Lo extraño

Otra vez una coincidencia que califica como extraña.

Había estado pensando en Damian, mi amigo del internet telefónico, prehistórico, de quien escribí un post hace cinco años, en mi otro blog. Ahora que lo releo, dolorosamente (¿quién se aguanta a los 23 años?), me da pudor lo cursi, lo torpe, lo un poco ridículo. Pero es necesario volver a él, para entender el asunto con Damian.

El pensamiento se hizo más intenso después de leer el cuento de Mariana Enríquez que compartí en la entrada anterior, “Verde rojo anaranjado”. Creo que no había leído en literatura reciente, además con tanta belleza y sencillez, un tratamiento tan certero sobre las amistades fantasmales de internet. Este fragmento en especial:

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Internet en los años noventa era un cable blanco que iba desde mi computadora hasta la ficha del teléfono, cruzando la casa. Mis amigos de internet se sentían reales y yo me angustiaba cada vez que se cortaba la conexión, o la electricidad, y no podía encontrarlos para hablar de simbolismo, glam rock, David Bowie, Iggy Pop, Manic Street Preachers, ocultistas ingleses, dictaduras latinoamericanas. Una de mis amigas estaba encerrada, me acuerdo. Era sueca, tenía un inglés perfecto –yo casi no tenía amistades argentinas online–. Tenía fobia social, decía. No recuerdo su nombre. No puedo recuperar sus mails, quedaron en una máquina vieja. Desde Suecia me enviaba documentales en vhs y cd imposibles de conseguir fuera de Europa. Entonces no me preguntaba cómo hacía para llegar hasta el correo si supuestamente no podía salir. Quizá mentía. Los paquetes, sin embargo, llegaban desde Suecia: no mentía sobre su locación. Conservo las estampillas aunque las cintas de los videos ya se llenaron de hongos y los cd dejaron de funcionar y ella se desvaneció para siempre, un espectro de la red, y no puedo buscarla porque no recuerdo su nombre. Me acuerdo de otros nombres. Rhias, por ejemplo, de Portland, fanática del decadentismo y los superhéroes. Teníamos una especie de romance y ella me mandaba poemas de Anne Sexton. Heather, de Inglaterra, que todavía existe y que, dice, siempre me agradecerá haberle hecho conocer a Johnny Thunders. Keeper, que se enamoraba de jovencitos. Otra chica que escribía poemas hermosos que tampoco puedo recordar, salvo algún verso malo, “my blue someone”, por ejemplo. Mi alguien triste. Marco se ofreció a recuperarlas por mí. A todas mis amigas perdidas. Dice que el encierro lo volvió hacker. Pero yo prefiero olvidarlas porque olvidar a la gente que solo se conoció en palabras es extraño, cuando existieron fueron más intensas que lo real y ahora son más distantes que desconocidos. Les tengo un poco de miedo, además. Encontré a Rhias por Facebook. Aceptó mi amistad y yo la saludé muy contenta pero ella no contestó y nunca más hablamos. Creo que no me recuerda o me recuerda poco, vagamente, como si me hubiera conocido en un sueño.

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Yo pensaba así de Damian, mi amigo Damian, alguien que sólo conocí en palabras pero que mientras existió fue más intenso que lo real. Tengo recuerdos de conversaciones, de tardes gastadas en estas conversaciones; de lo que yo hacía, aparte, durante chats que se prolongaban más de lo debido y se alternaban, con una velocidad de 56kbps, con las páginas que yo visitaba entonces (mundoyerba.com), con los discos que escuchaba en Winamp, con mis otras conversaciones de Messenger (amigos de la prepa, en su mayoría). Recuerdo aquella Compaq Presario y sus salvapantallas, mis carpetas y sus .docs, mis devaneos en Paint.

Recuerdo a varios integrantes del HIMclub, que congregaba a la Europa periférica, algunos gringos (recuerdo a una chica de Virginia, que usaba lentes), un par de australianos, cuatro o cinco mexicanos (entre ellos Helena, a quien conocí en un concierto de HIM, ojos grises enormes, delineados de negro siempre, cuya amistad conservo).

De entre todos ellos Damian sobresalía por la densidad de su presencia, a pesar de ser ésta puramente espectral. Alguna vez su realidad se trenzó con la mía, cuando me llegó el paquete con 48 dvds rotulados con la letra de su madre, las pruebas físicas (la rosa del sueño) de su existencia paralela.

Pero yo me había resignado a nunca encontrarlo: el post era una carta de despedida, el proyecto de llamarlo quedaría inconcluso. Así tenían que ser las cosas.

Pasaron casi tres años de aquel post. En verano de 2012 empezó a seguirme en Twitter un hombre de Southport, Inglaterra. Lo he buscado entre mis followers: @rmcooksey. Otra cosa extraña: no actualiza esta red social desde 2009. No hay tuits dirigidos a mí. Vamos a pensar esto: que, al seguirme, al ver que era de Southport, decidí seguirlo enseguida; que no hubo necesidad de hablarnos en público pues iniciamos, de inmediato, un intercambio de mensajes directos.

(dudo de esta versión)

Este hombre, llamado Richard, me dijo que conocía a Damian y que había visto mi post. Confirmó que Damian seguía viviendo en Southport, con sus papás. Entonces seguía vivo, al menos. Richard, en cambio, vivía en Oxford, ¿con su esposa, con sus hijos? Ya casi no recuerdo nada de esto, algo más que guardé en cajoncitos provisionales de la memoria que no volví a abrir. Richard iba algunas veces a Southport y prometió conseguirme el nuevo correo de Damian.

¿Fue así? ¿O, más bien, dijo que le daría mi correo a él? No lo recuerdo con exactitud. Los huecos en mi memoria se ponen en mi contra. Me convierten en la narradora poco confiable, en la loca que narra sus memorias, lo que explicaría la extrañeza de más adelante.

En agosto de ese año fui a Europa, al fin.

Tal vez sí me dio un correo. Tal vez sí le escribí antes de ir.

Tal vez no.

No recuerdo nada porque no escribí nada, no dejé pistas escritas para mí misma y no se lo conté a nadie; además, en la vida real, analógica, se producían acontecimientos de naturaleza intensa y arrolladora, que me distraían de lo residual, lo fantasmal.

Me fui. Y sucedió que una noche, en un hostal de Berlín (un hostal limpísimo, blanco y minimalista, parecido a un hospital), a oscuras porque ya era de madrugada y todas dormían en el cuarto, abrí mi correo de Gmail en mi teléfono.

Tenía un correo de Damian.

¿Qué recuerdo de ese correo? Que había encontrado mi post también, un par de años antes. Que lo había pasado por el Google Translator. Que le había dado muchísima pena. Que todo bien, seguía viviendo en Southport. No había más qué contar.

En el sopor, en la sorpresa, en la ansiedad, le escribí muy escuetamente que estaba en Berlín, que iría a Londres, de hecho, aunque no esperaba que quisiera verme.

Unless…

Que, de todos modos, le escribiría bien bien cuando regresara a México.

No me respondió. Fui a Londres. Estuve más de una semana allá y casi no pensé en él. ¿Volví a escribirle? ¿Le di la dirección del hostal de allá? No me acuerdo.

Algunas veces él hacía el viaje de Southport a Londres, muy raras veces, sólo para algún concierto: Glassjaw, HIM, Bon Jovi, 3 Colours Red…

(ahora puedo ver que Damian también era un hikikomori)

Volví a México. La rueda de la vida empezó a andar otra vez. Nuevamente fui una mala amiga y pospuse de manera indefinida aquel correo, que me angustiaba.

Hasta que no sé cuándo decidí que iba a escribirle. Coincidió con el hecho de que Romina, una de sus amigas argentinas, me agregó a Facebook. Hablamos de Damian. Le conté de su breve correo. Me pidió encarecidamente que se lo compartiera, para escribirle a su vez.

Busqué, entonces, aquel correo.

Y nada.

Busqué todas las combinaciones. Busqué en mi teléfono y en web. Busqué en mi antiguo correo en Hotmail. Peiné mis correos enviados y recibidos durante julio, agosto, septiembre, octubre de 2012. Nada.

No tenía nada.

Damian nunca me había escrito y yo había soñado que me escribía.

O me había escrito y de alguna manera, una manera que no imagino complicada para él -un hacker amateur formado por el ocio, como el hikikomori del cuento de Mariana Enríquez-, había logrado borrar el mail enviado. Había eliminado toda evidencia de comunicación. Había decidido que no quería que lo contactara, o lo había decidido tras una larga e infructuosa espera.

Esto pasó más de una vez. Este descubrimiento de la nada. Una cosa extraña. No le respondí a Romina ni le expliqué el asunto, simplemente me hice la tonta. En momentos de ocio, cuando la idea aparecía en la mente, intentaba nuevas combinaciones de búsqueda. Y siempre el mismo resultado.

No, no lo imaginé. Recuerdo la pantallita del teléfono, el correo, los latidos del corazón, cómo escribí: ahora estoy en Berlín. Ahora me encuentro en Berlín.

También lo he buscado en lo público, fuera de los espacios privados de internet. Pero Damian no ha dejado rastro o si lo ha dejado también ha sido fantasmal: su distintivo NewBornNebula en algún foro de internet, su registro electoral, un perfil en Twitter escrito en ruso. Una presencia online marginal. Un pionero del 1.0 que decidió, por elección, no integrarse al flujo hiperneurótico del 2.0.

Y ahora esta época, el 2015 que corre.

El fin de semana fui a Polo, estuve con mi familia. El domingo tomé el autobús de regreso.

En el camino oscureció. Yo escuchaba música y pensaba.

Llegué a la terminal, tomé el metro. De nuevo fui pensando, ¿qué más hacer? Este asunto extraño, más que el pensamiento puro y concentrado de Damian, me producía otra vez una ligera inquietud. Salí de la estación Eugenia con la firme resolución de escribir todo esto en el presente blog. El misterio sin resolver.

Lunes.

Llego a trabajar. Abro mi Gmail. Un mail con el encabezado: “Damian”.

Leo: Hello I found ur blog and I don’t speak Spanish. U did write Farewell my friend about Damian. Is he dead??

Una coincidencia extraña, un presagio funesto. Como si lo hubiera invocado.

El remitente: Eric Swahn. Sueco. Su perfil en Google Plus, un salto nostálgico a la era de HIMclub: metalero nórdico, de pelo largo, con una playera de In Flames.

Nos mandamos varios mails esa mañana, después de aclararle que, al menos que yo sepa, Damian no está muerto. En uno Eric explicaba: I just knew him over the net to I think from dc++ but then we ripped CDs on mIRC and other stuff but then  he just dissapeared, I have tried to contact him over the years, i had 5 email addresses or so to him but no answer. If I remember right I found him on MySpace maybe 2006 or so but he never answered there either. I tried to find him after I read your blog and I only found this.

Cotejamos pistas y señales, hablamos de la posibilidad de borrar mails enviados (él cree que sólo es posible si ambos usan Outlook), encontramos su última actividad, en un foro de Bon Jovi, dijimos: qué extraño, qué triste, ¿por qué?, para llegar, sin decirlo, a la misma conclusión.

Damian se ha desvanecido.

Como si lo hubiéramos conocido en un sueño.

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Ensayos Impertinentes: humanismo pertinente (reseña ampliada)

Jean Franco

Ensayos impertinentes

México, Océano – debate feminista, 2013, 256 pp.

 

 

Feminismo y América Latina: los temas de un volumen titulado, tal vez demasiado provocativamente, Ensayos impertinentes. Es posible que el título y lo que se anuncia en la contratapa –por ejemplo, los ensayos que abordan las figuras de Sor Juana y Frida Kahlo– respondan a una necesidad de marketing razonable; que estos “ganchos”, la promesa de la impertinencia, atraigan a un público en búsqueda de visiones frescas sobre temas atractivos: la Malinche, las historietas populares mexicanas, las disputas entre el Vaticano y los movimientos de izquierda. La contradicción funciona porque no es feminismo a secas ni América Latina los verdaderos temas, sino otros, enunciados de manera menos explícita: el discurso del mercado que permite el uso de la mujer como mano de obra barata; los mecanismos del orden social que logra prosperar del centro hacia los márgenes y la injusticia, una verdad moral incontrovertible. “Una de las ironías del pluralismo es que hasta el compromiso se convierte en mercancía”, afirma Jean Franco, tal vez ahí sí impertinentemente.

En uno de los ensayos finales, la autora confiesa que siempre le han gustado las misceláneas y los pot pourri del siglo XIX, un espíritu que Ensayos impertinentes suscribe como síntesis del pensamiento de la humanista.

Marta Lamas, directora de la revista mexicana debate feminista, es la encargada del prólogo y la selección, que abarca ensayos previamente publicados en medios como la misma debate feminista, los cuadernos del North American Congress on Latin America (NACLA) y la colección Marcar diferencias, cruzar fronteras, en estricto orden cronológico. Pionera de la enseñanza de literatura latinoamericana en Inglaterra, profesora emérita de la Universidad de Columbia y autora de La cultura moderna de Latinoamérica (1967), Las conspiradoras. La representación de la mujer en México (1994) y Cruel Modernity (2013), entre otros títulos, Franco es, según Marta Lamas, “la referencia imprescindible para quienes estudian la cultura latinoamericana y también para las feministas”.

Franco, por cierto, acaba de cumplir noventa años y se mantiene productiva todavía. Su interés por la cultura latinoamericana comenzó en los años cincuenta, cuando, nos explica Lamas, conoció a un artista guatemalteco y se mudó a su país; en 1954, tras el golpe de Estado que derrocó a Jacobo Arbenz Guzmán, llegó a vivir a México. De vuelta en Londres, en 1957, estudió Letras Hispánicas, y en 1972 obtuvo un puesto de catedrática en Stanford, donde nació su interés por los movimientos feministas en América Latina. Esta trayectoria es referida en el prólogo, que comenta de manera excepcional las búsquedas y métodos interpretativos de Franco, y hace la necesaria precisión de que, “si bien se acepta como feminista a quien se asume como tal, existen distintas formas y niveles de serlo. Y el feminismo de Jean Franco se cuenta entre los más altos de los distintos grados y tipos existentes”.

Las claves para leer Ensayos impertinentes se encuentran en la primera pieza, “Invadir el espacio público, transformar el espacio privado”. La primera es muy general y concierne al estado actual del feminismo o, más bien, a su percepción en el amplio espectro de lo social. Jean Franco dice que las mujeres que encabezaban los movimientos populares por la supervivencia en los Estados ineficaces solían “rechazar la denominación de feministas, término que se ha envenenado al asociarse a mujeres puritanas que odian a los hombres o a grupos de mujeres de clase media cuyos intereses no coinciden con los de las clases subalternas”. No hay, en los dieciséis ensayos que componen la colección, una definición explícita de lo que es o no es el feminismo, pero encuentro necesario detenerse un momento en este breve pasaje para preguntarse por qué la palabra misma se ha degradado. Feminismo, un concepto lleno de equívocos.

La segunda clave que Franco da al lector alude al papel que ella misma juega en la crítica cultural: “La mujer intelectual no puede ya sostener ingenuamente que representa a las mujeres y que es su voz, pero puede ampliar los términos del debate político mediante (…) el uso del privilegio para destruir el privilegio”. En aquel ensayo, Franco analiza la vinculación entre lo público y lo privado que las madres de los desaparecidos en la dictadura de Videla, en Argentina, hicieron posible mediante el traslado de lo íntimo y lo familiar a la esfera pública (con un acto simple: la exhibición de las fotos familiares), constituyéndose en nuevos paradigmas de ciudadano. Desmenuza el trabajo de varias escritoras: la chilena Diamela Eltit, la argentina Tununa Mercado, la peruana Carmen Ollé, la mexicana Elena Poniatowska (quien, a la vez que da voz a las clases subordinadas, “afirma (en La flor de Lis) enérgicamente su identificación con su aristocrática y esnobista madre”), y la brasileña Clarice Lispector, cuyas voces ponen en crisis la separación entre lo subjetivo y lo dominante (tradicionalmente asociado a lo masculino). Franco escribe: “Los textos que a mí me interesan no son aquellos en los que habla el subordinado mientras el agente intelectual del discurso permanece oculto”.  Pero es en “La larga marcha del feminismo”, que inicia con el recuerdo de su amiga Alaíde Foppa, feminista e intelectual que murió torturada por el ejército guatemalteco, donde Franco asume una postura hiper-crítica ante la izquierda ortodoxa que margina o ignora las necesidades de las mujeres; antes de iniciada la participación de las mujeres en la esfera pública, se pensaba que la militancia feminista era lo mismo que lucha armada. En los ochenta, con la creación de centros de investigación y publicaciones feministas, la esfera privada empezó a revalorarse como arena política.

Franco también analiza las narrativas estadounidenses (con los romances de editoriales como Harlequin) en contraste con la literatura popular mexicana de los años ochenta, representada en El libro semanal. Pero su tratamiento es radical en tanto que demuestra cómo los mecanismos narrativos se transforman de acuerdo a la destinataria del texto: mientras el primero la mira como consumidora, el segundo la percibe como un eslabón más de la fuerza de trabajo. Esta dialéctica marxista es la base de ensayos como “Deponer al Vaticano” y “Las guerras del género”, que analizan el rechazo de la élite católica por el uso de la palabra género como el “conjunto de significados culturales que asume el cuerpo sexuado” (en la acepción de Judith Butler), pues alcanzaba a entender las consecuencias de un debate tan amplio: la legalización del aborto, los matrimonios homosexuales y las familias no convencionales.

Incluso en el ensayo donde prevé la “iconización” de Frida Kahlo, “Manhattan será más exótica este año” (1996), la mirada es demoledora: en la exhibición México: esplendores de treinta siglos, en el Museo Metropolitano de Nueva York, y a pesar de que las mujeres artistas permanecieron al margen, el “Autorretrato con mono” de Kahlo fungió como símbolo de la nueva retórica nacionalista, que se hacía más accesible por medio del exotismo y dejaba atrás el discurso antiimperialista de la Revolución. Era 1990, plenos “esplendores” salinistas. “Tanto la publicidad como la derecha han usurpado el lenguaje y los símbolos de la izquierda”, concluye Franco.

Tres veces interrumpí la lectura del ensayo más duro de este volumen. En él se narran las violaciones como estrategia de tortura y eliminación étnica en las guerras civiles de Perú y Guatemala durante los años ochenta y noventa. Apoyándose en los testimonios documentados por las comisiones de la verdad creadas en ambos países, Franco describe escenas de una abyección intolerable. Es difícil leerlas. “La violación: un arma de guerra” analiza la destrucción y degradación del cuerpo humano en los estados de excepción instaurados en ambos países con el fin de reprimir movimientos insurgentes. En los dos casos, ejército y policía emplearon la violación sistemática como aniquilación colectiva de grupos indígenas y mujeres, a las que, además de considerar “parte del botín”, creían portadoras de “la semilla”: la matanza de niños, incluso de fetos dentro del vientre, apunta a un proyecto de genocidio. Todavía más terribles son las consecuencias en lo social, pues el concepto de “deshonra”, que tiende a culpar a la víctima, la lleva al silencio y al sufrimiento en solitario. Franco no se limita a enlistar las atrocidades, ni aplaude la creación de las comisiones de la verdad, cuyo poder reparador pone en duda. “¿Pueden la verdad y la reconciliación reparar las ruinas de tantas vidas (…), especialmente dado el hecho de que ha sido tan difícil acabar con la impunidad de los responsables?” Franco apela a “valores esenciales de justicia” que deben ser establecidos, mal que bien, por instancias supranacionales de derechos humanos. Y se pregunta si los feminicidios en Ciudad Juárez, Colombia y ciudad de Guatemala se han “privatizado”. El problema del activismo contra la violación sexual es que “no afecta suficientemente a la población para obligarla a entrar en acción. La impunidad del ejército y de otros sólo se romperá cuando la población en general acepte que la violación es un crimen contra la humanidad y decida llevar a los responsables ante los tribunales”.

Ensayos impertinentes es una lectura intensa, que obliga a veces a poner el libro abajo y pensar fríamente en lo que se ha leído. Pero también regala momentos luminosos. En “Elogio de la diversidad”, Franco en realidad elogia la labor de debate feminista, pero la inclusión de la pieza es tanto un alarde como un autogol, pues ahí mismo exhibe la renuencia de las integrantes de la revista a tramar el tema de la vejez, tropezón que corrigen dos números adelante y que da pie al texto final, “Confesiones de una bruja”. Por supuesto Franco recurre a Beauvoir, pero con La Vieillese, un tratado exhaustivo de la vejez que pertenece sólo a su tiempo, cuando existían Estados benefactores. Ahora, ante la falta de representación (a no ser por los viejos que aparecen en anuncios de “remedios para la incontinencia, la artritis y el pene flácido”), y bajo el apelativo de senior citizen, Franco urge a perder la vergüenza a sentirse viejas y generar, en cambio, un pensamiento político de la vejez.

Hay que elogiar también el impecable trabajo de edición, las acertadas traducciones individuales de cada ensayo y la apuesta de una editorial más bien comercial que decide colocar en las mesas de novedades un libro lleno de humanismo, inteligencia, nociones de izquierda verdadera, de contribución a la memoria colectiva y, sobre todo, de un feminismo que es, que siempre ha sido, para todos.

 

 

versión impresa en Letras Libres, aquí.

Algunas lecturas de 2014

Finalmente pagué los cinco euros de Malherido. No estuvo mal, no me arrepiento. Pongamos de lado la polémica en torno a las reseñas -a su valor en la crítica literaria, a su actuación frente al mercado, a cómo se escriben, cómo se publican, etc., etc.- y digamos que sí, que a mí, como lectora, todavía me interesan. Es un juego perverso, claro. Es cierto que una reseña negativa, implacable, daña un libro o la posibilidad de su lectura. A veces pasa lo contrario, que el morbo gana (me desligo). Pero una reseña emocionante, agradecida, genuinamente afectada por la lectura (todo esto es emocional) conduce a libros que ¡sí! ¡QUE SÍ!

Por eso quise volver a leer a Malherido, aunque había dicho que no, que no iba a pagar, porque finalmente me dio a Eloy Tizón alguna vez, por ejemplo, cuyo “Técnicas de iluminación” va adelante en la carrera de los que ya leí o estoy leyendo en 2015. Después podría comentar lo negativo, el desacuerdo, la mala onda. Por ahora, consignar: puedo, para mí (para recordar) y para antojar la lectura y por motivos que me parecen no del todo horribles -más allá de una pobre pretensión: no leí demasiado- hacer un mapa incompleto, sesgado, de las cosas que leí el año pasado. Seguramente leí cosas que no me acuerdo ahora que leí pero que después recordaré haber leído (lo cual, además de cuestionar si lo leído fue memorable, retoma un tema que he estado rumiando, lo de meter pensamientos e ideas en un cajoncito detrás de la mente). Justificación que no es tal: obviamente las condiciones laborales en ciudades de movilidad deficiente como el D.F. impiden que una pueda leer tanto como le gustaría/debiera (o que se lea de manera superficial). Las lecturas se adelgazan, se dividen -en mi caso- en las ligeras (aptas para el transporte público) y en las chonchas: el pensamiento y la alta literatura. A veces pasa que lo segundo, de estar tan bueno, quiere convertirse en galopante, pero eso va en su contra y termina por darle en su madre; a veces en el momento adecuado para la concentración una acaba leyendo el cascajo y el divertimento. Total. Luego no hay método. Y entretanto, en horas del trabajo, por ejemplo, artículos y cuentos, ¡y ah!, muchos cuentos, que después pueden releerse. Releer me gusta mucho, ¿tal vez por eso me gustan los cuentos tanto?

La lectura más importante, por tantos y tan íntimos motivos: “Los cuadernos de Malte Laurids Brigge”, de Rilke.

La novela más importante, por factores de mucho peso: “Madame Bovary”, Flaubert.

Veo, por un diario, que este año terminé “Adán Buenosayres”, de Leopoldo Marechal. Gran novela, una rareza de gordura y ambición dentro de la literatura del sur.

Releí “Río subterráneo”, segunda colección de cuentos de Inés Arredondo. Los adoro a todos, a ella la quiero. Leí “Cambio de armas”, cuentos de Luisa Valenzuela. Con esos dos libros todo cambió, empecé a estudiarlos.

Leí una antología de Silvina Ocampo, con cuentos y poesía, llegada de Buenos Aires gracias al camarada Alén (junto a una novela de Lispector, una antología de hoteles literarios y un libro de ensayos sobre “women & power in Argentina”). A Silvina la quise también. Leí una novela que encontré entre los libros de mi papá hace mucho, que siempre quise leer por su título: “Dejemos hablar al viento”, de Onetti (hay más de él, adelante). Leí a Levrero, autor de pronto ubicuo: Jordy me trajo la “Trilogía involuntaria” de Montevideo, de la que había leído dos; volví a leerla, toda, y “Caza de conejos” y el cuento de “Gelatina”. También me trajo “Flor de lis”, el último libro de poesía de Marosa di Giorgio, que leí con delectación casi casi erótica. Leí la poesía de César Vallejo, de Gorostiza, de García Lorca, de Sor Juana. Leí “Las elegías de Duino”, de Rilke.

La novela más perturbadora (me causaba pesadillas cada noche): “Los vigilantes”, de Diamela Eltit.

Empecé, por el club de lectura de Gerardo Piña, “En busca del tiempo perdido”, de Proust (sigo, ¿cuándo terminaré eso?).

Releí “Rayuela”, la lectura convencional. Releí dos de José Emilio Pacheco. Releí la primera parte de “Los detectives salvajes”, el diario del joven García Madero, porque me devolvieron el libro, se lo había prestado a una amiga, muy buena lectora, a la que hace mucho no veía y a quien volví a ver este año. También, de Bolaño, leí “Amuleto” y leí o releí muchos cuentos suyos, entre los que destaco “El policía de las ratas” y “El dentista”. Leí, en condiciones alarmantes, “El infierno tan temido” de Onetti y otra vez “Bienvenido, Bob”.

Leí novedades argentinas. Leí “El viento que arrasa”, de Selva Almada (antes de esa había leído el relato “Intemec”, que me gustó mucho más). Leí “La libertad total”, de Pablo Katchadjian (solté carcajadas sinceras). Leí “Una belleza vulgar”, de Damián Tabarovsky (me gustó bastante).

Leí el libro de ensayos de Jean Franco, “Ensayos impertinentes” (lectura importante). Un libro de ensayos de Margo Glantz, “La polca de los osos”. Leí “El idioma materno”, de Fabio Morábito (lo devoré como todos los que lo leyeron). Leí “La parte ideal”, ensayos de Álvaro Uribe (me gustaron todos). Leí un libro de ensayos titulado “La otredad, los discursos de la cultura hoy: 1995”, coordinado por Silvia Elguea Véjar, producto de las jornadas de estudios culturales de la UAM, que encontré en una librería de viejo afuera de metro Eugenia. Mi favorito: “Las tretas del fuerte: escribir ‘para, por y en lugar del bello sexo'”, de Lilia Granillo Vázquez.

Leí la última colección de cuentos de Guadalupe Nettel, “El matrimonio de los peces rojos”. El de la serpiente me gustó mucho (por supuesto). Leí dos libros tardíos de cuentos de Cortázar que no había leído, “Octaedro” y “Deshoras”. Leí la colección de cuentos “El rey del Honka Monka”, de Tomás González (muy bellos). Leí algunos cuentos de Katherine Anne Porter, de una antología que tengo. Leí un cuento de Don DeLillo, “Midnight in Dostoevsky”.

Releí mi cuento favorito de Juan García Ponce, “Envío”, más de una vez. Releí algunos cuentos de “La ley de Herodes”, de Ibargüengoitia (siempre será grande). Leí lo nuevo, lo aún no publicado, de María José Gómez Castillo y Gabriela Damián (y lo que se publicó: “Turnos” y “El monstruo del lago Ness”). Terminé la colección “Too much happiness”, de Alice Munro, que me prestó Majo. Leí dos cuentos muy buenos de Marina Porcelli: “Crónica de un lugar muerto” y “Esa noche llamó Tamara”.

Leí “Elsinore: un cuaderno”, de Elizondo. Entrañable. Y dos cuentos de “Narda o el verano”.

Leí la mitad de una edición crítica de “El diario de Ana Frank” (lloraba al leer). Leí algunos cuentos de un libro de cuentos de Julian Barnes, “Pulse” (estos dos libros estaban en un cuarto de hotel amsterdamés, por eso no los acabé) (lo cual genera un sufrimiento esnob). De Barnes, morí de risa con ese de “60/40” de la serie “At Phil and Joanna’s” (está en línea, sin la frase que me dio más risa y que se repite a lo largo del texto: “it’s the hypocrisy I can’t stand!”). Leí unas prosas, no todas, de “Berlin Stories”, de Robert Walser.

Leí una novela de Enrique Serna que detesté y sin embargo no pude dejar de leer hasta el final, “El miedo a los animales”.

Leí un muy buen cuento de Mariana Enríquez, “Verde rojo anaranjado”. Leí un muy buen cuento de Liliana Colanzi, “El ojo”. Leí dos muy buenos cuentos de Abelardo Castillo, “Carpe diem” y “Muchacha de otra parte”. Leímos El Horla, del señorón Maupassant. También, por recomendación de Gaby, leímos “La inminencia del desastre”, de Clive Barker.

No leí rusos, aunque son o siempre digo que son mis favoritos (¿fue este año o el pasado que leí un cuento llamado “La víbora” de Tolstoi, no León sino Alexéi Nikoláievich?). Leí “Parábolas y paradojas”, de Kafka.

No leí cómics o novelas gráficas, aunque me encantan (releí una de las historias que conforman “Mirror mirror”, de Jessica Abel: el cuentito de unas amigas que viven en ciudades diferentes y quedan de verse en un motel a medio camino, con el único fin de platicar, nadar, tomar unas cervezas, ponerse al día, una celebración a la amistad femenina con los dibujos mal hechotes pero hermosos de Abel, y sus diálogos inteligentes y sus historias originales y su talento total como novelista gráfica, que me llena el alma de amor).

Entre aquello que no podría calificarse como literatura pero equivale a lecturas elevadas, ¿académicas?, leí libros o ensayos de Stefan Gandler (El discreto encanto de la modernidad), Butler, Kristeva (Historias de amor), Eagleton (Literary Theory, an introduction; Why Marx was right, After Theory), Gramsci (Introducción a la filosofía de la praxis), Bolívar Echeverría (La modernidad de lo barroco), hasta Foucault (¿Qué es un autor?). Me enfrenté a “La escritura del desastre”, de Blanchot. Pero nada pude estudiarlo bien o sacar mucho en claro.

 

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Mi mano

Empezaba con un taxista que me llevó a la terminal de autobuses uno de los últimos días de diciembre. Ya estaba oscureciendo. Pero me hizo la parada. Una última clienta, lo que saliera, eso dijo después. Cara buena onda, de mi edad. Amable. Me llevó a otro lado y me esperó. Después, cerca de la Alameda, hizo una llamada telefónica, que yo intenté no escuchar, no por desagradable sino porque, en parte, prefiero enterarme lo menos posible de la vida de los demás pero también, en parte, me gusta el husmeo siempre y cuando transcurra en una penumbra asegurada, y ese husmeo era demasiado fácil, demasiado puesto en bandeja. Yo no quería escuchar pero él hablaba tan fuerte que era imposible no escuchar.

Le decía a su interlocutor que lo acababan de tracalear, que fueron 900 pesos, que un pasajero, que traía una pistola. ¡Te lo juro por Dios!, respondía a la incredulidad del otro. Era convincente y era conciso, pero también, extrañamente, ameno. Su historia entretenía. Si quería enterarme más, era difícil adivinar con quién hablaba. Le decía “dile a tu hija que ya se vaya a la casa” (¿papá, suegro?), pero a la vez le reclamaba por doscientos pesos que le debía, directo y descarado, como se trata a los amigos. Las dos posibilidades hacían trabajar la imaginación (era amigo de un hombre mayor con cuya hija se casó, o pretende a la hija menor de un amigo que fue papá muy joven) (la suposición realista apunta a que se trata con su papá de ese modo porque él es quien trabaja y mantiene la casa, y por tanto el encargado simbólico de vigilar a la hermana, a la que trata con cierto autoritarismo que podrá verse como macho pero que es también un desesperado instinto de protección hacia una adolescente habitante de un territorio marginal -digamos la zona metropolitana del Estado de México-, por ende víctima potencial de violación o asesinato).

¿Cómo se llamaría este chavo (este taxista, este hombre, esta persona, este ser humano)? Cuando terminó su llamada me miró por el espejo retrovisor (se le veía la frente, las cejas, los ojos, la nariz, parte de la barba; sin embargo toda la atención la robaba su mirada, que invitaba a la risa pero no a la desconfiada que producen otras personas, que aunque no quieran tienen una expresión como de burla; ésta no, ésta era una mirada inteligente y a la vez simpática). Me preguntó “¿Cómo ves?”, dando por hecho que había escuchado su conversación. Y así empezó a contar la breve anécdota: recogió a un hombre por Arcos de Belén, lo llevó a la colonia que está del otro lado de la Narvarte, entre el Eje Central y Tlalpan, una colonia más o menos fronteriza. Fueron 70 pesos según el taxímetro y el pasajero le pagó con un billete de doscientos. El taxista, como no halló suficiente cambio en las monedas que tenía al frente, bajó la visera y expuso, así, todos los billetes del trabajo del día, o sea, cerca de 900 pesos. Entonces el hombre le enseñó la pistola desde atrás, le preguntó ¿crees que es de juguete?, sacó la mano por la ventana y lanzó un disparo al aire. Y ya, qué quedaba. Le dio todo el dinero.

La historia era dramática pero él la contaba con tanta seguridad que con cada palabra se hacía verdadera, no daba pie a la duda. Era la cuarta vez que un pasajero lo asaltaba. Describió lugares y montos de las veces pasadas, y agregó detalles que dolían, como que ya hasta había hecho planes con ese dinero, que había decidido no trabajar al día siguiente pero que ahora tendría que hacerlo, que ya se iba a su casa pero me vio y decidió llevarme, y todo era triste pero a la vez cómico, una anécdota chilanga agridulce. Después siguió hablando y yo seguí dándole cuerda, y así me contó que alguna vez se había subido un “viejito” al asiento de adelante, que a los pocos metros de avanzar empezó a toquetearlo, a buscar bajarle el cierre, a lanzársele encima, y a quien respondió con un puñetazo en la cara al que el viejito, a su vez, contraargumentó con un síiiii, síiii, pégame máaaas. Muchas risas. Después estaba otra señora que lo mismo: se había subido en el asiento de adelante y, en pleno Circuito Interior, empezó a desabrocharse la blusa e intentar abrir la de él, diciéndole sooooy mujer, no me rechaceees. Aquí había un factor de peligro novedoso: la presencia de una patrulla más adelante. Si la señora se ponía a gritar, semidesnuda, ¿quién iba a creerle a él? Complicados intentos de convencerla de que se bajara. Más risas. Finalmente llegamos a la terminal y el taxímetro marcó 80 pesos. Yo le di 100 pesos y no solicité cambio.

Me subí al camión. Me dormí. Casi al llegar a Polo leí en Twitter que Gerardo Deniz (Juan Almela) había muerto. La noche anterior, después de acostarme, había leído tres poemas suyos, y uno en especial (CAPRICHO (en estado de ebriedad)) me impresionó y me tuvo pensando, y en la mañana, en la casa, retrasando lo más posible mi partida inminente, alargando mi momento de soledad y distensión, apunté en mi diario cosas sobre ese poema y sobre Deniz y también sobre otros temas, y luego se oscureció un poco y salí y tome aquel taxi.

Al llegar a Polo, camino a mi casa, había un gatito muerto en medio de la calle, uno de esos anaranjados de rayitas blancas.

De madrugada pensé en mi mano y en lo que tocaba. Después pasaron más días y conté lo del taxista, y al contarlo, como la figura del burro en el rompecabezas que los personajes aburridos de Los Simpson descubren subrepticiamente, empecé a ver que quizás nada era cierto, lo de la pistola que no es de juguete ni el viejito masoquista ni la señora que no quiere que la rechaces porque es mujer, sino un truquito fácil, prenavideño, el choro que busca una propina extra, más que merecedora, por la historia y por el engaño, y por la posibilidad de la verdad que encierra, y por aquello que me hizo pensar y, ahora, escribir.

***

Al día siguiente le tomé una foto a la casa donde viví de 1992 a 1996, la casa de mi abuelita Aurora (bisabuela, en realidad; mi abuela murió en trabajo de parto). Metí la mano por un vidrio roto de la entrada y saqué la foto. La cochera en subida, de azulejo rojo; el pasillo con sus columnas falsas; las puertas que daban al corredor; el jardín descuidado. La casa entró en litigio, está semiabandonada. Tenía dos jardines. El que estaba a la entrada, con caminitos y diseños romboidales, tenía un zapote y una higuera en las dos esquinas, y un tejocote, un árbol de mandarinas (unas mandarinitas minúsculas, insignificantes, que yo arrancaba antes de que estuvieran maduras), y una granada, y muchas plantitas que mi mamá siempre cuidó y luego, la mayoría, se llevó a la casa actual. El otro jardín era más salvaje, estaba atrás de la casa y tenía un cuarto de adobe y láminas, con triques y muebles rotos, y otra pileta, y mucha hierba que crecía sin orden alguno, pero también un manzano (con unas manzanas muy verdes, siempre verdes, aunque estuvieran maduras, que había que preparar en dulce o eran incomibles), y un chabacano (mi mamá hacía una mermelada caliente con los chabacanos, y no he probada nada igual jamás), y un durazno y un aguacate. Ese jardín ya no existe. Ahí están ahora las casas de mis dos hermanos, que aniquilaron el terreno abierto y cancelaron el acceso a esa otra casa. Ese espacio separaba lo viejo de lo nuevo (nuestra casa actual).

Ahí permanecen algunos muebles y pertenencias de mi abuela. Durante algún tiempo, antes de las construcciones, yo aún entraba. Estaba todo incluso acomodado como en casa “normal”, sala, comedor y recámaras puestas, pero con sábanas encima, todo cubierto de polvo, con cajones vacíos pero, por ejemplo, trastes en los muebles de la cocina. Una verdadera casa del terror, de atmósfera pesada y trastornante. Yo me metía, como siempre, para hurgar, miedosa y a la vez valiente, un turismo hacia lo perturbador que me atraía. Y muchas veces me hice a la idea de que había alguien detrás de mí respirándome en la nuca, o que me veían desde un punto ciego, o que me perseguían a una distancia milimétrica, moviéndose detrás de mí como sombras. Muchas veces salí de ahí corriendo, pero nunca tras abandonarme ciegamente al terror, momento al que yo en realidad le tenía más miedo que al causante mismo de ese miedo, pues significaba el punto de no retorno. En cambio trataba al miedo (El Mal) con respeto, dándole su lugar de ente siniestro al que conviene no perturbar, y me alejaba de la casa lentamente, sin darle la espalda, sin dejar de repetirme pensamientos calmantes y falsamente optimistas, hasta tocar un punto de seguridad (por ejemplo, la bardita que indicaba el confín de nuestra casa, el patio donde ya empezaban las cosas con vida: la ropa tendida, la lavadora, nuestra puerta, etc.), en el que por fin me liberaba y gritaba.

Pues bien, después de sacar esa foto, pasé varios días en casa de mis papás, debajo de pesadas cobijas pues rozábamos los cero grados, casi sin salir de mi cuarto, y por momentos yo sentía que aquella casa me llamaba. Ha sido el escenario permanente de mis pesadillas. ¿Cómo es posible que algo tan cercano, tan cercano físicamente, se convierta en un espacio inaccesible, lejano, cuya apariencia ya ni siquiera logro recordar? Estuve maquinando la forma de entrar y hasta el momento más conveniente, tendría que ser una hora anodina, las dos de la tarde, el sol en lo alto, ningún elemento que pueda conducir los acontecimientos hacia lo ominoso…

Hasta que el domingo, último día que pasaría en Polo, fueron a visitarme y la oportunidad se puso, esa sí, en bandeja. Mis amigas de la infancia son Laura, Leticia y Araceli, hermanas (las primeras dos son cuatas, la tercera es un año menor). Vivían atrás de mi casa, nos conocimos a los ocho años, nuestras aventuras infantiles llenarían muchos documentos Word. Esa mañana llegaron Araceli, Lety y su novio, Sebastián. Les dije de mis planes y enseguida se interesaron, pues aquella casa también marcó sus vidas, también las atemorizó, también se volvió un espacio mítico de su infancia. Convencí a mi hermano de usar una escalera y saltarnos por la azotea, y todo fue torpe y accidentado, como cuando teníamos esa edad y a veces yo no podía bajarme de los árboles o de las azoteas, y mi hermano llegaba y me bajaba, pues es muy alto.

Y así fue que volví a entrar a esa casa. El jardín arruinado, lleno de yerbajos. La pileta invadida. El zapote seco, la higuera también. Lo único que sobrevive, por si nos quedaban dudas de su naturaleza correosa, es el tejocote. Entramos a la casa, a los cuartos empolvados, remendados, una obra negra a medias;  a los (antes) amenazadores cuartos viejos, nidos y heces de cacomixtles, el ropero con el espejo que me daba miedo. En un rincón Lety se escondió y cuando yo pasé ella aplaudió y yo grité. Subimos a la azotea, a las cúpulas. A esa otra casita, independiente, sobre los cuartos viejos. La puerta hacia el establo de mi tío, al que íbamos por leche. ¿Es esto realismo mágico? No, así fue todo. Así vivíamos. Encontré platitos y una taza de juego de té de mi abuela, que robé. Vimos la higuera, siniestra. Sebastián, con su acento chileno simpático, dijo que la higuera conectaba dos mundos, el de la vida y la muerte. Un portal. Mi hermano dijo que sí, que se rumoraba que ahí en la higuera salía el diablo, la bola de fuego. La miramos mucho rato. Intenté juntarlo todo en la memoria, asegurarlo de alguna manera. Pero no se puede. La tierra ha quedado erosionada.

 

 

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