago anotaciones. Escucho a unos chicos con la playera negra de Educal. “¿Ya leíste Aullido?”, pregunta uno. El otro le responde algo que no escucho. “De Ginsberg, lo tenemos acá en Sexto Piso” (se van). Un taladro persistente: hay una parte de la librería que sigue en obra negra en la que los trabajadores trabajan como si nada. No hay espacio para preguntas sin autorización de Conaculta. “Es que ya ve con el problema de los vecinos”. ¿Cuántos son?, le pregunto al director, Óscar Morales, que sin darse cuenta va diciendo algunas cosas. “Cinco o seis”, responde, como si fuera un pleito de condóminos.

Pienso otra vez si la junta vecinal, el delegado de Coyoacán (Mauricio Toledo, que se refiere al Elena Garro como proyecto federal), el Tribunal, las partes involucradas, se atreverían a demoler este cuadrado de luz. Y en una frase en la descripción del proyecto de Fernanda Canales: “Todo el proyecto se contempla como una pieza independiente a la casona existente, pudiendo hacer reversible la intervención en un futuro si fuese necesario”.

La tercera vez que fui, un jueves por la tarde, me tomé un café y leí un libro. Había buen tiempo.

 

**Esto salió en el semanario Frente originalmente y en este link**

 

Skyfall

El agente 007 es, esencialmente, un personaje de la Guerra Fría. La contraportada de Casino Royale, la primera novela del agente secreto, se presentaba como (cito): un relato altamente dramático de la lucha entre el occidente y el comunismo, entre el Servicio Secreto Británico y el SMERSH, la terrible organización soviética para el asesinato.

El primer villano de James Bond era un comunista maniático (Dr. No, 1962). Los siguientes villanos de James Bond fueron comunistas maniáticos (sus nombres los delatan: Ernst Stavro Blofeld, Anatol Gogol, Rosa Klebb, Auric Goldfinger, Aristotle Kristatos, además de algunos cubanos, chinos y neonazis). La tensión venía del conflicto político y, por tanto, hacía posible que las historias de James Bond estuvieran inscritas en el mundo. Aunque este mundo era casi una caricatura cuando era pasado por el lente jamesbondiano, las luchas estaban intactas: la Unión Soviética (y sus aliados) contra el resto del mundo (o: Inglaterra y Estados Unidos, representado por Felix Leiter, agente de la CIA, colega y amigo de Bond).

La espía que me amó. De Rusia con amor. Al servicio secreto de Su Majestad. La semántica de James Bond resumía sus ideas principales: espionaje y socialismo soviético. El Servicio Secreto, según Ian Fleming, otorga “licencia para matar” a los agentes secretos designados con el prefijo “00”.

Puestas las cartas, era fácil entender a Bond, a pesar de su ironía: adalid de lo justo y lo bueno de este mundo, que puede matar. Sus historias son presentadas como capítulos con estructuras inamovibles: una persecución improbable como secuencia inicial, un villano con planes de destruir el mundo, una orden de M que James desobedecerá, dos chicas Bond contrapuestas, el suministro de gadgets salvavidas de Q, escenas “de cama” y escenas de acción, y en el centro un hombre atractivo, maduro, severo, pero un tanto hueco e inaccesible.

En las primeras (¿qué?, ¿diez?, ¿quince?) historias de James Bond, el enemigo fue más o menos el mismo (en la novela de Casino Royale, Vesper Lynd es una contraespía rusa). Luego se cayó el muro de Berlín. El fin de la Guerra Fría pegó en la narrativa de James Bond como el cese de los gobiernos militares en la literatura latinoamericana. En los noventa, cuando la franquicia volvió con Pierce Brosnan (no el peor Bond, pero sí el que vivió las peores tramas), los villanos se hicieron más variados, los complots más enredados y los zapatos con dagas, el cigarro-misil, el coche que se convierte en submarino o se hace invisible dejaron de ser graciosos. Lo que antes era entretenido ahora es ridículo.

** 

Casino Royale (2006) fue, para la saga de James Bond, lo que Batman begins para las adaptaciones cinematográficas de Batman. Una reinterpretación de la historia que antes fue tratada con fanfarria, a través de una mirada más oscura, tal como lo exigen los tiempos (el mundo post-septiembre once, presenta).

Antes de este reseteo bondiano (Casino Royale abre con los asesinatos que le valen el grado de doble cero a Bond, por tanto anulando narrativamente las veinte películas predecesoras), James Bond no crecía como individuo. Era como la familia Simpson: pasaban los años, pasaban las épocas, el mundo se dividía, y él seguía igual, martini en mano, traje arreglado por sastre, reloj costosísimo en su muñeca, mujeres bellas a su alrededor.

Aunque el James Bond de Daniel Craig abreva de la misma fuente que los cinco anteriores (incluido George Lazenby, quien lo interpretó una sola vez), es otro James Bond. Es quizá el verdadero James Bond, tal como lo describió Ian Fleming: frío, desconfiado, herido en su orgullo, concentrado, hijo de puta.

En Casino Royale, esta deliciosa escena entre James Bond y Vesper Lynd (Eva Green, en adelante La Chica Bond de la que todas las demás serán una pálida comparación), una reta de deducciones estilo Sherlock Holmes que también es un coqueteo sensualísimo y un duelo actoral.

Más adelante, James Bond es torturado… desnudo, sentado en una silla, con un latigazo que va directo a sus testículos. Aún más adelante, James Bond es traicionado por Vesper, y el hombre derrotado se dobla de dolor, y llora. James Bond llora.

La idea de que Sean Connery es el mejor James Bond está bien. Pero Sean Connery, al ser Bond, era Connery: el mismo valemadrismo, la sonrisa burlona, el mojo con las mujeres. Craig, en cambio, interpreta a su Bond con tanta seriedad que es factible encontrarlo, dos años después, en otra misión (Quantum of Solace, 2008), intentando vengar la muerte de Vesper: esta clase de universo cronológico se había visto raras veces en la saga (y un James enamorado nunca, obvio).

En Skyfall (2012), James Bond siente por primera vez el Inexorable Paso del Tiempo. El famoso MI6, víctima de un ataque terrorista, se muda a los subterráneos en los que Winston Churchill se ocultó durante los bombardeos a Londres. El villano no es otro país, otro ideal, sino un ex agente doble cero, Raúl Silva, interpretado con magistral locura por Javier Bardem (la escena en que se presenta a Bond, con un fugaz destello homoerótico, es la más disfrutable; tal vez la segunda es cuando Bond persigue a un hombre en medio de una oscuridad surcada por neones trippy en Shanghai).

Skyfall es más personal y dura que las anteriores películas, pero a la vez que se emancipa de ellas, les rinde tributo. Lo hace través de las referencias: un sobre for her eyes only, un James Bond que se mete a la regadera con una chica linda, una pastilla de cianuro, el asiento eyector dentro de un Ashton Martin, el regreso de cierta secretaria encantadora… El nuevo Q (un adolescente genio, más acorde con nuestros tiempos de entrepreneurs) le entrega a Bond sus gadgets correspondientes, un radio miniatura y una pistola que sólo responde a su ADN; esta última, menos una máquina para matar que una declaración de principios. “No esperabas una pluma explosiva”, advierte Q, guiñando hasta el infinito.

Skyfall le hace justicia a sus rituales: hay un Bond, James Bond de rigor, un martini shaken, not stirrred implícito (en una toma bella: la barista termina de mover el agitador, y James exclama Perfect!), una persecución improbable en una locación exótica como secuencia inicial (Bond persigue a un hombre en moto sobre los techos de Estambul y luego pelea con él sobre un tren en movimiento). Es bondiana como ninguna porque decide desbocarse sobre sí misma: el conflicto principal ocurre entre M y James Bond, como si el universo Bond por fin se reconociera como tal y le asignara un lugar a sus mitologías.

Este desapego a su propia fórmula también tiene que ver con el mundo al que ahora se suscribe. En una audiencia pública en la que M comparece ante el Comité de Inteligencia y Seguridad por los malos resultados del MI6, Dame Judi Dench (perfecta, como siempre) se cuestiona si el espionaje es necesario cuando los enemigos son invisibles, cuando no forman parte de una organización (la URSS, Al Qaeda) y son en cambio sujetos ordinarios, insertos en la vida diaria. Después del sermón, Silva se infiltra en la sala vestido de policía, disparando a quemarropa. No hay honor en el ataque terrorista, que se vuelve de inmediato un símbolo (de nuevo, Nolan y su influencia en la saga Bond).

Al final, Sam Mendes vuelve a James Bond en algo muy de su estilo, una película sobre reflexiones más que una película sobre acción. Incluso, la acción se dosifica y la secuencia clímax ocurre de noche, con usos de luz más artísticos que hollywoodenses.

Hay dos momentos que la hacen indispensable: uno, la secuencia tradicional de créditos con la canción interpretada por Adele (ay, casi Nancy Sinatra con “You only live twice”). Bond en un abismo. Bond disparando a su reflejo. Otra reinterpretación del clásico collage con siluetas de mujeres, pero con un claro sentido sobre la historia que está antecediendo. Y Ralph Fiennes, las pocas veces que está cuadro, la importancia sutil de su papel sobre la historia.

Skyfall podría ser la mejor película de Bond (si no existiera Casino Royale).

 

**Esto salió originalmente en el blog de cine de Letras Libres**

 

Girls

Si Reality Bites (1994) era (pretendía ser) la voz de la generación X, Girls quiere serlo de la generación Tumblr. Los noventa están contenidos en Singles (1992), The Craft (1996) y Clueless (1995), por ejemplo. Los noventa son mallas arriba de la rodilla, camisas de cuadritos, Breckin Meyer, el soundtrack de Great Expectations, Billy Corgan en un Dodge. Girls, entonces, quiere ser American Apparel, Coachella, Brooklyn, cupcakes y tatuajes color pastel. Girls quiere ser esta generación y también sus pesares, aunque en esto no tenga tanto éxito puesto que no toda la generación vive en Nueva York ni tiene la capacidad de ser o parecer cool. Esto ya se ha apuntado. Es la cruz de Girls, de Lena Dunham: lo poco representativa que es, lo difícil que es identificarse con chicas neoyorquinas que sufren.

(pienso en Dawson’s Creek: el ficticio Capeside funcionaba como escenografía genérica del drama adolescente; en Girls, en cambio, Nueva York es un motivo y un símbolo.)

Podría ser un acierto o un error, pero Girls va a paso lento con la paleta de personajes que quiere tomar como estandartes de esta generación: artistas que se flagelan porque quieren ser mejores, escritores sin confianza ni futuro, mujeres con la cara de Bridget Bardot y el culo de Rihanna que visten en flea markets

Claro: todos son personajes muy neoyorquinos, en este nuevo Nueva York en el que las calles son como pasarelas y en el que es más probable que seas juzgado por tu elección de calzado que por tu color de piel. Esa ciudad donde es difícil sobresalir y triunfar, pues los que lo hicieron no cederán su lugar: se aferran como sátrapas a sus trabajos y a sus departamentos mientras los demás miran (la fantasía del departamento de renta congelada en Manhattan es una puntada de Friends). Por tanto, es más fácil rendirse en Nueva YorkEsta ciudad es un rack de ropa que ya está muy escogidito. Entonces, las hordas se dispersan a Brooklyn, donde fundan una nueva comunidad sustentada en las thrift stores y la comida orgánica. Girls sabe que la escena anda en Bushwick y que ya no hay placer en sortear límites morales. Los miembros de esta generación están cómodos en la indefinición, aunque no están exentos de pasión; tal vez incluso son demasiado apasionados y también poco realistas: tal vez quieren ser jóvenes por siempre, dice Girls.

Girls es femenina pero no trata de mujeres, en plural, y supongo que en el fondo ni le interesa. Tampoco trata de Lena Dunham, su creadora, sino del mundo que cree ver, esta pequeña porción de realidad en Nueva York, esta muestra (sesgada y privilegiada y demasiado blanca, ya se dijo) de lo que es vivir en la segunda década de este siglo. Todavía no sé qué obra (literaria, cinematográfica, musical) comprendió a los dosmiles, pero esta nueva década ofrece otra cosa y nuevas posibilidades de aprehender dicha cosa. En esta búsqueda, en este dejarse ir entre drogas blandas y trabajos segundones, hay alguna respuesta.

“Creo que puedo ser la voz de mi generación. O la voz de una generación. O una voz”, dice Hannah en el primer capítulo, como si en la duda se adivinara el fracaso y en la confesión, la confesión de Dunham. Su pretensión está puesta: la voz de una generación que nadie ha tenido el detalle de bautizar, o que no ha sido correctamente retratada.

(hay una película, Tonight you’re mine (2011), en la que dos músicos son esposados por un policía en un festival de música y al final, por supuesto, se enamoran. Los dos pueden clasificarse como hipsters con cortes de pelo asimétricos y ropa con animal print. Acá hay otro pedacito de esta generación. La generación Coachella. La generación Glastonbury. La generación Corona Capital.)

En una escena de Girls, Hannah redacta un tuit tres veces, el primero críptico (pierdes algo, pierdes algo), el segundo azotado (mi vida ha sido una mentira, mi ex novio tiene novio). De pronto, el shuffle de iTunes le pone Dancing on my own de RobynHannah, cuyo ánimo se estimula con la música, envía un esperanzador: todas las aventureras lo hacen.

(atención a los detalles: Hannah tiene 26 seguidores, 4,140 tuits y el último de ellos fue: acabo de tirarle agua a un pan para no comerlo, pero me lo comí de todos modos PORQUE SOY UN ANIMAL).

En esta escena, una porción de la juventud está representada, lo mismo en Nueva York que en el DF. El proceso de creación de un tuit. La generación que crea tuits, esa idea de la que Cliff Poncier de Singles, que batallaba como un mártir en el proceso de escritura de sus letras, se burlaría.

Algunas voces de esta generación salen bien retratadas en Girls: su talentoso Adam, el personaje más complejo de la serie y con el arco narrativo más interesante; su etérea, excéntrica (aunque aburridísima) Jessa; la Shosanna que en un momento de coraje grita everyone’s a dumb whore!; Marnie, la chica bella y concentrada, y Hannah (Dunham): la anti-heroína que es lo mismo detestable que entrañable y, por lo tanto, una protagonista original, fresca, humana.

Girls tiene el aroma de una galleta de Magnolia Bakery y de un tubo manoseado del metro neoyorquino. Aunque es un lugar común escribirlo, también es una carta de amor a Nueva York, esa ciudad que aún tiene barrios industriales en los que es fácil perderse y una playa que nadie visita y ciertas calles que aplastan el corazón, y que siempre, siempre será bella, a pesar de lo caro, a pesar de lo difícil que es vivir en ella.

 

**Esto salió originalmente en Conecta la TV**

 

La despedida de Kristen Wiig de Saturday Night Live

Nunca había llorado con Saturday Night Live. ¿Por qué me pondría a llorar con SNL? A lo mucho me enojo: cuando sus sketches son abiertamente malos, como el fanático que no puede perdonar un descenso de calidad y todo se lo toma personal, o cuando el invitado no me parece o no me cae bien, o cuando algo pasa, en fin; me enojo poquito, no realmente, y a veces me aburro y le adelanto y me salto a las partes buenas. En general, en las últimas temporadas, Saturday Night Live tiene la costumbre de mezclar fragmentos que son geniales con fragmentos que son penosos, horribles.

Pero el capítulo final de la temporada número treinta y siete fue una cosa aparte. Cada minuto fue un gran minuto. Mick Jagger se convirtió en el mejor host de la temporada: dio un monólogo conciso, a la antigua, nada de intromisiones de los actores o del público, ni de romper la cuarta pared. Fue Mick Jagger burlándose de Mick Jagger, sin perder el tempo ni el ritmo.

Luego vino ese sketch tradicional del programa sesentero Secret Word. Algo que me gusta de Saturday Night Live, y que algunos podrían tomar por un defecto, es que la estructura de sus sketches no cambia. Es inalterable. Sabes que en What up with that DeAndre Cole (Kenan Thompson, uno de sus mejores personajes en SNL) siempre interrumpirá a sus invitados y no los dejará hablar jamás, y que Lindsey Buckingham de Fleetwood Mac (Bill Hader, cuánto lo amo) siempre estará ahí, no hablará, se molestará, pero al final se reconciliará con DeAndre. Eso es reconfortante. Sabes que las ladies del Bronx (Amy Poehler y Maya Rudolph) siempre invitarán a jóvenes guapillos a su show y que se la pasarán quejándose de sus vidas y tirándole el perro al invitado. Y en ese sketch de la  palabra secreta, Kristen Wiig es la actriz venida a menos que siempre enumera  fracasos pasados y que no se sabe las reglas del juego y que siempre la caga. Y adoras el sketch por eso. Y en perspectiva, sabes que es la última vez que lo hará y algo dentro de ti se rompe.

Nota adicional: en ese sketch, Mick Jagger es una especie de pimp amanerado. En el siguiente, van a un karaoke donde cada imitación de Mick Jagger es peor que la anterior, y sin embargo los amigos creen que son geniales. Mick Jagger, en el papel de un ñoñazo, se queja tímidamente de cada una. En otro sketch rarísimo, telenovelero (The Californians, recurrente), Mick Jagger es un californiano de pelo rubio y acento del west coast. Es adorable. Es gracioso. Pero también es Mick Jagger. Es el host y el musical guest en uno: canta con Arcade Fire, Foo Fighters y Jeff Beck, que son invitados, pero también sus alumnos.

Otros elementos notables: uno de los personajes más queridos de Kristen Wiig es Dooneese, una chica de manitas horrendas, que canta con sus hermanas y es una desgracia. Aquí en un sketch para la posteridad donde acosa a Will Ferrell. El chiste es que Dooneese nunca consigue al hombre y lo persigue desde su fealdad, que no es autocrítica. Pero en ese último capítulo donde Kristen Wiig aún fue parte del elenco de Saturday Night Live, el hombre a perseguir fue Jon Hamm, un italiano cantor. Y como si Dooneese mereciera un destino feliz por ser ésta su última aparición, el italiano poco exigente la acepta. Y juntos rompen las burbujas de la escenografía de PBS, felices. Un final digno para un personaje grotesco que todos adoramos.

 

Jon Hamm es Don Draper, el personaje más viril de la televisión. Pero también es Jon Hamm, nuevo consentido de Saturday Night Live (y en general, de la televisión en vivo gringa). Cuando a principio de la temporada estuvo Lindsay Lohan, y todos temían que fuera la desgracia que efectivamente fue, Jon Hamm fue el back-up host. Le dio vida a un episodio penoso en el que Lindsay leyó todas sus líneas mal, con una cara hinchada y triste. Además, Hamm es amigo querido de Kristen Wiig. Tenía que estar ahí, en su despedida.

Entonces llegó esa despedida. Kristen se graduó con honores. Hubo una ceremonia real, en la que Mick Jagger fue el maestro. Kristen bailó un vals con sus compañeros. Llegó Bill Hader, su otro camarada fiel. La pareja neurótica de Adventureland. Hader le dijo algo al oído. Kristen empezó a llorar. Yo empecé a llorar. Es absurdo, es tonto. Es un programa de sketches. Pero también conmueve. Hubo en ese episodio todo lo que un seguidor espera. Estuvo Steve Martin, que es como el Empire State de SNL. Estuvieron Rachel Dratch, Chris Parnell (en su última aparición en un Lazy Sunday, evocando al primero de los SNL Digital Shorts), Amy Poehler, Chris Katan. Estuvo Lorne Michaels a cuadro, bailando con su alumna más distinguida. El abrazo de Jon Hamm a su amiga.

Me voy a permitir llorar un poco.

 

Ocho años de amar a Kristen Wiig. La primera vez que llamó mi atención fue cuando vi a su one-upper Penelopela tipa que si has viajado a Italia fue a Japón, que si tienes ocho gatos tiene trece, que si sabes tocar la guitarra puede hacerse invisible y que, al final, cuando nadie la ve, realmente se hace invisible. Recuerdo esa primera vez y lo que pensé: una comediante talentosa. Sutil y aparatosa a partes iguales. Lo que sucede es que el talento femenino escasea en Saturday Night Live. Tina Fey no era graciosa al actuar, no tenía el rango actoral que Amy Poehler sí, pero era la escritora brillante y hacía reír desde el intelecto. Ellas ya no están, Maya Rudolph tampoco. A Jenny Slate la corrieron porque dijo un fuck en vivo. Las que quedan no lo han logrado del todo, a lo mejor porque viven opacadas por la sombra de Wiig (aunque a mí me gusta Nasim Pedrad).

En esta temporada, la número 38, hay nuevas adquisiciones. Ninguna ha logrado brillar salvo Kate McKinnon, a la que se le veía futuro en un par de capítulos de la temporada pasada. Ahora, es evidente que será el relevo de Kristen: ya aparece en casi todos los sketches y su cara es graciosa y se está dando a conocer (además, ostenta el dudoso honor de ser la primera mujer abiertamente lesbiana en el reparto de SNL). Cuando Kristen se fue, me resultaba triste pensar que por primera vez en casi cuarenta años, Saturday Night Live podría empezar una nueva temporada sin comedia femenina fuerte (afortunadamente, no es el caso).

Wiig ahora perseguirá una carrera en cine. No le irá mal, pero dudo que brille. Su talento reside en su capacidad para imitar (es la mejor Drew Barrymore de todas). Para la farsa y la exageración. Para los gestos. Para los personajes extravagantes. Me pregunto si podrá lucir ese talento en personajes de largo aliento. Tal vez, después de mucho intentarlo, regrese a la televisión, reducto de los comediantes de amplios rangos. En el futuro, volverá como invitada de Saturday Night Live, en algún capítulo especial, y revivirá la magia. Es raro, pero espero más ese momento que todo lo demás. Porque los personajes despiertan emociones. Y la despedida de Kristen Wiig significó despedirse de un conjunto de personajes. Al final, no te despides de ella, sino de estos amigos imaginarios.

 

**esto salió originalmente en Conecta la TV**
 
 

Lloro mucho, lloro de todo, hubo una válvula que se abrió y ya no se cierra. Todo lo que debe superarse en la adultez, el miedo a la muerte, el dolor ajeno, las cosas idiotas, lo que podría conmover sin afectar, todo es motivo de llanto. Hay que hacerse duro e insensible, y no llorar. Llorar es de débiles. Llorar es de tontos. Alguna vez me dijeron que lloro cuando quiero y río cuando quiero, y siento que es el mejor halago que me han hecho.