A la vuelta del hostal donde me quedaba había una librería de viejo. Ahí compré una libretita minúscula que me sirvió de formulario, agenda, mapa-croquis y confesionario. En una parte escribí: “Nueva York redime a Estados Unidos”. Estaba en el bar del Music Hall de Williamsburg, haciendo tiempo en lo que Juliette Lewis salía para dar un concierto magnífico. Muy rompebolas, para ser más exacta. Abajo de la frase escribí que a mí también me redimían los hombres que me habían amado. Algunos. Y después seguí escribiendo borracheces de poca monta que llenaron las hojas hasta que me puse a charlar con un muchacho de ascendencia salvadoreña que se crió en Nueva Jersey. Bebimos hasta vomitar. Bueno, yo.
Pero me gusta la frase. Es cierto que una ciudad tan bella redime a un país tan fascinante como odiable. Que Nueva York solo vale el trámite vergonzante y molesto de exponerse a los cónsules de la Embajada. Eso.
Algunas fotos sobre mi segundo día en la “gran manzana”:
A la salida del metro, en Union Square, claro. No pude dejar de notar que muchos gringos acostumbran tomar su lunch sentaditos en una banca, mirando a la gente. El calor estaba bueno, pero no insoportable.
Como los neoyorquinos amantes de los espacios públicos, comí falafel con camarones de un carrito de la esquina (que, lamentablemente, no era atendido por Ross) sentada en una banca del Madison Square Park. Traía puestos mis zapatitos hechos a mano comprados en Guanajuato. Una señora me preguntó dónde los había comprado y así empezamos a platicar por horas. Me recomendó a qué lugares ir y me contó de su vida, etcétera. Al final me señaló a este sujeto en la azotea de un edificio. “Búscalos, están en todas partes”, me dijo. No encontré a ningún otro.
(*_*)
En Chelsea, donde abundan las galerías de arte. Con una foto del compañero de este cuadro inauguré mi Tumblr, pues qué.
Yo me quité los zapatos y me puse a caminar sobre el agua. Relindo.
Entré por la 60 Este y caminé, caminé y caminé, hasta que llegué a la otra puerta y pensé: Um, fueron dos horas, pero Central Park no es tan grande como pensé. Caminé un paso y noté que estaba en la 60 Oeste. Es decir, lo había cruzado a lo ancho, pero no a lo largo. Así que en verdad, Central Park es inmenso.
Un martes por la mañana tomé el autobús a Nueva York. Llegué ocho horas después. Eran las tres de la tarde y la ciudad estaba nublada, pero calurosa y húmeda. Me bajé del autobús en una avenida desconocida, llena de edificios desconocidos, sin más idea que la de estar en Nueva York. Al fin.
No tenía la más puta idea de dónde estaba. Como no había encontrado ningún Lonely Planet antes de llegar a ese mítico lugar, fui lanzada de porrazo a una de las ciudades más intimidantes del mundo. O la más, cómo saberlo. Empecé a caminar guiada por el instinto, como si supiera dónde estaba. “Ya encontraré una estación de metro”, me decía. “Todas las estaciones se conectan de alguna forma, no hay problema, todo está bajo control”.
Tenía un hostal reservado en Brooklyn, en el barrio de Williamsburg. Las instrucciones escuetas de su página de internet decían que, luego de llegar a la estación Bedford Avenue, del tren L, caminara hasta la calle 4 Norte y girara a la derecha. Yo ni siquiera sabía dónde puñetas estaba Brooklyn. De modo que caminé y me interné en una calle y luego en otra, fingiendo una seguridad que a todas luces no tenía. Por dentro me estaba cagando. Pocas veces me había sentido tan temerosa al caminar arrastrando una maletita en una ciudad desconocida.
De pronto escuché el sonido del tren a toda velocidad, abajo, desde la acera. En la siguiente esquina encontré las escaleras al metro y bajé, sonriéndole a todo el mundo, como diciendo “Uf, ese fin de semana en Los Hamptons estuvo de locos” (lo cual explicaría mi maleta, porque el objetivo es pasar por neoyorquino). Luego me puse a leer el mapa. Imposible de entender a la primera.
Así que me aventé como el Borras. Una estación adelante escuché que en la siguiente había transferencia con la línea L. Me bajé con toda tranquilidad, descendí un nivel en el elevador, me metí al primer vagón que encontré y miré como de pasada las estaciones. Cuatro adelante estaba Bedford Av. Emergí a la calle otra vez, arrastrando penosamente mi maletita (que había intercambiado por mi mochila). Estaba en la calle 7 Norte, así que fui bajando hasta la cuatro, me di la vuelta y toqué un timbre. Lo había logrado.
¡Pero ah, mi suerte duró tan poco! Luego de congratularme por la hazaña, salí de nuevo sólo para perderme como nunca. Eso pasa cuando una anda creyendo que Brooklyn es un barrio cuando en realidad es una ciudad inmensa dentro de otra. Así que de tanto caminar terminé en un barrio peor que Tepito, para intername después en uno de puros polacos que me decían las que parecían guarradas en su idioma original. Encima, se me había bajado la presión. Me metí a un restaurante, donde me creyeron turca, y luego de comerme una sopa de lentejas para el alma, la mesera me dijo que tomara el metro.
Volví a perderme. Con el mareo, el dolor de cabeza y la náusea, olvidé fijarme que en un mismo andén pasan varios trenes. Me equivoqué de dirección tantas veces. Salí a la calle para volver a entrar al túnel. Pasé horas ahí dentro, reflexionando sobre el génesis del graffiti y The Warriors, sobre un video de U.N.K.L.E. y un libro de Henry Miller. Y sólo cercana la noche logré llegar a Brooklyn Heights.
A la mañana siguiente decidí levantarme muy temprano y empezar a conocer la ciudad de veras. Tomé el metro para llegar a las escalinatas del Brooklyn Bridge y cruzarlo a pie.
Y entonces, a medida que caminaba y los contornos de la isla de Manhattan aparecían, tuve una sensación definitiva. Por fin estaba en Nueva York. No había logrado sentirlo el día anterior, encerrada en el metro o dando tumbos por calles desconocidas. No había mirado sus rascacielos todavía, no de cerca al menos, y la magnificencia neoyorquina se me reveló de golpe en esa caminata.
Es cierto todo lo que se dice de Nueva York. Todas las novelas, películas, canciones, poemas, rumores, todos tienen razón. Es la capital del mundo. Es intimidante. Es hermosa, con una belleza especial y como sucia. Intento describirlo, pero no puedo: hay una emoción continua por estar en Nueva York. Una emoción que se renueva cada minuto. Creo que Nueva York es la ciudad que más se conoce sin haber ido: la hemos visto tanto en la tele y en el cine, y hemos leído tanto sobre ella, que parece asequible. Y lo es. Es caminable y es cálida. Los neoyorquinos son increíblemente amables: no bien te miran leyendo tu mapita o luciendo confundido en una esquina, se acercan para ayudarte. Y todo se ha visto. Jamás serás raro ni peculiar y esto, en lugar de ser aburrido, es liberador.
Decidí recorrer Manhattan en orden, de abajo a arriba. Empecé entonces en Lower Manhattan: Ground Zero, Financial District, Wall Street y después Chinatown, Little Italy, NoLita, SoHo, NoHo y un poco de Greenwich Village. Por la noche cometí una indulgencia de turista y me subí al Empire State. Al salir caminé por la Quinta hasta la 42 y luego fui a Times Square. Me quedé mucho rato sentada en unas escaleras repletas de turistas mirando los anuncios brillantes, sabiendo que un verdadero newyorker evita esa zona como la peste. Pero yo era turista y me gustaba, porque todo se me reveló por primera vez.
Fotos:
Esto es Nueva York: un loco montado en una escalera con una biblia en la mano pregonando la falta de valores en nuestra sociedad. Y un señor panzón sin nada mejor qué hacer asintiendo cada tanto.
¡Chinatown! Aunque no todo es chino, como este restaurante vietnamita. Yo comí en uno tailandés junto a unos españoles medio pendejos para los palillos.
Y luego, en Little Italy…
Es verdad: Little Italy sólo son dos cuadras, llenas de papel picado y verdeblancorojo. Y de restaurantes con pasta. Y de meseros parlanchines.
Una muestra en el New Museum consistía en decenas de deseos impresos en estas pulseras de tela. Podías escoger la que quisieras y la leyenda es que, cuando se te cayera, tu deseo se cumpliría. Elegí dos y no las soporté un día y yo misma me las quité. La metáfora de la vida: uno siempre destruye sus propios sueños.
Vistas desde el Empire State:
Y por último, esa noche, Times Square:
Continuaron otros días emocionantes. Los iré relatando poco a poco. Aunque en un día vi tanto que me habría conformado con sólo ese. Afortunadamente, pues no. Mientras tanto, el recorrido de ese día:
**continuará**
En Pittsburgh siempre es 1998. Toda la ciudad me recuerda a una década que me pasó tangencialmente. Siempre quise vivir en los noventa, pero me tocó de refilón. Fue una buena época para mí también: viví mi infancia y descubrí las cosas poco a poco, como suelen hacer los niños. Pero lo que entonces yo deseaba era ser grande como mis hermanos, usar zapatos de plataforma, ponerme maquillaje, salir a bailar, tener romances adolescentes, aparecerme disfrazada de Robert Smith en una fiesta de Halloween y tener un amigo con un apodo idiota. Todas las cosas que ellos hacían.
Todos me preguntaban a qué iba a Pittsburgh. Es una ciudad bella, pero difícilmente turística. La respuesta es simple: a ver a mi hermano. A eso iba. Tenía dos años sin verlo, a él y a mi cuñada, a quien quiero como si compartiéramos la sangre. Así que la segunda ciudad en mi periplo gringales fue la de acero. Industrial, gris, cortada por los tres ríos y por innumerables puentes sobre el agua, rodeada de vegetación, extremosa en el clima. Anclada en los noventa.
En mi última noche en Chicago salí a un bar con Paulina, su novio y unos compañeros de su trabajo, incluyendo al gerente (el mismo que dos días antes nos había regalado una pizza casi por ninguna razón). Platicamos y bebimos, y luego nos fuimos a dormir. Estaba un poco ansiosa. Por la mañana me levanté muy temprano, tomé un autobús y luego el metro hasta O’Hare. Mi vuelo era por American Eagle y supongo que no muchos hacen la ruta Chicago-Pittsburgh, porque viajé en el avión más diminuto en el que he estado. Era más bien una avioneta, con dos asientos en una hilera y sólo uno en la otra. Pensé que el despegue sería terrible, pero ni me enteré. Me quedé dormida en el acto.
Lo demás es detalle de relleno. Caminé hasta llegar a la banda del equipaje y mientras estaba buscando el número de vuelo en la pantallita, escuché mi nombre. O más bien con el que me llaman ellos, “Lila”. Nos pusimos a llorar como unos maricones mientras nos abrazábamos.
Amé este anuncio en el pasillo para abordar:
CAN YOU BELIEVE THIS MANIAC?
No sunscreen.
Quiero saber dónde está el maldito copy para abrazarlo y decirle: eres la esperanza de esta nación, muchacho. Lo eres.
Dato cultural: Andy Warhol nació en Pittsburgh. Así que el aeropuerto se aprovecha.
¿Cómo recibir a nuestros visitantes de mejor forma que con una figura de cera de un jugador de los Steelers? ¡Somos unos genios!
Toma eso, Tucson.
Mi estadía en la ciudad de acero fue totalmente placentera, a no ser por un golpe que me di en el dedo chiquito del pie y que me dejó la uña negra; otro golpe en la cabeza en el baño, alguna caída y un calor infernal. Soy torpe y no tengo termostato.
Una tarde estábamos paseando y le comuniqué a mi hermano mi intención de hacerme un tatuaje, pensando que iba intentar convencerme de lo contrario. Pero en realidad se entusiasmó con la idea y de inmediato fuimos a los locales tatuadores de la calle Carson, la mejor calle de Pittsburgh para mí (luego explicaré por qué). No lo pensé más y lo hice. La emoción de mi hermano se triplicó y acabó tatuándose él también.
Otra tarde estaba buscando un Barnes & Noble para comprar una Lonely Planet NY, pero no di con ninguno. Recorrí el centro pasando por todas las direcciones que había apuntado de Google Maps y nada. Le pregunté a un chavo que lucía como cinco años más joven que yo si sabía de alguno, pero no me supo decir. Continué con la búsqueda y volví a la misma calle (él trabajaba acomodando carros de un club muy exclusivo; tan exclusivo, me dijo, que ni siquiera lo dejaban entrar). Luego quiso atraparme con una labia que a todas luces no tenía: me gusta tu acento, ¿de dónde eres?, yo he vivido solo toda mi vida, ¿tienes planes más tarde?, ¿de cuál calzas?
Pero no caí. Luego empezó a llover torrencialmente. Era sábado y jugaban los Steelers. Al principio, cuando veía al 98% de la población vistiendo jerseys del equipo, pensé que en esa ciudad sí que amaban a su equipo, pero luego entendí. Me senté en un parabús a esperar la ruta que me llevaba de regreso, pero las calles se fueron vaciando. Una muchacha se sentó a mi lado, tenía un uniforme de Subway y empezó a comerse un sándwich. La lluvía seguía cayendo. Me dijo que no había comido en todo el día y pensé en lo triste que era tener que comer los mismos sándwiches que preparas todos los puñeteros días. Al final decidió “ir por ello” y correr bajo el agua. Yo esperé mucho tiempo más, en el agua y en la noche, hasta que apareció mi ruta. No morí.
También fuimos al Wal-Mart, como cualquier familia gringa lo haría, y es verdad lo que dicen en People of Wal-Mart: la tienda es como un imán para freaks. Más que eso: ninguna otra experiencia ordinaria resulta tan reveladora sobre una nación.
¡El paraíso de las Pop-Tarts!
Acomodé muchos sabores en orden para fantasear un poco. A veces mi vida puede ser muy solitaria.
Todo un pasillo dedicado a botanas chatarras: only in America.
En Carson estaban todos los bares, pero no eran sofisticados en absoluto. En todos había gente tatuadísima escuchando rock clásico. Tiendas absurdas: de disfraces, de ropa vintage, de artículos de colección. Un solo Starbucks, solitario (alright!). Como me cayó chamba inesperada, pasé casi todos los días metida en el Beehive. Era un café, pero por la noche se transformaba en bar, y todo el inmobiliario estaba compuesto por muebles sacados de una thrift store. Parecía un video de Smashing Pumpkins o el sitio donde los chavos de Reality Bites pasan el tiempo. La decoración era fantástica. Me volví tanto parte de ella que el último día se me acercó el dueño y me hizo la clásica pregunta: where-are-you-from-darling. No quería irme de ahí.
De hecho, no quise irme porque hice una vida normal en Pittsburgh. Yendo al súper, viendo películas por la noche, desayunando fuera los domingos. Mi hermano, mi cuñada y yo nos volvimos uña y mugre (donde yo soy mugre y ellos uña). Platicábamos hasta la madrugada y aún cuando ya nos habíamos acostado. El día que me fui aguanté las ganas de llorar y no miré atrás. Pero ya están de regreso muy pronto y eso me consuela.
Fotos:
Toque de color en downtown.
Me gusta esta foto por pretenciosa.
Puente Smithfield. El icónico edificio de cristal al fondo.
Una noche fui a un dancehall con Rosemary, una señora encantadora que es muy amiga de mi hermano. Su hija y más tarde su nieta nos acompañaron en la aventura. El lugar, con una pista redonda y una banda de country, es real americana. Bailamos de forma tan ridícula como pudimos -o eso hice yo, para estar a tono con la fauna congregada- y bebimos y luego disparamos al cielo gritando yiiihah.
Comimos con Rosemary al otro día, que nos cocinó comida polaca (su papá es polaco y su mamá mexicana). Lo que ven en la imagen es una col rellana de carne. Así se las gastan esos polacos.
Me recuerda a “¡Soy polaco!”
La mejor tienda del mundo en Carson: “Pop Culture Emporium”
¿Y qué venden ahí? La Barbie NBA y el Ken con arete mágico.
Muchas figuras de acción y cabezas de plástico que dan miedo.
Pósters y estupideces y juegos de mesa antiguos y fichas de colección y trolls miniatura y…
Mis fotos son tan artísicas, we…
Acá es donde me tatué. Se llama “In the blood”. No, no pondré foto de mi tatuaje. Si lo quieren ver pídanlo en persona. Pues estos.
A pesar de toda su buenaondez, la calle Carson de pronto se pone mamona. Pero en serio: ¿”baggy clothes”? Les digo. En Pittsburgh siempre es 1998.
Acá el Beehive
Me gusta tu sinceridad.
Así luce el baño. Sé que parecen los baños de la Preparatoria Norte o de algún Cebetis. Pero en realidad es la pura buena onda. Y además huele a canela.
Acá no se andan con rodeos.
¡Quiero volver!
La razón número uno por la que el Beehive parte madres.
En un Starbuckcito normal hay una mesa con azúcar e implementos. Acá hay una cabeza amarilla que te da los popotes. Supera eso, imperialismo. ¡Supéralo!
Downtown desde el mirador
Yo no quiero tanto a Canadá. O tal vez un poquito y con unas chelas encima.
Los de mi generación (nacidos a mediados de los ochenta) tenemos una primera imagen del Lollapalooza: Billy Corgan con cabello y piel amarilla sosteniendo este hermoso diálogo con Homero Simpson en el backstage del “Hullabalooza”:
Homer: You know, my kids think you’re the greatest. And thanks to your gloomy music, they’ve finally stopped dreaming of a future I can’t possibly provide.
Corgan: Well, we try to make a difference.
Uno de los episodios más grandes de Los Simpson, el Homerpalooza, está repleto de momentos clásicos: uno de mis favoritos es cuando corren los créditos con el tema simpsoniano, pero grungeado por Sonic Youth, mientras varios sujetos de caras inexpresivas “bailan” con sólo dos movimientos en loop infinito. Es enorme.
The Smashing Pumpkins, una de mis bandas favoritas de la adolescencia, se juntaron en Chicago. La esencia rockera, marginal, que sólo podría originarse en una ciudad con un pasado tan oscuro como ésta, se siente en todas las calles del imponente Chicago.
Desde que me enteré del line-up del Lollapalooza de este año quise ir. Pero no tenía la visa, así que hice mi mejor esfuercito por ir a poner mi cara de idiota a la embajada. Me tocó un cónsul asiáticoamericano que hablaba el español de una forma lastimosa, así que acabé ofreciéndole llevar la entrevista en inglés, lo cual tal vez me dio una ínfima ventaja. Después eché un rollo sentimentaloide sobre cuánto amo la música y cómo mis bandas preferidas tocarían en el Lollapalooza, y al final me dio la fichita con la aprobación, pagué el envío, salí exultante, y compré un boleto combinado México-Chicago-Nueva York-México esa misma noche.
Una de mis mejores amigas de la preparatoria, Paulina, a quien conocí en mis -ahora inútiles- clases de francés, se mudó a Chicago en 2003. Tenía exactamente 7 años sin verla, pero me pareció muy curioso cómo desde el primer momento todo volvió a ser tan natural como antes. Aunque la verdad no nos vimos mucho, porque yo salía desde temprano hacia el centro de la ciudad -ella vive muy al norte- y sólo por la noche nos encontrábamos en el Giordanno’s, el restaurante donde trabaja.
Y al fin, chanca-chancán
Estas son las bandas que vi, en orden:
The New Pornographers (amaré toda mi vida a Neko Case y algún día la veré como solista también)
The Big Pink (buena onda sin llegar a más)
The Black Keys (una de las mejores bandas de estos días: rock muy clásico y potente)
Lady Gaga (espectaculazo con sangre, fuego y lágrimas, como debe esperarse de ella)
Stars (lindos)
The xx (hipnotizantes)
Grizzly Bear (amo esta banda y los amé en vivo, son sencillamente espectaculares)
Metric (ya son súper estrellas, pero Emily Haines siempre cumple)
Spoon (buenísimos)
Cut Copy (Hearts on fire fue tal vez la canción más bailada del día)
Empire of the Sun (teatrales, con bailecitos estrambóticos, muchos juegos de luz, We are the people fue la más aplaudida)
Yeasayer (estoy enamoradísima de Anand Wilder, esperaba con ansias escuchar Madder Red en vivo y terminó por conquistarme)
Instituto Mexicano del Sonido (prendieron muchísimo, no faltaron los mexicanos con banderas y el “putos todos”; bueno no, eso me lo estoy inventando)
MGMT (no pude verlos en el Motorkr 2008 por muchos motivos tontos -maldito Foro Sol, cuando iba a la mitad del camino ya estaban terminando y me consolé con Nine Inche Nails-, pero esta vez me vengué: el nuevo disco me gustó mucho por ser totalmente distinto al primero; creí que no iban a tocar Kids por lo choteada pero sorpresivamente lo hicieron)
The National (qué buenos son; para estas alturas, los escuché tirada en el pasto en el atardecer)
Arcade Fire (son ENORMES, nada que diga de ellos va a sonar original, pero son unos dioses, así nomás)
Me perdí, por logística, porque las decisiones deben tomarse, porque el cielo es azul, porque la vida es injusta, porque ¡ay!:
The Antlers y The Walkmen (me dolieron hasta el tuétano del alma, sobre todo los segundos, a quienes sigo como desde 2004)
Wolfmother, Minus the Bear, el set de Justice, The Strokes (ay), Ana Sia (snif), Devo, Hot Chip, Los Amigos Invisibles, Gogol Bordello, The Temper Trap (bah, los veré en el Corona), Social Distortion, Green Day (los habría visto por mera curiosidad), Phoenix y Soundgarden (que el camarada me reprochó hasta lo indecible, pero tuve que decirle que yo nací en 1986 y la fiebre grungera no me tocó; en cambio Arcade Fire me conmovió desde Funeral).
Antes de que apunten su dedo flamígero contra mí, entiendan que eran OCHO escenarios, el Grant Park es inmenso, y casi todas las bandas buenas se empalmaban de alguna forma. Las decisiones fueron tan dolorosas como la de Sophie (o tal vez más).
Detalles curiosos:
El primer día estaba yo viendo a Lady Gaga en mi pedacito de pasto, sin molestar a nadie, charlando con unos güeyes defeños que luego se movieron para otro lado, cuando divisé frente a mí a una muchachita gritando A HUEVO con toda la potencia de sus pulmones. Era la clásica chava de Interlomas poniendo el desorden con una gringa gordis a la que ya le había enseñado a entonar nuestra frase nacional. Acabé ahí mismo departiendo, con eso de que me veía con cara de “saber hablar español”.
Con gringos con los que hablé de manera arbitraria, me inventaron muchas nacionalidades. Esta circunstancia se repitió a lo largo de mi viaje por el Gabacho -ah, cómo amodio esa palabra-. Por ejemplo: el primer día pasó un gringo borrachísimo y me señaló a una pareja que empujaba la carreola de su bebé, luego me preguntó si eso estaba bien, si creía realmente en el fondo de mi corazón que eso estaba bien. Le contesté que cada quién, y en eso me preguntó de dónde era, e intentó adivinar, y después de un rato dijo que si de Bolivia. Más tarde, estaba sentada en una cafetería aliviándome el dolor de cabeza, cuando se sentaron otros gringos a decir estupideces. En cuanto les contesté no sé qué cosa, uno de ellos me miró de forma muy circunspecta y preguntó: ¿Français? Yo le contesté: Nel, mexicain (al menos después me regalaron hórrido vodka que sirvieron generosamente en mi té helado).
Así sucesivamente: española, italiana, turca, griega, árabe, brasileña y colombiana fueron otras nacionalidades que me inventaron. La próxima vez voy a decir que vengo de un lugar mágico donde no existen los pinches estereotipos.
También conocí a unos fresas satelucos que luego, por diversos motivos, acabaron cayéndome re-mal (al menos me regalaron Jack Daniels directo de la botella). Pero estuvo bien, porque al final gracias a M y M, con quienes acabé teniendo toda una aventura digna de película noventera. Nos subimos a una de esos bicitaxis y recorrimos las calles principales del centro de Chicago, no por gusto sino porque el conductor se perdió y nos dio paseada gratis. El gerente del Giordanno’s nos regaló una pizza y tuvimos importantes momentos de circunspección espacial y esa lucidez tan especial de la no-lucidez. Lo mejor fue cuando entramos a un Seven-Eleven y el que atendía era árabe y casi casi gemelo de Apu: fue un momento tan simpsoniano, y oh el tamaño de los slurpees y su simbolismo en la idiosincracia norteamericana, etcétera.
Algunas fotos:
Romy Madley Croft
En esta foto de Grizzly Bear hay en primer plano un gringo que parece estar sonándose los mocos “a pelo” o, de plano, esnifando coca. Depende de la perspectiva de uno: candorosa o más bien decadente.
La única foto no-mala de Metric.
La clásica gringa echadota en el pasto, no se sabe si por borracha, por insolada o nomás por güevona.
Desde que Mariana nos dijo que el edificio con forma de diamante fue construido por una arquitecta y que en realidad tiene forma de vagina, me quedé clavada con el edificio-vagina. No podía dejar de mirarlo y pensar: es una vagina enorme. Y brillante por la noche. ¡Brillante!
Cielo buena onda.
Señor con playera altamente graciosa.
Dan Whitford de Cut Copy (sólo a él se le ocurre vestirse con camisa, todo para terminar empapadísimo en sudor)
Frijol contra edificios
Nuestro amiguismo duró como 2 horas con 18 minutos. Exactos.
Por Alá: Anand Wilder es tan sexy. El más guapo de todo el Lollapalooza. Fácil.
Ya: cásate conmigo. Ya. Ahora mismo. Le daré a tu familia una vaca y un borrego en prenda por tu amor.
Instituto Mexicano del Sonido, pronunciado: Mexican Institute of Sound -porque ni modo que los gringos intenten pronunciar un nombre tan largo, no, pues no.
Andrew Van Wyngarden haciendo un puchero.
Con tal de ser cómico y que la gente le pidiera fotos, este sujeto se enfundó en un traje de látex y se anduvo paseando bajo el sol y las temperaturas de casi cuarenta grados. Es al mismo tiempo conmovedor y desagradable. Sobre todo por el sudor que estaba haciéndole alberquita ahí dentro.
Empire of the Sun.
Edificios acá (pie de foto de la clasificación “cuando uno ya no sabe qué poner de pie de foto”).
Escenario Budweiser.
The Black Keys.
De nada.
Fuente del Grant Park con cielo mamón por detrás.
Gringous locous al atardecer.
Creo que esta fue una de mis fotos favoritas: Lady Gaga en todo su esplendor con garra… y la garra de un anónimo en consonancia.
Conclusión: gran concierto. Repitámoslo.
Escribo esta entrada desde Pittsburgh, en un café que se llama Beehive, atendido por muchachos con tatuajes y perforaciones que acomodan barras de dulce y cereal con canciones de Depeche Mode y The Smiths de fondo. Todo el inmobiliario es vintage, hay graffiti en las paredes, lámparas en las mesas, mensajes como “God didn’t save Him” en el baño y una bicicleta colgada en la pared. Buena onda. Pero después escribiré de la ciudad de acero.
Chicago: muy caluroso. Ya no se encuentra a los mafiosos en la calle, pero sí en cambio un montón de jovenzuelos en short-shorts gritando “wahooo” en las aceras. Una noche me subí al John Hancock, uno de los rascacielos más altos, con la única finalidad de tomarme un martini y apreciar la vista nocturna de la ciudad. Mientras estaba sentada en la barra, con el cabello pegado a la frente por el calor y mis Converse llenos de lodo, me puse a charlar con una pareja de sureños que resultaron amabilísimos y muy entretenidos. Un cliché derribado.
Pero hay otros: desde que llegué al aeropuerto de Atlanta, donde hice escala, los encontré. La negra gorda regañona, tronando los dedos mientras hacía puré a un flacucho que la escuchaba sin saber qué contestar. Una pareja de obesos con la piel enrojecida, cada uno usando viseras, comiendo McDonalds mientras ocupaban dos asientos con sus enormes nalgotas gringas. Decenas, cientos de “California gurls” usando short esquina calzón, rubias y con bronceados artificiales, mascando chicle y usando excesivamente la muletilla like. Y el paisa infaltable, con sus camisa negra larguísima, sus pantalones cholos y sus tennis de un blanco inmaculado.
Finalmente, en el aeropuerto Midway, me encontré al Fáyer Tony. Sobra decir que si en México siempre andamos hablando de pura tontera nerd hasta que nos sangran las gargantas, acá lo hicimos mientras caminábamos a morir por el downtown.
Algunas fotos para el disfrute visual:
Esta foto fue mi favorita. Chicago es la capital de la arquitectura.
En el famosísimo “frijol” -en realidad es una nube, según el escultor- donde, si se fijan, pueden apreciar al Fáyer tomando la foto.
En Navy Pier: espejos deformantes (que desde que las Mac existen ya no causan gracia).
(bueno, el Fáyer es legalmente gringo, we) (no te la esperabas, we).
El ojo que te mira.
Un chinguísimo de edificios “y así”.
Más edificios antiguos y todo.
Saliendo de la estación de metro The 18th, en el barrio mexicano-ahora más hipster, tarán: carnitas de Uruapan.
El clásico teatro Chicago.
En un pinchurriento McDonalds en Navy Pier, como si jamás hubiéramos visto de esas bolas con electricidad.
Chicago desde el lago.
En la estación de metro afuera de Chinatown, sin darme tiempo a posar. Ese pinchi Fáyer es mal fotógrafo de turistas, ca.
Rueda de la fortuna feliz.
Morí de risa con esta advertencia en el refrigerador de las cervezas en un Seven-Eleven.
***
El Lollapalooza: esplendoroso. Pero ahí también hay varias aventuras, fotografías, videos y paseos felices en bicicletas en la noche que luego relataré. Chicago fue una aventura con lluvia, calor, sol, encuentros fortuitos en la calle (una tarde estábamos el Fáyer y yo sentadotes en una banca y en eso pasaron los camaradas de Chilango.com), conocencias prescindibles, encuentros imprescindibles, reencuentros (volví a ver a mi amiga Pau, que en 2003 se mudó a Chicago), largas caminatas por la ciudad y muchas conversaciones. Definitivamente volveré.
Espere en un siguiente post:
1) Pormenores del Lollapalooza. ¿Lady Gaga mostró su pene? ¿Es realmente Anand Wilder de Yeasayer el tipo más estúpidamente guapo del indie? ¿Los gringos se ponen muy borrachos como dicen? ¿Vi un ataque de epilepsia en vivo? ¿Me inventaron por lo menos tres nacionalidades diferentes? ¿Tuve orgamos auditivos continuos? Todo eso y más.
2) Mi tatuaje. Chancán.
3) Continuará.