Ensayo sobre Mario Bellatin y Guadalupe Nettel

Ensayito que escribí para la maestría que, para mí, todavía está en curso. Esto fue escrito en 2017, para que no digan.

Ahora que releo este ensayo, hay cosas que me disgustan y que cambiaría. Pero no quiero cambiarlas ni publicarlo en algún lado, así que así lo dejo, una comparativa sencilla, monstruosa, entre Nettel y Bellatin.

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Monstruo, ficción y reproducción en Flores, de Mario Bellatin y El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel

A Mario Bellatin le falta medio brazo y a Guadalupe Nettel, un ojo sano. Son, a su manera, monstruos. Unidos por el hecho de que lo más particular en ellos –en sus cuerpos y, después, en su literatura– es una anormalidad, un defecto, una falencia. En sus obras aparecen deformes aquejados por condiciones similares a las suyas: el escritor sin pierna de Flores (2004) o los jugadores de volibol sin dedos de La escuela del dolor humano de Sechuán (2001), en Bellatin; o la narradora de El cuerpo en que nací (2011), de Nettel,que nació con un lunar blanco en el ojo. Pero en su galería de freaks existen los de otro orden, el de las manías: en Nettel, el hombre que captura con su cámara fotográfica párpados defectuosos y la mujer que se arranca compulsivamente el pelo (en Pétalos, 2008), o el Amante Otoñal que practica una sexualidad alternativa y los hombres a los que les gusta lastimar niños, también en Flores, para no ir tan lejos ni bucear demasiado profundo en la prolífica, compleja y extraña obra de Mario Bellatin. También los une una nacionalidad fracturada: Bellatin, aunque nacido y educado en Perú, se considera a medias mexicano. Nettel, mexicana de nacimiento, ha vivido y estudiado muchos años en Francia. 

El monstruo los une, pero todo lo demás los separa. Ese todo lo demás es literatura: temas, procedimientos, modos de entender la labor literaria, de intervenir públicamente, de politizar –o despolitizar– la escritura. Pero el monstruo es poderoso. Flores y animales son monstruosos porque no son humanos, aunque se reproduzcan, ¿y no es la reproducción una especie de monstruosidad? Un duplicar lo extraño, el error. La deformidad de lo supernumerario. El cuerpo de una mujer que se hincha hasta que los huesos le crujen y su fisiología cambia, y también su interior y sus procesos. En Flores, una novela que se categoriza como fragmentaria, los fragmentos construyen un todo perfectamente cerrado: son pétalos. Las flores aparecen materialmente en la narración: recuerdan el olor de un laboratorio, cobran la forma de un texto profético, están plantadas en el paisaje que es escenario del asesinato de un niño, simulan a una madre y un hijo afectados por la radiación de Hiroshima, permanecen entre vivas y muertas en los cementerios, sin nadie que las cuide. En El matrimonio de los peces rojos, los animales son motivos y también protagonistas: tres peces Betta; un ejército de cucarachas; una pareja de gatos; una serpiente venenosa, y aquellos parásitos que pertenecen al reino fungi pero cuyo comportamiento bien podría caracterizarse como animal: los hongos de la candidiasis. 

Foucault, en su curso sobre Los anormales del College de France (las clases tomaron lugar en 1974-195, y el libro en el que nos apoyamos fue editado en 2008), establece la arqueología, el origen de los anormales del siglo XX, en tres categorías, todos seres peligrosos: el monstruo, que transgrede las leyes de la naturaleza y las normas de la sociedad, por tanto cometiendo una infracción doble que puede entenderse como jurídico-biológica; el individuo a corregir, con el que lidian los dispositivos de domesticación de cuerpos; y el masturbador, producto del disciplinamiento de la familia moderna. Todos ellos son excepcionales por su rareza, porque representan la excepción en cuanto especie, y porque combinan lo imposible y lo prohibido. El monstruo es la excepción por definición: cada anormalidad es única. El escritor definido como protagonista del relato, en Flores, lo representa de manera simple: el alto costo de las prótesis se debe a que no pueden fabricarse en serie, ya que cada malformación es particular. Y después, cuando Alba la Poeta inventa la historia de los gemelos Kuhn, que no tienen brazos ni piernas y a los que ha adoptado valiéndose de su legitimidad como poeta leída y publicada, recuerda el decir de un médico (que vendría a representar la ciencia) respecto a un proceso al final del cual “la sociedad acostumbraba reconocer que lo anormal estaba, de alguna manera, llamado a convertirse en lo esperado” (2004: 419). Si los padres de los gemelos se casaron, siendo hermanos, fue sólo porque “lo similar cura lo similar”, y entonces habría que esperar años para que “los cuerpos transmitieran, de forma natural, la verdad de los defectos” (2004: 420). Para Foucault, el monstruo es “la forma espontánea, la forma brutal, pero, por consiguiente, la forma natural de la contranaturaleza” (2008: 62).

Si para Deleuze el devenir en la escritura siempre implica una forma inferior, con la que el escribiente no necesariamente se identifica o mimetiza sino con la que entra en “zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación” (1996: 12), en Flores se deviene monstruo y, también, flor, que es lo mismo que decir especie, herencia transmitida pero, sobre todo, descomposición. Bataille, en El lenguaje de las flores, dice de los pétalos de una flor que, “tras un periodo de esplendor muy corto, la maravillosa corola se pudre impúdicamente al sol, convirtiéndose así para la planta en una escandalosa deshonra” (2003: 29).

Los personajes de Nettel no devienen animales; quizás es lo inverso lo que ocurre, si es que puede decirse algo como esto: sus animales devienen humanos. Tómese el cuento que da título a la colección de El matrimonio de los peces rojos, en el que una pareja a la espera de su primera hija recibe de una amiga dos peces Betta cuyo errático comportamiento se convierte, rápidamente, en reflejo de la lenta descomposición de la pareja (como una flor que, bella cuando está viva, y todavía un símbolo del amor, termina pudriéndose). Los peces son animales domésticos, aunque no ofrecen materialidad puesto que permanecen en un ambiente hermético y, por tanto, habitan una realidad ajena a la de la pareja. En Por qué miramos a los animales (1970), John Berger dice que los animales le brindan al hombre una compañía diferente ante la soledad de la especie. Sin embargo, el ambiente doméstico restringe su animalidad ya que (el animal) “está o esterilizado o sexualmente aislado, extremadamente limitado en sus ejercicios, privado del contacto con casi todos los demás animales y alimentado con alimentos artificiales”. Después de todo, mantenerlos confinados dentro de casas con el único propósito de su compañía, más allá de la utilidad que pueda extraerse de ellos, es una conducta reciente en la historia. Para Berger, “éste es el verdadero proceso material sobre el que se sustenta la extendida opinión popular de que los animales llegan a parecerse a sus dueños. Son hijos del modo de vida de sus amos” (1970). 

Hay alguna tesis, aunque vaga, en el libro de Guadalupe Nettel: la narradora de El matrimonio de los peces rojos cree que los animales “son como un espejo que refleja emociones o comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver” (2013: 16). Entonces el vaivén de la trama reproduce los comportamientos de ambas parejas, la compañía constante y el ataque descarnado, el alejamiento y finalmente la muerte. En Berger, la relación de dependencia con el animal termina en que “el animal completa a su amo, ofreciéndole respuestas a ciertos aspectos de su carácter que, de no ser así, no se verían confirmados” (1970). Y como si algo de esto sospechara la dueña de los peces Betta, más tarde reflexiona: “Los peces son quizás los únicos animales domésticos que no hacen ruido. Pero estos me enseñaron que los gritos también pueden ser silenciosos” (2013: 24). La mirada del que juzga y comprende no le pertenece a la humana sino, extrañamente, al animal con el que la intercambia: “Muy pocas veces me asomé al cristal de su pecera y lo miré a los ojos (…). Él, en cambio, tuvo más tiempo, más serenidad para observarnos a Vincent y a mí” (2013: 15).

Según Foucault, en una tradición jurídica y científica, el monstruo puede leerse como la mezcla de dos reinos, el animal y el humano. Si este monstruo es fruto de la cópula de sus padres con un animal, en Flores es también la ciencia –su error, la posibilidad de su error– la que engendra monstruos peculiares, mutantes y afectados. Sin embargo es el monstruo moral el que causa mayor repugnancia, como el hombre que inocula el virus del sida en su hijo. Hay también en Nettel monstruos morales (su monstruosidad es interior, es su comportamiento el que produce repulsión): la familia que aniquila una plaga de cucarachas comiéndoselas, por ejemplo. Pero el monstruo siempre se resiste a la clasificación, del mismo modo en que Bellatin se escapa de los confines literarios efectuando una puesta en texto de lo que debería o podría ser un texto, a manera de fragmentos que sólo el ojo que lee puede unir. Con Nettel tenemos a una narradora que puede no ser confiable, pues su voz es la única que da cuenta de los hechos. Al reproducir a sus monstruos peculiares en obras que deben leerse como ficción, aunque tomen materiales de su propia experiencia, ambos autores efectúan una estrategia de sanación por medio de la clasificación: el muestrario de rarezas que, por su persistencia o mera existencia, pasan a formar parte de lo común y lo vivible. Incorporar lo falso en la ficción, dice Juan José Saer, no hace más que subrayar “el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario” (1997: 12). Quedan así emparentadas las flores y los animales, dos caras de lo monstruoso en lo cotidiano, dos nuevas formas de imaginar monstruos distintos: también objetos e ideas que reproduzcan lo perturbador humano, quizás el monstruo más monstruoso de todos.

Bibliografía

Bataille, Georges. “El lenguaje de las flores” en La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003.  

Bellatin, Mario. Flores. Barcelona, Anagrama, 2004. 

Berger, John. Por qué miramos a los animales. 1970.

Deleuze, Gilles. “La literatura y la vida” en Crítica y clínica. Barcelona, Anagrama, 1996. 

Foucault, Michel. Los anormales. Curso en el College de France (1974- 1975), Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008.

Nettel, Guadalupe. El matrimonio de los peces rojos. Madrid, Páginas de Espuma, 2013. 

Saer, Juan José. “El concepto de ficción”, en El concepto de ficción. Buenos Aires, Ariel, 1997. 

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