Palmas, a cierta hora, se convierte en un vórtex del que es difícil salir. Esta parte de la ciudad te traga. No hay forma de salir de aquí con dignidad: ni en automóvil ni en transporte público, no hay forma de ganar. Si cometes un error de cálculo y aún permaneces aquí cuando los ríos de claxons chorrean por la avenida, estás perdido.

Pero ahora, aquí, siento que vuelvo a participar en el mundo.

 

Yoani Sánchez: dinero, internet y Fidel

Me da la impresión de que ahora tienes más acceso a internet que antes, le dije a Yoani Sánchez en la entrevista que le hice a ella y a su esposo, el periodista Reinaldo Escobar, en el Hotel Inglaterra de La Habana, el 1 de enero pasado. En la biografía de Yoani en Ecured, el proyecto de Wikipedia del Estado cubano, se indica que “pocas personas se explican cómo puede Yoani escribir en su blog día tras día”. Luego, menciona la vez que los periodistas acreditados para la Feria Internacional de Turismo, en el Hotel Nacional, la vieron sentada en el vestíbulo conectada al wi-fi del hotel, unos 10 euros la hora.

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Ruairi

En París fui una tarde al cementerio de Montparnasse. Es casi una obligación que la ciudad impone. Al bajarme del metro me perdí muchas calles, hasta que llegué a una avenida donde me atreví a preguntarle a un hombre: Excusez moi, le cimetière?, con mi acento estúpido. Estaba a media cuadra.

Le tomé una foto al mapa de la entrada para poder hacer mis visitas sin perderme demasiado. Hice todas las ridiculeces que se esperan en este lugar: fui a ver a mis escritores, a mis poetas. Me senté en sus tumbas, hice anotaciones solemnes en mi cuadernito, me reí en silencio viendo sus nombres en las lápidas; me senté en otras, anónimas, sintiendo la piedra caliente de las cuatro de la tarde. En un pasillo, un tipo que empujaba un carrito con una escoba y un bote de basura me preguntó algo en francés, le respondí alzando las cejas y haciendo la cara de siempre, el je ne parle pas français o el más rápido parle pas français, que me avergonzaban profundamente (mi año perdido en clases de francés, en la preparatoria).

El tipo, un rubio altísimo, con los dientes podridos, ojos azules intensos, cambió al inglés. Me explicó cómo llegar a la tumba de Guy de Maupassant, en la otra sección del cementerio, a la que llegabas por una puertita que salía a una calle angosta, donde el cementerio se replicaba. La parte descuidada, oscura; la tumba de Guy (“Guí”) entre maleza.

Me lo encontré otra vez. Amigable, el tipo. Con buen inglés para ser francés, pensé, hasta que me dijo que era irlandés. Ruairi, gaélico puro. Quiso mostrarme una escultura antiquísima de una pareja fundida en un beso. Me puse el gas pimienta en la mano, fuimos, la vimos. Nada, no era peligroso. Sólo alguien que quería perder el tiempo en horas de trabajo. Siguió hablando. Así, sin dejar de empujar el carrito, Ruairi me llevó a rincones insospechados del cementerio.

La tumba que cuidaba con mayor empeño era la de Beckett, the best writer of the century, decía, y el amor por su coterráneo me hizo quererlo un poco. Me dijo que limpiaban las tumbas cada tres meses con unas máquinas especiales. Así, nada del ñoño vandalismo en la de Cortázar, por ejemplo, cubierta de rayuelas dibujadas con plumas y plumones, quedaría después. ¿Los boletos de metro? Borregada. Cada sesenta años, si no se renueva el contrato, sacan los restos de la gente y los tiran a una fosa común. Hay espacio disponible casi siempre. En ese momento pasó un servicio. Oh, someone died, dijo al ver la carroza fúnebre, como si le sorprendiera. El limpiador de tumbas.

Me enseñó una lápida que decía: Mort? Pas encore – Dead? Not yet, con fecha de muerte en 2039. Me arrastró a las tumbas de Serge Gainsbourg y a las de Man Ray y su esposa. Hablamos de Porfirio Díaz. De Dublín. De la guerra contra el narco. Me preguntó cuánto costaba un boleto a México o a Estados Unidos. Escribió su mail en mi cuaderno y nos despedimos; aún desde la avenida, detrás de los árboles, Ruairi agitaba el brazo.

Vi después lo que escribió.

 

 

 

 

 

 

 

An unpleasant and unpatriotic truth has here to be faced. No English novelist is as great as Tolstoy -that is to say, has given so complete a picture of man’s life, both on its domestic and heroic side. No English novelist has explored man’s soul as deeply as Dostoevsky. And no novelist anywhere has analysed the modem consciousness as successfully as Marcel Proust. Before these triumphs we must pause. English poetry fears no one -excels in quality as well as quantity. But English fiction is less triumphant: it does not contain the best stuff yet written, and if we deny this we become guilty of provincialism.

E. M. Forster – Aspects of the novel